4: La exposición
—Galilea Leblanc —me dice rozando la estupefacción. Ya no necesito que nadie me aclare su nombre.
—Andrew…
Me da un beso en cada mejilla y siento una oleada de energía rara y añorada. Cuando nos separamos, la electricidad parece recorrer el espacio entre los dos. Ambos sonreímos, sabemos el por qué. Creo que mi cerebro va a explotar, ¿de entre tantos pintores que hay en el planeta tenía que toparme justamente con este? Nuestro reencuentro parece detalladamente tejido por el universo, pero todo avanza muy deprisa y, para cuando reacciono a la pregunta que está formulando el alguna vez extraño pelirrojo del tren, escucho que una mujer me llama viniendo hacia mí.
— ¿Galilea Leblanc? —pregunta cuando llega.
Respondo que sí, que soy yo, aunque no tengo la menor idea de quién es esta mujer tan rubia, tan pálida y tan alta, demasiado alta. Me tiende la mano.
—Vivien Dashe, representante de Andrew Polman.
Me pregunto de dónde me conoce y por un momento olvido a quién tengo delante.
—Es que su prima Alice explicó que un compromiso le impediría estar presente, pero que usted vendría en su lugar.
Imagino ese compromiso tan importante de mi prima, probablemente se habrá ido a Italia a comprar zapatos de diseño o algo por el estilo. A Alice no le interesa en lo absoluto otra cosa que no sea la moda, solamente de imaginarla en una exposición… ‹‹Vaya, si no estuviese en público reiría a carcajadas››, pienso y, entre tanto, Vivien se marcha con otro invitado.
—Estás aún más guapa que antes, si cabe.
Totalmente petrificada no me atrevo a contestarle, me cuesta respirar. Por una fracción de segundo todos desaparecen de la sala, solo restamos los dos y el silencio. No consigo articular palabra, permanezco parada enfrente de este hombre de ojos castaños que parecen estar a un milenio de distancia desde la última vez que me enfocaron. Mis rodillas tiemblan, como si mi cuerpo hubiese instantáneamente recordado la sensación de abismo que me produce su voz, ya me ha ocurrido antes. Cuando le miro, intentando analizarle en medio de mi histeria, siento que leo sus pensamientos, exactamente iguales a los míos. Mis remembranzas son interrumpidas por una tal Astrid (cuyo nombre no sabré hasta dentro de doce días), quien aparece de la nada y, sin importarle un rabanito interponerse en nuestra telepática charla, suelta un “cariño” y tira de Andrew hasta otra conversación antes de que podamos aterrizar, lo cual me sirve como cubo de agua helada, ideal para despertar de mi shock. Mis amigas, quienes han estado observando la escena desde el otro extremo de la galería, avanzan a altas velocidades hacia mí cuando perciben que estoy lista para marcharme. Pecas me mira desde su posición actual, pero el espera dibujado en su rostro no va a detenerme, ha sido un día sumamente agotador. Sale corriendo detrás nuestro y llega justo antes de que el taxi que conseguimos en cuestión de minutos arranque. A base de molestos toquecitos me obliga a bajar la ventanilla y sin decir palabra me lanza un avioncito de papel con un número de teléfono. Supongo que es el suyo, pero si piensa que voy a llamarle está ampliamente equivocado.
El taxista arranca y mis mejores amigas, a quienes no vi en toda la velada, me observan atónitas.
—No hagan preguntas, por favor —les pido.
Asienten con la cabeza y se hacen par de selfies. Asumo que me están dando espacio, como suelen hacer siempre antes de un intenso interrogatorio.
Despierto intentando autoconvencerme de que lo de anoche puedo encerrarlo en el mismo baúl en el que permanecen otros tantos sucesos que prefiero ignorar. Da igual lo mucho que esté discutiendo conmigo misma, es un hecho que no voy a llamarle, no tengo el menor interés en hablar de cosas que ocurrieron hace dos años. Haré de cuentas que esto no pasó.
‹‹A ver, Galilea, que no puedes fingir que no le viste ayer si tienes que escribir un artículo sobre él››, me recuerda mi insoportable subconsciente, más que adaptado a perder la paciencia conmigo a menudo, a controlar mis impulsos para que no acaben en catástrofe.
Hoy es sábado, ¡sábado!, y tengo un ensayo. Mis labios dibujan una sonrisa medio psicópata mientras me maquillo, justo igual a ese emoticón que todos creen que es una carita feliz. Me río de mis propias tonterías, termino de vestirme y salgo andando, en el camino me inventaré algún pretexto que justifique la ausencia de ayer. Alrededor de las once salgo del trabajo, por fin soy libre. Estuve toda la mañana repitiéndome que me iría a casa a estudiar, consciente de que acabaré viendo la tele sin tocar una sola cuerda. No hago una cosa ni la otra, decido relajarme sin reproches y cuando llego a casa, dispuesta a llevar a cabo mis planes de perder el tiempo el resto del día, me recibe la contestadora anunciándome que Will llegará a la ciudad la semana próxima. Hasta que al fin una buena noticia, con lo que le extraño.
—Se habrá hartado ya de la arena de Egipto —Alice sale de la cocina atragantándose con su propia broma.
—Mira nada más cómo entras y sales de mi apartamento a placer. ¿Desde cuándo estás aquí?
—Para eso tengo las llaves —contesta sonriendo—, desde las nueve. Hace semanas que no te veo, desapareces de la faz de la tierra de un momento a otro.
