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2: Asesinato en L&L Company


Son casi las nueve cuando llego al auditórium. El chico de seguridad me da un entrecortado buenos días y todos se me quedan viendo en el lobby, quizás me excedí con la ropa de diseño. No suelo vestirme tan sofisticadamente, a menos que se trate de algún recital o de los habituales eventos aristocráticos de mi madre, con quien tengo un almuerzo hoy al mediodía. Como le conozco a la perfección, preferí ponerme este vestido gris a juego con bolso y zapatos que me regaló hace poco, a un tremendo sermón suyo acerca de mi desdén por las cosas importantes. Voy deprisa, otra vez en conflicto con el reloj. Definitivamente tengo un problema grave de horarios. ¡Madre mía, Isaac va a matarme! Entro en el ascensor y oprimo el botón del segundo piso. Odio esta cosa, siento que algo va a colapsar en mi interior como no salga pronto, apenas puedo respirar. Finalmente el aparato se detiene, salgo inmediatamente y recupero el aliento antes de entrar en la sala de conciertos.

- ¡Galilea! -grita Sam cuando me ve entrar, deja su saxo en el asiento y se dispone a saludarme, pero enseguida regresa a su puesto, ha llegado el director de la orquesta.

En cuanto pone un pie en la sala todos se apresuran a sus atriles. El silencio invade el espacio, ha conseguido ganarse el respeto de sus músicos aunque no piense lo mismo. Avanza con premura hacia el escenario mientras una veinteañera le persigue con una montaña de carpetas en los brazos que casi no dejan ver su cabellera rubia, supongo que será la nueva archivista. Aprovecho para sentarme, saco mi instrumento y el arco, soy una de las diez violoncelistas. La chica me deja unas partituras nuevas en el atril y, como siempre, voy directo a revisarlas. Hay algunos cambios drásticos de compás pero ese no es el problema, las semifusas me enferman. ‹‹21/4 dice, ¿eso existe?››,bromeo en mi mente.

- Estas partituras no son las que hemos estado ensayando desde hace dos semanas. ¿No se suponía que hoy era el ensayo general para el concierto de mañana? -pregunto a mi compañera de atril, pero está tan confusa como yo e indago en mi cabeza si hoy es o no viernes mientras busco mi celular para comprobar que estoy en tiempo y espacio. Normalmente no sé ni qué día de la semana es pero..., sí, hoy es viernes.

-Como podrán ver tenemos una nueva obra -comienza a decir el director -, perdonen los cambios, esta vez no es mi culpa. Mañana no habrá concierto -continúa-, en su lugar tendremos un ensayo para montar esta obra.

Normalmente el sábado es libre si no es temporada de ballet, por lo que la multitud enloquece.

-Mañana estaremos con la compañía de danza -prosigue-, os recomiendo a todos que se lleven las partituras y por demás, que estudien.

Tras acomodarse en su podio, levanta la batuta y se dispone a comenzar un extenso y agobiante ensayo.

Miro mi reloj: ¡13h40! Quedé con mi madre en encontrarnos para almorzar juntas, no le gusta que le hagan esperar. Venir andando no fue buena idea, la muchedumbre de la ciudad no me permite el paso, a esta hora todos están en la calle. Cuando llego al edificio en el que están las oficinas de la compañía entro en tensión, debí decirle a mamá que le esperaría en algún otro sitio. Este lugar me da escalofríos, y es que aquí ocurrió una tragedia.

Mis padres eran un par de universitarios cuando se conocieron, allá por los años ochenta. Él era un estudiante de arquitectura que había arribado desde muy lejos a golpe de sacrificios, para hacerse de un futuro. Incluso había desafiado a sus propios padres, su cultura y sus raíces para luchar por sus sueños. Ella, era una niña rica que se había ido de casa para estudiar márquetin en contra de la voluntad de su madre, de quien deseaba escapar con todas sus fuerzas para dejar de vivir a su modo. Decían que lo suyo había sido amor a primera vista y aunque siempre me sonó a cliché, lo cierto es que no he conocido a otras dos personas que fuesen tan el uno para el otro. Se enamoraron perdidamente, bailaron sur le pont d'Avignon; desearía que fuese así la historia, mas la realidad es muy distinta.

Al graduarse de la universidad, decidieron empezar su propio negocio. Soñaban con tener una empresa que se encargase de construir hoteles por todo el país, pero eran muy jóvenes. Mamá venía de una familia renombrada desde los tiempos de los tiempos, como diría mi abuela, quien ya que estamos, le desheredó porque Hélène Louvet, mi señora madre, se negó rotundamente a dejar a ese chico que amaba. Nunca tuve mucha cercanía con ella, ni de pequeña, y luego, cuando tenía catorce años, nos mudamos a Londres, pero espero que haya dejado atrás aquella gigantesca nube de orgullo que le impedía apreciar lo diferente.

