
Capítulo 51 (Vínculo eterno)
Cuando el sol comenzó a descender en el cielo otoñal, tiñendo las nubes de un suave naranja, Amparo, Roberto y su hija se despidieron de Sol. Se marcharon entre risas y murmullos emocionados, camino al concierto del grupo de moda.
A Sol no le gustaba estar solo. La casa, tan llena de vida cuando Alicia estaba cerca, se sentía demasiado grande con la ausencia de su familia.
Se acercó al sofá y, con un leve salto, se acomodó sobre el cojín favorito de su amiga. Todavía conservaba su aroma, una mezcla dulce de colonia y galletas. Sus ojos, oscuros y redondos, se posaron en el cuadro colgado en la pared. Podía pasar horas mirándolo...
—¿Cuánto tiempo llevarán fuera? —se preguntó, sin esperar respuesta.
Su respiración lenta llenaba el salón vacío. Se levantó, caminando en círculos antes de volver a acostarse. Cerró los ojos, pero cada crujido de la madera o el murmullo lejano de la calle lo hacían levantar la cabeza.
A ratos dormía, pero sus sueños eran ligeros, salpicados de imágenes de Alicia sonriendo o de las manos de Amparo acariciándole la cabeza. Pero el sueño se desvanecía pronto, y volvía a despertar, con el corazón latiendo fuerte y el instinto de protección activado.
A medianoche, la puerta principal se abrió con un leve chirrido. Sol, que había estado dormitando frente a la entrada, se levantó de un brinco, moviendo la cola con energía. El aire fresco del portal se coló por el pasillo, trayendo consigo el olor familiar de su familia.
Alicia entró en la casa acompañada de sus padres, visiblemente cansada, pero feliz, muy feliz. El día había sido largo y lleno de emociones. A pesar de su agotamiento, Alicia se agachó para abrazar al perro, sintiendo su calor y su cariño.
—Te he echado de menos, Sol.
—¡Yo también a ti, Alicia! —gimió él, moviendo la cola.
Sin darse cuenta, se quedó sentada en el suelo, abrazando al perro, profundamente agotada. Roberto y Amparo la miraron con ternura, sabiendo que el día había sido demasiado largo para ella.
—Vamos, cariño, vamos a la cama —dijo Roberto con suavidad, levantándola con cuidado.
Amparo la ayudó a caminar hasta la habitación, donde su padre la acostó suavemente en la cama.
Sol se asomó por la puerta, vigilando desde la distancia, pero se quedó en silencio al ver a Alicia tan tranquila. Su presencia en la habitación le llenaba de calma.
—Vamos, amigo —murmuró Roberto, abrochándole la correa—. Es hora de salir.
—¡Menos mal! —ladró bajito—. Ya no aguantaba más...
Nada más salir del portal, Sol levantó la pata en la primera esquina. Las calles estaban desiertas, y la ciudad dormía bajo un cielo oscuro pero despejado. El aire fresco de la noche acariciaba sus rostros mientras caminaban, pero no era solo la brisa lo que Roberto sentía; era esa presencia constante a su lado, el suave paso de Sol, su compañero fiel, que parecía estar adaptando su ritmo al suyo, como si entendiera la necesidad de mantener ese paso acompasado.
—¿Sabes, Sol? —la voz de Roberto rompió el silencio de la noche—. Ha sido un día increíble.
El labrador giró las orejas hacia él, atento.
—Alicia no paró de cantar en todo el concierto. Y cuando Miguel, el guitarrista, bajó del escenario para firmarle el sombrero... —Roberto hizo una pausa, y una sonrisa melancólica curvó sus labios—. Ha sido un sueño hecho realidad.
Se frotó los ojos con el dorso de la mano, tratando de disimular la emoción que le envolvía.
—La subió al escenario... —murmuró con la voz entrecortada—. Aunque quisiera, no podría explicar lo que Amparo y yo sentimos en ese momento. El vocalista también la abrazó, de verdad, con sentimiento... y luego le dedicaron su canción favorita: Nieve.
Caminaron juntos hasta un pequeño parque, donde Roberto se dejó caer en un banco de madera. Sol se tumbó a sus pies, enroscando su cuerpo cálido contra las piernas de su amigo. El hombre se inclinó hacia él, hundiendo los dedos en su pelaje suave, como si necesitara anclarse a algo tangible en medio de la tormenta emocional.
—Sol... Al escuchar la canción del gato blanco, me he dado cuenta de que algún día te marcharás —su voz se quebró, y tuvo que tragar saliva antes de continuar—. Y entonces... ¿qué será de mi hija?
El can, al percibir su dolor, levantó la cabeza.
—¡Yo no me iré! —ladró—. ¡No digas tonterías! ¡Siempre estaré junto a vosotros!
Roberto, conmovido, se agachó hasta quedar a la altura del labrador.
—Gracias, Sol —dijo en un susurro, como si entendiese su inocencia—. Gracias por todo lo que haces por mi hija.
Sol alzó la cabeza, entendiendo el peso de aquellas palabras. Sus ojos, oscuros y profundos, se encontraron con los de Roberto. No necesitaba hablar para transmitir lo que sentía. Su lealtad, su amor incondicional, todo estaba en ese gesto tranquilo y en la calidez de su mirada. Sol no solo era un perro; era un miembro fundamental de la familia, alguien que había compartido y vivido cada alegría, cada tristeza, cada pequeño momento de la vida.
—Eres parte de nosotros, no sé qué haremos sin ti cuando no estés —continuó Roberto, envuelto en un mar de lágrimas—. Te lo juro, Sol, te quiero como a un buen hermano. Ojalá fueses eterno...
Fue entonces cuando Sol entendió. Su compañero hablaba del cielo de los perros... Ese lugar del que Alicia solía hablarle, con su voz dulce y sus cuentos de hadas. Aquel paraíso prometido, donde los buenos amigos se reencontraban. Un rincón donde no habría despedidas, solo encuentros.
—No te preocupes, amigo —volvió a ladrar—. ¡Nos veremos allí! ¡Estoy seguro!
Roberto dejó escapar una risa entre lágrimas. Era imposible no sonreír ante la alegría contagiosa de Sol.
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