
Capítulo 10 (Almas salvajes)
Al día siguiente, Ricardo fue el primero en levantarse a desayunar, seguido de Lucía.
—Buenos días, cariño.
El hombre apoyó la taza de café en la mesa y suspiró, mirando por la ventana, donde el sol comenzaba a derretir la nieve acumulada.
—Parece que el estado de las carreteras ha mejorado —dijo con voz suave—. Acabo de escuchar por la radio que, a excepción de los puertos, el resto de vías están accesibles.
—¿Vas a ir a trabajar? —preguntó su esposa mientras abría la nevera.
Él dio el último sorbo al café y asintió con la cabeza.
—No puedo volver a ausentarme —dijo al mismo tiempo que se ponía la chaqueta—. Por cierto, me ha llegado un correo del instituto informándonos de que permanecerá cerrado hasta el lunes.
—Escuché anoche en las noticias que mañana volverá a nevar con fuerza —añadió la mujer, con gesto preocupado.
Ricardo se ajustó la bufanda y cogió las llaves del Mercedes.
—Ah, he hablado con los padres de Jennifer —dijo antes de salir—. Les he pedido que traigan a su hija para que juegue con Lara.
Se detuvo en el marco de la puerta y miró a su esposa.
—Quiero que nuestra hija mantenga una buena relación con esa niña.
Acto seguido, salió al exterior y entró en el coche.
—¿Pero qué narices? —murmuró al ver a Miguel acercándose con la funda de una guitarra colgada en la espalda.
Ricardo salió del vehículo, cerrando la puerta de un portazo.
—¡Miguel! —exclamó irritado—. ¿A dónde vas?
—Hola, Señor Jiménez —saludó con timidez—. Quería darle una sorpresa a Misael. Vengo a practicar nuestras últimas maquetas.
El hombre caminó hacia él con paso firme, deteniéndose justo frente al chico, y le puso una mano en el hombro antes de mirarle directamente a los ojos.
—Mira, muchacho —dijo con una voz cargada de falsa cortesía—. Seré franco: no quiero que mi hijo se relacione contigo.
Las palabras cayeron como un mazazo para Miguel, que, desconcertado, retrocedió varios pasos.
—¿Por qué? —se atrevió a preguntar con valentía, aunque su voz temblaba ligeramente.
Ricardo cruzó los brazos, como si la pregunta fuera absurda, y dejó escapar una carcajada seca.
—No es nada personal, es solo que no quiero que mis hijos guarden amistad con extranjeros.
Miguel parpadeó, intentando comprender el comentario.
—No voy a perder el tiempo debatiendo contigo asuntos que jamás entenderías —concluyó—. Además, debió haber abandonado la música hace años y seguir mi consejo de jugar al fútbol.
Un pequeño atisbo de envidia cruzó su mente al pensar en Luis y su hijo, Rafa. Mientras él tenía que lidiar con las canciones y las maquetas de Misael, Rafa era el capitán del equipo juvenil de fútbol y ya recibía ofertas de academias importantes.
—Luis siempre consigue lo que quiere —pensó para sus adentros antes de volver a centrarse en Miguel—. Vete de aquí y no te acerques a mi hijo.
El boliviano, angustiado, asintió con la cabeza y se giró para marcharse.
—Misael es mejor persona de lo que usted jamás será —murmuró.
Ricardo se quedó en silencio, con la mandíbula apretada mientras observaba cómo el chico se alejaba.
Después, volvió a meterse en el coche y observó su reflejo en el espejo retrovisor por un instante, antes de arrancar el motor y salir a toda velocidad por las calles de la urbanización.
Varias horas después, los padres de Jennifer tocaron el timbre de la casa.
—¡Buenos días! —saludó Lucía con entusiasmo forzado mientras abría la puerta—. ¡Nora, prepara un café para nuestros invitados!
—Se lo agradecemos mucho, pero no no es necesario; tenemos que marcharnos —dijeron con una sonrisa—. Recogeremos a Jennifer a las 20:00 en punto.
En el comedor, Lara, quien aún estaba desayunando, levantó la mirada al escuchar la voz de Jennifer, y su expresión pasó de la sorpresa al disgusto.
—¿Qué hace aquí? —preguntó a su madre—. Le dije a Nerea que hoy podía venir a nuestra casa.
Lucía, absorta en sus pensamientos, ignoró por completo el comentario, mientras Jennifer, con aires de superioridad, entró, sacó su móvil y se sentó directamente en la silla más cómoda.
—¿De verdad te gusta pasar tiempo con esa loca de los animales? —preguntó Jennifer, con una mueca de desdén—. ¡Qué pereza, es súper pesada!
