3: El hombre del anillo
Son las siete de la tarde y suspiro en el sofá del salón, en la soledad de mi apartamento en el centro de la ciudad. Últimamente me siento como…, como estancada en mi propia vida. Aburrida, vamos, tal vez es esa la definición: aburrida.
Mi trabajo, mi carrera, es una de las cosas que me llenan, la emoción de subirme al escenario, de sentir como vibran las cuerdas bajo mis dedos al chocar con las hebras del arco. Esa sensación indescriptible cuando se abre el telón, las luces, el público a la expectativa, todo eso es único pero, a veces me invaden unas ganas inmensas de despegar como ave migratoria y perderme por los senderos del mundo. Empezar de cero en otro sitio, como si fuese otra persona, no Galilea Leblanc, y así olvidar que todos esperan algo de mí. Que todos esperan que sea inteligente, responsable, talentosa o linda, que tenga un sonido profundo o pueda tocar el solo de El Cisne. Sí, a veces estoy harta de ser yo misma, y perdida en mis propios pensamientos apenas escucho el timbre de la puerta. Se trata de las dos únicas personas en el mundo que sin duda me sacarían de mi extenuante debate interior, siempre lo han hecho. Hasta el momento, Paola y Kelly pertenecen al breve listado de gente que me conoce en verdad, se han vuelto hermanas en los últimos diez años. Estudiamos juntas desde la primaria y seguimos en contacto durante los años de universidad, cuando cada una tomó un rumbo distinto. Somos, quizás, la prueba de la amistad verdadera.
Abro la puerta.
— ¡Galilea Leblanc! ¿Tú sabes qué día es mañana? —pregunta Paola casi a gritos en mi puerta.
—Hola Galy, ¿cómo has estado? —reprocho sarcástica mientras pasan al salón.
— ¡Viernes! ¡Mañana es viernes y nos vamos de farra! —sigue.
Pongo los ojos en blanco, me encanta cuando salimos las tres, pero no estoy de humor.
—Mañana tengo concierto —miento descaradamente.
—No, no tienes. Isaac hizo una publicación ahorita anunciando que el concierto de mañana está cancelado —replica Kelly.
Vaya, que mal me ha salido, por una vez que me invento algo.
—No aguanto un minuto más en casa —agrega.
—Tampoco yo —dice la otra.
—Chicas, no tengo ganas.
—Pues entonces nos vamos a un sitio tranquilo y nos tomamos unas copas.
No van a parar hasta que acepte, lo tengo claro.
—Mañana hay una exposición —dice Paola entusiasmada—. No puedes negarte, es de un artista plástico que acaba de llegar de Ámsterdam, ha tenido mucho éxito por allá.
— ¿Y se llama? —pregunto.
—No sé su nombre, dicen que es muy bueno. ¿Vamos?
—Ay no lo sé Pao, quería quedarme en casa descansando.
— ¿Qué dices? Ya tendrás tiempo de descansar cuando mue…
Pero Kelly no deja que termine el disparate que pretendía soltar.
—Entonces, ¿vamos? —dice con los ojillos de gatito mojado que suele hacer cuando quiere algo. Después de un rato y una copa de vino acabo aceptando, a fin de cuentas no tengo nada más interesante que hacer mañana en la noche y mis amigas no entienden de excusas absurdas.
Me acuesto pensando en la dichosa exposición, pues aunque me negué a ir me fascina, si me paso la vida metida en las galerías de arte. Es que me gusta en todas sus expresiones, desde lo clásico a lo más contemporáneo, da igual si es danza, teatro, artes plásticas, música o unos cuantos inventos, debo admitir.
¡I'm gonna highway to hell!, grita Bon Scott en la alarma de mi celular a las siete de la mañana. Sí, a esta hora para mí todos gritan. Vaya tonito, quien ama el rock lo ama siempre, no obstante, todos los días a esta hora me arrepiento de tener un tono tan escandaloso, aunque soy consciente de que si no es así no me levanto. Anoche soñé con tulipanes, molinos y casas botes, imagino que a consecuencia de la plática sobre Holanda que tuve con las chicas. Me demoro en salir como siempre pero finalmente lo hago y casi se me queda el violoncello, qué desastre. Hoy estoy en tiempo, todo un milagro, a ver ahora si cojo un taxi decentemente. Tengo un coche, pero me suspendieron la licencia por seis meses (no preguntar), y encima antes de llegar al ensayo debo pasar por el banco.