Lo diferente, en su caso, era mi padre, un chico hindú que supuestamente le había lavado el cerebro a su hija, un inmigrante más. Ese fue el primer obstáculo en la relación de mis padres, cortesía de mis abuelos maternos, quienes se opusieron a su compromiso bajo la excusa de "no queremos gente de color en la familia". Hasta me imagino a mi abuela diciendo tal frase llena de prejuicios, con ese aire de superioridad tan peculiar suyo y sin embargo, aun pisoteando sus egoístas aspiraciones, decidieron vivir ese amor, y de ese amor nací yo: una rara mezcla de culturas y razas. A pesar de solo tenerse el uno al otro, mis padres comenzaron de cero, con pocos ingresos, con pocos recursos, con pocos contactos, pero lograron sacar adelante su proyecto, juntos. Cuando el negocio creció, pues nos mudamos acá para abrir una sucursal en este país en el que finalmente nos asentamos no con mi consentimiento. Mis hermanos se adaptaron enseguida, como si hubiesen nacido aquí, yo por mi parte siempre añoré París.

El edificio es inmenso, tiene ese logo en la entrada con las dos eles de los apellidos de mis padres. Me quedo afuera observándolo y mientras me invade una profunda angustia. En cuanto entro me paralizo. Como tantas otras veces no consigo mover un solo músculo de mi cuerpo, mi mente comienza a volar en un torbellino de imágenes. Jean-Pierre Leblanc murió exactamente en el lugar donde me encuentro parada, fui testigo de esa fatal puesta en escena del destino. Aquel día mi madre había salido en viaje de negocios. Se había llevado consigo a Will, mi hermana menor que en ese entonces tenía doce años, y Jean-Louis "el primogénito", como suele llamarse a sí mismo para fastidiarnos, estaba en tercer año de la universidad en otra ciudad. Papá me había telefoneado para decirme que estaría en la empresa hasta tarde así que, antes que anocheciera, cogí mi bici y fui a llevarle algo de comer. Decidí hacerle compañía, pues tenía trabajo acumulado, me quedé con él en su oficina para irnos juntos a casa cuando acabara.

Era medianoche cuando nos dispusimos a marcharnos, aparentemente el edificio estaba vacío. Atravesábamos el pasillo que conduce al lobby cuando de repente se rompieron los cristales de las ventanas. Se dispararon las alarmas, papá me ordenó ocultarme debajo de la mesa de la recepción inmediatamente y acto seguido entraron dos hombres, ambos de negro, sus rostros ocultos tras sendas pasamontañas de las que solo escapaban sus ojos.

Papá soltó su portafolio, yacía suspendido sin pronunciar palabra, mas no parecía sorprendido. Uno de los dos asaltantes, el que tenía los ojos más oscuros, se agachó para recogerlo, estaba claro que le interesaba lo que sea que hubiese dentro. Mi padre se abalanzó para recuperarlo, pero a pesar de su intento solo consiguió caer de rodillas en el suelo cubierto de vidrios rotos. Sentí un temor que no conocía, apenas podía moverme. Todo sucedió demasiado rápido, el de los ojos azabaches sacó un revólver y le apuntó en el pecho, lo que dejó al descubierto un anillo dorado en su dedo anular con una anaconda de mandíbulas abiertas incrustada. Vaciló unos segundos, pero finalmente disparó, y el sonido de la bala al salir del arma fue como un susurro que ensordeció hasta al último de mis sentidos. Quise salir corriendo pero papá, con los ojos desbordados de dolor, con las pocas fuerzas que le quedaban, movió la cabeza a ambos lados como pudo para indicarme que no lo hiciese. Desde luego, quería protegerme.

Una vez se marcharon sin dejar rastro los autores de mi tormento eterno, salí corriendo de mi escondite. Era demasiado tarde entonces, papá se estaba yendo. Desplomada en el suelo junto a él, en un suelo abnegado en sangre, escuché su último suspiro, ahogué un grito cuando sus ojos se cerraron para siempre. Le abracé en el silencio, mis lágrimas empapándole el rostro, le supliqué que despertara, pero no lo hizo.

Mi madre me toma del brazo y me saca a la calle, llegó en medio de la batalla que libraba con mis terribles recuerdos. No es necesario que me pregunte si estoy bien, así que no lo hace, comprende al instante lo que me ocurre.

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