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III

Hora de confesarse: plantamos a Grover en cuanto llegamos a la terminal de autobuses.


Ya sé que fue muy grosero por nuestra parte, pero nos estaba poniendo de los nervios, nos miraba como si nosotros estuvieramos muertos y no paraba de refunfuñar: «¿Por qué siempre pasa lo mismo?» y «¿Por qué siempre tiene que ser en sexto?».

Cuando Grover se disgustaba solía entrar en acción su vejiga, así que no me sorprendió que, al bajar del autobús, nos hiciera prometer que lo esperaríamos y fuese a la cola para el lavabo.

En lugar de esperar, recogimos nuestra maleta, nos escabullimos fuera y tomamos el primer taxi hacia el norte de la ciudad.

—Al East, calle Ciento cuatro con la Primera —le dijo Percy al conductor.

Unas palabras sobre mi madre antes de que la conozcas.

Se llama Sally Jackson y es la persona más buena del mundo, lo que demuestra mi teoría de que los mejores son los que tienen peor suerte. Sus padres murieron en un accidente aéreo cuando tenía cinco años, y la crió un tío que no se ocupaba demasiado de ella. Quería ser novelista, así que pasó todo el instituto trabajando y ahorrando dinero para ir a una universidad con buenos cursos de escritura creativa. Entonces su tío enfermó de cáncer, por lo que tuvo que dejar el instituto el último año para cuidarlo. Cuando murió, se quedó sin dinero, sin familia y sin bachillerato.

El único buen momento que pasó fue cuando conoció a mi padre.

Yo no conservo recuerdos de él, sólo una especie de calidez, quizá un leve rastro de su sonrisa. A mi madre no le gusta hablar de él porque la pone triste. No tiene fotos.

Verás, no estaban casados. Mi madre me contó que era rico e importante, y que su relación era secreta. Un buen día, él embarcó hacia el Atlántico en algún viaje importante y jamás regresó. Se perdió en el mar, según mi madre. No murió. Se perdió en el mar.

Mi madre y yo nos parecemos en el blanco de los ojos, así que siempre me gustó pensar que mi padre era una versión masculina y más guay de mi. Fuerte, listo y valiente. Un hombre digno de mi madre.

Ella trabajaba en empleos irregulares, asistía a clases nocturnas para conseguir su título de bachillerato y nos crió sola a mí y a mi hermano gemelo. Jamás se quejaba o se enfadaba, ni siquiera una vez, pese a que no eramos unos críos fáciles.

Al final se casó con Gabe Ugliano, que fue majo los primeros treinta segundos que lo conocí; después se mostró como el cretino de primera que era. Cuando era más pequeño, Percy le puso el mote de Gabe el Apestoso. Le pegaba muchísimo. El tipo olía a pizza de ajo enmohecida envuelta en pantalones de gimnasio.

Entre los tres le hacíamos la vida a mamá más bien difícil. La manera en que Gabe el Apestoso la trataba, el modo en que él y nosotros nos llevábamos... En fin, nuestra llegada a casa es un buen ejemplo.

Entré en nuestro pequeño apartamento con la esperanza de que mi madre hubiera vuelto del trabajo. En cambio, me encontré en la sala a Gabe el Apestoso, jugando al póquer con sus amigotes. El televisor rugía con el canal de deportes ESPN. Había patatas fritas y latas de cerveza desperdigadas por toda la alfombra.

Antes de que dijese algún insulto Percy me agarró la mano. «Acabamos de llegar. Puedes insultarte todo lo que quieras cuando estemos en el cuarto» parecía que me dijese.

Sin levantar la mirada, él dijo desde el otro lado del puro:

—Conque ya estais aquí, ¿eh, niñatos?

—¿Dónde está nuestra madre?

—Trabajando —contestó—. ¿Tienes suelto?

Eso fue todo. Nada de «Bienvenido a casa. Me alegro de verte. ¿Qué tal te han ido estos últimos seis meses?».

Gabe había engordado. Parecía una morsa sin colmillos vestida con ropa de segunda mano. Tenía unos tres pelos en la cabeza, que se extendían por toda la calva, como si eso lo volviera más atractivo o vete tú a saber.

