50
Han pasado dos semanas desde que Ezequiel y yo nos encontramos "accidentalmente" en casa de Josefina. Dos semanas desde que me desperté en el sofá-cama de mi hermana con el recuerdo de haberme quedado dormida en los brazos de mi amigo.
Miro mi reloj y me dispongo a hacer lo que prometí ayer por la noche antes de irme a acostar: visitar a Ezequiel a su taller y pedirle que me acompañe a ver una casa a tres cuadras de allí.
La venta del departamento de España es un casi un hecho según lo estipulado por el abogado que ha estado llevando adelante las cuestiones legales de Juani y estoy dispuesta a invertir el dinero en un hogar para Enzo y para mí. No quiero seguir viviendo en la casa de mi madre porque aunque ella no tenga objeciones, salir de la mano con mi hijo y que su abuela paterna ni siquiera se digne a abrirnos su puerta, es más de lo que puedo tolerar.
Necesito un lugar en el cual trazar una nueva historia, crear nuevos recuerdos, cerca de mi hermana y de mi madre, pero nuestra. Odio patear las cajas que aún se apilan en mi habitación de soltera. Lo único con lo que me he quedado.
¿Los muebles? He dejado todo en Italia. Después de todo, el departamento estaba amoblado y la decoración del cuarto de Enzo cabía en un par de cajas.
Ni siquiera su cama de niño grande tenía personalidad; yo moría por comprarle una cama en forma de auto que vimos en una tienda del centro de Milán, pero Juani ni siquiera le importó en donde dormía su hijo.
Enojada, compré una sencilla de color blanco.
Perfectamente adaptado a su nuevo grupo de amiguitos, mi hijo es un campeón. Es dulce, amable, generoso y un gran compañero. Como es lógico, pregunta por su papá y me parte el alma, pero la psicóloga a la que lo he estado llevando desde hace un mes me aseguró que forma parte del proceso de sanación por el que todos estamos atravesando.
Contenido en su escuela y en su casa, él se muestra como un niño feliz.
Cuando al otro día llego al taller, el ruido en la carpintería es ensordecedor y sonrío con los ojos cerrados. Había echado de menos el sonido frenético de las herramientas y la música de rock nacional ochentoso de fondo.
Aplaudo fuerte y grito aún más alto para que alguien me escuche.
―¿Coni? ―uno de los muchachos que recuerdo como Ricky, se abre paso entre las mesas y me saluda ―. ¿Cómo estás? Mmm, lo siento mucho. ―el pésame cae de maduro.
―Gracias, sos muy amable.
―¿Buscás al jefe? ¿Sabe que venías?
―Sí, lo busco. Y no, no le dije que venía.
―Ah, qué pena, che. Porque salió temprano con la camioneta a dejar un mueble. ―se rasca la nuca, preocupado por mi sorpresiva visita.
―Oh, bu-bueno, supongo que entonces me voy...no importa...―mis manos se muestran inquietas sin haber trazado un plan B.
―Podés esperarlo en la oficina, ¿o estás apurada?
―No, si no se tarda mucho.
Mira la hora en el gran reloj que cuelga sobre una de las paredes y hace cálculos en el aire.
―Debe estar por llegar en diez minutos. Si querés le aviso por mensaje que estás acá.
―No, no te hagas drama. Prefiero que sea una sorpresa.
―Oh. Sí...bien...―no entiendo por qué sonríe de lado, pero no me voy a poner a averiguarlo. En cambio, camino hasta el fondo, agito mi mano en señal de saludo al resto del plantel y entro a la oficina de Zeke.
Tal como la recuerdo, es un desorden. Llena de papeles, de cajas con remitos, de bocetos enchinchados en un enorme corcho. Hacia allí camino y no dejo de admirar el talento de mi amigo para dibujar y crear objetos. Sin ir más lejos, la mesa de juegos que le regaló a Enzo es preciosa, con terminaciones pulidas, colores brillantes y el entretenimiento perfecto para un niño de cuatro años bastante inquieto.
Me volteo recorriendo la pequeña sala, sonriendo cuando encuentro una bella fotografía suya con su padre, aquí mismo, en el taller, rodeados de maquinarias, aserrín y en ropa de trabajo. Una torta en el medio de ambos con el número 50.
―Es mi foto preferida ―su voz, a mis espaldas, me asusta. Llevo la mano hacia mi pecho por instinto y protesto ―. Perdón, no quería infartarte ―dice y recoge el portarretratos de mi mano, perdiéndose en la imagen.
―Se lo extraña a Patricio, ¿no?
―Sí, claro. Uno termina aprendiendo a convivir con la ausencia, lo que no lo hace menos doloroso.
―Supongo ―respondo mirándome las manos. Me he quitado la alianza de matrimonio y el anillo de compromiso. Algunos dirán que es muy rápido, pero mirarla todas las noches ya no me estaba haciendo bien.
―¿Qué te trae por acá? ―Mete a presión unos papeles en una caja azul de plástico y la ubica sobre de las estanterías super pobladas del lugar.
―Necesitás una secretaria ―Determino.
―¿Conocés a alguna? ―ante mi boca abierta, continúa ―. Fuera de toda broma, necesito a alguien que me ayude con este caos y que me actualice el sitio web. Vi algunas marcas que ofrecen la posibilidad de cargar sus productos en un carrito de compras―dice al pasar.
―¿En serio?
―Vos misma lo sugeriste. De todos modos, ¿no se nota?―Abre los brazos señalando su desorden.
―Demasiado ―respondo con una idea en la cabeza que aún no transmito porque debo analizarla desde todos los ángulos ―. Mirá, vine porque quería pedirte un favor.
Apoya su cadera contra el escritorio robusto que ha conocido tiempos mejores y se cruza de brazos.
―El que quieras ―sus palabras nada tienen que ver con una oferta de índole sexual, pero verlo tan maduro, con una remera negra adherida a su torso ancho y unos pantalones rasgados, limpios, me traba la lengua.
Aclaro mi garganta, desalojando pensamientos ajenos a lo que vine a hacer.
―Quedé con un agente inmobiliario para ir a ver una casa acá nomás y quería saber si podías acompañarme. Quiero mudarme cerca de mi vecindario, además de que no queda lejos del jardín de infantes de Enzo. Pero claro, pero ¡sin compromiso! Sé que tenés mucho trabajo y...―Hablo y hablo sin parar hasta que su risa me saca de contexto ―. ¿De qué te reís?
―De que puede que te hayas ido por algunos años a vivir al exterior, pero no perdiste las mañas: cuando te ponés nerviosa hablás sin parar.
―¡Qué tonto que sos! ―le doy un golpecito inocente en su bíceps, rebotando como si mi mano hubiera impactado contra una barra de acero.
―Dale, te acompaño.
―¿Si?
―Eso dije.
―Gracias, porque no quería ir sola. ―Bajo la mirada, con mil cosas pasando por la cabeza. Nunca tuve ni voz ni voto al momento de elegir una casa en la cual vivir; cuando vinimos a Buenos Aires con Jose y mi mamá, caímos en lo de mi abuela. Cuando me mudé con mi amiga Julieta, ella ya había alquilado el dúplex y necesitaba una compañera de piso. En España y en Italia, fue Juani el destinatario del lugar donde estaríamos.
―¿Tenés tiempo? Necesito hacer unos llamados antes.
―Sí, te espero afuera ―Señalo con el pulgar la salida, retrocedo y me voy.
En la puerta, el sol ya comienza a levantar la temperatura. Es un bonito día de marzo, aunque un tanto sofocante. Dicen que en las próximas horas lloverá, pero los del servicio meteorológico no suelen acertar al pronóstico últimamente.
De un momento a otro me pongo a pensar en su novia. Ni siquiera fui capaz de preguntarle qué había dicho ella de nuestro encuentro en el cumpleaños de Enzo, ni qué pensó de su regreso tan cerca de la medianoche.
