34: El principio del final
—Podías haberle matado Jean —es lo único que atino a decir tras el estruendoso sonido.
Mi madre apretó el gatillo, pero estaba tan distraída viendo como mi hermano sacudía a Luis en el suelo, que ignoro cuándo cambió la dirección del arma. La bala salió por la ventana del comedor con destino al jardín.
—Ojalá lo hubiese hecho —contesta furioso.
Luis aprovecha para levantarse, con las pocas fuerzas que le quedan y la sangre brotándole de la nariz y la boca.
— ¡Le voy a denunciar por esto! ¡Vas a acabar tras las rejas chiquillo!
— ¡Lárgate de mi casa! —grita mamá encolerizada. Tras el disparo el arma se le resbaló de las manos, que aún le tiemblan por la tensión del momento.
Una hora después, vamos todos en el auto camino a la comisaría, a excepción de Will, encargada de recoger a los niños en el colegio, pues Yiza está en una conferencia en otra ciudad desde hace algunos días, según me han dicho. En el trayecto Jean, quien lleva el volante, me obliga a narrarle los últimos siete meses.
— ¿Tú dónde estabas mientras tanto Andrew? ¿Dónde estabas mientras mi hermana se escondía como una rata, lejos de su familia? ¿Por qué no dijiste nada?
—Había un matón siguiéndome a todas partes, vigilando cada paso que daba. Si les hubiese dicho tu hermana no estaría con nosotros ahora.
—Andrew es una víctima más Jean, créeme.
Me brinco toda la parte de la puñalada en el muslo. Mi hermano no entiende de razones, acabaría pegándole también a Andrew, quien además recibió el mismo entrenamiento que yo y que por tanto, sabe cómo defenderse. No, contarle no acabaría bien. Tendría que explicarle muchísimos detalles que me llevarían a decir que su vecino, Camel, asesinó a nuestro padre, quien era su hermano mayor.
— ¿Y el revólver mamá, de dónde lo has sacado? —sigue Jean.
—Era de tu padre.
— ¿De mi padre, por qué tendría papá un arma en casa? ¿Qué es lo que no me estáis diciendo? Quiero la verdad Galilea, tú lo sabes todo.
Accedo a contarle algunas cosas, evitando mencionar a Camel, pues sería demasiada información y ya se ha involucrado más de lo debido. Andrew coge mi mano, sabe que no puedo decirles todo aunque desearía hacerlo. Decido abreviar la historia, cuidando cada una de mis palabras hasta concluirla. Me he callado casi todo en realidad, pero es mejor así.
— ¿Te has ganado otra multa? —pregunta el oficial de guardia. Ha pasado tanto tiempo desde aquella noche que no puedo creer que se acuerde de mí.
—Estamos aquí para hacer una denuncia —interrumpe mi madre.
— ¿Quién hará la denuncia?
—Yo —contesto.
—Bien, los demás deben esperar fuera.
Me toman declaración, la que me negué a hacer en el hospital cuando desperté tras el accidente. Me veo en la obligación de contar cada minuto desde que Luis irrumpió en mi departamento hasta que me disparó en Tower Bridge. No sé si estoy haciendo lo correcto, esto puede ser peor que mi silencio, pero mi madre y hermano no me dieron muchas opciones, me arrastraron hasta aquí. Cuando preguntan qué motivos tendría mi padrastro para querer asesinarme, explico que soy una piedra en su camino, que descubrí su negocio de tráfico de droga, que quería un diamante que me legó mi padre como prueba de los asuntos ilícitos del hombre que decía ser su amigo y demás detalles de la historia. Salgo al pasillo treinta minutos después. Paola entra detrás de mí, es mi único testigo. Me planta un beso en la mejilla, entra y cierra la puerta. De vuelta a la entrada me cruzo con un Harold más delgado que la última vez que le vi, fecha que no recuerdo.
— ¿Qué ha pasado? ¿Qué haces aquí Galy?
—Vine a hacer una denuncia.
— ¿Denuncia?
—Sí, contra Luis, fue quien me disparó.
