II
Estaba acostumbrada a tener experiencias raras de vez en cuando, pero solían terminar pronto. Aquella alucinación veinticuatro horas al día, siete días a la semana, era más de lo que podía soportar. Durante el resto del curso, el colegio entero pareció dispuesto a jugármela. Los estudiantes se comportaban como si estuvieran convencidos de que la señora Kerr —una rubia alegre que no había visto en mi vida hasta que subió al autobús al final de aquella excursión— era nuestra profesora de introducción al álgebra desde Navidad.
De vez en cuando yo sacaba a colación a la señora Dodds, buscando pillarlos en falso, pero se quedaban mirándome como si fuera un psicópata. Hasta el punto de que casi acabé creyéndolos: la señora Dodds nunca había existido.
Casi.
Grover no podía engañarme. Cuando le mencionaba el nombre Dodds, vacilaba una fracción de segundo antes de asegurar que no existía. Pero yo sabía que mentía.
Luego estaba Percy. Una cosa era que yo me imaginara cosas. ¿Pero los dos lo mismo? Aquello era rarísimo. Busqué y busqué en internet y libros (lo que fue una pesadilla para mi dislexia), y no encontré nada sobre gente que imaginasen exactamente lo mismo.
Algo estaba pasando. Algo había ocurrido en el museo.
No tenía demasiado tiempo para pensar en ello durante el día, pero por la noche las terribles visiones de la señora Dodds con garras y alas coriáceas me despertaban entre sudores fríos.
El clima seguía enloquecido, cosa que no mejoraba mi ánimo. Una noche, una tormenta reventó las ventanas de mi habitación. Unos días más tarde, el mayor tornado que se recuerda en el valle del Hudson pasó a sólo ochenta kilómetros de la academia Yancy. Uno de los sucesos de actualidad que estudiamos en la clase de sociales fue el inusual número de aviones caídos en el Atlántico aquel año.
Empecé a sentirme malhumorado e irritable la mayor parte del tiempo. Mis notas bajaron de insuficiente a muy deficiente. Me peleé más con Nancy Bobofit y sus amigas, y en casi todas las clases acababa castigada en el pasillo.
Al final, cuando el profesor de inglés, el señor Nicoll, me preguntó por millonésima vez cómo podía ser tan perezosa que ni siquiera estudiaba para los exámenes de deletrear, salté. Le llamé hijo de puta. En español. No estaba segura de qué significaba, pero sonaba bien.
A la semana siguiente el director envió una carta a mi madre, dándole así rango oficial: el próximo año no sería invitado a volver a matricularme en la academia Yancy. ¡Otro tanto para Nea Jackson!
«Mejor —me dije—. Mejor.»
Quería estar con mi madre en nuestro pequeño apartamento del Upper East Side, aunque tuviera que ir al colegio público y soportar a mi detestable padrastro y sus estúpidas partidas de póquer.
No obstante, había cosas de Yancy que echaría de menos. La vista de los bosques desde la ventana de mi dormitorio, el río Hudson en la distancia, el aroma a pinos. Echaría de menos a Grover, que había sido un buen amigo, aunque fuera un poco raro; me preocupaba cómo sobreviviría el año siguiente sin mí. También echaría de menos la clase de latín: las locas competiciones del señor Brunner y su fe en que yo podía hacerlo bien.
Se acercaba la semana de exámenes, y sólo estudié para su asignatura. No había olvidado lo que Brunner me había dicho sobre que aquella asignatura era para mí una cuestión de vida o muerte. No sabía muy bien por qué, pero el caso es que empecé a creerlo. No tenía nada mejor que hacer, y Percy ya no me dejaba molestarle tanto como antes. Vaya.
La tarde antes de mi examen final, me sentí tan frustrado que lancé mi Guía Cambridge de mitología griega al otro lado del dormitorio. Las palabras habían empezado a desmadrarse en la página, a dar vueltas en mi cabeza y realizar giros chirriantes como si montaran en monopatín. No había manera de recordar la diferencia entre Quirón y Caronte, entre Polidectes y Polideuces. ¿Y conjugar los verbos latinos? Imposible. Había memorizado varios mitos gracias a los audiolibros, pero cuando había que pasar los conocimientos a papel se me hacía imposible.
Me paseé por la habitación a zancadas, como si tuviera hormigas dentro de la camisa. Recordé la seria expresión de Brunner, su mirada de mil años. Ese tipo es inquietante.
Respiré hondo y recogí el libro de mitología.
Nunca le había pedido ayuda a un profesor. Tal vez si hablaba con Brunner, podría darme unas pistas. Por lo menos tendría ocasión de disculparme por el muy deficiente que iba a sacar en su examen. No quería abandonar la academia Yancy y que él pensara que no lo había intentado.
Bajé hasta los despachos de los profesores. La mayoría se encontraban vacíos y a oscuras, pero la puerta del señor Brunner estaba entreabierta y la luz se derramaba por el pasillo.
Estaba a tres pasos de la puerta cuando oí voces dentro. Brunner formuló una pregunta y la inconfundible voz de Grover respondió:
—... preocupado por los gemelos, señor.
Me quedé inmóvil.
No acostumbro escuchar detrás de las puertas, pero a ver quién es capaz de no hacerlo cuando oyes a tu mejor amigo hablar de ti con un adulto. Además, estaba segura de que a Percy le interesaría esta información. ¿Y si Grover se había cansado de nosotros? ¿Y si ya no quería ser nuestro amigo?
Me acerqué más, centímetro a centímetro.
—... solo este verano —decía Grover—. Quiero decir, ¡hay una Benévola en la escuela! Ahora que lo sabemos seguro, y ellos lo saben también...
—Si los presionamos tan sólo empeoraremos las cosas —respondió Brunner—. Necesitamos que los chicos maduren más. Sobre todo ella.
—Pero puede que no tengan tiempo. La fecha límite del solsticio de verano...
—Tendremos que resolverlo sin Percy y Nea. Dejales que disfruten de su ignorancia mientras puedan.
—Señor, ellos la vieron...
—Fue producto de su imaginación —insistió Brunner—. La niebla sobre los estudiantes y el personal será suficiente para convencerlo.
—Señor, yo... no puedo volver a fracasar en mis obligaciones. —Grover parecía emocionado—. Usted sabe lo que significaría.
—No has fallado, Grover —repuso Brunner con amabilidad—. Yo tendría que haberme dado cuenta de qué era. Ahora preocupémonos sólo por mantener a Percy y Nea con vida hasta el próximo otoño...
El libro de mitología se me cayó de las manos y resonó contra el suelo. El profesor se interrumpió de golpe y se quedó callado. Retrocedí rápidamente.
Una sombra cruzó el cristal iluminado de la puerta del despacho, la sombra de algo mucho más alto que Brunner en su silla de ruedas, con algo en la mano que se parecía sospechosamente a un arco.
Abrí la puerta contigua y me escabullí dentro. Percy me miró con el ceño fruncido.
—¿Que haces aquí? —preguntó en un susurro.
—Luego te cuento. ¿Y tú?
—Huyendo de Nancy.
Al cabo de unos segundos oí un suave clop, clop, clop, como de cascos amortiguados, seguidos de un sonido de animal olisqueando, justo delante de la puerta. Una silueta grande y oscura se detuvo un momento delante del cristal, y prosiguió.
Una gota de sudor me resbaló por el cuello.
En algún punto del pasillo el señor Brunner empezó a hablar de nuevo.
—Nada —murmuró—. Mis nervios no son los que eran desde el solsticio de invierno.
—Los míos tampoco... —repuso Grover—. Pero habría jurado...
—Vuelve al dormitorio —le dijo Brunner—. Mañana tienes un largo día de exámenes.
—No me lo recuerde.
Las luces se apagaron en el despacho.
Esperé en la oscuridad lo que pareció una eternidad. Al final, salí de nuevo al pasillo y volví junto a mi hermano al dormitorio. Grover estaba tumbado en la cama, estudiando sus apuntes de latín como si hubiera pasado allí toda la noche.
—Eh —me dijo con cara de sueño—. ¿Estais listos para el examen?
No respondí.
—Tienes un aspecto horrible, Bris. —Puso ceño—. ¿Va todo bien?
—Sólo estoy... cansada.
Me volví para ocultar mi expresión y me acosté en mi cama. Percy me hizo una trenza, como siempre antes de dormir y le di las buenas noches.
No comprendía qué había escuchado allí abajo. Quería creer que me lo había imaginado todo, pero una cosa estaba clara: Grover y el señor Brunner estaban hablando de mí y mi hermano a nuestras espaldas. Pensaban que corríamos algún tipo de peligro.
La tarde siguiente, cuando abandonaba el examen de tres horas de latín, colapsado con todos los nombres griegos y latinos que había escrito incorrectamente, el señor Brunner me llamó. Por un momento temí que hubiese descubierto que los había oído hablar la noche anterior, pero no era eso.
—Nea —me dijo—, no te desanimes por abandonar Yancy. Es... lo mejor.
Me tendió el libro que se me había caído la noche anterior, y lo cogí con manos temblorosas.
Su tono era amable, pero sus palabras me resultaban embarazosas. Aunque hablaba en voz baja, los que terminaban el examen podían oírlo. Nancy Bobofit me sonrió y me lanzó besitos sarcásticos.
—Vale, señor —murmuré.