Me bajo del taxi correteando, eso de que iba en tiempo ya no va a ser. Enseguida que entro al edificio me atiende una señora que ha teñido sus canas de violeta. En la caja de al lado hay un tipo super raro, muy elegante y todo pero con cara de mafioso. Por el cabello y el color de piel diría que es hindú. Me recuerda a mí misma, a mi padre, pero él tenía unos ojos negros llenos de bondad. Sonrío al recordar su rostro y cuando ese hombre de al lado se saca la mano del bolsillo para recoger su tarjeta magnética, veo que en el dedo anular lleva un anillo con una anaconda dorada. Sale caminando del banco y corro detrás suyo sin pensármelo dos veces, la joya se me quedó grabado en la retina para siempre, no puedo dejarle escapar. La señora de la caja me llama a gritos, pues dejé todas mis pertenencias regadas, mas no me detengo, no puedo. Inútilmente, a quien perseguía tomó un taxi y yo me quedé parada en el pavimento como una idiota, atónita, recordando cosas desagradables, analizando si cabe la posibilidad de que ese hombre sea…, de que sea el asesino de mi padre.
Regreso a la caja unos diez minutos después y recojo mis cosas sin hacer ninguna operación.
— ¿Señorita, está usted bien? —escucho que me pregunta alguien. No proceso nada, tan solo asiento antes de marcharme.
Regreso a casa, puesto que ya no llegaré a tiempo al ensayo. De todos modos después de lo que acabo de presenciar no tengo cabeza ni energía para leer partituras difíciles o lidiar con mi cello, que a veces se porta verdaderamente mal. Para cuando llego, ya estoy desecha de darle vueltas a lo mismo. Me tiro en el sofá con el bolso, el estuche y todo, no sé si contarle esto a alguien. Si le digo a mi madre no le va a sentar bien, Will vive en Egipto, mi hermano Jean siempre ha preferido fingir que no le interesa en lo absoluto este tema y, en resumen, todos creen que soy la única que todavía no lo ha superado. Quizás hablar de esto después de tanto tiempo podría abrir viejas heridas que a mí jamás se me han curado, mejor será callármelo. Nunca pude evitar sentir un odio profundo por todos los hechos, unas ansias de venganza que jamás le he confesado a nadie. Aunque vi todo, era solo una adolescente, ¿qué iba a hacer yo con toda esa información?, ya era bastante traumático de por sí sin indagar. Estuve un año entero sin hablar después de lo que sucedió en aquel lobby, perdí la voz y mi madre, vuelta loca, me llevó a todos los psicólogos del país, como si no le fuera suficiente el tener que lidiar con su propio dolor y el de mis hermanos. Con el tiempo y varias terapias que me obligó a hacer, finalmente la recuperé.
Sin saber cuándo me quedo dormida. Despierto al mediodía, cuando siento mi teléfono vibrarme en la espalda. Tengo doce llamadas perdidas de Mary Alice, ¿qué querrá? Le envío un mensaje a su Whatsapp preguntándole el motivo de sus llamadas.
“Alice está escribiendo…“
“Necesito que vayas a una exposición hoy, a las nueve de la noche en la galería esta que está por el sitio ese al que vamos a comer siempre”
Ni el nombre de la galería sabe, ¿y me llama doce veces para decirme esto? De seguro es la misma a la que quieren ir las chicas y a la que, después de lo de esta mañana, no pensaba asistir. Le digo que no tengo deseos, me responde con un tajante “escribes la sesión de arte, ¿recuerdas?” Explica que la revista debería tener la primicia del evento, pero cuando le pregunto por qué no va ella, me suelta que quien va a escribir el artículo soy yo. Por cosas como esta a veces no me gusta nada trabajar a medio tiempo para la revista de Alice, mi querida prima diseñadora de moda. Esto comenzó como un favorcito porque sabe que me gusta la historia del arte, pero resulta que acabó haciéndome un contrato y ahora me hace llamadas urgentes para ir a un evento del que ella misma no conoce detalles, pero no me queda energía para discutir con ella hoy, así que me limito a un “ok”
A las nueve en punto de la noche comienza el dichoso evento y cierto pintor llamado Andrew Polman, nombre que no sabré hasta dentro de aproximadamente treinta minutos, aparentemente tiene otras preocupaciones más abrumadoras que los tantos paparazzi, fotógrafos y críticos de arte presentes juzgándole.