Trabajaba en el Electronics Mega-Mart de Queens, pero estaba en casa la mayor parte del tiempo. No sé por qué no lo echaban. Lo único que hacía era gastarse el sueldo en puros que me hacían vomitar y en cerveza, por supuesto. Cerveza siempre. Cuando Percy estaba en casa, esperaba de él que le proporcionara fondos para jugar. Lo llamaba su «secreto de machotes». Lo que significaba que, si se lo contaba a mamá, le molería a palos.

A mí me amenazaba cada vez que no me portaba como una "señorita". Básicamente cada vez que era yo misma. Quería que llevase vestidos y faldas, blusas y camisas, pero nada de pantalones o camisetas. «Las señoritas se visten bien». Que le den a las señoritas.

La cosa empeoró cuando descubrió el tratamiento hormonal al que me estaba sometiendo. Decía que era una perdida de dinero si no me comportaba como lo que quería ser: una chica. Estuve a punto de romperle sus sucios dientes varias veces, pero mamá siempre me detuvo.

—No tengo suelto —contestó Percy.

Arqueó una ceja asquerosa.

Gabe olía el dinero como un sabueso, lo cual era sorprendente, dado que su propio hedor debía de anular todo lo demás.

—Has venido en taxi desde la terminal de autobuses —dijo—. Probablemente has pagado con un billete de veinte y te habrán devuelto seis o siete pavos. Quien espera vivir bajo este techo debe asumir sus cargas. ¿Tengo razón, Eddie?

Eddie, el portero del edificio, me miró con un destello de simpatía.

—Venga, Gabe —le dijo—. El chico acaba de llegar.

—¿Tengo razón o no? —repitió Gabe.

Eddie frunció el entrecejo y se refugió en su cuenco de galletas saladas. Los otros dos tipos se pedorrearon casi al unísono.

—Estupendo —le dijo mi gemelo. Sacó unos dólares del bolsillo y los lanzó encima de la mesa—. Espero que pierdas.

—¡Ha llegado tu boletín de notas, cráneo privilegiado! —exclamó cuando se volvió—. ¡Yo no iría por ahí dándome tantos aires!

Cerré de un portazo mi habitación, que en realidad no era mía. Durante los meses escolares era el «estudio» de Gabe. Por supuesto, no había nada que estudiar allí dentro, aparte de viejas revistas de coches, pero le encantaba apelotonar mis cosas en el armario, dejar sus botas manchadas de barro en el alféizar y esforzarse porque el lugar apestara a su asquerosa colonia, sus puros y su cerveza rancia.

Dejé la maleta tirada en el suelo con una patada. Hogar, dulce hogar.

El olor de Gabe era casi peor que las pesadillas sobre la señora Dodds o el sonido de las tijeras de la anciana frutera. Me estremecí sólo de pensarlo. Recordé la cara de pánico de Grover cuando me hizo prometer que lo dejaría acompañarme a casa. Un súbito escalofrío me recorrió. Sentí como si alguien —algo— estuviera buscándome en aquel preciso instante, quizá subiendo pesadamente por las escaleras, mientras le crecían unas garras largas y enormes.

—Es un cretino, degenerado mental, tonto, apro...

Entonces oí la voz de mi madre.

—¿Percy? ¿Bris?

Abrió la puerta y mis miedos se desvanecieron.

Mi madre es capaz de hacer que me sienta bien sólo con entrar en mi habitación. Sus ojos refulgen y cambian de color con la luz. Su sonrisa es tan cálida como una colcha tejida a mano. Tiene unas cuantas canas entre la larga melena castaña, pero nunca la he visto vieja. Cuando me mira, es como si sólo viera las cosas buenas que tengo, ninguna de las malas. Jamás la he oído levantar la voz o decir una palabra desagradable a nadie, ni siquiera a mí,  a Percy o a Gabe.

—Oh, mis niños. —nos abrazó con fuerza—. No me lo puedo creer. ¡Cuánto habéis crecido desde Navidad!

Su uniforme rojo, blanco y azul de la pastelería Sweet on America olía a las mejores cosas del mundo: chocolate, regaliz y las demás cosas que vendía en la tienda de golosinas de la estación Grand Central. Nos había traído «muestras gratis», como siempre hacía cuando venía a casa.

Nos sentamos juntos en el borde de la cama de Percy, en la litera de abajo. Mientras atacaba los ositos de gominola de cola, me pasó la mano por la cabeza y quiso saber todo lo que no le habíamos contado en las cartas. No mencionó nuestra expulsión, no parecía importarle. Pero ¿yo estaba bien? ¿Sus niñitos se las apañaban?

