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20. El rescate

La bofetada, tan fuerte que el ardor en mi mejilla me mizo lagrimear, pareció provocar que la temperatura de mi cuerpo aumentara lo suficiente como para quemar los químicos de la droga que me hacían sentir como un tigre encerrado: fuerte, enojada, pero incapaz de atacar. Sin embargo, sólo era la sensación de la ira.

La Hermana Woodhouse se enderezó, recuperando su compostura, y entrelazó las manos sobre su regazo. Estaba parada frente a mí, con su rosario en manos, mientras el enfermero a mis espaldas sostenía dos compresas metálica en las sienes de mi cabeza. Traté de forcejear contra las muñequeras de piel que me impedían levantarme de la silla, pero fue inútil.

No sé cuánto tiempo ha pasado desde el primer electrochoque, pero, aunque mi fuerza física estaba dormida, mi fuerza de voluntad seguía intacta. Sellé mis labios en una fina línea, indicando que no respondería a sus preguntas.

—Intentemos otra vez, Harleen —dijo la Hermana con voz frustrantemente calmada—. ¿Has tenido el deseo de lastimarte a ti misma... o a otros?

Cuando entendió que seguría sin responder su interrogatorio terapéutico, miró al enfermero, pidiendo que éste volviera a darme choques eléctricos en la cabeza. Me removí ansiosa en mi lugar.

—¿Sabe quién es Harley Quinn, Hermana Woodhouse? —pregunté atrpelladamente, desesperada por distraerla y recuperarme al menos un poco antes de otro electrochoque. Me miró con curiosidad— Es un personaje ficticio que aparece en los cómics de la editorial "DC Comics". Es una enemiga de un superhéroe, Batman —expliqué, y sonreí con cinismo. Ella no se inmutó—. La dibujan rubia, loca, con un IQ más alto que el promedio y un bate de béisbol como una de sus armas más características.

—Y eso...

—Yo salí con este chico por un año —la interrumpí—, Reggie Mantle, pero en las últimas semanas, por casi un mes, estuvo diciéndome... cosas. Cosas que me lastimaron.

Ella arqueó una ceja, interesada en mi historia.

—¿Qué te decía?

—Me pedía que visitiera mejor, me preguntaba si no había una cirugía para quitarme las estrías que tengo en los costados de los glúteos, me decía que en realidad no era tan lista ni tan atractiva. Un día, me dijo que él era demasiado para mí, que tenía suerte de que me quisiera, porque podría conseguirse algo mejor que yo.

La Hermana Woodhouse se mostró verdaderamente curiosa, justo como quería. No iba a responder a sus preguntas, porque sería como declarar algo, pero sí podía darle un pequeño hueso para satisfacerla y evitar más dolor en la maldita silla esta noche.

—Yo me sentía horrible, pero le creí todo, porque estaba enamorada de él. Hasta ese último mes, había sido todo un caballero conmigo. A pesar de lo que decía la gente, él era diferente conmigo. Era bueno.

Mi corazón empezó a latir más tranquilamente cuando el enfermero quitó las compresas de mi cabeza.

—El último día de nuestra relación, yo estaba saliendo de mi práctica de béisbol, cuando su mejor amigo, Chuck, me dijo que Reggie me estaba esperando en las duchas. Le creí como una tonta. ¿Sabe qué me encontré, Hermana Woodhouse? A él, en la ducha, con mi enemiga de toda la vida. Me enojé, eso es lo que recuerdo con más claridad. Lo demás está borroso. Pero no olvido los gritos de Cheryl mientras golpeaba a Reggie con el bate. Cuando ella intentó quitarme, la empujé contra la pared y le corté la respiración con la presión del bate. Le dije que, si volvía a ponerme un dedo encima, la dejaría mucho peor. Chuck entró entonces y me alejó antes de que hiciera algo peor.

La Hermana Woodhouse inhaló profundamente.