— ¡¿Qué?! Que Luis…, eso no puede ser. ¿Estás segura?
—Sí tío, estoy segura. Chocó mi auto, me disparó y luego secuestró a Paola. Ella está dentro —señalo la oficina de la que acabo de salir.
— ¿Por qué haría algo así?
—Porque le descubrí, por eso.
— ¿Seguiste adelante con lo de tu padre a pesar de que te pedí que no lo hicieses?
—Lo hice sí, pero tú ya sabías eso.
— ¿A qué te refieres? —inquiere con un deje de sorpresa en la voz. Está un tanto raro, asumo que se debe a la información que le acabo de dar. No se lo esperaba, desde luego que no. ¿Cómo iba a imaginarse que el hombre que cenaba frente a él en navidades sería capaz de asesinarme?
—Que sí tío, que tú ya sabes que soy muy cabezotas. Me conoces, sabías que no me rendiría.
—Ah pues, sí, lo sabía. Ven, siéntate conmigo, que aún hay algo que no entiendo —nos desviamos hasta un banquito en recepción—. ¿Cómo fue que descubriste a Luis, es decir, qué descubriste exactamente?
—Tanto él como Camel, tienen un negocio muy oscuro. Les vi bajando un cargamento de droga, droga que me inyectaron luego a mí, cuando me negué a cooperar. Querían que les entregase las pocas pruebas que tengo en mi poder que les incriminan. Es una larga historia.
—Cuéntamelo todo, ¿de dónde sacaste esos documentos?
— ¿Documentos?
—Sí, supongo que son documentos esas pruebas que dices tener contra ellos. Casi siempre son documentos.
—Bueno, sí, en parte son documentos. Todavía no sé qué significan, ya lo averiguaré.
—Hagamos algo, tráemelos. Ven a casa el viernes, los revisaremos juntos. Así estás un rato con Adèle, tu tía te extraña muchísimo. Si esos tipos se metieron contigo —agrega tras una pausa—, no descansaré hasta que estén tras las rejas.
Se marcha y espero a Paola durante veinte minutos más. Pobrecilla, en lo que la he metido. Sale serena, mucho más que yo. No sé cómo le hace, la verdad. Durante el viaje de regreso a la mansión, mamá insiste en que debería mudarme de nuevo, basándose en que Luis ya no está, que fue la razón por la que decidí irme a vivir sola según ella, que estaré más cómoda, que así podrá cuidarme, que mi habitación está intacta, que los niños me extrañan y otro sinfín de motivos.
—Que no mamá, quiero volver a mi apartamento, con mis cosas, ¿entiendes?
—Tus cosas las puedes traer de nuevo a la mansión.
— ¿Para qué me quieres allá? De verdad, ahora tienes dos hijas por falta de una.
—Eso sí —suelta una risita—. Alicia está en casa siempre, es adorable esa chica.
‹‹¡Vaya, qué derroche de amor!››
— ¿Lo ves?, no me necesitas.
—Hija por favor, compláceme, pasemos tiempo juntas.
Miro a Andrew, quien se debate entre reír o decir algo a mi favor, y luego a Paola, que observa mi sortija aterrada.
—Bueno, piénsatelo y más tarde me dices. El viernes es el aniversario de la compañía, tendremos una celebración con varios empresarios importantes del país.
—Lo había olvidado.
—Es normal, tienes demasiadas cosas en la cabeza hija.
— ¿Me lo puedo saltar?
Rueda los ojos. No es necesario que me responda, tengo claro que si no aparezco en dicho evento pondrá el grito en el cielo.
Las aguas parecen retomar su curso poco a poco, puede que mi vida esté por volver a la normalidad y para cuando llega el viernes, he recuperado mi trabajo.
— ¿Dónde vas tan temprano? —pregunta Andrew el viernes, llegando de su corrida matinal. Las gotas de sudor le ruedan por el pecho. Lleva una camiseta que saca a relucir cada una de las pecas en su espalda, y las ondas naranja se le salen del gorrito blanco.
—Isaac me ha pedido que vaya al ensayo de la orquesta, cree que es tiempo de volver.
