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7: Place du Tertre


—Y fue entonces que conocí a Andrew —les cuento a las chicas sentadas en una mesa de picnic del parque cerca casa. Escuchan atentas sin interrumpirme, como si se tratase del argumento de alguna novela, y mientras hablo, los recuerdos cobran vida.

Cuando el expreso se detuvo tomé mis pertenencias y bajé a la estación lo más rápido que pude. Avancé por entre la multitud y salí al aire frío de la ciudad. París estaba un tanto diferente, el otoño le daba ese punto de melancolía que adoro. El cielo era una luminosa mezcla de colores, las calles estaban repletas de hojas caídas. El motivo de mi retorno a la ciudad de las Luces ya no era esencialmente profesional, necesitaba relajarme. Paris me estaba sentando muy bien. Caminaba por los bulevares adoquinados en el día, en la noche me sentaba en ese café bajo las estrellas, a la orilla del Sena. Había olvidado lo mucho que me gusta la ciudad, por esos días todos mis problemas parecían haberse esfumado, mas sin embargo, solo cuando por fin pisé el suelo de Montmartre supe que estaba en casa. Satie, Van Gogh, Degas, Picasso, Piaff, puede que ellos consiguiesen distraerme de mis tormentos. Ni una sola vez había partido de allí sin dejar mis pesares en las calles del barrio, cuna del arte bohemio, del impresionismo, durante el siglo diecinueve y parte del veinte. No pude resistirme, como empujada por el viento llegué a la Place du Tertre. Ver a los artistas en plena etapa creativa no tiene punto de comparación, pintan y exponen sus obras allí, al aire libre, a la sombra del público. Merodeé por ahí entre algunos cuadros, hasta que me detuve entre dos retratistas y me encontré de frente con un rostro pecoso que aunque había visto solo una vez, no había conseguido borrar de mi retina. Supongo que me reconoció, pues me miró sorprendido con una paleta en la mano izquierda y un pincel en la otra.

“Bonsoir”, me dijo, y la sangre se me congeló bajo la piel. Tenía una voz de lo más masculina, una voz de la que me había privado en nuestro primer encuentro, jugando al intelecto conmigo en lugar de hablarme. Su inglés era parecido al londinense, a la vez que distinto. Lo sé porque yo misma jamás lograré el acento que esperan los ingleses que tenga. No sabía bien por qué, pero el hecho es que había estado pensando en él desde que me bajé de aquel tren. Le devolví el saludo sin atreverme a continuar. Luego no pareció tener intención alguna de entablar una conversación conmigo, así que me senté en la única banca que encontré vacía: nuevamente frente a él. Comencé a preguntarme por qué aquel hombre estaba convirtiéndose en un enigma para mí, por qué observaba enajenada a un completo extraño, por qué no conseguía convencer a mis piernas de levantarse y marcharnos a casa. Ese completo extraño me había flechado, ¿para qué negarlo?

Tras un buen rato a solas con mis pensamientos, me di cuenta de que me observaba de vez en vez por encima del caballete. Parecía un poco tímido, aunque descubrí que no lo era cuando dejó las paletas y vino hacia mí. Me tendió una mano para que me levantase, le valoré unos segundos entre sorprendida e incrédula, pero finalmente lo hice. Lo siguiente fue una corriente eléctrica que me recorrió entera, como un electroshock, como si por primera vez fuese consciente de cada vena, de cada músculo de mi cuerpo. Se me erizó la piel, mis piernas temblaron. Aquel hombre me atraía como un imán.

— ¿Si te invitase a un café aceptarías? —preguntó aún con mis dedos entre los suyos.

—Aceptaría si me gustase el café, y si dijeses tu nombre antes de hacer una invitación.

—Lo siento, Andrew.

—Galilea —dije yo.

— ¿Una francesa que odia el café?, vaya, eso sí que es nuevo.

— ¿Cómo sabes que soy francesa?

—Por el acento —

Le escrudiñé con la mirada. Aclaró que me escuchó hablar en francés en el vagón, que era demasiado sofisticada para ser de alguna otra nacionalidad, e incluso apostó que era nada menos que parisiense. Acabé quedándome tres meses allí con él, viviendo juntos como si nos conociésemos de siempre, como si más que encuentro, se tratase de un reencuentro programado en otra vida, por mucho que me niegue a creer en esas cosas. Vivimos un romancé lleno de clichés, y qué importan los clichés, durante noventa días me pareció estar dentro de algún drama romántico escrito por las hermanas Brontë. Como la vida no un cuento de hadas, ni todo termina con un “y vivieron felices por siempre”, la magia desapareció el día que le llamé y una voz femenina me respondió desde el otro lado de la línea. Había sido un espejismo, una bala en el pecho, así que hice mis maletas en el mismo instante. Regresé a Londres antes que notase que me había ido, antes que me diese una explicación que pudiese convencerme de retornar a su lado.

— ¿Y nunca te llamó?

La pregunta de Kelly me hace volver a tierra de pronto.

—Cambié mi número.

—Entonces se reencontraron en la galería, dos años después… ¿Estás enamorada de él? —pregunta Paola tras una larga pausa.

—No lo sé.

—Lo sabes, sí. Jamás te vi tan contrariada como en aquella exposición. El brillo en tus ojos, tu risa nerviosa, la emoción con la que has narrado esta historia. No voy a contradecirte, porque ya conozco tu respuesta.

—Cuando nos vimos en la subasta le pedí que me dejase en paz, pueden olvidarse de él.

—Lo que tú digas —dice Kelly—. Sé que vas a negar cualquier ápice de debilidad, pero tú le quieres, estoy segura.

Yo sigo enojada, es la verdad, y eso no me permite ni siquiera poner en cuestión lo que siento por él. Fueron los mejores tres meses de mi vida. Creí que había conseguido hacer borrón y cuenta nueva, entonces reapareció en mi mundo. Ha venido a arruinado todo.


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