— ¿Crees que los cuadros son buenos? —pregunta a su amigo Max en el patio de la galería—, es decir, ¿te parece que son dignos de tanta promoción que ha armado Vivien?
—Vivien sabe lo que hace. Ayer estabas bien, ¿a qué se debe tanto nerviosismo?
—Sí, bueno, ayer no sabía que vendría Mary Alice Blansec, y no te molestes en decirme que no es cierto porque ya sé que Vivien le invitó, me lo dijo hace cinco minutos. Es la dueña de London Plus…
—Ah, Mary Alice —interrumpe Max entre suspiros. Lleva meses deseando coincidir con ella en algún sitio, lo más cerca que estuvo fue cuando su hermana Mariana modeló para uno de sus desfiles de invierno; total, Mariana es medio despistada y está seguro que jamás mencionó su nombre delante de Alice. Un caso perdido, vamos.
—Sí, su revista es de las más leídas y la sección de arte...
—Y tienes miedo que te suceda lo peor. Andrew, la exposición ya ha comenzado, no es momento de inseguridades.
¡Andrew! —grita Vivien entrando en el patio con una copa de champagne en la mano que nadie sabe de dónde sacó. El pintor le reprocha por enésima quinta vez el haber invitado a mi prima, pero la rubia le interrumpe anunciándole que ya no vendrá, que llamó a su oficina y su asistente le dijo exactamente: “tiene un compromiso y no vendrá aunque se tratase de la mismísima reina Isabel”. A continuación, le narra toda su conversación con el chico al teléfono encargado de la agenda de Alice, muerta de risa, el alcohol comienza a hacerle efecto.
Dos minutos después llegamos nosotras.
Vaya lugar lleno de gente para mi humor. Es evidentemente que no puedo sacar fotos de los cuadros, por lo tanto deberé recordar todo lo que veo, y en lo que mis pensamientos se fusionan con el aroma del ambiente, las risas, los susurros de quienes han venido a juzgar y las luces, mis amigas aprovechan para desaparecer de mi lado. Solo me percato cuando comienzo a decir que el estilo de quien debo escribir, de quien desconozco nombre y apellidos (porque nadie se molestó en darme el dato ni yo estaba muy interesada) me parece conocido y ninguna de las dos contesta. Con lo que insistieron para que viniese, heme aquí sola. En fin, que me acabo de acordar que he venido a trabajar, así que saco una pequeña agendita que tengo hace tropecientos años y comienzo a escribir detalles que no puedo olvidar. A medida que recorro con la vista algunos cuadros, las pinceladas y la forma tan peculiar que tiene ese alguien de mezclar los tonos, me va creciendo una sensación extrañísima de déjà vu. Decido no prestarle demasiada atención y continúo con mis apuntes, ignorando los títulos de las obras en los pequeños cuadritos que ponen a la derecha en la pared, aun si no es lo más correcto. Cojo una copa de vino de la bandeja que sostiene un chico con pajarita, y entre flashes y risas acústicas me olvido del anillo dorado. Ni siquiera me voy a molestar en buscar a la Paola, que debe estar más que contenta de no estar en casa contando las lozas del suelo, Solo Dios sabe qué andarán inventando esas dos.
Después de recrearme con cuanto acontece a mi alrededor, llego al último cuadro del salón. Paso página en mi agendita roja, justo después de voltear para dejar la copa ya vacía en una mesa cercana y chocar con un hombre de cabello rojizo y encrespado.
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