—Lo que quiero decir es que... —Meció su silla adelante y atrás, como inseguro respecto a lo que quería decir—. Verás, éste no es el lugar adecuado para ti. Era sólo cuestión de tiempo.
Me escocían las mejillas.
Allí estaba mi profesor favorito, delante de la clase, diciéndome que no podía con aquello. Después de repetirme durante todo el año que creía en mí, ahora me salía con que estaba destinado a la patada.
—Vale —le dije temblando.
—No, no me refiero a eso. Oh, lo confundes todo. Lo que quiero decir es que... no eres normal, Nea. No pasa nada por...
—Gracias —le espeté—. Muchas gracias, señor, por recordármelo.
—Nea...
Pero ya me había ido.
El último día del trimestre hice la maleta.
Los otros chicos bromeaban, hablaban de sus planes de vacaciones. Uno de ellos iba a hacer excursionismo en Suiza. Otro, de crucero por el Caribe durante un mes. Eran delincuentes juveniles, como yo, pero delincuentes juveniles ricos. Sus papás eran ejecutivos, o embajadores, o famosos. Yo era una don nadie, surgido de una familia de don nadies.
Me preguntaron qué pensaba hacer yo aquel verano, y les respondí que volvía a la ciudad. Me abstuve de mencionar que durante las vacaciones necesitaría conseguir algún trabajo paseando perros o vendiendo suscripciones de revistas, y pasar el tiempo libre preocupándome por si encontraría escuela en otoño.
—Ah —dijo uno—. Eso mola.
Regresaron a sus conversaciones como si yo nunca hubiese existido.
La única persona de la que temía despedirme era Grover, pero luego no tuve que preocuparme: había reservado un billete a Manhattan en el mismo autobús Greyhound que yo, así que allí íbamos, otra vez camino de la ciudad.
Grover no paró de escudriñar el pasillo todo el trayecto, observando al resto de los pasajeros. Reparé entonces en que siempre se comportaba de manera nerviosa e inquieta cuando abandonábamos Yancy, como si temiese que ocurriera algo malo. Antes suponía que le preocupaba que se metieran con él, pero en aquel autobús no iba nadie que pudiera meterse con él.
Al final no pude aguantarme y le dije:
—¿Buscas Benévolas?
Grover casi pega un brinco.
—¿Qué... qué quieres decir?
Le conté que los había escuchado hablar la noche antes del examen. Percy asomó la nariz desde el asiento a mi derecha, queriendo ser parte de la conversación. Sabía que había escuchado aquella conversación, y le había contado hasta el mínimo detalle.
Le tembló un párpado.
—¿Qué oíste? —preguntó.
—Oh... no mucho. ¿Qué es la fecha límite del solsticio de verano?
—Mira, Nea... —Se estremeció—. Sólo estaba preocupado por ti. Ya sabes, por eso de que alucinas con profesoras de matemáticas diabólicas...
—Grover...
—Le dije al señor Brunner que a lo mejor tenías demasiado estrés o algo así, porque no existe ninguna señora Dodds, y...
—Grover, como mentiroso no te ganarías la vida —dijo Percy en tono burlón desde el asiento de al lado. Estábamos los tres sentados en la fila de atrás del todo.
Se le pusieron las orejas coloradas. Sacó una tarjeta mugrienta del bolsillo de su camisa.
—Mira, toma esto, ¿de acuerdo? Por si me necesitais este verano.
La tarjeta tenía una tipografía mortal para mis ojos disléxicos, pero al final conseguí entender algo parecido a:
Grover Underwood
Guardián
Colina Mestiza
Long Island, Nueva York
(800) 009-0009
—¿Qué es colina mes...?
—¡No lo digas en voz alta! —musitó—. Es mi... dirección estival.
Menuda decepción. Grover tenía residencia de verano. Nunca me había parado a pensar que su familia podía ser tan rica como las demás de Yancy.
—Vale —contesté alicaído—. Ya sabes, suena como... a invitación a visitar tu mansión.
Asintió.
—O por si me necesitas.
—¿Por qué iba a necesitarte? —Lo pregunté con más rudeza de la que pretendía.
Grover tragó saliva.
—Mira, Nea, la verdad es que yo... bien, digamos que tengo que protegerte. También a tu hermano, pero contigo es más difícil.
Lo miré fijamente, atónita. Había pasado todo el año peleándome, manteniendo a los abusones alejados de él. Había perdido el sueño preocupándome por qué sería de él cuando yo no estuviera. Y allí estaba el muy caradura, comportándose como si fuese mi protector.
—Grover —le dijo Percy—, ¿de qué crees que tienes que protegernos exactamente?
