18
18
Comemos en silencio en casa de Alexander, María José ha preparado comida y esta sigue caliente para cuando llegamos. De cuando en cuando veo sus números y no es hasta que un minuto llega a cero que caigo en la cuenta de que no he realizado la resta para saber exactamente en qué momento morirá. Lo hago mentalmente.
—Medianoche —susurro.
—¿Cómo?
—Morirás después de medianoche.
—Gracias por el recordatorio...
—No, no fue mi intención —me disculpo con prontitud—. Yo... nunca había intentado saberlo, es decir, no realmente.
Alexander suspira y parece que parte del brillo de sus ojos desaparece con el gesto.
—Son mis últimas horas. ¿Cómo sería mejor pasarlas? —pregunta, recoge su plato vacío y toma el mío.
Guardo silencio, no hay nada que se me ocurra realmente... salvo quizá salir y hacer cosas locas como drogarnos, correr a voz en grito por las calles o beber hasta que nuestra consciencia se borre; sin embargo, antes de que pueda abrir la boca mi mente recuerda las múltiples películas en donde intentando vivir al máximo consiguen matarse justo a la hora en que estaba destinados. Decido y le hago saber que lo mejor será continuar con nuestro día como si fuera cualquier otro.
Me he sentado en el sofá y él se acomoda al lado, dobla una pierna y la sube, uno de sus codos se apoya en el borde del respaldo y tiene el cuerpo hacia mí, de tal guisa que, aunque está a un costado, estamos casi de frente.
—¿De verdad? Qué forma tan... triste de morir.
—Todas las muertes son tristes —señalo.
—Lo sé, pero... —niega—. Tienes razón.
Creo detectar una nota de desilusión en su voz, pero no permito que mi curiosidad indague hasta descifrar a qué se debe o si es realmente desilusión lo que he escuchado. Paso con él varias horas, entre viendo películas, o la parte más interesante de estas, y jugando típicos juegos de mesa. Reímos a carcajadas en ocasiones y descubro cuán bonito puede ser pasar el tiempo con una persona haciendo cosas sencillas. No hay necesidad de estupefacientes o similares. Sin embargo, cuando veo que el reloj marca las 7 de la noche, sé que es tiempo de irme.
—Mamá llega a las 8 —le explico mientras me levanto del suelo, jugábamos jenga—. Debo irme.
—Claro.
Pese a mis palabras y mis acciones, lo cierto es que quisiera quedarme y acompañarlo hasta su último momento, pero no puedo, y soy demasiado cobarde para enfrentarme a la muerte. Lo miro una vez más a los ojos, espero encontrar tristeza; no obstante, su mirada brilla con algo más, algo profundo, oscuro y sin orden, es un caos... Claro que es un caos, cualquiera estaría confundido sabiendo que solo le quedan unas horas de vida.
—Te voy a dejar.
Niego.
—Estaré bien.
Alexander insiste una segunda ocasión, pero lo rechazo, así que al final se ofrece llamar a un taxi.
...
Salgo de la ducha con el cabello húmedo y solo una toalla envuelta en mi cuerpo, son más de las diez y es imposible para mí no bostezar, y empiezo a rebuscar en los cajones de la ropa el pijama. Doy con él, es gris y de conejitos. Entonces, cuando me doy vuelta y mi campo de visión se extiende hasta el pequeño escritorio que tengo en una esquina, mi vista logra captar una sombra, viro de inmediato para enfocar y confirmar que mis ojos me han jugado una broma, aun así, elevo la ropa hecha puño como arma.
Mi corazón da un vuelco cuando descubro a Alexander allí, sentado y con los topacios brillando de tristeza, él no despega la mirada de mí, me hace sentir cohibida... solo una toalla pequeña impide que él vea mi desnudez. Mis mejillas comienzan a hervir.
—Lo siento —murmura—, no quise asustarte.
—¿Qué haces aquí? —inquiero al mismo volumen, no hay enfado en mi voz, solo... genuino interés, pero luego me corrijo, no quiero que me malinterprete—. Es decir... me sorprendiste y estoy en las peores condiciones para recibir visitas —intento bromear.
—Yo creo que estás en las mejores, Karim —responde y una sonrisa se extiende por sus labios—. No quería estar solo.
Es difícil no sentir empatía por él, no hacer su tristeza mía y no querer llorar sus lágrimas. Mi corazón se contrae en cuanto una ráfaga de dolor lo atraviesa. No es mía, pero tampoco la rechazo, quiero ser lo más comprensiva con él.
—Claro... déjame ir a vestirme y hacemos algo, ¿va?
Asiente.
Me meto de vuelta al baño y me visto tan rápido como es humanamente posible, cepillo mis dientes y luego arreglo un poco la maraña que es mi cabello. Salgo con los nervios a flor de piel, el que esté en mi habitación hace que la sangre en mis venas se acelere. Aunque supongo que no debería ser diferente a cuando yo dormí en su cama. Me siento a orilla de mi cama para verlo, él no se ha movido ni un centímetro.
—¿Hay algo que quieras hacer o hablar?