—Gracias a ti anoche casi suelto una carcajada en la galería, cuando la representante del artista me dijo que no estarías porque tenías un compromiso.
—No tenía ningún compromiso. Me quedé aburrida en casa, ya sabes que no me gustan las exposiciones esas.
Entonces pregunta qué tal fue todo, si tomé nota y si pude hablar con el pintor. Le respondo que sí, sin entrar en detalles.
—Olvida la exposición, más bien tengo que contarte otra cosa —aprovecho para cambiar el tema—. ¿Recuerdas que hace tiempo te hablé de aquel hombre que asesinó a papá?
—Galilea, ¿otra vez con eso? —interrumpe.
—Ayer le vi en el banco, estoy segura que era él. No me veas así, lo sé por la sortija de la serpiente.
— ¿Sabes cuántas personas en esta ciudad podrían tener una sortija con una serpiente? Tienes que olvidarte de ese asunto de una vez por todas prima.
— ¡No lo haré! —le espeto— No voy a dejar esto así, no esta vez. Sea quien sea deberá pagar por lo que le hizo a mi familia, aunque tenga que hacer justicia yo misma.
—No creas que no te entiendo, pero si sigues con esto solo conseguirás hacerte más daño Galy. Digamos que es la misma persona que viste en el banco, ¿cómo se supone que vas a averiguar su identidad?
—No lo sé, por eso vas a ayudarme.
— ¿Yo?
—Tú, sí. El tío Harold se encargó del caso, debe tener acceso a los registros, a las evidencias, a todo.
—Ya, pero él no va a contarnos nada. Mi padre dijo que no hablaría nunca más sobre ese tema contigo, ni sobre ningún otro asunto policial. Te recuerdo que hace unos años te obsesionaste, no quiere que andes metida en estas cosas, y yo mucho menos.
—Ajá, pero ahora tengo una pista que nunca antes tuve. ¿Para qué quiero un tío detective si no va a cooperar con la causa?
—Está bien, dejaré que termines de hablar porque no hay quien te pare. ¿Qué quieres de mí?
—Las llaves de su oficina —suelto.
— ¿Acaso te has vuelto loca? Papá se enojará si me atrapa, eso sin contar que no tengo idea de dónde están.
—Pues tendremos que inventarnos alguna celebración para cenar en su casa y buscar las llaves. Alice, no puedo hacerlo sin ti, tienes que ayudarme. Ah y, por favor, que no se entere mi madre, de nada.
—No tienes remedio, me vas a meter en un lío del tamaño del Big Ben pero, vale, veré qué se me ocurre.
—Te adoro. No te preocupes, asumiré toda la culpa si te atrapan —le abrazo.
Mary Alice se queda en casa esa noche y al día siguiente se marcha preocupada. Sé que no le gusta cuando me pongo a hablar de los asesinos de mi padre, más que nada porque preferiría que siguiese con mi vida, pero no lo busqué esta vez, solo apareció en mi camino una pista que me puede ayudar a acabar con esto y no me quedaré cruzada de brazos mientras se esfuma. Cuando mi prima se marcha en la mañana del domingo, decido salir a caminar en busca de ideas para el artículo que debo redactar. Después de escribir sentada en el banco del parque por horas, llego a la mansión Leblanc. Sí, mansión, es que mi familia materna es de la alta sociedad. No me gusta cómo suena, pero es la verdad y aunque mi abuela desheredó a mi madre, de igual modo ella hizo su propia fortuna. Aunque nunca he abusado de ello, siempre me he sentido culpable de ser rica. No estoy interesa en mis acciones dentro de la empresa, mucho menos en lujo o zapatos de diseño. Bueno, los zapatos sí, es que tengo una debilidad por ellos.
Mi familia está reunida en el jardín, incluyendo a mi padrastro, Luis, a quien aborrezco. No pensé que mamá volvería a involucrarse sentimentalmente con nadie, así como tampoco me importunaría que fuese alguien más y no este idiota. Siempre tratando de ganarse mi confianza, siendo amable conmigo enfrente de mi madre, pero no es de fiar, estoy segura, y aunque todos crean que es paranoia, algún día lo probaré. Mi hermano viene a saludarme y detrás de él, correteando y con chocolate hasta en las pestañas, mi sobrino de cinco años. Me da un abrazo tan lleno de amor que acabaría con todas las guerras del mundo. La otra se quedó sentada sin inmutarse, Andrea tiene doce años, está entrando en la adolescencia. Por su expresión, me apuesto lo que sea que ahora mismo está peleada con sus padres porque le obligaron a pasar el día con la abuela y no con sus amigas. Importándome poco su mal humor, voy y le planto un beso en la mejilla antes de seguir hasta la cocina. Mamá está cocinando como cada domingo, sin excepciones. Le abrazo, a simple vista nadie podría relacionarnos como madre e hija, puesto que tengo la piel canela como mi padre y el cabello encrespado. Ella por su parte, es rubia de ojos azules, tan azules como el océano, mientras los míos pasan del verde al gris con la misma facilidad que el abismo devora las almas, mas a excepción de dichos detalles, Hélène Louvet y yo somos la misma persona.
Vuelvo a casa al atardecer, después de un día maravilloso que la tele me arruina. Divulgan un evento de esos que hacen los millonarios y que ahora no puedo describir, pues entre los famosos adinerados de la ciudad está el portador del anillo más vulgar y traumático de mi vida.
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