Lara frunció el ceño, pero no respondió.
—Mira esto, Lara —sonrió de forma pícara mientras le ponía el teléfono en la cara—. Adivina quién ha aceptado mi petición de amistad...
Jennifer hizo una pausa teatral antes de responderse a sí misma con emoción desbordada.
—¡Rafita! —exclamó mientras se giraba para enfatizar la importancia del momento—. ¡Mira lo buenorro que está! Me ha agregado a su lista de mejores amigos, ¡y ahora puedo ver todas sus fotos!
Lara, con cierta intriga, cogió el móvil de Jennifer y empezó a deslizar el dedo para ojear la conversación que habían mantenido.
—¿Has hablado con él? —preguntó, sorprendida.
Jennifer le quitó el teléfono de las manos.
—¡Dame eso! ¡Es privado, tía!
—En serio, ten cuidado —advirtió Lara, recuperando la seriedad—. Él va a primero de bachillerato, y nosotras estamos en primero de secundaria.
Jennifer no pareció darle importancia y siguió sacándose selfies como si no hubiera oído el comentario.
Por suerte para Lara, el timbre volvió a sonar. Corrió hacia la puerta y, al abrirla, se encontró con Nerea, cuya expresión mostraba emoción, pero también una leve preocupación.
—Creí que estaríamos solas —dijo en voz baja, lanzando una mirada a Jennifer, que ni siquiera se inmutó.
—No ha sido cosa mía —susurró Lara con una mueca—. Pero espera, ¿qué es eso que llevas ahí?
Nerea abrió la cremallera de su chaqueta, revelando un pequeño bulto que se movía suavemente.
—Me lo he encontrado en la calle —explicó con tristeza—. No debe tener más de tres meses.
Los ojos de Lara se iluminaron de inmediato al ver el diminuto gatito negro.
—¡Rápido! —exclamó—. Tenemos que esconderlo antes de que mi madre lo descubra.
Ambas niñas subieron corriendo al piso superior y se encerraron en la habitación. Mientras tanto, Jennifer permanecía absorta en las redes sociales, ajena a todo lo que ocurría a su alrededor.
—Pobrecito, está temblando —murmuró Lara mientras acariciaba suavemente su pelaje—. Debe haber pasado mucho frío.
—¿Crees que podríamos darle algo de beber? —preguntó Nerea con preocupación—. Creo que los gatitos pueden tomar leche.
—Espera aquí —Lara salió corriendo y regresó con un pequeño cuenco de leche templada.
El felino empezó a lamerla con avidez, y ambas niñas sonrieron al verlo alimentarse.
Durante horas, cuidaron del animal, envolviéndolo en mantas y acariciándolo. El pequeño parecía agradecido, ronroneando tímidamente mientras se acurrucaba en el regazo de Nerea, pero el sonido de una voz desde el piso inferior interrumpió su momento de calma.
—¡La comida está lista! —gritó Nora desde la cocina.
Las niñas bajaron las escaleras intentando actuar con normalidad.
—¿Dónde estabais? —preguntó Jennifer, levantando la mirada de su móvil por primera vez en un buen rato.
Lucía también alzó la vista, aunque solo un segundo, antes de volver a su teléfono.
—En la habitación —respondió Lara con naturalidad—. ¿Qué pasa?
Jennifer las miró con curiosidad, pero no insistió. Lara y Nerea intercambiaron una mirada cómplice, sabiendo que el pequeño secreto que compartían estaba a salvo, al menos por ahora.
Una vez terminaron de comer, Misael se acercó a su madre con un gesto algo titubeante.
—Mamá, ¿podrías acercarme al centro?
Había esperado con ansias ese día. Hacía una semana que había comprado una entrada para el nuevo musical de su serie favorita, recién estrenado en el Teatro Rialto de la Gran Vía. Era su forma de desconectar, de escapar momentáneamente de la opresión que sentía en casa.
Lucía, ocupada revisando su móvil, levantó la mirada y asintió con un suspiro.
—Claro, hijo, no hay problema —respondió con un tono ausente, tratando de no mostrar el nerviosismo que la corroía por dentro.
Antes de marcharse, Lucía aprovechó para arreglarse un poco, dándose un toque rápido en el espejo del pasillo. Sacó su móvil y escribió a Diego, avisándole que podrían verse durante el tiempo que durara el espectáculo al que iba su hijo. Su corazón latía con una mezcla de culpa y deseo mientras planeaba el encuentro. Sabía que estaba caminando sobre una cuerda floja, pero no podía evitarlo. En su mente, justificaba sus actos como un escape necesario de la monotonía que consumía su matrimonio.
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