40: Destinos infinitos
— Andrew… —mascullo en cuanto abro los ojos. Una luz muy molesta me da en la cara, se escucha un pitido intermitente.
—No te esfuerces, calma —dice mi madre forzándome a permanecer acostada. No paro de repetir “Andrew”una y otra vez, mas me ignora.
— ¿Dónde estoy?
—Estás en el hospital cariño.
Me arranco las diminutas puntas de la sonda que va desde mis orejas, enrollada como gafas, hasta encajarse en mis fosas nasales. Mamá lucha por volvérmela a colocar, sin embargo no lo consigue. Me incorporo en la cama poco antes de que lleguen varios doctores a analizar mi estado de salud.
— ¿Qué ha pasado?
— Usted ha sufrido un accidente. Las personas que vieron el coche caer llamaron a urgencias —explica un doctor de al menos cincuenta años—. Algunos se lanzaron al agua, lograron sacarle, para entonces ya estaba inconsciente. En la ambulancia le sacamos el agua que tragó, pero fue en urgencias que despertó. Estaba demasiado irritada, solo empeoraría su situación, así que le sedamos. Ha dormido por casi cuarenta y ocho horas.
— ¿Y mi esposo, cómo está él?
Los doctores intercambian miradas que no logro descifrar. Mamá tiene una expresión de horror en el rostro, me sostiene la mano. Siento que moriré nada más pronuncien las palabras que mi corazón no soportará oír. Una sensación de pánico comienza a ascender por mi cuerpo, envenenando cada uno de mis huesos.
— ¡¿Por qué no dicen nada?! —grito— ¿Él está…? —pregunto esta vez entre dientes.
Mi madre hace una seña a los doctores para que salgan. Quedamos solo las dos en la habitación azul.
— ¿Dónde está Andrew mamá? ¿Está muerto?
—No, no está muerto.
— ¡No me mientas!
—Cálmate, por favor Galilea, no debes esforzarte.
— ¡Si él está muerto…! ¡Dímelo!
—No está muerto cariño, está vivo pero...
Antes de que acabe la frase entra otra doctora a la que no había visto antes.
—Hola Galilea, soy la doctora Reed.
— ¿Me informará sobre mi esposo?
—Cariño, la doctora está aquí para contarte algo, tranquila.
En lugar de calmarme como todos desean, vuelvo a tumbarme en la cama y volteo la cabeza hacia la ventana. El sol está en el centro, por lo que asumo que es mediodía. Si ninguna de las dos va a decirme lo que necesito, lo que me urge saber, mejor será que se marchen. ‹‹Por favor, que no esté muerto››
—El accidente podría haber sido fatal para tu estado, pero por suerte los bebés están bien —dice la portadora de la bata blanca.
Volteo nuevamente, más confundida de lo que estaba al despertar.
— ¿Qué ha dicho?
La doctora se aproxima lo justo para posar su mano en mi vientre.
—Tienes casi cinco semanas de embarazo. ¿No lo sabías? —pregunta al ver la conmoción en mi semblante.
—No puede ser —suelto una carcajada cargada de nervios—. El test estaba negativo, tuve mi período. No, esto debe ser un error.
—Entre las pruebas de rutina que te hicimos estando inconsciente para saber si todo iba bien, si no tenías hemorragias internas, está la ecografía. La imagen era clara, no tenemos dudas.
—No estoy entendiendo nada.
—A veces el resultado de un test no es definitivo. Si tenías dudas lo mejor era consultar a tu ginecólogo.
Tuve varios desmayos, náuseas, vómitos, pero luego me hice el test y resultó negativo. Ni siquiera sé cómo reaccionar a semejante notición. Nadie parece tener intenciones de darme información sobre Andrew y me entero de que no solo estoy embarazada, sino que…
—Disculpe, ¿ha dicho bebés? ¿Por qué ha dicho bebés, en plural?
Mi madre me sonríe sentada en la cama.
—Cariño, traes gemelos.
¡Gemelos dice! Vuelvo a reír a carcajadas, es más, continúo durante varios minutos hasta que percibo que no es ninguna broma, que van en serio.
— ¿Gemelos? —repito.
—Supongo que en su familia habrán gemelos, trillizos o algo así. El gen se hereda la mayoría de veces.
