𝙵𝚒𝚟𝚎
23 de diciembre. Esa era la fecha que mi móvil marcaba en la esquina superior derecha, justo encima de mi fondo de bloqueo. Una foto que ahora parecía un recuerdo distante, un eco de lo que solía ser mi vida antes de que todo se desmoronara. Lily y yo sonriendo, con nuestras manos formando un corazón, su cabello largo y rubio brillando bajo el sol, y el mío, castaño, recogido en una coleta desordenada. Éramos felices, o al menos eso parecía en esa captura congelada en el tiempo. Suspiré profundamente, sintiendo un peso en el pecho que no podía sacudir.
El silencio en la habitación era ensordecedor, roto solo por el leve zumbido del reloj de pared que parecía burlarse de mi espera. Bae JinSol no aparecía por ningún lado. Era como si el tiempo se alargara interminablemente, cada minuto estirándose como una cuerda a punto de romperse. Ella era mi refugio, mi placebo contra este vacío que me devoraba, y ahora se había desvanecido como un espejismo en el desierto. Traté de restarle importancia, obligándome a recordar que, si había alguien más impuntual que yo, esa era ella. Pero mientras las horas avanzaban y la noche comenzaba a caer, una sombra de ansiedad se instaló en mi pecho. Nunca llegó.
Miré mi teléfono, repasando nuestra última conversación, como si entre las líneas pudiera encontrar una pista de lo que había sucedido. "Te veo mañana, no te preocupes, llevo chocolate caliente", había dicho ella con su tono despreocupado, como si siempre supiera exactamente qué decir para calmarme. Ahora, esas palabras eran un recordatorio cruel de su ausencia, resonando en mi mente con una amargura que no podía ignorar.
Intenté distraerme. El brillo de la soledad parpadeaba en un rincón, al igual que las luces que mi padre eligió hace años como decoración común, sus luces intermitentes proyectando sombras irregulares en las paredes. Pero incluso esa vista, que solía llenarme de calidez y alegría, ahora se sentía vacía, casi opresiva. Las decoraciones de casa brillaban con una intensidad que parecía burlarse de mi estado de ánimo, como si el espíritu navideño que impregnaba todo a mi alrededor hubiera decidido ignorarme.
Caminé con dificultad hacia el sofá, mis pasos torpes y pesados, arrastrando una pierna que todavía se resistía a la movilidad completa. Cada movimiento era un recordatorio del accidente, de cómo mi cuerpo y mi vida se habían quebrado en un instante. Me dejé caer entre los cojines, sintiendo el frío del cuero contra mi piel. Una ráfaga de viento sacudió las ventanas, y el sonido me hizo estremecerme, como si el universo entero quisiera recordarme lo frágil que era.
Mis pensamientos vagaron hacia JinSol. Me imaginé su sonrisa despreocupada, su cabello cayendo sobre su rostro mientras intentaba contener una risa. Me pregunté dónde estaría, qué estaría haciendo. ¿Había olvidado nuestra cita? ¿Algo la había retenido? Cada posibilidad se entrelazaba con la siguiente, formando un nudo de incertidumbre que no podía deshacer.
La noche avanzaba lentamente. La televisión, encendida más por costumbre que por interés, emitía algún programa de variedades que no lograba captar mi atención. Los rostros brillantes y las risas grabadas me parecían casi grotescos en mi estado actual. Cambié de canal una y otra vez, buscando algo que pudiera distraerme, pero todo era un ruido de fondo vacío, un intento fallido de llenar el silencio que me envolvía.
Finalmente, apagué la pantalla y me quedé en la penumbra, iluminada solo por las luces parpadeantes del árbol. Mi mente regresó a Lily. Siempre volvía a Lily. Era como un faro en medio de la tormenta, pero también una herida abierta que nunca terminaba de sanar. Pensé en nuestras conversaciones, en las promesas que hicimos y en cómo todo había cambiado. Ella era mi constante, mi norte, pero ahora solo era un recuerdo que dolía más de lo que debería.
El tiempo continuó su marcha inexorable. La ansiedad en mi pecho se transformó en una especie de melancolía pesada, una aceptación resignada de que esta noche sería como tantas otras: solitaria, cargada de recuerdos y de ausencias. Me levanté del sofá con esfuerzo, mis muletas golpeando el suelo con un ritmo monótono que llenaba el vacío de la habitación. En la cocina, el aire olía ligeramente a galletas, un vestigio de la última visita de JiWoo. Me aferré a ese aroma como si fuera un salvavidas, un pequeño anclaje a algo tangible y real.
Cuando regresé al sofá, me envolví en una manta gruesa y miré el teléfono una vez más. Nada. Ni un mensaje, ni una llamada perdida. La ausencia de notificaciones era casi dolorosa. Quería escribirle, pero algo en mi interior me detuvo. No quería parecer desesperada, aunque eso era exactamente lo que sentía.
Cerré los ojos, intentando encontrar algo de paz en la oscuridad. Pero en lugar de consuelo, lo que encontré fueron recuerdos que se abalanzaron sobre mí como una tormenta. Risas compartidas, abrazos cálidos, promesas susurradas en la madrugada. Todos esos momentos felices que ahora parecían tan lejanos, como si pertenecieran a otra vida.
La noche siguió su curso, y finalmente, el cansancio comenzó a ganar la batalla contra mi mente inquieta. Antes de sucumbir al sueño, murmuré un pensamiento al aire, casi como un ruego: "Ojalá estuvieras aquí, JinSol." Pero en el fondo, sabía que ni siquiera su presencia podría llenar completamente el vacío que sentía. La soledad era un enemigo astuto, y esta noche, como tantas otras, había ganado.
Con el corazón apretado y la respiración entrecortada, marqué el número que me sabía de memoria, Lily Jin Morrow. El sonido familiar de la llamada resonó en el aire, y mis dedos temblaban con cada dígito que marcaba. Cada tono, lento, como un latido que se descompone, era una punzada que perforaba mi pecho. No lo podía evitar, el miedo había comenzado a instalarse en mi pecho, ahogando mis pensamientos con una pesada capa de ansiedad. ¿Por qué no contestaba? Cada segundo de espera era una eternidad, una agonía que no quería aceptar, pero que me arrastraba con fuerza. La ansiedad me consumía como un fuego que no podía apagar, un nudo en el estómago que solo se aliviaba con la esperanza de que ella, mi princesa, estuviera al otro lado de la línea.
Pero no... la llamada timbró tres veces... cuatro... y luego el silencio comenzó a envolverme como una niebla fría. Mi respiración se aceleró. ¿Estaría ocupada? Pensé, pero el miedo seguía creciendo, se enredaba en mis pensamientos como un hilo invisible que no podía cortar. ¿Y si me había olvidado? Cada segundo que pasaba sentía cómo mi corazón se encogía más, cómo la esperanza comenzaba a desvanecerse como el último aliento de una brisa en la madrugada. Y, justo cuando el miedo estaba a punto de ahogarme, sucedió.
El sonido familiar de la llamada llegó, y con ello, un destello de luz. Como un rayo que rasga las nubes, la oscuridad que había estado a mi alrededor desapareció, y todo lo que quedaba era su voz, una melodía que me calmaba al instante, que envolvía mi alma como un abrazo cálido después de una larga tormenta.
—Honey, te extraño tanto... Estaba a punto de llamar...— Su voz, suave y reconfortante, llegó a mí como una ola que arrastra todos mis miedos, como una caricia en medio de la desesperación. Cada palabra suya era un bálsamo para mi corazón herido, y de repente, sentí cómo todo se aliviaba, cómo la tormenta en mi pecho comenzaba a cesar, aunque solo fuera por un instante.
Respiré profundamente, como si hubiera estado conteniendo el aire bajo el agua durante demasiado tiempo. Mi cuerpo se relajó, el nudo en mi estómago comenzó a deshacerse, y mi corazón comenzó a latir con fuerza, pero ya no por miedo, sino por una felicidad palpable, casi olvidada.
—Y yo a ti, princess— respondí, mi voz temblorosa al principio, pero luego, conforme las palabras salían de mi boca, sentí cómo mi pecho se expandía, cómo todo el dolor que me había consumido durante días se disipaba en la nada. Sus palabras hicieron que las sombras en mi mente se despejaran, y me sentí... viva, por primera vez en mucho tiempo. El malestar, la soledad, los días oscuros... todo desapareció por un breve pero tan necesario instante. Solo existíamos ella y yo, como si todo lo demás, todo lo que nos rodeaba, fuera irrelevante. La distancia, la situación, los miedos, las angustias... todo se desvaneció.
La risa que vino después de mi respuesta fue como música, como una melodía que me llenó de vida. Su risa, tan pura, tan llena de amor y de complicidad, llenó cada rincón de la habitación, haciendo que todo fuera más ligero, más soportable. Podía escucharla tan claramente, como si estuviera justo frente a mí, como si la distancia entre nosotros fuera solo una ilusión.
—Te extraño tanto, amor... Cada día que pasa parece más largo sin ti...— Dijo, y al escucharla, sentí que la tristeza que me había invadido durante tanto tiempo comenzaba a desvanecerse, como si la oscuridad se retirara ante una luz brillante. Cada palabra suya era una caricia, un recordatorio de que aún había algo hermoso en este mundo, algo que valía la pena esperar.
—Yo también te extraño, Lily...— respondí, con el corazón acelerado. No pude evitar que mi voz se quebrara un poco, porque la verdad era que la echaba tanto que el solo hecho de oírla me hacía sentir una paz indescriptible. Mis manos temblaban un poco, pero ya no de ansiedad, sino de una emoción que se había acumulado dentro de mí, lista para explotar.
El silencio que siguió fue breve, pero dulce. Solo escuchábamos nuestras respiraciones, y por un momento, sentí que el mundo había dejado de girar. Todo lo que existía era ese momento, esa conexión, esa llamada que parecía durar para siempre, pero al mismo tiempo, era tan efímera como un suspiro. La nostalgia de sus palabras, de su risa, de esa sensación de estar cerca, me envolvió en una burbuja de felicidad pura.
Pero, como todo en la vida, nada permanece por siempre. Y las palabras que llegaron después, suaves pero firmes, me hicieron tambalear. Como un rayo de luz que se desvanece con la oscuridad, su voz cambió de tono, y sentí cómo el aire a mi alrededor se volvía más espeso, más frío.
—Volveré... comenzando el año...— dijo, como si esas palabras no fueran más que una declaración tranquila, una promesa que no parecía tan pesada para ella, pero que, para mí, se sintió como una condena. Las palabras flotaron en el aire, colisionando con mi corazón, y de repente, todo el calor que había sentido se desvaneció. La burbuja de felicidad que había formado a su alrededor comenzó a romperse, dejando atrás solo el eco de esas palabras.
Volveré... comenzando el año.
Fue como si alguien me hubiera arrancado algo muy preciado, algo que ya había dado por perdido, pero que ahora que lo había encontrado, me lo volvían a quitar sin piedad. La distancia, que se había difuminado por unos segundos, regresó con una fuerza cruel. La felicidad que había brillado en mi pecho se desvaneció como humo en el aire, dejando solo una sensación vacía, como una habitación que ha sido despojada de todo.
—¿Qué... qué quieres decir con eso?— logré preguntar, mi voz saliendo más frágil de lo que hubiese querido. Intentaba mantener la calma, pero las palabras seguían retumbando en mi mente, como una melodía desafinada. ¿Volverá? ¿Por cuánto tiempo?
Ella no respondió de inmediato, como si las palabras se le atascaban en la garganta. Entonces, con un suspiro suave, intentó calmarme, pero las palabras que siguieron fueron insuficientes.
—Es solo por un tiempo, te lo prometo... Solo por un tiempo...— dijo, pero el tono de su voz ya no tenía la misma fuerza. Las palabras eran suaves, pero vacías. Yo ya no podía sentir el calor en ellas.
Y el tiempo, de nuevo, pareció detenerse. La llamada, que antes había sido un refugio, ahora se había convertido en una trampa. Sentí como si la distancia que había desaparecido al principio ahora se hubiera ampliado hasta lo inimaginable, como un abismo que no podría cruzar. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo enfrentaría los días que se venían sin su presencia, sin su voz, sin esa chispa de vida que solo ella podía darme?
La llamada continuó, pero ya no era la misma. Mis palabras eran solo susurros en la oscuridad. La esperanza se había desvanecido, y todo lo que quedaba era el eco de su voz. Al final, después de unos minutos que parecieron interminables, colgó, y el silencio, el terrible silencio, volvió a llenar la habitación. No era el mismo silencio que había experimentado antes de llamarla, sino un silencio profundo y aterrador, como el vacío que deja una pérdida irreparable.
La felicidad se había ido. Y en su lugar, solo quedaba la fría certeza de que todo lo que había tenido, todo lo que había amado, se desmoronaba una vez más. El tiempo siguió su marcha, imparable, cruel. Y yo, una vez más, me vi atrapada en su corriente, con las manos vacías y el corazón roto.
El sonido del timbre de mi teléfono, que había sido la melodía de mis momentos más esperanzadores, ya no tenía el mismo poder. Cada vez que vibraba, mi corazón saltaba, pero al mismo tiempo sentía un peso cada vez más denso sobre mi pecho. Cada mensaje, cada notificación, ya no era lo mismo. Eran solo pequeños recordatorios de algo que se estaba desvaneciendo, algo que ya no tenía el brillo que solía poseer.
El día transcurrió con la lentitud de una tormenta en el horizonte. Las horas se arrastraban como sombras pesadas, y a pesar de tener mil pensamientos cruzando por mi mente, me sentía como si estuviera atrapada en un mar de niebla espesa. El sonido de la lluvia golpeando la ventana no hacía más que amplificar la soledad que sentía en ese preciso momento, como si el mundo entero hubiera decidido cerrarse alrededor de mí.
