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Caso Blanco

Había llegado agosto. Frederick había partido y Eglin no sabía muy bien que sentir. No sabía si sentir alivio o tristeza. Felicidad no, no le hacía feliz la guerra por venir, no le agradaba que él enfrentara la posibilidad de morir en combate, no le satisfacía que le ordenaran cometer atrocidades, le aterraba que él llegase a disfrutar cometerlas. Era cierto que el enamoramiento que sintió al principio había mermado. Sin embargo, había compartido intimidad con él. No lo amaba con esa profunda pasión del inicio, pero si le quería. Se portó bien con ella, sus brazos eran protectores, su presencia le daba una sensación de seguridad. Era una tranquilidad bienvenida. Su femineidad se hallaba comprometida y arraigada a su masculinidad. Y he allí donde los sentimientos se entremezclaban, verlo partir era perder la seguridad, también significaba poder actuar de manera libre y no cómo la esposa perfecta. Podía ser Eglin y no una malhadada imitación de la adorada Gretchen. Se maravillaba en la particularidad de su despiste, como aquel hombre enamorado no se percataba del cambio de personalidad, de las manías, las mañas, los detalles. Le molestaba esa falta de atención en los detalles. ¡Qué básicos son los hombres! Dos más dos siempre es cuatro. Está bien. Se habían agregado y quitado decimales a la suma. No puede ser que 2,1 más 1,8 siga dando 4. ¿Tan parecidas eran ella y Gretchen? Si la amase por ser ella misma quizá podría amarlo, él amaba lo que veía: a su pequeña chica aria. Eso le decepcionaba. ¿Cómo era posible que un hombre inteligente, hábil, emprendedor y disciplinado no advertía qué ella no era Gretchen? Era alguien más.

Era un sentimiento terrible y la evaluación moral de sí misma no mejoraba la situación. No era su cuerpo, no era su decisión, no era su vida ni su destino. Orgasmos prestados, emociones delegadas. Se preguntaba si Gretchen con su cuerpo, en el futuro, se comportaría de forma parecida. Eso le daba miedo, también se sentía mal, ella ya había dispuesto y usado como mejor le pareció aquella menuda estructura orgánica. Pequeña, sí, pero a su manera hermosa, fuerte y atlética. Se tocó los muslos. ¡Dios! Cómo adoraba esas poderosas piernas, la piel tersa y blanca como la leche, el cabello dorado como un sol. Si, era hermosa. Pero debía apartar un rato esos pensamientos. Ser prudente y práctica era lo requerido.

Había averiguado lo que Esmeralda le pidió. El nombre del oficial superior de Frederick y a qué unidad pertenecía. "II. SS-Standarte Germania/VT (SS-Verfügungstruppe)" a las órdenes del general Karl-María Demelhuber. Su sede era en Hamburgo. Y eso era todo. No sabía si eso era relevante o no.

—Siendo sincera no sé nada de ese general —le confesó Esmeralda —¿no sabes dónde se va a concentrar? ¿Si es reserva o de primera línea?

—En Checoslovaquia. Cerca de Kutná Horá, ¿qué te parece?

—Eso es interesante.

—Frederick no sabía si era de reserva o primera línea. La excusa del despliegue es una práctica de maniobras y reparación de fortificaciones. Pero él sospechaba que las intenciones eran otras.

—Solo sabe de rumores.

—Sí, algo así. ¿Tú qué crees? ¿Significa algo?

—Ni idea.

—¿Entonces toca esperar?

—Sí, una odiosa espera. Sabemos el resultado final pero los detalles operativos a un nivel táctico normalmente no destacan en los libros de historia. Claro, me llama la atención que su despliegue sea cerca de nuestra meta.

—Vuelvo a preguntar: ¿crees que signifique algo?

—Posiblemente sí. O al menos es lo que espero.

—¿Entonces vamos por buen camino?

Esmeralda asintió.

—Hubo otra cosa que me dijo que me tiene intrigada —añadió Eglin.

—Cuéntame.

—Me habló de un profesor de física, un científico. Amigo suyo que perdió la cabeza luego de un incidente con la policía, aquí mismo en Berlín.

—Ok... ¿Y eso qué tiene de interesante?

—Lo interesante es que ocurrió el 23 de noviembre del año pasado. De improviso se desmayó, despertó actuando de manera extraña, fue arrestado por la policía. Durante el arresto fue golpeado fuertemente en la cabeza. Su comportamiento agravó, empezó a hablar en inglés y decir incongruencias. Supuestamente hablaba de ser un profesor de educación física en Estados Unidos.

Esmeralda se sorprendió mucho. Le hizo señas para que continuara.

—Entre las "incongruencias" que dijo, expresó que su nombre era Martín Luther King, a lo cual Frederick se lamentó. Eso corroboraba que había perdido la cordura. Mira que decir que era Martín Lutero y rey.

—¿Y qué fue de él? —Preguntó —Pareciera ser que el profesor Martín también sufrió del traslado mental y está en el cuerpo de ese científico —agregó.

—Quizá. Lo que sé es que fue recluido en un manicomio. Frederick no sabe dónde. Estuvo un tiempo en Berlín, luego fue trasladado a una institución clasificada, en otra ciudad.

—¡Qué mala suerte!

—Sí. Y nosotras quejándonos de la nuestra.

—Deberíamos intentar hallarlo —comentó Esmeralda.

—Me gustaría eso... ¿dónde empezar? Frederick no me quiso decir más. Es información clasificada. Lo presioné todo lo que pude, no obtuve más datos y como insistiera demasiado terminó por ponerse molesto. Y nunca lo había visto así, hube de desistir y hasta disculparme.

—No te preocupes. Solo debemos estar alerta y preguntar con sutileza, con suerte nos toparemos con alguien que sepa algo.

—Pobre profesor Martin. Es un buen hombre, no merece terminar sus días en un manicomio extranjero, a merced de los nazis —declaró Eglin.

Lo dijo con una mezcla de tristeza y coraje. Le causaba rabia y frustración que cosas malas sucedieran a personas buenas. Y la inutilidad. ¿Cómo ayudar al profesor sino tenían información exacta de su ubicación? Porque al menos sabiendo donde estaban podrían barajar opciones y en el mejor de los casos visitarlo, saber de él, confortarlo.

—Ninguno de nosotros merecemos esto realmente —añadió Esmeralda.

Guardaron silencio, oyendo el ruido de sus pensamientos. Con respecto a la guerra nada podían hacer. Solo observar, ser espectadoras del acontecimiento. Esmeralda estaba asustada, a la vez muy interesada. Por mucha incertidumbre que le causara la guerra, era mayor la emoción de experimentar el hecho histórico. No de oídas, no de un libro, de unos documentos o una película, sino de primera mano. Eglin, por su parte, solo tenía temor e incertidumbre en su mente y corazón. Un presentimiento funesto le embargaba. Alemania obtendría la victoria. Sí. Pero él no iba a regresar victorioso, sino envuelto en sus banderas. Peor era el temor de que regresara con las manos manchadas de sangre inocente. ¿Cómo podría verlo de nuevo sin preguntar? ¿Cómo ignorar la posibilidad que hubiese recibido la orden de matar ancianos, mujeres y niños? ¿Cómo, siquiera, considerar la imposibilidad que sintiera placer matando judíos? ¿Cómo un hombre tan amoroso podía sentir tanto odio hacía unas personas que ni siquiera sabía su nombre ni le habían hecho daño alguno?

Mientras, en un espacio confinado, en otra ciudad y en condiciones muy distintas, se encontraba Martin. Encerrado en el cuerpo de aquel anciano, recluido en un manicomio, imbuido en sus pensamientos o lo poco que le permitían los medicamentos neurolépticos que le suministraban. Sí, debía haber perdido la razón. Era la única opción lógica a toda la situación y por eso lo tenían encerrado. Se hallaba muy deprimido, si al menos pudiera ver a su familia, aunque también pensaba que quizá lo habían visitado y él, en su alucinación, los veía como doctores y enfermeros nazis. Qué horrible era no poder confiar en sus sentidos. Lo engañaban, sus ojos veían cosas que no existían, oían voces indistinguibles. ¿Por qué esa grotesca fantasía nacionalsocialista? ¿Por qué su mente le jugaba esa mala pasada? ¿Tendría fin aquello?

Había oído o leído alguna vez que el primer paso para curar la locura es saber que estás loco. Y él estaba convencido de eso. Era un paranoico esquizofrénico. Así que, en sus momentos de lucidez, pensaba en que debía curarse. Por sus hijos, por su esposa, por sí mismo. Debía aplicar su voluntad, su convicción en ello. Luego entraban aquellos hombres desconocidos, hablando alemán, inyectándole quién sabe qué cosas y todo se venía abajo. ¡Maldita mente maniaca! ¡Traidora! ¿Por qué le hacía ver y oír esas cosas? Se sentían reales, muy reales. Además, por muy lúcido que creyera estar, siempre estaba envuelto en aquella piel pálida, arrugada, llena de lunares y manchitas, de vellos canosos. No es que fuese un hombre racista, pero le daba asco ese tejido sarnoso y mal oliente. Porque desprendía un desagradable olor.

Sin otra cosa más que hacer lloró, desconsolado, el sentimiento de soledad e injusticia era opresor.

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