—Bueno, Alana tiene una hermana gemela. Mi suegra —explico a la ginecóloga—. Doctora, ¿me puedo ir ya?
—Si te sientes bien pienso que te den el alta. Hemos estado monitoreándote por tres días y no ha habido complicaciones, lo cual es extraño conociendo la gravedad de un accidente de coche.
— ¡Es un milagro! —exclama mamá verdaderamente emocionada.
—Las felicito.
La doctora se marcha tras persuadirme, explicando que debo estar lo más tranquila posible, no esforzarme y sobre todo evitar cualquier situación estresante. Después entra la policía a tomarme declaración sobre lo sucedido aquel día. Les cuento todo, que salimos de nuestra boda y Luis, quien por cierto, no logró sobrevivir, secuestró el auto. Me ponen al tanto de todo, inclusive de que encontraron al auténtico chofer, el encargado de llevarnos a la recepción, asesinado cerca del puerto. Me levanto de la cama confusa e histérica. ¿Qué voy a hacer ahora?
—Mamá, necesito saber de Andrew. Dime la verdad, te lo ruego.
—Si te digo la verdad es probable que pierdas a mis nietos.
— ¿Tan grave es?
Apoyada de su hombro salimos al pasillo. Recorremos varias plantas del hospital sin pronunciar palabra, ella aterrada de mi reacción, yo de lo que pueda encontrarme. Finalmente llegamos a una habitación a la que no tenemos acceso, pero a través del cristal veo a Andrew. Reposa inmóvil en la cama, entubado y con una sonda idéntica a la que me arranqué hace menos de una hora. Se me cae el alma a los pies, golpeo el cristal.
— ¡¿Qué le pasa?! —pregunto a gritos a un doctor que va saliendo de ahí dentro.
— ¿Y usted es?
—Soy su esposa. Dígame qué le ocurre, por favor.
—A causa del accidente, sufrió una contusión en la cabeza. Debe habérsela golpeado al maniobrar el coche, quizás al caer.
—Ya estaba inconsciente cuando caímos.
—Pues eso, ha sido el golpe al chocar contra las vallas del puente. Detectamos un traumatismo craneoencefálico —hace una pausa y luego me da una explicación sobre el daño que sufre el cerebro tras dicho traumatismo, sobre las posibles lesiones y secuelas que podrían dejar y tantas otras cosas que ya me perdí.
— ¿Va a despertar sí o no? —le corto.
—Hay que esperar, le ruego que sea paciente. Su cabeza aún está inflamada, una vez vuelta a la normalidad debe despertar, pero esto puede suceder en cuestión de días, semanas, meses, incluso años. Actuamos rápido, además él es joven, tiene mayores probabilidades de despertar. Tenga fe.
Regresamos a mi habitación en cuanto acabo de escuchar el diagnóstico. ¿Y si no despierta? ¿Y si nunca despierta? ‹‹Galilea, tienes que calmarte, los bebés›› ¿Cuántas pruebas más me pondrá la vida? ¿Acaso no ha sido suficiente? Debo permanecer tranquila, lo más tranquila que pueda con tal de proteger a mis hijos, me lo repito una y otra vez mientras recojo mis cosas para irme a casa.
Han pasado dos meses y Andrew continúa sin despertar.
Paso muchas horas en el hospital, más de las que debería. Me estoy volviendo loca, ya no sé qué hacer. Detesto quedarme en casa, una casa vacía que sin él no tiene sentido habitar, así que vengo cada día y le hablo. Los doctores dicen que puede escucharme aunque no dé señales de vida, tan solo respira. Paso la mañana en los ensayos de la orquesta, luego me vengo aquí, a simular que mantenemos una conversación.
—Me he mudado a la mansión cariño —le cuento—. Mamá ha insistido, quiere cuidarme. Tenemos doce semanas de embarazo pecas, significa que nuestros bebés ya tienen incluso sus deditos formados. La doctora Reed dice que aún es muy pronto para saber el sexo de ambos, pero qué más da, les vamos a querer igual sean niñas o niños. ¿Cuándo vas a despertar pecas? ¿No crees que has dormido suficiente?
