Pasaron los días y la mesa redonda de la esquina quedó abandonada. Su anterior ocupante ahora había tomado gusto por el sitio junto a la ventana. Se sentaban uno frente al otro sin mediar palabra y dejaban pasar las horas. Él trabajaba en sus preciados documentos y ella le observaba con detenimiento. Ese día fue único. Como dos enamorados que celebran su aniversario, y proponen un desvío de la rutina argumentando que "la ocasión lo merece". 

—¿Cómo te llamas?

—¿Qué? —la miró atónito con la mandíbula ligeramente caída.

—Tu nombre.

—Luccio.

—¿Italiano? 

—En realidad no. 

—Es bonito. 

Dicho esto, se levantó y se fue. La silla quedó vacía como si nunca nadie hubiera estado allí. Una ilusión pasajera, un feliz espejismo. Un burdo engaño. 

Se quedó allí, anonadado. Reaccionó como un reflejo condicionado. Dijo su nombre de forma robótica y ella le halagó con un cumplido por cortesía. Cuando miró hacia abajo para buscar la posición idónea de sus dedos sobre las letras, la falta de la taza de chocolate le explotó en la cara. ¿No había pedido nada? Siempre, sin excepción, le servían aquella bebida. ¿Por qué hoy no? ¿Cuántos días hacía que faltaba? ¿Por qué ella olía siempre a chocolate recién hecho y a perfume? No encontraría respuesta en la fría piedra sobre la que se apoyaba, así que se sumergió en la red y cayó presa del monótono trabajo. Se juró a sí mismo dejarlo todo y empezar a vivir. Otro agridulce espejismo.