―Listo, ¿vamos? ―Llevando su moto a la calle, me pregunta.
―¿No vamos caminando?
―¿No extrañás pasear en esta hermosura? ―Acaricia el manillar de su Harley y me arranca una carcajada.
―Reconozco que sí ―mi rostro se llena de alegría y la pregunta incómoda se instala entre ambos―. Perdón, pero no te pregunté por Celeste.
―¿Celeste?¿Qué tiene que ver con esto?
―No quiero generarte conflictos de pareja. Me imagino que no es mi mayor fan ―digo mientras desabrocho la correa del casco que me dio.
―Quedáte tranquila por eso. No te sumes una preocupación al pedo.
―Si vos lo decís ―lo cierto es que no me dice nada interesante con respecto a su situación sentimental y me encuentro confundida. No debería importarme si discutieron o no por mi culpa, pero lo hace. Y odio ese sentimiento.
Como era de esperar, llegamos media hora más temprano de lo que debíamos, pero dado a que la pareja anterior no se presentó, la señora de nombre Graciela nos ofrece a ver la casa antes de lo concertado.
―Es una casa que tiene cincuenta años. Cuenta con tres habitaciones, un baño y un toilette. Un gran fondo también. ―Indica a medida que abre las puertas de cada ambiente.
La propiedad no está mal, necesita una lavada de cara, algunos arreglos no prioritarios...unos cuantos mimos en general. Sin embargo, y a pesar de tener unas medidas bastante confortables, no me convence.
Cuando salimos de allí, Zeke me ofrece ir a tomar un café. Acepto de buena gana porque esta búsqueda fallida me desplomó el humor.
―No te desanimes, ya va a llegar la correcta.
―Lo dice el que nunca salió de su casa.
―Es cierto, pero no porque no quisiera. Simplemente, se dio de ese modo ―Nos sentamos en una mesita que hay fuera de una de las cafeterías más grandes de la zona. Por fortuna hay sombra y es agradable la brisa que corre pese al calor ―. ¿Cómo está Enzo? Me dijo Jose que ya arrancó las clases ―su preocupación es genuina pero me da un poco de celos que se haya hecho tan amigo de mi hermana y no sea conmigo con quien haya hablado en primer lugar. Disimulo con una gran sonrisa porque cualquier tema referido a mi hijo, lo merece.
Durante los siguientes minutos hablo de él, de sus travesuras en Italia y de lo parlanchín que es. De la facilidad en la que ha adoptado el castellano como idioma cotidiano y de sus logros en el asunto control de esfínteres.
―La psicopedagoga del colegio me dijo que no me preocupe si sufre un retroceso, que son normales ante procesos tan crudos como el que estamos atravesando.
Como si estuviéramos paseando sin tiempos ni obligaciones, hablamos flotando en un ambiente cordial, sin reproches. Comiendo, compartimos algunas sonrisas y palabras de aliento.
―Celeste se fue de casa la semana pasada ―automáticamente la cuchara que revuelve mi té caliente se detiene. Mi boca forma una "O" y mi corazón late fuerte. ¿Cómo es posible que esa noticia tenga ese efecto en mí? ―. Discutimos cuando volví de la casa de Jose y coincidimos en que lo nuestro ya no tiene retorno.
―Lo lamento. Fue una relación larga. ―Eleva su hombro y chasquea la lengua.
―Tarde o temprano, este iba a ser el final.
―Sin embargo volvieron a intentarlo cuando me fui.
Ezequiel frunce el ceño, sin despegar sus ojos de su café.
―Me sentía un poco perdido, solo y ella era...―resopla, buscando las palabras precisas ― ella es una mujer increíble. Paciente. Decidida a enamorarme. Complaciente. Buena mina.
―Nunca te ofrecí una disculpa cara a cara por haberme ido como una cobarde.
―Coni, no es momento...