—Desde ese día —murmuré, sonriendo de lado, como si fuera gracioso, aunque en el fondo me dolía el recuerdo de haberme convertido en una persona tan violenta—, empezaron a llamarme Harley Quinn.

Sin embargo, Woodhouse no se inmutó, probablemente habiendo escuchado peores historias.

—¿Y te arrepientes? —preguntó, con sus cejas arqueadas.

Me quedé callada y pensativa.

—Me arrepentiría si lo hubiera matado —admití—. Pero, ya que sólo lo lastimé..., no. No me arrepiento.

Exhaló, bajando sus hombros como gesto de derrota.

—¿Lo mandaste al hospital?

—No —resoplé—. Es demasiado macho, se rehusó a ir a un hospital por que una persona tan pequeña como yo (y además mujer) lo apaleará. Un médico fue a atenderlo a su casa. Le dijo a todos que se había peleado con alguien del Sur.

—¿Qué hay de Cheryl? ¿Estás molesta con ella por lo que hizo?

—No —confesé, suspirando—. Eso fue culpa de él. De hecho, le agradezco, porque lo que hizo me abrió los ojos.

—Así que ese fue tu primer ataque de ira —dijo con tono de comprensión, asintiendo.

Fruncí el ceño y apreté los dientes.

—Yo no tengo ataques de ira —declaré duramente—. Sólo... Tengo esta oscuridad en mí que me hace cometer locuras. Pero no tengo ataques irracionales. Estaba herida y enojada, no loca. Haberme engañado fue la gota que derramó el vaso de mi tolerancia.

—Pudiste haberlos matado, niña —me dijo, chasqueando la lengua y negando la cabeza en reproche. Se acercó y palmeó mi mejilla con falsa preocupación—. Eres peligrosa, Harleen. Tienes muchos demonios —dijo, sus ojos grandes observándome como si fuera una enferma mental sufriendo—. Pero voy a curarte.

El enfermero metió una tela roja en mi boca, obligándome a morderla, y volvió a poner las compresas en mis sienes. Ni siquiera me dio tiempo de suplicar antes de que la descarga eléctrica me diera dolores por todos los músculos y huesos del cuerpo. Mordí el trapo mientras gritaba de forma ahogada.

—¡Estás enferma! —dijo, lo suficientemente alto para oírse por encima de mi llanto, cuando los electrochoques cesaron— Tienes el demonio adentro, y sólo serás más peligrosa si no dejas que te curemos.

Quise negar con la cabeza, rehusarme a su conclusión, pero las compresas volvieron a darme espasmos de dolor.

Las monjas, que hablaban y cuidaban de los niños y adolescentes que jugaban en el salón de la entrada, gritaron horrorizadas cuando las dos grandes puertas fueron abiertas con la fuerza de tres patadas. Un grupo de jóvenes, todos vestidos con ropas oscuras y chaquetas negras, blandiendo navajas de bolsillo, entraron al orfanato sin ninguna vergüenza o temor. Sus ojos, furiosos y determinados, asustaron a los niños del orfanato.

Una de las Hermanas se armó de valor y exclamó:

—¡Vándalos! ¿Qué creen que hacen?

Jughead dio un paso al frente, sobresaliendo de entre el grupo de Serpientes, dejando en claro que él era el líder.

—Venimos por una amiga: Harleen Hamilton —dijo, con voz demandante.

Por uno de los pasillos, llegaron otras dos monjas y un enfermero.

—La señorita Hamilton no puede irse —dijo firme y tranquila, aunque la expresión de su rostro era de coraje—. Está en tratamiento.

El corazón de Sweet Pea se aceleró todavía más. Apretó más fuerte el mango de la navaja, sintiendo que en cualquier momento enloquecería. Jughed lo detuvo con una señal de mano cuando lo sintió moverse, a punto de atacar.

—Pues tendrá que darla de alta, porque no está enferma —habló Jughead, con el mismo tono de tranquilidad que la Hermana Woodhouse—. Ahora, si no quiere que destruyamos este lugar, dígame en dónde está.