Me marcho en la tarde. Siempre que salgo de su habitación acabo sintiendo un pesar colosal, indescriptible. Alana está destrozada, también Andrés. Le alejaron de su hijo dieciseis años y ahora que tiene la oportunidad de rescatar ese tiempo perdido, pues resulta que este está al borde de la muerte. No, no debo decir eso. Mi terapeuta afirma que los pensamientos negativos pueden complicar mi embarazo y por demás, llevarme a una depresión. Que debo ser positiva, que debo estar tranquila, que debo conservar la esperanza. Que debo esto, que debo aquello, que debo, que debo…
Hace no mucho, Mary Alice tomó la sabia decisión de hacerle la visita a su padre. Necesitaba decirle a la cara todo lo que siente, la pena que le causaron sus mentiras, el agujero gigantesco que le ha hecho a nuestra familia. Me ofrecí a acompañarle, quería estar con ella, darle fuerzas aun si no me quedan muchas, pero no hice más que causarme a mí misma un tremendo disgusto. Sus secuaces acabaron muertos, no merecían menos, pero en cierto modo es injusto, pues muerto nadie paga el mal que ha hecho. Juró estar arrepentido apenas le permitimos hablar. Sucede que el arrepentimiento no enmienda la maldad, no va a devolverme a mi padre, mucho menos mi infancia ni la de los chicos a los que dejó sin familia bajo sus órdenes.
Por otro lado, mis abuelos están en la ciudad, mis abuelos paternos. Astrid les ha traído. Hemos tenido una conversación larga y tendida las dos, nos la debíamos. Hace un año atrás era ella quien me separaba de Andrew, el motivo de mis arranques de celos, casi llegué a odiarla. Tras la muerte de Camel concluí que, a pesar de todo, es mi prima. He perdido suficientes personas, no quiero más eso. Deseo que mis hijos crezcan en una familia sin secretos, en una familia que intenta sanar las huellas del pasado, razón por la cual hemos hecho las paces. "Andrew tenía razón, nunca le amé, era un capricho más en mi extenso listado", esas fueron sus palabras. Tiene un nuevo amor, un alemán al que no le molestan sus viajes ni sus eventos sociales y me alegro por ella, poco a poco estamos creando los lazos de los que nuestros padres nos privaron y que debíamos tener desde pequeñas.
—Tu hermano se ha mudado a Londres —le digo al pelirrojo un mes después—. Está haciendo viajes nacionales, Paola tremendamente feliz. Tus padres están viviendo en tu antiguo departamento con ellos. ¡Ah, Kelly se ha casado con Nathan! Ya era hora, ¿no crees? Están en su luna de miel ahora mismo, lo cual me recuerda que no tuvimos la nuestra.
Miro hacia afuera. Por si no tenía suficiente con Alicia, quien me espera en el pasillo, ahora tengo otra niñera: Will. Patrullan cada paso que doy, se la pasan fastidiándome todo el rato. Creen que soy de cristal, que los bebés son de cristal o yo que sé. Se ponen de los nervios cada vez que vengo para acá, no creen que Andrew vaya a despertar.
Pasan otras cuatro semanas en las que hago exactamente lo mismo. Voy a los ensayos, la mayoría de veces a no poder tocar, vengo al hospital, le cuento mi día anterior a Andrew, regreso a la mansión, mi madre me prepara té de camomila y Andrea le canta sus canciones a los bebés. Por cierto, todos han comenzado a ignorarme, solo les importa mi panza. Alrededor de las once me quedo dormida, tras buscar sin cesar una respuesta a al enigma más tormentoso: “¿Qué demonios voy a hacer con mi vida si él no despierta?”
—La doctora me ha dicho que debo reposarme más y he decidido obedecerle. No estoy dispuesta a que me sermonees con que no he cuidado bien a nuestras hijas cuando despiertes. Ah, que no te lo había dicho. Quería que fuese una sorpresa, que te emocionases al escuchar la noticia, pero no resisto más tener que ocultártelo, así que lo diré. La semana pasada me hice una ecografía, escuché los corazones de nuestras hijas latir desbocados. Hijas, sí, tendremos dos niñas pecas, lo que querías.
Un mes más tarde, finalmente considero pedir una licencia en la orquesta, pues se me imposible tocar con semejante panza. Mis piernas están constantemente hinchadas, levantarme es un tormento, por eso me apunté a un gym para futuras mamás, estuve investigando y los ejercicios moderados pueden ayudarme con los dolores. Hasta ahora me va bien. También he decidido volver a casa, debo comenzar a asumir que estaré sola por dios sabe cuánto tiempo más, que debo afrontar los problemas, preparar todo para la llegada de las niñas. Por las tardes pongo el tocadiscos, les hago escuchar a Satie a media luz y me dan pataditas.