Una sonrisa coqueta se extiende por sus labios y luego de medio segundo pensando qué tan bella es, yo caigo en la cuenta de que mis palabras podrían malinterpretarse. Tomo mi almohada y la arrojo a él, quien hábilmente la coge y la coloca en su regazo.
—Nada en particular —responde.
—¿Quieres ver una serie conmigo?
—De acuerdo.
Entonces, me levanto y distiendo la cama, dejando la clara invitación de que es bienvenido. La noche es fría y, aunque la ventana ya está cerrada, la habitación sigue con temperaturas bajas. Sigue con pantalones de mezclilla, así que antes de invitarlo de viva voz, pues no se ha movido de su sitio, voy a los cajones a buscar algo que quizá le quede bien para que se ponga más cómodo.
Conservo de mi padre un pijama, un viejo pijama de colores azules. Fue lo único que pude rescatar cuando mamá en un intento de superar la muerte de su esposo decidió donar todas sus pertenencias. Recordarlo duele, así que suprimo esos pensamientos. Cuando lo encuentro doy un gritito triunfal y lo extiendo frente a Alexander.
—¿Qué dices? ¿Te queda?
No sonríe, pero sus ojos me ven con ternura y alegría.
—No voy a quedarme a dormir, Karim, imagina el escándalo que se haría.
—Solo es para que estés cómodo —me justifico, tratando de ocultar mi vergüenza.
No sabía que la humillación tuviera notas tan estridentes, mi voz suena casi rota.
—No es que no quiera —se apresura a aclarar y se levanta, su altura me hace retroceder.
No pienso insistir, lo poco que queda de mi orgullo me lo impide, doy media vuelta dispuesta a devolver la ropa a los cajones cuando de pronto un par de brazos me detienen, parpadeo confundida sin comprender hasta que descubro que me está abrazando, su nariz se desliza a la curva de mi cuello. Mi ritmo cardiaco se eleva al cielo.
—Ojalá hubiera hecho esto desde antes —susurra contra mi piel y una de sus manos viaja hasta la ropa que sostengo—. Me lo pondré, gracias.
—No, no tienes... —digo atropelladamente.
—Está bien, siempre quise usar algo tuyo. —Extiende la ropa frente a mí sin alejarse—, aunque ¿cómo es que tienes ropa de hombre en tu habitación?
—Era de mi padre —respondo.
—Gracias. —Entonces, tan rápido que me cuesta procesarlo, él besa mi mejilla.
Doy media vuelta para ver su expresión y asegurarme de que no me he imaginado eso; sin embargo, regreso a mi posición original al descubrir que él ya está desabrochando el botón de sus pantalones. Finjo no verlo y me acomodo del lado contrario de la cama para esperar que termine. Busco la serie en la televisión y espero.
...
Estamos uno frente al otro, él ha pasado una vez más su lengua por sus labios, logrando casi hechizarme... y es entonces cuando decido que, si no es ahora, no será nunca, porque cada vez le queda menos tiempo, y este momento tan íntimo, tan nuestro, no volverá a pasar. Una parte de mi teme al rechazo, claro que sí, pero decido desconectarme de ese pensamiento y solo actúo.
El impulso hace que el contacto entre mis labios y sus labios sea casi un choque en el primer segundo y la vergüenza intenta colarse dentro de mí, pero la ignoro, y acaricio sus suaves y húmedos bordes. Mis movimientos son torpes, inexactos como supongo que deben ser los de toda primeriza; sin embargo, es todo lo que tengo y tendré, intento hacerlo mejor y disfrutarlo todo lo que dure, porque sé que pronto se alejará. No obstante, para sorpresa mía, él coloca sus manos en mi cintura y toma la batuta de la orquesta que yo intento dirigir, por supuesto, él tiene experiencia y sabe qué hacer, cómo guiarme.
El beso se hace mágico entonces, y mis movimientos se acoplan a los de él, a su forma, a su deseo y al mío fusionados. Siento el calor de su cuerpo cada vez más cerca y, aun así, siento que no es suficiente, que podemos estarlo todavía más. De pronto, él me aleja con firmeza, aunque con suavidad.
—No podemos... —Su rechazo inicia con suavidad.
Mi corazón late temeroso; sin embargo, antes de que continúe mi voz se eleva. Hay algo más importante que mi corazón roto y avergonzado.
—¡Tus números! —Es un pequeño grito—. Tus números aumentan.
En medio de mi vergüenza, esa pequeña luz de esperanza nace, causando que su rechazo se quede en segundo plano.
—¿Qué? —inquiere incrédulo—. ¿Cuánto tiempo?
—No sé. —Los números aumentan, aumentan y eso es lo importante—. Días, no, semanas... meses, años. —No obstante, esos años comienzan a ser demasiados, incluso demasiadas décadas—. Creo que tendrás una vida muy larga, ya va por 80 años... —Mi voz huye cuando asciende a 500 y entonces desaparece.
Me elevo sobre mis rodillas y paso la mano en el espacio encima de su cabeza donde deberían estar los números, a lo mejor se obstruyó el flujo o qué se yo, pero no encuentro ninguna otra explicación.
—¿Qué sucede, Karim?
—Tus números... han desaparecido.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro