1: El extraño del tren
"Los encuentros suceden cuando llegamos a un límite, cuando necesitamos morir y renacer emocionalmente", decía Coelho en mi vieja agenda de citas, aunque jamás he sido muy de Coelho, la verdad, a excepción de Brida, libro que comencé y no acabé. El punto es que, dicha frase, jamás tuvo sentido para mí..., hasta que apareció él.
La primera vez que le vi fue dejando Venecia. Había estado allí durante dos semanas por trabajo, pero me había aburrido tanto que para cuando subí al tren tenía un humor de perros. Nunca antes había viajado en tren, ciertamente me hacía más ilusión que coger un avión, aunque desconocía las quince horas de viaje cuando compré el boleto de cuarenta y nueve euros. Por si fuera poco, no quedaba ningún sitio vacío cerca de la ventana, lo cual significaba para mí un caos. Me gusta tener acceso a la ventanilla, contemplar el paisaje que parece moverse a la velocidad de la luz mientras vago en mis pensamientos, mas esta vez ni modo, así pues, me senté, abrí mi bolso, saqué el libro que me tenía enganchada por aquellos días y comenzó el viaje.
Tan absorta en la historia como suele ocurrirme siempre que hallo un buen libro, había perdido por completo la noción del tiempo. Solo volví en sí cuando un par de chicas de al menos diecisiete años irrumpieron en la escena. Iban de negro. La más alta, la del ojo verde (el otro permanecía oculto tras un amplio mechón de cabello), llevaba una extensa variedad de pulseras en el antebrazo, algunas con pinchos salientes. La otra era la responsable de desestabilizar a los pasajeros con el más tormentoso de los géneros del rock sonando en la bocina que sostenía con su mano izquierda. Ninguna de las dos mostraba el menor interés en sentarse o estarse quietas, estaban armando tal jaleo, que las indignadas miradas que deambulaban por el vagón casi me hicieron soltar una risita. Me conmovía cuánto había llovido desde que esas chicas eran yo, pues antes de llevar un sobretodo color salmón, era exactamente igual a ellas. Pareciera que habían pasado siglos desde entonces, no pude evitar sonreír, miré hacia el frente y entonces le vi.
Era algo distinto entonces. Tenía el cabello rojizo, desordenado, cayéndole en ondas a la altura de la barbilla y sus ojos, castaños e inquisidores, me recordaron el whisky. En sus manos un libro abierto que no leía, en cambio estaba analizándome, sonriendo sentado frente a mí. Pensé que era la sonrisa más tierna que había visto jamás, me hundí por completo en la mirada de aquel extraño, como pirata que se adentra en las profundidades del océano sin saber lo que este le depara. Rompió el contacto visual, retomó su lectura y yo, traté de desviar la mirada par de veces, pero cada tanto me sorprendía a mí misma observándole. Finalmente también volví a mi novela, aun sosteniendo una guerra fría con mi cerebro, que me ordenaba a gritos alzar la vista hasta chocar nuevamente con las pecas que aderezaban sus mejillas. Era imposible concentrarse con aquel hombre tan extraordinariamente apuesto sentado enfrente. Cuando ya no pude resistirme más, le atrapé comiéndome con los ojos, dueños de un incendio que pocas veces había vislumbrado en otra mirada que no fuese la mía. No supe si imitarle o continuar fingiendo estar inmersa en el universo ficticio de la historia, de todas formas, ni el libro ni el extraño me impedirían pensar en lo que pienso siempre.
Algo ha estado dándome vueltas en la mente toda mi vida, revoloteando por mis pensamientos como hojas que el viento empuja sin cesar en un día de otoño. Sobrevuelan la ciudad quizás en contra de su voluntad, forzadas por un fenómeno que son incapaces de controlar, y ruedan y ruedan hasta que por fin acaban su viaje en algún sitio, en la banca de algún parque o quizás de un puerto. La verdad es que mi viaje comenzó hace tanto que ni yo lo recuerdo, presiento que durará mucho más tiempo que este tren en llegar a su destino. A veces cuando pienso en todas las cosas que he vivido, me siento igual de marchita que esas hojas. Fui una niña completamente normal, luego una chica golpeada por un acontecimiento que le revolucionó el alma y finalmente, una mujer ahora decidida a buscar huellas que se han borrado de su camino, huellas que todos olvidaron ya, pero que a mí me siguen destrozando por dentro. No tenía planeado volver a casa aún, me había ido con unas ansias inmensas de distracción disfrazadas de excusa laboral; más que nada, me había ido para intentar olvidar las dudas que me atormentaban, que me atormentan.
Varias horas posteriores, estaba ya harta de estar sentada allí, del libro y de cuanto había en mi cabeza girando sin parar. Me estaba entrando sueño, como me quedara dormida frente a yo no sé quien me moriría de vergüenza, razón por la cual me levanté y me recreé en los otros vagones por un buen rato. Cuando regresé, el dueño de mi ventanilla anhelada había desaparecido, dejándola libre para mí, devolviéndome de pronto mis ganas de viajar en tren. Más que complacida me acomodé en el asiento, y un minuto después, el apuesto lector se levantó. Se pasó al sitio que había quedado libre a mi lado, sin embargo continuó leyendo, o eso creía yo que hacía hasta que sacó un bolígrafo y comenzó a escribir su libro. ‹‹¡Qué feo eso de garabatear los libros!››, pensé. En cuestión de segundos, aquel extraño había pasado de sexy a descartable total por algo tan simple como arruinar una reliquia, pues para mí un libro vale el doble que una joya. ¿Por qué estaba tan decepcionada? Las apariencias engañan, por ellodecidí olvidar el asunto. Qué más daba, solo era un hombre apuesto en un tren después de todo.
Estuve a nada de reclamarle por semejante ocurrencia, no obstante acabé por conformarme con maldecirle en silencio, no me quedó de otra que lidiar con mi desencanto, pero para mi sorpresa, el incógnito pelirrojo se decidió a mostrarme lo que había estado borroneando mientras yo detractaba con la mirada su antiestético defecto. Había circulado una serie de palabras a lo largo de cuatro páginas: "Quién Poder Hablando Te Era", mas no fue hasta que ordené las palabras y conjugué verbos que comprendí su mensaje, aún sin saber a qué estábamos jugando:
"¿Quién eres, puedo hablarte?"
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