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8: ¿Latas de sardina?

Hoy es miércoles y el ensayo ha sido un completo desastre para mí debido a mis constantes distracciones. Definitivamente necesito relajarme, y qué mejor que ir al puerto mañana a espiar a mi padrastro. No, lo que necesito es ponerme a estudiar, dejarme de tantas tonterías. ¿Cómo es posible que cambie de opinión tan seguido? ¿Cómo hace la gente que trabaja en la CIA para llevar una vida normal? Sé que no es comparable, pero últimamente me la paso investigando un asesinato, cuando ciertamente debería estar la policía en ello y no yo. No les importa ni les importó, al punto de cerrar el caso. Al menos me siento un poco más tranquila después de contarles a las chicas lo de Andrew, Kelly ya no está enojada conmigo, ahora cada dos días pregunta si ha llamado. No lo ha hecho, esta vez creo que procesó el mensaje. Una preocupación menos, por muchas ganas que tenga de saber qué habría pasado si lo hubiera dejado hablar, si no hubiésemos sido presas del silencio acústico de aquel baño. No puedo evitar recordar esos ojos tristes que perdían cada vez más su color whisky; puedo negarlo cuanto desee, pero esto aún me atormenta, y debo dejarlo estar.

Enciendo mi tocadiscos, sí, eso mismo. La música clásica, que es una de mis pasiones, me gusta disfrutarla a la antigua. Llevo años coleccionando vinilos. Parece que fue ayer cuando los escuchaba mientras papá cocinaba. Siempre fue más relajado que mamá, ella era la de las interminables reglas, y él, quien nos levantaba los castigos con un guiño. A veces extraño tanto aquellos días, cuando todo era fácil, cuando el mundo era una aventura diaria. A veces no, casi siempre le pienso y me invade la nostalgia. Ha pasado tanto tiempo, que lo único que puedo hacer es escuchar estos discos, recordar y seguir adelante en mi búsqueda de quien me arrebató esos momentos. Dicen que cuando uno toma la justicia por sus manos se transforma en venganza, se apodera de tu alma. No sé qué pasará de ahora en adelante, después de mañana, si el descubrir alguna verdad que ha sido vilmente ocultada por años, cambiará la persona que soy, o en qué medida afectará a la gente que me rodea. No debería precipitarme, me he repetido muchas veces que quizás esté corriendo en círculos alrededor de pistas imaginarias. El cielo se vuelve más oscuro mientras me preparo psicológicamente para la noche del jueves, finalmente veo la luna descender por entre los gigantescos edificios de la ciudad.

Me levanto sobresaltada, me recupero y me voy al trabajo. En el camino, me prometo a mí misma que hoy estaré más concentrada en Lakmé que en mis rompecabezas mentales pero cuando llego, aunque me lo prometí y todo, estoy demasiado alejada de la realidad. Así continúo hasta que la soprano y la mezzosoprano hacen una estelar interpretación del célebre Dúo de las flores , comienzo a resucitar. Siempre me ocurre, no hay nada que me cure más que esto. Vuelvo a casa mucho más calmada y con esa misma energía me mantengo hasta que salgo sobre las ocho de la noche para casa de mi madre. Hoy no voy en plan visita, parqueo el auto a una cuadra, donde nadie note mi presencia. No, aún no tengo mi licencia de vuelta, pero de igual modo estoy conduciendo, pues es imposible que persiga a Luis en un taxi.

Llevo tres horas, me estoy quedando dormida con la musiquita que tengo en el reproductor. Luis no da señales de vida hasta más o menos las once y veinte, cuando repentinamente veo pasar por mi lado su auto rojo. Piso el acelerador detrás de él, si tuviese que describir esta escena, diría que suena como el primer movimiento de L´inverno, un momento digno de ese bajo continuo que caracteriza la obra. La ansiedad casi me supera. Son como las doce de la noche cuando llego al puerto. Estaciono lejos del Luis, quien se baja de su auto y sale andando. Me bajo también yo. Le sigo con cautela hasta el final de la cuadra, donde hay una reja con candado, pero tiene la llave y rezo porque no vuelva a cerrarlo. No lo hace. Entro antes que se dé cuenta de que ha dejado el portón abierto, para ser alguien que viene a un sitio como este a medianoche mi padrastro es muy descuidado. Dobla a la derecha, también yo. Me oculto tras un contenedor cuando veo que deja de avanzar y saca su celular. A continuación escucha una música, tres minutos antes de que aparezca un hombre del que no logro distinguir aún el rostro. Supongo que será Camel.