Percy le dijo que no nos agobiara, que nos dejase respirar y todo eso, aunque en secreto estaba segura de que se alegraba tanto como yo de tenerla al lado.

—Eh, Sally, ¿qué tal si nos preparas un buen pastel de carne? —vociferó Gabe desde la otra habitación.

Me rechinaron los dientes.

Mi madre es la mujer más agradable del mundo. Tendría que estar casada con un millonario, no con un capullo como Gabe.

Por ella, intenté sonar optimista cuando le conté nuestros últimos días en la academia Yancy. Le dije que no estaba demasiado afectada por la expulsión (esta vez casi había durado un curso entero). Había hecho nuevos amigos. No me había ido mal en latín. Y, en serio, las peleas no habían sido tan terribles como aseguraba el director. Me gustaba la academia Yancy. De verdad. En fin, lo pinté tan bien que casi me convencí a mí misma. Se me hizo un nudo en la garganta al pensar en Grover y el señor Brunner. Ni siquiera Nancy Bobofit parecía tan mala.

Hasta aquella excursión al museo...

—¿Qué? —me preguntó mi madre. Me azuzaba la conciencia con la mirada, intentando sonsacarme—. ¿Te asustó algo?

—No, mamá.

No me gustó mentir. Quería contárselo todo sobre la señora Dodds y las tres ancianas con el hilo, pero pensé que sonaría estúpido.

Percy me miró y yo supe que tendría que contarle absolutamente todo en cuanto mamá se fuese.

Apretó los labios. Sabía que me guardaba algo, pero no me presionó.

—Tengo una sorpresa para vosotros —dijo—. Nos vamos a la playa.

Puse unos ojos como platos.

—¿A Montauk?

—Tres noches, en la misma cabaña.

—¿Cuándo? —preguntó Percy emocionado. En sus ojos brillaba una inocente ilusión.

Sonrió y contestó:

—En cuanto me cambie.

No podía creerlo. Mi madre, Percy y yo no habíamos ido a Montauk los últimos dos veranos porque Gabe decía que no había suficiente dinero.

En ese momento Gabe apareció por la puerta y masculló:

—¿Qué pasa con ese pastel, Sally? ¿Es que no me has oído?

Quise pegarle un puñetazo, pero crucé la mirada con mi madre y comprendí que me ofrecía un trato: sé amable con Gabe un momentito. Sólo hasta que ella estuviera lista para marcharnos a Montauk. Después nos largaríamos de allí.

—Ya voy, cariño —le dijo a Gabe—. Estábamos hablando del viaje.

Gabe entrecerró los ojos.

—¿El viaje? ¿Quieres decir que lo decías en serio?

—Lo sabía —me dijo mi hermano en un murmullo—. No va a dejarnos ir.

—Claro que sí —repuso mi madre sin alterarse—. Tu padrastro sólo está preocupado por el dinero. Eso es todo. Además —añadió—, Gabriel no va a tener que conformarse con un pastel normalito. Se lo haré de siete capas y prepararé mi salsa especial de guacamole y crema agria. Va a estar como un rajá.

Gabe se ablandó un poco.

—Así que el dinero para ese viaje vuestro... va a salir de tu presupuesto para ropa, ¿no?

—Sí, cariño —aseguró mi madre.

—Y llevarás mi coche allí y lo traerás de vuelta, a ningún sitio más.

—Tendremos mucho cuidado.

Gabe se rascó la papada.

—A lo mejor si te esmeras con ese pastel de siete capas... Y a lo mejor si el crío se disculpa por interrumpir mi partida de póquer y la niña se viste como una señorita...

«A lo mejor si te pego una patada donde más duele y te dejo una semana con voz de soprano», pensé.

Pero los ojos de mi madre me advirtieron que no lo cabreara. ¿Por qué soportaba a aquel tipejo?

Tuve ganas de gritar. ¿Por qué le importaba lo que él pensara?

—Lo siento —murmuró Percy—. Siento de verdad haber interrumpido tu importantísima partida de póquer. Por favor, vuelve a ella inmediatamente.

Gabe entrecerró los ojos. Su minúsculo cerebro probablemente intentaba detectar el sarcasmo en mi declaración.

—Bueno, lo que sea —resopló, y volvió a su partida.

—No pienso ponerme vestido —susurré.