— ¿Y quieres volver?
—Más que querer, lo necesito.
—Lo sé, me preguntaba cuánto más resistirías.
Abro la puerta para marcharme, con el cello en la mano contraria, pero él la cierra. Me abraza por detrás, me desprende del instrumento, apoyándolo en una pared, besa mi hombro y me da la vuelta hasta que quedamos cara a cara.
— ¿Qué haces?
—Es muy temprano para orquesta, deja que las cuerdas se calienten un poquito, ¿no?
— No —río. Anda, suéltame.
—No te vas —me aprieta más.
—Por una vez en la vida que estoy en tiempo, me vas a retrasar pecas.
—Exacto, estás una hora más temprano de lo normal. Tendré que atrasar ese reloj.
—Como si eso fuese a hacer que olvide la hora.
Me zafa el reloj, lo saca de mi muñeca y lo lanza al sofá.
—Acabo de ducharme, ¿sabías?, y tú estás todo sudado.
Se me agotan las excusas.
—Te duchas otra vez —insiste con voz ronca, pegándome a la puerta—, o si quieres lo hago yo mismo, como aquella noche en Irlanda, ¿recuerdas?
Aquella noche en Irlanda… No podíamos caer en nuestra hoguera habitual dada mi situación de salud, los puntos en el abdomen que no me quitarían hasta semanas más tarde, pero igual acabamos abrazados en la ducha.
—Si llego tarde por tu culpa tendré que castigarte.
—Vaya, si llego a saber te retraso más seguido.
Pasea la vista por mi boca, como esperando que me muerda el labio inferior. Me aguanto, pues torturarle es más divertido. Cuando ve que no planeo hacerlo sonríe, sabe a lo que estamos jugando.
—Eres tan mala… —sonríe.
Por un momento se me olvida que llego tarde. Que más da, aún tengo una hora, e ignorando el tráfico que me impedirá atravesar la ciudad a toda marcha, sonrío también yo. Le beso. Mis manos se resbalan por su piel, empapada de una perfecta mixtura entre su olor natural y mi champú. Sus dedos se cuelan entre mis rizos recién lavados que todavía gotean, tira de ellos hasta que mi cuello queda al descubierto. Besa, lame, mordisquea, inicia un recorrido por mi espalda baja. Es su revancha, soy consciente del gustillo agridulce que me deja en la boca dicha palabra, mas soy adicta a ello, a esa sensación que me lleva a danzar en círculos, reiniciando el ciclo una y otra vez, adicta a él. El ensayo, ¿qué importa el ensayo? ¿Algún día me hartaré de esto? Lo dudo. La puerta me hará rememorarlo infinitamente, recordándome que fue testigo de una de nuestras tantas locuras matinales.
Me deja en el teatro diez minutos antes de que el reloj dé las nueve. Me quito el casco y bajo de la moto, toda dolorida. Puede que se nos haya ido la mano para empezar el día.
—Justo a tiempo —su sonrisa de oreja a oreja le ilumina el rostro.
—Igual recibirás tu castigo por desvirtuarme, ya hablaremos en la noche.
—Imposible Leblanc, tenemos el evento de Hélène.
— ¿Y si no vamos?
—No sé tú, pero yo aprecio mi vida.
Después de despedirnos con un beso de lo más cálido, entro al auditórium. Ya no estoy en conflicto con el reloj. El chico de seguridad no me saluda con un entrecortado buenos días, en cambio me pregunta cómo me encuentro. Le agradezco alegre la preocupación, a la vez sorprendida de que sepa quién soy o qué me ha ocurrido y subo al ascensor. No llevo ropa a juego que me regaló mi madre, sino un vestido beich algo lleno de arrugas gracias a cierto pelirrojo, arrugas que compruebo en el espejo con una maliciosa sonrisa. Han sucedido tantas cosas, que aquel algo colapsando en mi interior al pisar este aparato ha desaparecido sin dejar rastros. No es necesario que recupere el aliento antes de entrar en la sala de conciertos, sitio al que he anhelado volver todos estos meses. Isaac me pone al tanto de las obras mientras mi cuerpo se estremece con las flashbacks sexuales en mi cabeza. Me ruego a mí misma concentrarme en la voz del director, en las caras de mis colegas que corrieron al hospital a donarme sangre, pero mis piernas recuerdan temblar. Palidezco, es imposible, así que cuando ha acabado voy hasta mi asiento y me dedico de lleno al ensayo el resto de la mañana.