—Llamaré a la policía —amenazó la Hermana.

Jughead sonrió, esperando aquella respuesta, y se encogió de hombros.

—Hágalo —la invitó—. Igualmente la sacaremos de aquí cuando le digamos al sheriff, padre de un chico gay, lo que nos dijo Cheryl Blossom que hacen en este lugar. Los clausurarán y, eventualmente, tendremos a Harleen.

La Hermana Woodhouse no tuvo respuesta esta vez.

—Usted decide, Hermana —se burló Jughead, abriendo los brazos para enfatizar a las Serpientes detrás de él—. Tiene tres opciones: o nos vamos en paz con Harleen... o destruimos este lugar hasta enontrarla por nuestra cuenta... o reportamos su reformatorio gay con la policía.

La Hermana Woodhouse parpadeó un par de veces antes de voltearse hacia una de las Hermanas.

—Hermana Dorothy, trae a la señorita Hamilton.

Jughead la señaló con la navaja, y las Hermanas retrocedieron.

—No, no confío en ustedes —declaró, su mandíbula apretada—. Sweet Pea, ve con ella. Estaremos esperando justo aquí.

Sweet Pea ni siquiera lo pensó y siguió de cerca a la Hermana Dorothy, su navaja brillando cada vez que pasaban por debajo de una lámpara. Lo llevó por el mismo pasillo por el que había llegado con la Hermana Woodhouse.

Pasaron varias habitaciones y cruzaron a la derecha por otro pasillo antes de que la monja se detuviera frente a una puerta completamente cubierta, sin ninguna ventana en el centro que mostrara lo que había en el interior del cuarto. Sintió una capa de sudor en su nuca, temiendo encontrar lo peor. La hermana Woodhouse tomó una de las llaves que llevaba colgando de un aro en su cintura.

—Ella no querrá irse —masculló la monja con una pequeña sonrisa de complicidad.

Sweet Pea frunció el ceño. ¿Por qué Harley querría quedarse en ese infierno?

—Sólo abra la maldita puerta —ordenó con los dientes apretados.

La Hermana Dorothy miró la navaja en su mano, que aún no había ocultado ni bajado. Tragó saliva con fuerza y quitó el seguro de la puerta. Sweet Pea ni siquiera se esperó a que la abriera por completo, empujó la puerta de un manotazo y entró con dos grandes zancadas.

Una parte de su cuerpo se llenó de furor y otra parte de pánico. Harley estaba atada de las manos y los pies a una silla de madera, con la cabeza caída de lado por el cansancio.

Su cabello rubio, que tenía un resplandor blanco alrededor por la luz de la luna que entraba por la ventana detrás de ella, estaba recogido en dos coletas altas y un poco húmedo por el sudor. De hecho, su cara y cuello tenían una capa de sudor también.

Respiraba demasiado pausado para su gusto y sus dos mejillas estaban al rojo vivo, contrastando contra el resto de su piel pálida. Sus labios, casi azules y resecos, encerraban un trapo rojo que mordía, y sus ojos hinchados finalmente lo sacaron de su breve conmoción.

—Harley...

Su voz, dolida y aterrada, me obligó a abrir los ojos. Lo miré por debajo de mis pestañas. Entrecerré los ojos, dudosa. ¿Estaba alucinando? ¿O estaba soñando, desmayada sobre la silla?

—Joder, ¿qué te hicieron? —habló Sweet Pea con la respiración agitada.

Corrió hasta mí y rápidamente desgarró las muñequeras de mis pies y luego de mis manos; me quitó el trapo de la boca con cuidado, permitiéndome hablar.

—Vámonos. Las Serpientes nos están esperando. Te sacaremos de aquí.

Comprendí que no era ningún sueño o una alucinación cuando tomó mis manos, intentando ayudar a que me pusiera de pie. Negué con la cabeza, mirándolo entristecida.