En efecto, es él. Desde mi posición no escucho muy bien lo que dice, y en medio de la oscuridad tan solo aliviada por un farol medio fundido que apenas alumbra, veo una pirámide de escombros más adelante. Avanzo hasta allí. Mi aliento dibuja círculos en el aire, hace un frío tremendo. Poco después llega un camión del cual se bajan tres hombres. Mientras Camel y Luis platican, seis hombres abren la compuerta trasera del vehículo y comienzan a descargar lo que desde aquí me parecen latas de sardinas. ¿Latas de sardinas? ¿Para eso tanto misterio? No me lo puedo creer. Entonces alguien aparece alguien por detrás, estaba tan ida intentando comprender lo que sucede que ni siquiera le oí acercarse. Me tapa la boca para frenar mi lógico impulso de pegar un grito, entro en pánico creyendo que me han descubierto, pero cuando volteo para ver quién es, se me cae mi gorro negro y pecas susurra sorprendido mi nombre. Le retiro la mano con brusquedad al tiempo que hace mímica para que, lo que sea que voy a soltarle, lo haga en voz baja.

— ¿Qué haces tú aquí?

—Shhh —coloca un dedo en los sus labios.

Lo que me faltaba, ¿qué hace este hombre aquí?

— ¿Acaso estás siguiéndome? —sigo yo sin contenerme, pero aún susurrando.

Vuelve a taparme la boca y comenzamos una lucha en silencio detrás de los escombros. Es mucho más fuerte que yo, claramente, así que le muerdo la mano. Cierra los ojos en un intento por contener su grito, el dolor de mis dientes. Igual sería un exagerado si gritase, puesto que lleva guantes, no debe haberle dolido tanto. Decido que si sigo discutiendo con él nos descubrirán y encima no obtendré ninguna información, por lo que me estoy quieta. Los cinco hombres siguen bajando latas de sardinas del camión, me pregunto si he perdido mi tiempo con un negocio de pescado. Todos tienen cara de delincuente, incluidos Luis y compañía. La curiosidad me domina, ¿en qué me estoy metiendo?, y Andrew, casi lo olvido, aquí a mi lado observando atento cada movimiento. Creo que sabe más de lo que dice. Ahora que lo pienso, no ha dicho nada al respecto, le vi en aquella mesa e hice mis conjeturas, lo cual no significa que tenga razón.

—Coge una, vamos a revisar —ordena Camel cogiendo un abre latas.

— ¿Y las sardinas? —pregunto cuando veo que saca de una de las latas un paquetito blanco, pero pecas tira de mi abrigo y susurra que nos marchemos con cuidado.

Decido obedecerle por esta vez. Caminamos cinco cuadras en silencio, no me detengo ni a mirar mi auto, al que le paso por al lado como si tal cosa. Sospecho que nos dirigimos a una banca que hay frente al mar, en la costa. Mamá dice que antes de cocinar cada domingo para la familia, solía llevarnos allí de paseo, en primavera. Frecuentemente recuerdo correr alrededor de la banca, persiguiendo a un niño que tiraba de mis coletas, aunque todo está medio borroso. Dicho sitio se convirtió en mi favorito para desintoxicarme del mundo, aun si siempre faltó algo, o alguien. ¿Qué habrá sido de aquel niño? Andrew se sienta en cuanto llegamos, permanece unos tres minutos sin pronunciar palabra.

— ¿Qué hacías allí? —dice finalmente.

—Estaba por hacerte la misma pregunta. ¿Estás siguiéndome?

— ¿Por qué iba a seguirte? Además, ni siquiera sé dónde vives.

‹‹Cierto››

—Bueno, explícate. ¿Por qué rayos apareces en todos los sitios a los que voy? —le reclamo.