―Las palabras me salen ahora, aprovechémoslas ―insisto en un jadeo ―. No supe gestionar mis sentimiento para con vos y no tuve los ovarios necesarios para enfrentarte. Juani me dijo todo lo que necesitaba escuchar y temía que de solo mirarte a los ojos, todo tambaleara. Y no podía darme el lujo de dudar.
Mi amigo me observa, sin juicio y con una expresión estoica digna de admiración. Por menos, yo estaría gritando y pataleando.
―Siempre supe que no me elegirías. Además, Juani vino a visitarme por la mañana, a decirme que estaba dispuesto a todo por reconquistarte. No sé si fue una simple declaración o estaba mostrándome la espada con la que saldría a la guerra.
―¿Qué? ―Eso sí que era nuevo, mi esposo nunca me lo dijo. Pero de nuevo: ¿cuántas cosas nos ocultamos?
―Estaba decidido a hacerte feliz. Yo le respondí que estaba convencido de que te elegiría a vos, incluso antes de que me envíes ese mensaje tan...esclarecedor.
Muerdo mi labio, mis manos tiemblan alrededor de la taza de loza. Se me ha cerrado el estómago de golpe.
―Fui muy cruel con vos, inmerecidamente.
―Decidiste lo que creías mejor para vos. Eso no es ser cruel. Yo...yo no tendría que haberme ilusionado.
―Nunca te merecí.
―Eso no lo sabemos ―sus manos rodean las mías con tranquilidad. La electricidad sigue ahí, palpable, y nuestros ojos no están exentos de ello. Unidos en un lazo imaginario que se estira alejándonos y se contrae, acercándonos.
Unos bocinazos en la calle rompen nuestra burbuja, provocando que él arrastre sus manos hacia su regazo y las mías vayan hacia mi cartera. Chequeo mi teléfono y no hay llamadas que necesiten de mi auxilio. Sin embargo, tengo que ponerme en marcha para ir a buscar a Enzo al jardín.
―Dejá, yo invito ―Se niega a que ponga los billetes de mi cuenta bajo el plato de la taza. Acepto no sin antes hacerle prometer que dejará que lo invite la próxima vez.
Caminamos hablando cualquier cosa durante los minutos que me separan hasta el jardín de Enzo y aunque llegamos unos minutos más temprano, me alegra que me haya acompañado.
―La trajimos de adorno ―Señala su moto.
―No, paseamos un ratito. Igualmente, es un adorno bonito ―Toco el asiento de cuero sin escapar a las miradas femeninas de varias de las madres que nos rodean.
Obviamente, Ezequiel es material de observación; de complexión atlética, alto, con campera de cuero apretada, posee todo el aspecto de tipo duro y guapo que atrae como un imán.
―Gracias por acompañarme. Por la charla. Era necesaria.
―Gracias por todo eso a vos también. Es bueno dormir sin rencores, tener la conciencia más tranquila.
―Sin dudas me siento más liviana.
―Eso es porque estás re flaca. ―Su regaño llega fuerte y claro.
―¡Hey, que ya recuperé dos kilos!
Zeke traba la moto bajando el pedal al piso. Se me interrumpe la respiración cuando queda a una distancia de mi cuerpo que rivaliza con lo prudente. Huele al perfume de siempre, chocolatoso y atabacado.
No le he preguntado acerca de su antiquísimo vicio, pero no lo he visto fumar desde que nos vimos por la mañana.
―Enzo necesita una mamá fuerte. Tenés que alimentarte bien. ―me alecciona rozando su pulgar en mi mejilla. Me froto los brazos distraídamente, como si tuviera frío, pero lo cierto es que trato de bajar los vellos que se me pusieron de punta.
―Lo sé, y me estoy ocupando de eso. Buscar una casa es un inicio. Ordenar mis comidas también.
―Me parece bien. ―Un "mami, mami" conocido se cuela por mis oídos y lo construido hasta entonces se esfuma.
Mi hijo se arroja a mis brazos y me envuelvo en su muestra de cariño. Como un koala, me abraza firme y se mantiene pegado a mí. No importa el calor, ni el sol abrazador del mediodía.