« ¿Y si no despiertas Andrew? ¿Y si nunca despiertas?»
Miro por la ventana, el otoño ha regresado. Me extiende su manto, como si hubiese venido a consolarme, a arroparme en su regazo y el árbol de al lado, ha vuelto a perder sus hojas, me llevan con ellas a volar por mundos etéreos. El ambiente invernal, las bufandas, las chimeneas, los chocolates calientes y las familias reunidas me recuerdan que la nuestra, la que tanto anhelamos construir, pende de un hilo. Ya no es mi estación favorita, me ha decepcionado en más de una ocasión. Pretender que antes que acabe, que antes de marcharse, me devolverá la alegría sería un autoengaño, la vida no es color de rosa, ni siquiera esa mezcla de tonos castaños que están por desaparecer del firmamento, desplazados por el cielo estrellado. He sido una roca durante casi cinco meses, no he soltado una lágrima. He permanecido fuerte cual castillo medieval que se auto-protege con sus muros de gruesa piedra, mas estoy a punto de desmoronarme.
—Quizás va siendo hora de que le dejes ir —me dice uno de los doctores que lleva el caso otros dos meses posteriores.
¿Dejarle ir? ¿Cómo podría dejarle ir? ¿Será que lo enseñan en algún manual? Los médicos han pedido la fe, creen que no va a despertar. Tengo ya veinticuatro semanas, lo cual equivale a seis meses de embarazo. Estoy a medio camino, más insegura que nunca, más triste que nunca. El hombre que amo continúa inerte en esa cama, la misma en la que ha estado por demasiado tiempo. No aguanto más.
— ¡Despierta! ¡Despierta ya! —le grito en vano— ¡Sé que puedes oírme, lo sé! ¡Estoy cansada de estar sola Andrew! —golpeo su pecho, me tiro sobre él desconsolada, verle con todos esos aparatos me pone mala—. ¡Si no despiertas...!
Mis lágrimas comienzan a brotar, han traspasado las rendijas que les retenían. Paola me agarra, me desprende de su lado, me ruega que me tranquilice, que piense en las mellizas. Me siento en la silla que ha soportado mis fábulas durante meses, la silla que es más testigo de mi dolor que la persona a la que le he estado hablando. Le cojo la mano desde el borde de la cama y bajo la cabeza, de forma que mi llanto solo afecte al gélido suelo. Las gotas colisionan salvajes contra las lozas hidráulicas, empapándolas para luego seguir su curso. Me incorporo, me muerdo los labios esta vez intentando reprimir mis gritos.
—Prometiste que estarías siempre conmigo pecas, lo prometiste. Prometiste que iríamos al concierto de Mayer, que te aprenderías todas sus canciones, nos lo perdimos. Prometiste borrar el gris en mis ojos y has hecho todo lo contrario. ¿Por qué mentiste, por qué? ¿Es que ya no me amas, por eso no quieres regresar?
Soy consciente de las tonterías que salen de mi boca, pero estoy fuera de mí. He perdido los cabales, la esperanza, la estabilidad. Lo he perdido todo, le he perdido.
—No me dejes sola, por favor. No puedo hacer esto sin ti; no quiero hacer esto sin ti. Tus hijas están en camino Andrew, te necesitan, yo te necesito. Eres el amor de mi vida, no puedo vivir sin ti, no quiero vivir sin ti Andrew, ¡despierta! ¿Vas a dejarme sola? ¿Renunciarás a nuestros sueños? Aún nos queda tanto por hacer pecas. Aún tenemos que llevarnos a nuestras hijas a casa y discutir por quien se levanta a medianoche a alimentarles. ¿Qué sentido tiene que las llame por sus nombres, los nombres que eligió su padre, si su padre no está? Aún tenemos que verles crecer, llevarles a aquella playa de Irlanda, peinar sus cabellos rojizos…
—Cariño, vámonos —me pide Paola desde la puerta— Anda, volveremos mañana.
Se marcha al no recibir respuesta y le veo llorar con las manos sobre el rostro, arregostada a la pared del pasillo. Sabe lo que va a pasar si Andrew no sale de esta, sabe que seré un caos, que seremos todos un gran caos.