Es mediodía cuando llego al almuerzo con mis tíos. No estaba segura de que Alice estaría en casa, por lo que me emociono en cuanto me abre la puerta. Suelta el bolso en el piso, me abraza y cancela el encuentro al que se dirigía sin pensárselo dos veces.
— ¿Sabes?, no debería ni dirigirte la palabra.
—Lo sé.
—Pero es que te quiero demasiado. He hablado con Paola. Estuve un mes deprimida, sin salir de casa, llorando su muerte, así que cuando me telefoneó ayer en la noche creí que estaba soñando— hace una pausa—. ¿Cómo es eso de que Luis le secuestró?
—Es una larga historia prima, mejor hablemos de otra cosa.
—Está bien, no quiero angustiarte.
La tía Adèle atraviesa minutos más tarde el camino de piedrecitas de su jardín. Corro a sus brazos, le he echado de menos, y poco después, estamos todos almorzando. Cuando hemos acabado en la mesa, mi tío y yo nos vamos a aquel despacho en el que encontré la firma del fiscal que necesitaba para entrar al ministerio público, sitio en el cual no encontré más que una caja vacía. No ha movido nada de lugar, todavía puedo escuchar a mi madre gritarle a Andrew por decir que tenemos una relación abierta.
— ¿Trajiste los documentos?
—Claro —abro el estuche de mi violoncello y saco una carpeta con algunas copias que hice esta mañana antes de que Andrew…, esta mañana.
— ¿Son copias, no?
—Los originales están en el departamento de Andrew.
— Allí no estarán seguros, ten cuidado Galy. ¿Vas en serio con ese chico? ¿Estáis viviendo juntos?
— ¿Sí, por qué?
—Por nada. Eres mi sobrina, solo quiero protegerte, ¿sí? Veamos… —Fish & Sea —lee en voz alta—, exportadora de sardinas.
—A simple vista sí. Pasa que yo misma los vi sacar paquetitos de droga del contenedor, de las latas de sardina.
— ¿Cómo te metiste al puerto?
— ¿Cómo sabes que estuve en el puerto?
— ¿Dónde más bajarían un cargamento de pescado?
Detesto que me contesten con otra pregunta. Lo hago inconscientemente, pero últimamente todo aquel con el que hablo trata de imitarme.
—Solo seguí a Luis, es muy descuidado. Operan en una fábrica abandonada con salida al mar. Nadie sospecharía, está en una zona residencial.
—Ya —se truena los dedos, tiene esa manía desde que tengo consciencia—. ¿Y Andrew, qué tiene que ver en toda esta historia?
—Estamos seguros de que Camel asesinó a su padre después de deshacerse del mío, el por qué, continúa siendo inédito.
Cambiando de tema, pues no deseo ponerle al tanto de la vida de Andrew, le pregunto si sabe sobre Luis, si le apresaron o debería preocuparme de que venga a por mí. Es probable que tome represalias contra Jean, por la paliza que le dio.
—Luis está detenido, aunque no hemos encontrado el arma con la que te disparó. Es probable que lo liberen hasta el juicio.
— ¡No me jodas!
—Tu hermano podría estar preso también Galy, suerte que no le denunció.
Mi maldito padrastro es un grano en el trasero, como diría la mal hablada de Alicia. He sido ingenua al creer que la justicia se encargaría esta vez, ¿qué me hizo pensar que algo había cambiado? Nada ha cambiado, saldrá libre e irá directo a la mansión.
Regreso al departamento de Andrew reflexionando sobre la empresa, las latas de sardina, la escopolamina y las Islas Maurice. En los papeles hay una dirección, podría hacer ese viaje, podría quizás ser el final de esta pesadilla, pero algo me dice que no voy a encontrar nada. La poca información que tengo es una nebulosa. Se supone que en dichas Islas, hay una empresa exportadora de pescado llamada Fish & Sea, a nombre de Luis y Camel. Deberían tener barcos de pesca por allá, gente que enlate las sardinas y que además se encargue de que lleguen sanas y salvas a Londres, desde donde asumo que cerrarían tratos con centros comerciales, tiendas, pescaderías y demás negocios de comida alrededor de Europa, pero en su lugar, lo que llega al puerto son cargamentos de droga en paquetitos, insertadas en lo profundo de las latas, camuflándose con el olor a pescado. La empresa es solo un cartelito, una forma fácil de entrar el polvo a la ciudad. Tal vez hasta estén involucrados algunos miembros de la seguridad marítima, quienes admiten la entrada del cargamento sin problemas. Hasta ahí todo encaja, ¿pero y el diamante? ¿Por qué es tan importante el diamante? Me pregunto de dónde lo sacó papá, una piedra auténtica tan cara, tan peculiar.
— ¡Te tengo una sorpresa! —exclama Andrew recibiéndome con un beso en la entrada.
Tiro los tacones, arrepintiéndome de haberlos comprado, pues me han hecho unas ampollas horrendas. Suspiro aliviada en cuanto mis pies rozan el tapete.
—Hola —le beso, le rodeo el cuello con ambos brazos—. Mmm, no estoy segura de querer esa sorpresa, estoy exhausta.
Sonríe.
—No es lo que crees, pervertida —balancea unas llaves en el aire—. ¡Taran!
—Hace tiempo que me diste las llaves de tu casa pecas.
—Son de tu apartamento, avisaron que ya han terminado de reparar la puerta.
— ¿De veras? —balbuceo demasiado emotiva.
—Sí pero…
—Pero…
—Significa que te irás, y no quiero que te vayas.
—Ven conmigo.
—Me gusta mi apartamento Galy, y a ti te gusta el tuyo. Creo que tenemos un problema.
—Ven —le agarro la mano, conduciéndolo así hasta la habitación—. No quiero que vivamos uno aquí y otro allá.
— ¿Entonces qué?
—Mi apartamento es gigantesco, hay espacio suficiente para los dos. Podríamos remodelar uno de los cuartos y convertirlo en estudio, así tendrías privacidad para pintar. Podemos remodelarlo entero, a nuestro gusto, sería como empezar de cero.
— ¿Qué pasa con este?
—No creo que Jake salga de Inglaterra por un tiempo. Paola me ha dicho que está pensando en hacer vuelos cortos dentro del país.
—Ah.
— ¿Ah, solo eso dirás?
—No quiero mudarme.
—Andrew —comienzo a decir ya exasperada—, como ya dije, mi apartamento es mucho más amplio. Tenemos que pensar en todo, tus cuadros, mis partituras; esta casa tiene solo dos cuartos. ¿Qué pasa si un día tenemos un bebé, por ejemplo?
—Estás jugando la carta del bebé, no es justo.
—Estoy siendo realista, puede que un día ya no seamos solo los dos.
Después de mi último argumento y aún de mala gana, acepta.
Son las ocho de la noche cuando llegamos a L&L Company. Aunque todavía me escuece el alma atravesar este lobby, debo reconocer que es mucho menos desgarrador que antes. Poco a poco he ido superando traumas, quizás este año me ha hecho más fuerte. La vida me ha puesto trampas en las que he caído una y otra vez, pero siento que finalmente estoy saliendo del fondo del pozo. Hoy hace exactamente treinta y cuatro años que mis padres crearon esta empresa, no podía dejar de asistir a la celebración, solo desearía que papá estuviera aquí para ver todo lo que han logrado. Tanto él como mamá trabajaron a pulso para realizar sus sueños, comenzando un negocio desde cero, solos, rechazados por sus padres por negarse a renunciar a su amor. Todo está elegantemente decorado, no esperaría menos de mi madre, francamente. Avanzamos de la mano, deteniéndonos cada dos minutos a saludar a gente que ninguno de los dos conoce y a trabajadores que me vieron crecer, corretear por los pasillos de este lugar. Jean es ahora el vicepresidente, luce espectacular dialogando con otros empresarios de la ciudad.