―¿Te acordás de Ezequiel? ―Enzo gira su cabecita y agita su mano en dirección a mi amigo. Zeke esboza un suave "hola", sin cargosearlo.
―¿Esa es tu moto? ―mi hijo repara en el armatoste que hay a nuestras espaldas.
―Sí. ¿Alguna vez anduviste en moto?
―¡No! Pero quiero. ¿Me llevarías un día? ―pregunta pero mi deber de madre responsable es cortarle de cuajo esa emoción.
―No, sos muy chiquito todavía ―él hace puchero, como esos que debilita a cualquiera. Sin embargo, me pongo firme ―. Cuando seas más grande y puedas agarrarte bien. Además, tampoco llegás a los pedales.
―¡Yo ya soy grande! ―Flexiona sus brazos mostrando un minúsculo músculo. Tanto Ezequiel como yo reímos; me sorprende cuando mi amigo le toca la redondez que apenas forma su brazo flaquito.
―Eso lo debés haber ganado con mucho nado en la Pelopincho de tu tía.
―Y porque tomo mucha leche y como pan ―Las carcajadas nacen desde nuestras barrigas y nos echamos a andar.
Ezequiel no se sube a su moto y hacemos una tregua cuando acordamos que Enzo la monte y que su dueño la mueva. Le dice que debe aferrarse muy fuerte y como el niño obediente que es, mi hijo lo hace.
Llegamos a casa de mi madre mucho más tarde de lo habitual ya que nuestra marcha fue demasiado lenta, pero la sonrisa en la carita de mi niño no tiene precio. Ezequiel lo baja y chocan los cinco, yo le doy la mochila a Enzo y corre hasta dentro de la casa.
―¡Abuela!¡Abuela!¡Anduve en moto!―Sus gritos son audibles desde la vereda.
―Es un chiquito increíble. ―Lo adula. Mi corazón se hincha de orgullo y amor.
―Sí, lo es.
―Lo estás educando muy bien ―Estoy emocional y hormonal. Lloriqueo de alegría y de alivio ―. Eh, che. No lo dije para que llores, linda ―Arrastra las lágrimas que comienzan a caer por mis mejillas.
―A veces siento que no voy a poder salir adelante ―mi labio tiembla y mi alma duele ―. Sé que soy joven, que tengo toda una vida por venir y que mi matrimonio no era el más feliz del mundo, pero yo aposté por nuestra pareja ―Él más que nadie sabe cuánto resigné a cambio.
―Eso es lo rescatable, Coni. Vos la peleaste. No dependía solo de vos que salieran a flote.
―Aún sin haber seguido casados podíamos ser amigos. Seguir juntos de algún modo por el bien de Enzo ―Sorbo mi nariz y me limpio con un pañuelo descartable―. Tengo bronca. Demasiada.
―Tranquila, las cosas ya se van a acomodar. Todo a su tiempo ―sus palabras suenan a bálsamo y a esperanza. Confío en que así será, pero no encuentro el verdadero rumbo.
Una vez más.
―¿Quieren venir a cenar a casa esta noche? De paso, dejás descansar a tu hermana que los tiene siempre de invitados.
―¿Y cómo sabes que vamos todas las noches? ―Chillo y por un breve momento, veo un rubor en sus mejillas ―. ¡Estuviste espiándonos! ―me quejo entre risas.
―No exactamente, pero tu hermana fue una buena informante. ―Levanta las palmas, en claro reconocimiento.
La calidez de Ezequiel me envuelve y cuando sus brazos me fuerzan a rodear su torso, me dejo cuidar. Huelo su aroma inconfundible. Escucho los latidos acompasados de su corazón. Recuerdo cuánto amé recorrer su cuerpo de forma íntima y amistosa. Lo extrañé. Demasiado como para catalogarlo.
―Los espero a las 8 y media. Ya sabés adónde. ―Afirma contra mi pelo y no puedo negarme.
Suena como un buen plan.
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