—Gracias, Percy —le dijo mamá, dándome a mí una mirada de advertencia—. En cuanto lleguemos a Montauk, seguiremos hablando de... lo que se os ha olvidado contarme, ¿vale?

Por un momento me pareció ver ansiedad en sus ojos —el mismo miedo que había visto en Grover durante el viaje en autobús—, como si también mi madre sintiera un frío extraño en el aire. Pero entonces recuperó su sonrisa, y supuse que me había equivocado. Nos revolvió el pelo y fue a prepararle a Gabe su pastel especial.

Una hora más tarde estábamos listos para marcharnos.

Gabe se tomó un descanso de su partida lo bastante largo para verme cargar las bolsas de mi madre en el coche. No dejó de protestar y quejarse por perder a su cocinera —y lo más importante, su Cámaro del 78- durante todo el fin de semana.

—No le hagas ni un rasguño al coche, cráneo privilegiado —oí que le advirtió a Percy mientras cargaba la última bolsa—. Ni un rasguño pequeñito.

Como si fuese a conducir. Tenía doce años. Pero eso no le importaba al bueno de Gabe. Si una gaviota se cagara en la pintura, encontraría una forma de echarnos a alguno de los dos la culpa.

Al verlo regresar torpemente hacia el edificio, me enfadé tanto que hice algo que no sé explicar. Cuando Gabe llegó a la puerta, hice la señal que le había visto hacer a Grover en el autobús, una especie de gesto para alejar el mal: una mano con forma de garra hacia mi corazón y después un movimiento brusco hacia fuera, como para empujar. Entonces el portal se cerró tan fuerte que le golpeó el trasero y lo envió volando por las escaleras como un hombre-bala. Puede que sólo fuera el viento, o algún accidente raro con las bisagras, pero no me quedé para averiguarlo.

Subí al Camaro, me senté en el asiento trasero por qué mi hermano tenía el asiento de delante (derechos de hermano mayor) y le dije a mi madre que pisara a fondo.

Nuestro bungalow alquilado estaba en la orilla sur, en la punta de Long Island. Era una casita de tono pastel con cortinas descoloridas, medio hundida en las dunas. Siempre había arena en las sábanas y arañas por la habitación, y la mayoría del tiempo el mar estaba demasiado frío para bañarse.

Me encantaba.

Íbamos allí desde que era pequeña. Mi madre llevaba más tiempo yendo. Jamás me lo dijo exactamente, pero yo sabía por qué aquella playa era especial para ella. Era el lugar donde había conocido a mi padre.

A medida que nos acercábamos a Montauk, mi madre pareció rejuvenecer, años de preocupación y trabajo desaparecieron de su rostro. Sus ojos se volvieron del color del mar.

Llegamos al atardecer, abrimos las ventanas y emprendimos nuestra rutina habitual de limpieza. Luego caminamos por la playa, les dimos palomitas de maíz azules a las gaviotas y comimos nuestras gominolas azules, caramelos masticables azules, y las demás muestras gratis que mi madre había traído del trabajo.

Supongo que tengo que explicar lo de la comida azul.

Verás, Gabe le dijo una vez a mi madre que no existía tal cosa. Tuvieron una pelea, que en su momento pareció una tontería, pero desde entonces mi madre se volvió loca por comer azul. Preparaba tartas de cumpleaños y batidos de arándanos azules. Compraba nachos de maíz azul y traía a casa caramelos azules. Esto —junto con su decisión de mantener su nombre de soltera, Jackson, en lugar de hacerse llamar señora Ugliano— era prueba de que no estaba totalmente abducida por Gabe. Tenía una veta rebelde, como yo. Solo que lo mío era rebeldía agresiva. Yo pegaba puñetazos.

Cuando anocheció, hicimos una hoguera. Asamos salchichas y malvaviscos. Mamá nos contó historias de su niñez, antes de que sus padres murieran en un accidente aéreo. Nos habló de los libros que quería escribir algún día, cuando tuviera suficiente dinero para dejar la tienda de golosinas.

Al final, reuní valor para preguntarle lo que me rondaba por la mente desde que llegamos a Montauk: mi padre. A ella se le empañaron los ojos. Supuse que me contaría las mismas cosas de siempre, pero yo nunca me cansaba de oírlas.