—Ah, mira, llegó mi hija —mi madre nos hace una seña para que vayamos a su encuentro y al llegar, me presenta al dueño de no sé qué constructora—. No, Galilea es artista —ríe contestando a la pregunta del canoso—, solo mi hijo mayor se dedicó al negocio familiar.
— ¿Galilea, venderías tus acciones en la empresa? —me pregunta él.
—No. Esta empresa es de mi familia, ni mis hermanos ni yo estamos interesados en vender nuestras acciones. Este lugar costó muchas gotas de sudor.
Entonces mi mente formula una duda que me agobia de pronto. Aparto a mi madre de la conversación, dejando a Andrew, quien no tiene la más mínima idea del negocio, a cargo.
—Mamá, ¿Luis tiene acciones en la empresa también?
—No, ¿por qué las tendría?
— ¿Porque es tu esposo?
—Nunca nos casamos, no ante la ley, y aunque así hubiese sido, jamás le daría acciones. He sido una idiota hija, sí lo sé pero, ¿cómo iba a regalarle a Luis el fruto del trabajo de tu padre?
—Me alegro. Por un momento me preocupé. Luis habría dejado este sitio en banca rota, espero que lo sepas.
—Lo sé. Fuera de nosotros, solo Andrés tenía acciones, pues ayudó a construir este sitio, acciones que hoy están en manos de sus hijos.
—No creo que a ninguno de los dos le interese formar parte de la compañía.
—Tampoco a Will, a ti mucho menos, pero son suyas.
Dos horas después de hablar con desconocidos y beberme varios vasitos de coctel, le pido a mi madre las llaves de su despacho y subo. Andrew se ha quedado abajo, burlándose del acento de un miembro de la junta directiva con Will, vaya par. Abro la puerta, entro y me acomodo en el asiento giratorio de la presidenta. Despejo su escritorio, parecido al del tío Harold. Reposo la cabeza en uno de mis brazos, de modo que quedo mirando la ciudad a través de las grandes ventanas. Me fascina este sitio desde pequeña, solo no me gusta el cambio de muebles. Antes había un sofá azul en el cual solía pasar horas dibujando con mis hermanos, mientras mi padre, cuyo escritorio estaba justo al lado de este, negociaba con media Europa. Tras su muerte, mamá mandó llevárselo. Supongo que observarlo le angustiaba. El mueble fue trasladado al despacho de papá en casa, ubicado debajo de la caja fuerte. Me levanto, voy hacia la ventana algo mareada. No lo entiendo, los cocteles apenas tenían alcohol. Regreso al escritorio, cojo mis cosas y abro la puerta para volver a la fiesta, es entonces que suena el teléfono. ¿Quién llamará a estas horas?
—Hola, hola —susurra una voz al otro lado de la línea—. Hélène, ¿es Hélène?
—Hola, ¿qué desea?
No responde a mi pregunta. Es una voz masculina, asustadiza, quebrada.
— ¿Hélène, es Hélène? —repite.
—Lo siento, mi madre no se encuentra.
— ¿Hélène? —vuelve a decir, sea quien sea no está bien.
—Sí, es Hélène, ¿qué desea?
Pobre hombre, he decidido mentir con tal de ayudarle. Suena desesperado, agitado, como si huyese de algo o de alguien. De repente se escucha una alarma, voces a lo lejos, pasos acercándose.
— Hélène, tienes que sacarme de aquí Hélène. Sácame de aquí, por favor —suplica.
— ¿Pero quién habla?
—Doctor, hemos encontrado al paciente en el piso cuatro —dice alguien—, le pondremos una dosis de olanzapina.
— ¡Déjenme! —grita el hombre con el que acabo de hablar— ¡Déjenme! ¡Hélène, sácame de aquí! ¡Soy Andrés, soy Andrés! ¡Déjenme! ¡Hélène!
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