— ¿Me obligarás a olvidarte? ¿Lo harás aun sabiendo que no lo conseguiré? ¿Me dejarás ir?
Bajo la cabeza otra vez, no tiene sentido que siga. Lloro sin parar por varios minutos, podrían mis gemidos escucharse en cualquier otra galaxia. ¿Para qué le ha puesto el destino en mi senda si luego me lo iba a quitar, si se lo llevaría de mi lado?
—Vas a dejarme ir sí, lo harás. Me dejarás sola, sola con el mundo, sola sin ti.
Estoy desolada para cuando siento que me aprieta la mano.
No, debe ser mi desalmada imaginación jugándome una broma de las más crueles. Alzo la cabeza. Sus dedos se mueven lentamente entre mis dedos, temblorosos y sudados por mi ataque de llanto. Abre los ojos poco a poco, comienzan a orbitar en todas direcciones hasta que se encuentran con los míos, le he echado tanto de menos... Seco mis lágrimas y aviso a los doctores. Andrew ha despertado.
¿Quién diría que un extraño en un tren tendría la llave de la felicidad, que podría encontrar el camino de vuelta a la luz?
No pude borrar mi pasado. A golpes aprendí que es el responsable de quien soy, que el pasado lo llevamos dentro hasta el fin. Que las alas heridas dejan huellas eternas y que duelen para siempre, mas pueden remontar el vuelo. Le di a mi vida un giro de doscientos sesenta grados. Estuve dispuesta a perderlo todo a cambio de la verdad, verdad que desenterré de lo más profundo, verdad que estuvo ante mis ojos todo este tiempo, aguardándome, solo no estaba lista para verla.
“Los encuentros suceden cuando llegamos a un límite, cuando necesitamos morir y renacer emocionalmente”
Antes de él, creía estar bien, sin embargo, tuve que caer para comprender que mi felicidad era parte de una mentira que me había estado diciendo cada mañana durante dieciseis largos años. Mentiras, tuvieron que llover muchas mentiras para encontrar las verdades más puras, para entender que en efecto, estaba emocionalmente muerta, tan muerta como las hojas que el otoño desecha. Antes de él yo era una de ellas, una más. Falta de brillo, marchita, sobrevolaba la ciudad. Lo que no sabía entonces, lo que no podía haber comprendido sin antes derrumbarme, es que el otoño no es eterno ni es mortal. Que todos los árboles acaban, tarde o temprano, desnudos, y que luego, en esas ramas de apariencia estéril, sus hojas renacen.
Yo era una hoja marchita, un ave fénix en resurrección, una llama cansada de arder, pero un día un encuentro me cambió la vida. Y no era un encuentro en realidad, sino un recuerdo, una cita marcada por algo tan poderoso que, a pesar de todo, nadie pudo anular. Nosotros: una sonrisa en un tren, un garabato, una plaza con pinceles, una galería, una playa de Irlanda. Un banco en el puerto desde el que hoy, tres años después del caos, vemos a nuestras hijas correr como un día hicimos, recoger flores silvestres para luego lanzarlas al viento mientras su padre se dedica a tallar un “Yo te cielo” en la madera que decidió esperarnos, resistir las tormentas y recibir con aires primaverales nuestro mar en calma. Las pecas de Andrew y mis ojos, su cabello naranja y mis rizos, su sonrisa y mis labios, sus rostros, tan iguales como dos gotas de lluvia, adornan el paisaje. Ellas las piezas perdidas del rompecabezas, la mismísima felicidad.
Tras verles rodar por la hierba a sus anchas, decorar con margaritas una el cabello de la otra, nos miramos. Nada ha cambiado, la electricidad no se ha ido, en cambio se ha multiplicado, nuestros dedos aún tiemblan al rozarse. Hemos vuelto donde siempre, a este rincón del mundo, el sitio favorito de dos seres que el universo tejió con el mismo hilo rojo. No somos más dos extraños, tampoco lo éramos entonces. Ignorábamos que aquel tren era tan solo el capítulo uno de nuestra historia, una historia de sangre, de muerte y de amor que nos ha unido para siempre; que nuestras almas estaban a un vagón de cruzarse y que son nuestros destinos, infinitos.
Fin.
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