—No puedo —sollocé, mi boca contorsionándose en una mueca. Sweet Pea me miró sin entender—. Tengo que quedarme.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

—Tienen razón, Sweet Pea: estoy llena de demonios —expliqué desesperada—. Algo está mal conmigo y necesito ayuda.

Sweet Pea me tomó por la mandíbula con ambas manos, evitando tocar mis mejillas lastimadas, y me hizo mirarlo. El miedo y la culpa en sus ojos me confundió.

—Esas monjas sí que te han hecho daño —murmuró para él mismo. Traté de mirar a otro lado, pero no me dejó—. Mírame. Nada está mal contigo. Tú no estás enferma y tampoco estás endemoniada. Eres mi pequeño ángel, Harleen, y no voy a dejarte en este infierno.

Más lágrimas empezaron a correr por mis mejillas, que aún escocían.

Sweet Pea no dijo nada más, y yo no protesté cuando me levantó en brazos. Igual a una niña pequeña, lo abracé por el cuello, ocultando mi cara en él, llorando sobre su tatuaje, y él me cargó por la espalda y piernas, llevándome al estilo nupcial.

Aunque no podía dejar de lagrimear, me sentí segura y relajada. Me apreté contra él, temiendo que me dejara. Dejó un tierno y casto beso en mi cabeza, enviándome una ola de calma.

—Te tengo —aseguró, y me sentí aliviada.

Tal vez sí estaba enferma y necesitaba ayuda, pero no importaba. Lo único que quería, era a él.

Mantuve los ojos cerrados, no queriendo ver otra vez los pasillos del orfanato. Al menos Cheryl pudo salir también, eso era un alivio, y no la culpaba ni a ella, ni a Toni ni a Verónica por no poder abrir la puerta. Después de que la Hermana Woodhouse se hartara de que no respondiera a sus preguntas y me diera terapia de electrochoques, me dejaba encerrada bajo llave al menos una hora para que "pensara en mis acciones y consecuencias".

Escuché algunos suspiros de alivio y después la voz de Jughead ordenando la retirada de las Serpientes. Sentí a Sweet Pea bajar escaleras, seguramente las de la entrada del orfanato. Escuché las pisadas de todas las Serpientes, después los motores de varias motocicletas encendiéndose.

—¿Está bien? —escuché a Jughead preguntar.

—Esas lunáticas estaban electrocutándola cuando llegamos —gruñó Sweet Pea.

—Psicópatas —escupió Jughead, y noté el tono de rabia en su voz.

—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —preguntó Fangs, asombrado y extrañado.

—Créeme, no lo estoy —admitió Sweet Pea, su voz ronca por la furia—. ¿Por qué crees que no la suelto? Es lo único que me impide volver e inendiar ese jodido lugar.

Fortalecí mi agarre por sus hombros y cuello, temerosa por la idea de que se separara de mí.

—No vamos dejarla en su casa, ¿o sí? —preguntó Fangs— Su madre volvería a traerla.

—Cierto —concordó Jughead—. Le hablaré a Betty.

—No —protesté rápidamente, descubriendo mi rostro para mirarlos. Fangs y Jughead me miraron horrorizados al ver mi estado—. Mi tía Alice me llevaría con mi mamá, y todavía no puede saber que me salí, o me buscará hasta debajo de las piedras y me mandará a otro orfanato, donde nadie pueda encontrarme.

—Cristo, Harley. ¿Estás bien? —preguntó Jughead.

Asentí con dificultad. Sweet Pea me abrazó más fuerte.

—Se quedará conmigo —decidió Sweet Pea con voz grave—. No la encontrará ahí.

—Bien, entonces vámonos.

Sweet Pea me bajó con cuidado, sentándome en la motocicleta. Me acomodó el casco y lo abrochó con prisa y delicadeza para después subirse frente a mí. Lo rodeé con mis brazos y recargué mi frente sobre su espalda, cerrando los ojos. Antes de arrancar, acarició mis manos entrelazads en su abdomen, asegurándose de que estuviera bien agarrada a él. Jughead lideró el camino hasta Sunnyside, con Fangs y Sweet Pea flanqueándolo, mientras el resto de las Serpientes nos cubrían las espaldas.