Se produjo un súbito y chirriante frenazo y empezó a salir un humo negro y acre del salpicadero. El conductor maldijo a gritos y a duras penas logró detener el Greyhound en el arcén. Bajó presuroso y se puso a aporrear y toquetear el motor, pero al cabo de unos minutos anunció que teníamos que bajar.
Nos hallábamos en mitad de una carretera normal y corriente: un lugar en el que nadie se fijaría de no sufrir una avería. En nuestro lado de la carretera sólo había arces y los desechos arrojados por los coches. En el otro lado, cruzando los cuatro carriles de asfalto resplandeciente por el calor de la tarde, un puesto de frutas de los de antes.
La mercancía tenía una pinta fenomenal: cajas de cerezas rojas como la sangre, y manzanas, nueces y albaricoques, jarras de sidra y una bañera con patas de garra llena de hielo. No había clientes, sólo tres ancianas sentadas en mecedoras a la sombra de un arce, tejiendo el par de calcetines más grande que he visto nunca. Me refiero a que tenían el tamaño de jerséis, pero eran claramente calcetines. La de la derecha tejía uno; la de la izquierda, otro. La del medio sostenía una enorme cesta de lana azul eléctrico.
Las tres eran ancianas, de rostro pálido y arrugado como fruta seca, pelo argentado recogido con cintas blancas y brazos huesudos que sobresalían de raídas túnicas de algodón.
Lo más raro fue que parecían estar mirándome fijamente.
Me volví hacia Grover para comentárselo y vi que había palidecido. Tenía un tic en la nariz.
—¿Grover? —le dije—. Oye...
—Dime que no os están mirando. No os están mirando, ¿verdad?
—Pues sí. Raro, ¿eh? ¿Crees que me irán bien los calcetines? —musitó mi gemelo mirándose distraídamente las zapatillas. Solté una risotada.
—No tiene gracia, Percy. Ninguna gracia.
La anciana del medio sacó unas tijeras enormes, de plata y oro y los filos largos, como una podadora. Grover contuvo el aliento.
—Subamos al autobús —me dijo—. Vamos.
—¿Qué? —repliqué—. Ahí dentro hace mil grados.
—¡Vamos! —Abrió la puerta y subió, pero yo me quedé atrás.
Al otro lado de la carretera, las ancianas seguían mirándome. La del medio dobló el hilo de modo que ahora parecían dos y lo cortó, y juro que oí el chasquido de las tijeras pese a los cuatro carriles de tráfico. Sus dos amigas hicieron una bola con los calcetines azul eléctrico, y me dejaron con la duda de para quién serían: si para un Bigfoot o para Godzilla.
En la trasera del autobús, el conductor arrancó un trozo de metal humeante del compartimiento del motor. Luego le dio al arranque. El vehículo se estremeció y, por fin, el motor resucitó con un rugido.
Los pasajeros vitorearon.
—¡Maldita sea! —exclamó el conductor, y golpeó el autobús con su gorra—. ¡Todo el mundo arriba!
En cuanto nos pusimos en marcha empecé a sentirme febril, como si hubiera contraído la gripe. Grover no tenía mejor aspecto: temblaba y le castañeteaban los dientes.
—Grover.
—¿Sí?
—¿Qué es lo que no nos has contado?
Se secó la frente con la manga de la camisa.
—Chicos, ¿qué habéis visto en el puesto de frutas?
—¿Te refieres a las ancianas? ¿Qué les pasa? No son como la señora Dodds, ¿verdad? —preguntó mi hermano.
Su expresión era difícil de interpretar, pero me dio la sensación de que las mujeres del puesto de frutas eran algo mucho, mucho peor que la señora Dodds.
—Dime sólo lo que viste —insistió.
—La de en medio sacó unas tijeras y cortó el hilo —dijo encogiéndose de hombros.
Cerró los ojos e hizo un gesto con los dedos que habría podido ser una señal de la cruz, pero no lo era. Era otra cosa, algo como... más antiguo.
—¿La has visto cortar el hilo?
—Sí. ¿Por qué? —Pero incluso cuando lo estaba diciendo, sabía que pasaba algo.
—Ojalá esto no estuviese ocurriendo —murmuró Grover, y empezó a mordisquearse el pulgar—. No quiero que sea como la última vez.
—¿Qué última vez?
—Siempre en sexto. Nunca pasan de sexto.
—Grover —repuse, empezando a asustarme de verdad—, ¿de qué diablos estás hablando?
—Déjame que te acompañe hasta tu casa. Promételo.
Me pareció una petición extraña, pero lo prometí.
—¿Es como una superstición o algo así? —preguntó Percy curioso.
No obtuve respuesta.
—Grover, el hilo que la anciana cortó... ¿significa que alguien va a morir?
Su mirada estaba cargada de aflicción, como si ya estuviera eligiendo las flores para mi ataúd. Que sean lirios, por favor.
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