—Era amable, Bris —dijo—. Alto, guapo y fuerte. Pero también gentil. Tú y tu hermano teneis su pelo negro, ya lo sabes, y sus ojos verdes. —Mamá pescó una gominola azul de la bolsa de las golosinas—. Ojalá él pudiera veros, chicos. ¡Qué orgulloso estaría!

Me pregunté cómo podía decir eso. ¿Qué tenía yo de fantástica? Era un preadolescente hiperactiva y disléxica con un boletín de notas lleno de suficientes, expulsada de la escuela por sexta vez en seis años.

—¿Cuántos años tenía? —le preguntó Percy—. Quiero decir... cuando se marchó.

Observó las llamas.

—Sólo estuvo conmigo un verano, Percy. Justo aquí, en esta playa. En esta cabaña.

—Pero me conoció de bebé.

—No, cariño. Sabía que yo estaba esperando gemelos, se asustó cuando lo supo —una risa nostálgica salió de sus labios— pero nunca os vio. Tuvo que marcharse antes de que nacierais.

Intenté conciliar aquello con el hecho de que yo creía recordar algo de mi padre. Un resplandor cálido. Una sonrisa. Siempre di por supuesto que él nos había conocido al nacer. Mi madre nunca nos lo había dicho directamente, pero aun así me parecía lógico. Y ahora me enteraba de que él nunca me había visto...

Me enfadé con mi padre. Puede que fuera una estupidez, pero le eché en cara que se marchara en aquel viaje por mar y no tuviera agallas para casarse con mamá. Nos había abandonado, y ahora estábamos atrapados con Gabe el Apestoso. Después de todo, no era el hombre perfecto para mamá.

—¿Vas a enviarnos fuera de nuevo? —pregunté—. ¿A otro internado?

Sacó un malvavisco de la hoguera.

—No lo sé, cariño —dijo con tono serio—. Creo... creo que tendremos que hacer algo.

—¿Porque no nos quieres cerca?

Los ojos de mi madre se humedecieron. Le agarró la mano a Percy y la apretó con fuerza.

—Oh, Percy, no. Yo... tengo que hacerlo, cariño. Por tu propio bien. Tengo que enviarte lejos. Pero no te preocupes, Bris irá contigo.

Sus palabras me recordaron lo que el señor Brunner había dicho: que era mejor para mí abandonar Yancy.

—Porque no somos normales —respondí.

—Lo dices como si fuera algo malo, Nea. Pero ignoras lo importante que eres. Creí que la academia Yancy estaría lo bastante lejos, pensé que allí estarías por fin a salvo.

—¿A salvo de qué?

Cruzamos las miradas y me asaltó una oleada de recuerdos: todas las cosas raras y pavorosas que me habían pasado en la vida, algunas de las cuales había intentado olvidar.

Cuando estaba en tercer curso, un hombre vestido con una gabardina negra me persiguió por un patio. Los maestros lo amenazaron con llamar a la policía mientras Percy le gritaba que era un pedófilo machista y se colocaba delante mío de manera protectora, y él se marchó gruñendo, pero nadie me creyó cuando les dije que bajo el sombrero de ala ancha el hombre sólo tenía un ojo, en medio de la frente. Antes de eso: un recuerdo muy, muy temprano. Estaba en preescolar y una profesora me puso a hacer la siesta por error en una cuna en la que se había colado una culebra. Mi madre gritó cuando vino a recogerme y me encontró jugando a la comba con mi hermano con una cuerda mustia y con escamas (la serpiente era lo suficientemente larga para sacudirla por el suelo y saltarla, cómo hacen los niños pequeños antes de aprender a saltar a la cuerda bien), que de algún modo había conseguido estrangular con mis regordetas manitas. En todas las escuelas me había ocurrido algo que ponía los pelos de punta, algo peligroso, y eso me había obligado a trasladarme.

Sabía que debía contarle a mi madre lo de las ancianas del puesto de frutas y lo de la señora Dodds en el museo, mi extraña alucinación de haber visto a Percy convirtiendo en polvo a la profesora de mates con una espada.

Pero no me atreví. Tenía la extraña intuición de que aquellas historias pondrían fin a nuestra excursión a Montauk, y no quería que eso ocurriera.

—He intentado teneros tan cerca de mí como he podido —dijo mi madre—. Me advirtieron que era un error. Pero sólo hay otra opción, chicos: el lugar al que quería enviaros vuestro padre. Y yo... simplemente no soporto la idea.