—Es pura coincidencia, lo juro. Eres la última persona que imaginé encontrar hoy. ¿Qué estás haciendo Galilea?

— ¿Y por qué iba a decirte? Camel es tu amigo, no puedo arriesgarme.

—No lo es, solo es el padre de Astrid.

—Ah, el padre de Astrid, es decir, tu suegro —espero que no haya sonado a celos, pero es justo lo que siento siempre que escucho ese nombre. Suspira, se levanta algo alterado, se quita los guantes y pasa ambas manos por su rostro yendo de aquí para allá una y otra vez.

—Que hayas venido a este sitio ya es lo bastante peligroso. No tienes idea de en qué te estás metiendo.

—Pues no, no tengo idea. Igual no es asunto tuyo.

—No permitiré que te metas en esto.

— ¿Que me meta en qué? ¿En qué estoy metiéndome Andrew? ¡Habla de una vez, estoy harta de tanta intriga!

—Esos tipos son traficantes.

—Así que era eso lo que había en las latas —concluyo ensimismada.

—Envían la droga dentro de las latas de sardina, supuestamente tienen un negocio de venta de pescado.

Me he quedado atónita.

—Pero mi padrastro estaba ahí, ¿es uno de ellos entonces?

—Es la mano derecha de Camel.

—Le seguí hasta aquí porque les escuché charlar desde el baño de la subasta, hasta que apareciste tú y lo echaste todo a perder.

— ¿Por eso estuviste tanto tiempo dentro?

— ¿Estabas espiándome? —inquiero molesta.

—Sí —admite sin ninguna vergüenza—. Necesitaba hablarte y no salías, tuve que entrar.

—Primero estaba en Twitter huyendo de la subasta, digo, ¿qué te importa lo que hacía en el baño? —le espeto cuando percibo que estoy contándole detalles que no vienen al caso.

—Galy —dice poniéndose aún más serio—, tienes que contarme por qué estás siguiendo a Camel, es un tipo muy peligroso.

—No entiendo por qué te importa tanto lo que yo haga, deja de entrometerte. En realidad no sé nada de ti, no puedes pedirme que confíe en un extraño que espía a su suegro.

— ¡Ese hombre asesinó a mi padre!

Por un momento me quedo sin habla, del modo en que lo ha dicho no creo que esté mintiendo. Se sienta a mi lado y, cuando noto que otra vez tiene esa mirada triste, la misma de aquel día, no consigo resistirme y le abrazo.

—También al mío —confieso. Levanta la cabeza poco a poco de mi hombro, hasta verme a los ojos—. No tengo pruebas, pero estoy convencida de que fue él.

— Eres hija de Jean-Pierre Leblanc, ahora todo tiene sentido.

— ¿Cómo sabes tú eso?

—Mi padre se llamaba Andrés Polman. Hallaron sus restos en un edificio abandonado a las afueras de Londres, pocos días después de la muerte de su jefe.

— ¿Tu padre trabajaba para el mío, es eso?

—Así es.

— ¿Y crees que sus muertes tiene algo que ver?

—Los hechos hablan por sí solos. Tampoco yo tengo pruebas, el edificio fue reducido a cenizas.

—Lo siento, no puedo imaginar una muerte peor.

—Dijeron que se suicidó… Papá no tenía motivos para hacer algo como eso.

— ¿Por qué sospechas de Camel?

—Encontré el reloj de mi padre en su despacho, ¿por qué sospechas tú?

—Lo vi todo. Quien sea que apretó el gatillo de aquel revólver, llevaba el mismo anillo vulgar de la anaconda que tiene tu suegro. Estuve investigando, se fue de la ciudad en esa misma época, sin contar que Luis también trabajaba con mi padre, y ahora es compinche de Camel.

—Suena como un complot —hace una larga pausa—. Galilea, por favor, aléjate de todo esto, es demasiado peligroso.

—No vayas por ese camino pecas, si no me dices lo que sabes igual voy a investigar por mi cuenta. Vengaré a mi padre aunque sea lo último que haga.

—Tengo fe en que te saques esa idea de la cabeza.