En algún punto, algunos se desviaron de camino hacia sus casas, mientras los otros se iban a sus tráilers. Quise bajarme al llegar a su tráiler, pero no me dejó. Se bajó él primero y luego me levantó como una bebé, y enredé mis piernas alrededor de su torso. Me sostuvo por una pierna con su mano izquierda, mientras que con la derecha le quitaba el seguro a la puerta y la abría. Cerró con seguro una vez que entramos, aventó las llaves a su comedor, caminó hasta su cama y se sentó conmigo en sus piernas. Me apretó contra él y acarició mi espalda por encima del vestido, relajándome por completo. Ya no estaba en ese maldito lugar, estaba con él, libre de peligro y crueldad física y psicológica. Entrerró su cara en mi cuello y yo la mía en la suya, aspirando su aroma.

—Sweet Pea...

Se separó de mí para poder mirarme.

—Dime, muñeca.

—¿Puedo ducharme?

Me sonrió, enternecido, y besó mi frente.

—No tienes que preguntarme. Puedes hacer lo que quieras.

Asentí, aunque sabía que, por respeto a su casa, seguiría preguntándole cosas de ese estilo. Me levanté de su regazo y me dirigí hacia el baño. Fui cuidadosa al quitarme el unfirome del orfanato, pues me dolía todo el cuerpo, y los calmantes (que me volvían lenta y torpe) todavía estaban haciendo efecto.

Me duché rápido, pues el agua estaba fría, y usé el jabón para lavar mi ropa interior también. Me quité todo rastro del tacto de los enfermeros y las Hermanas. Después de diez minutos, me sequé con una toalla que tenía doblada y sonreí, sintiendo calidez en mi pecho, cuando vi una playera y unos shorts de baloncesto sobre la tapa del retrete.

Los shorts me quedaron por debajo de la rodilla y la playera como un vestido. Después me lavé los dientes un par de veces, usando mi dedo índice, hilo dental y enjuague bucal. Desendredé mi pelo mojado con su peine, y deposité el cabello caído en el cesto de basura, junto con el uniforme del orfanato.

Mi reflejo demostró que seguramente me veía mejor que antes, y aunque mis mejillas seguían algo enrojecidas, la inflamación había bajado por el agua fría.

Al salir del baño, lo encontré sentado en el borde de la cama, sacudiéndose el cabello. Sabía que hacía eso cuando se sentía frustrado.

—Sweet Pea, ¿estás bien? —le pregunté al sentarme a su lado, acariciando su hombro. Tomé su mentón, haciendo que me mirara.

—Sólo... estoy enojado —explicó.

—¿Conmigo? —temí.

Él negó con la cabeza.

—Conmigo —corrigió, y yo fruncí el ceño—. Por no sacarte antes. Debí saberlo, debí buscarte. Es sólo que... creí que te habías ido a propósito, y estaba dolido y enojado. Tampoco puedo dejar de pensar en que debí haber incendiado ese lugar.

Sonreí de lado, conmovida por su confesión.

—No te sientas así. No es tu culpa —le recordé—. No te culpo por malinterpretar las cosas, cualquiera lo hubiera hecho. Y en cuanto al incendio, por más que incluso me hubiera gustado hacerlo yo misma, los dos sabemos que no es lo correcto —añadí. Sweet Pea no respondió, sólo asintió—. Y... ¿te digo un secreto?

Arqueó una ceja como respuesta.

—Estoy cansada —confesé con un puchero.

Sweet Pea sonrió, se levantó de la cama y me dejó recostarme. Me acomodé sobre una de las dos alomhadas. Traté de mantener mis ojos abiertos, esperar a que se acostara a mi lado, pero lo último que vi fue a él acercándose a su armario para guardar su chaqueta y ponerse algo más cómodo. Todo se volvió negro entonces.

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