—¿Nuestro padre quería que fueramos a una escuela especial? —preguntó Percy.

—No es una escuela. Es un campamento de verano.

La cabeza me daba vueltas. ¿Por qué mi padre —que ni siquiera se había quedado para verme nacer— le había hablado a mi madre de un campamento de verano? Y si era tan importante, ¿por qué ella no lo había mencionado antes?

—Lo siento, Bris —dijo al ver mi mirada—. Pero no puedo hablar de ello. Yo... no pude enviarte a ese lugar. Quizá habría supuesto decirte adiós para siempre.

—¿Para siempre? Pero si sólo es un campamento de verano...

Se volvió hacia la hoguera, y por su expresión supe que si le hacía más preguntas se echaría a llorar.

Esa noche tuve un sueño muy real.

Había tormenta en la playa, y dos animales preciosos —un caballo blanco y un águila dorada— intentaban matarse mutuamente entre las olas de la orilla. El águila se abalanzaba y rasgaba con sus espolones el hocico del caballo. El caballo se volvía y coceaba las alas del águila. Mientras peleaban, la tierra tembló y una voz monstruosa estalló en carcajadas desde algún lugar subterráneo, incitando a las bestias a pelear con mayor fiereza.

Corrí hacia la orilla, sabía que tenía que evitar que se mataran, pero avanzaba a cámara lenta. Sabía que llegaría tarde. Vi al águila lanzarse en picado, dispuesta a sacarle los espantados ojos al caballo, y grité «¡Nooo!».

Me desperté sobresaltada.

Fuera había estallado realmente una tormenta, la clase de tormenta que derriba árboles y casas. No había ningún caballo o águila en la playa, sólo relámpagos que iluminaban todo con fogonazos de luz, y olas de siete metros batiendo contra las dunas como artillería pesada.

Estaba apachurrada contra la pared de la cabaña con Percy babeando en mi pijama.

Al siguiente trueno, mi madre también se despertó. Se incorporó con los ojos muy abiertos y dijo:

—Un huracán.

Eso era absurdo. Los huracanes nunca llegan a Long Island al principio del verano. Pero al océano parecía habérsele olvidado. Por encima del rugido del viento, oí un aullido distante, un sonido enfurecido y torturado que me puso los pelos de punta.

Después un ruido mucho más cercano, como mazazos en la arena. Y una voz desesperada: alguien gritaba y aporreaba nuestra puerta.

Mi madre saltó de su cama en camisón y abrió el pestillo.

Grover apareció enmarcado en el umbral contra el aguacero. Pero no era... no era exactamente Grover.

—He pasado toda la noche buscándote —jadeó—. ¿En qué estabas pensando cuando te largaste sin mí?

Mi madre me miró asustada, no por Grover sino por el motivo que lo había traído.

—¡Nea! —gritó para hacerse oír con la lluvia—, ¿qué pasó en la escuela? ¿Qué no me has contado?

Yo estaba paralizada mirando a Grover. No podía comprender qué estaba viendo.

—O Zeu kai alloi theoi! —exclamó Grover—. ¡Me viene pisando los talones! ¿Aún no le has contado nada a tu madre?

Estaba demasiado aturdida para registrar que él acababa de maldecir en griego antiguo... y que yo lo había entendido perfectamente. Estaba demasiado aturdida para preguntarme cómo había llegado allí él solo, en medio de la noche. Porque además Grover no llevaba los pantalones puestos, y donde debían estar sus piernas... donde debían estar sus piernas...

Mi madre me miró con seriedad y me habló con un tono que nunca había empleado antes:

—Nea. ¡Cuéntamelo ya!

Tartamudeé algo sobre las ancianas del puesto de frutas y sobre la señora Dodds, y mi madre se quedó mirándome con una palidez mortal a la luz de los relámpagos. Por fin agarró su bolso, me lanzó el impermeable y exclamó:

—¡Meteos en el coche! ¡Los dos! ¡Venga! ¡Percy despierta!

Grover echó a correr hacia el Cámaro, pero en realidad no corría, no exactamente. Trotaba, sacudía sus peludos cuartos traseros, y de repente su historia sobre una dolencia muscular en las piernas cobró sentido. Comprendí cómo podía avanzar tan rápido y aun así cojear cuando caminaba.

Sí, lo comprendí porque allí donde debían estar sus pies, no había pies. Había pezuñas.

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