— ¿Por qué te importa tanto?

—Porque no quiero que nada malo te suceda.

—Somos solo dos extraños con una historia en común, no tienes que preocuparte por mí.

—Primero: por mucho que quieras convencerte de ello, estamos lejos de ser extraños, y segundo: me preocupo por ti porque te quiero, me creas o no. Si aquel día en el baño me quedé callado, si te dejé ir, es porque no quería y no quiero ponerte en peligro, no me lo perdonaría. Me prometí a mí mismo no volver a buscarte.

Se levanta, dejándome sola con las manos pegadas a la madera helada del asiento. Las luces del puerto iluminan el frío en el aire, las olas chocan contra la orilla mientras me tomo un minuto para procesar lo que acabo de oír. Ha dicho te quiero, ¡te quiero!, y no sé qué es más fuerte, si escucharlo de su propia boca o saber que estamos unidos por una caótica historia. No tengo el coraje de agregar nada más, ni me atrevo a caer en detalles. Me conoce a la perfección, sabe que cuando algo se me mete en la cabeza no hay nada que pueda detenerme. Me levanto también. Está de espaldas observando el océano, único testigo de nuestro dilema. El abismo le ha hecho un llamado, como a mí, y me invaden unas ganas enormes de abrazarle, mas no lo hago. En el mismo instante voltea y me mira fijo.

— ¿Seguirás adelante con esto verdad?

—Sí.

— ¿A pesar de lo que te he contado?

—Si no lo hago esto acabará consumiéndome, pecas. No puedo seguir mi vida así no más, no puedo hacer de cuentas que no sé las cosas que sé.

—Moriría si algo te ocurriese —se acerca, rodea mis mejillas con sus manos.

No digo nada. Una sensación me invade la piel, la misma que dos años atrás me confirmó que este hombre es mi talón de Aquiles, que podría manejarme a su antojo, que es mi gran debilidad. Me he mentido a mí misma hasta hoy, he fingido que no me importa, que no pienso más en él, que no quiero volver a verle; y aquí y ahora, ante el piélago, mientras la noche susurra en nuestros oídos, admito que le quiero, sin saber cuándos ni cómos, sin decirle, pero le quiero. Parece leer mis pensamientos, que pasan efímeros por mi mente cual estrellas fugaces, y antes de que consiga volver a negarme lo que siento me besa. De repente los últimos dos años de mi vida se han esfumado, en cambio, parece ser esta la continuación de aquel verano en Paris. No sé qué estamos haciendo, soy incapaz de detenerme a reflexionar.

Son las cuatro de la madrugada y hemos atrapado el rocío invernal sentados en este banca. Ya no decimos nada, tan solo estamos en silencio mirando al horizonte, pensando en cuánto nos ha pasado, en las cosas del destino que quizás ha insistido en unirnos para siempre, en la guerra que estamos comenzando. Ninguno de los dos es lo suficientemente cuerdo para olvidarse de todo. Sé que ambos tenemos las mismas palabras flotándonos en la mente: justicia, revancha. Muy en el fondo, ayer cuando me miré al espejo antes de dormir, sabía que estaba viendo a una Galilea que no reconocería nunca más, y es que en las últimas cuatro horas algo ha cambiado. Reposo la cabeza en el hombro de este hombre del que estoy huyendo hace tres semanas y todo parece estar bien, aunque nada lo está. Me limitaré a dejar que las cosas fluyan, aun si acabo hecha un millón de nudos al final no hay nada que pueda hacer para evitarlo.

Cuando llega el amanecer y el sol comienza a reflejarse en las aguas oscuras que observamos toda la noche, nos levantamos y caminamos de la mano hasta que cada uno llega a su auto. No es un adiós, es solo un hasta pronto, por primera vez en mucho tiempo, y estoy más tranquila de lo que debería.

Enciendo el reproductor y empieza donde se quedó, pero ya no tengo ganas de escuchar esto. Lo apago y a través del retrovisor veo el auto de Andrew desaparecer, como si de la sinfonía inconclusa de Schubert se tratase.

Llego a casa cansada, algo confusa, pero me doy una ducha y me voy al ensayo.



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