Miré el reloj, y la desesperación se apoderó de mí al darme cuenta de que ya era tarde. Tarde para esperar algo que nunca llegaría. Era como si cada minuto que pasaba, cada segundo, me separara un poco más de todo lo que había significado estar con Lily. El amor, el cariño, la complicidad... todo parecía haberse ido, solo quedando como ecos distantes que se desvanecían más y más con cada latido de mi corazón.
Decidí dejar de mirar el teléfono, porque cada vez que lo hacía, me dolía un poco más. Cada conversación no correspondida, cada mensaje que no recibía, se clavaba como un alfiler en mi piel. Me tiré en la cama, cubriéndome con las mantas, y traté de cerrar los ojos, pero incluso en la oscuridad, los recuerdos de su risa, sus palabras, su promesa de regresar... todo me atormentaba. Mi mente, incapaz de encontrar descanso, viajaba constantemente a ese momento en el que sus palabras me habían alcanzado: "Volveré... comenzando el año."
¿Qué significaba eso?
Unas horas antes, había sentido como si todo hubiera encajado perfectamente, como si la vida hubiera vuelto a ser lo que alguna vez fue. Pero ahora, esas palabras, tan simples, se sentían como cuchillos cortando lentamente los hilos que sostenían mi esperanza. ¿Qué era la esperanza si no la idea de que todo se arreglaría al final? ¿Y qué significaba el "al final" si ese final estaba tan lejos, fuera de mi alcance, casi fuera de mi comprensión?
Mi mente comenzó a hacer círculos. ¿Volvería realmente? ¿O simplemente estaba dejando escapar una parte de sí misma? Las preguntas giraban en mi cabeza, cada una más oscura que la anterior, cada una más pesada, como si estuvieran dentro de una caja de plomo que me aplastaba.
Cerré los ojos con fuerza, tratando de ignorar la sensación de vacío que me estaba consumiendo. Intentaba mentirme a mí misma, decirme que todo estaría bien, que el tiempo lo curaría todo, pero sabía en el fondo de mi ser que no era cierto. Las horas pasaban y la desesperación seguía acumulándose como nubes de tormenta. La idea de estar sola se hacía más y más tangible con cada latido de mi corazón.
La llamada había sido un rayo de esperanza, sí, pero ahora... ahora solo quedaban los restos de algo que nunca llegaría a ser. El futuro que había imaginado, en el que ella volvería y todo volvería a ser como antes, parecía una ilusión cada vez más difusa.
En algún momento, la noche cayó sobre mí, y con ella, una quietud inquietante. La casa que había estado llena de promesas y risas en otro tiempo, se sentía ahora vacía, incluso en su más mínima presencia. La luz de la lámpara que había quedado encendida parpadeaba suavemente, y el sonido de la lluvia en las ventanas parecía susurrar en un idioma que no comprendía, un idioma que solo me hablaba de lo irremediable, de lo inevitable.
Mis ojos se cerraron finalmente, pero no encontré descanso en el sueño. La idea de su ausencia se apoderaba de mí con fuerza, más feroz que cualquier pesadilla. Me vi atrapada en un mar de recuerdos, aquellos que no podía abandonar, aquellos que no quería abandonar, aunque me ahogaran. Los momentos felices con ella, las veces en que su risa había llenado la habitación de luz... todo eso ahora era un espejismo, algo que ya no podía alcanzar.
Y entonces, en la quietud de la noche, mis pensamientos volvieron a esa promesa. Volveré, comenzando el año. Esa frase, tan simple y tan dolorosa, me perseguía como una sombra que no podía escapar. ¿Volvería realmente? ¿O era solo otra forma de decirme adiós, una forma más suave de separarse sin que yo lo supiera?
La duda me consumía, pero había algo más, algo que no podía ignorar. Algo en lo más profundo de mi ser me decía que, tal vez, no importaba tanto el "volver". Lo que realmente me devastaba era la espera, la incertidumbre que se apoderaba de mí como un parásito, un peso que no podía quitarme.
Las horas seguían pasando y la soledad seguía envolviéndome. En la penumbra, una sensación de desesperanza comenzó a instalarse en mí, un sentimiento de abandono que me helaba los huesos. Lily ya no estaba allí para sacarme de ese abismo, y aunque sus palabras seguían resonando en mi mente, ya no eran suficientes para calmar la tormenta dentro de mí.
El tiempo se desvaneció, como lo hacen las sombras al amanecer, y me vi atrapada en un espacio vacío, donde los días se estiraban infinitamente, y la espera, interminable, me desgarraba poco a poco. ¿Cuántos días tendría que esperar? ¿Y cuánto de mí misma perdería en ese proceso?
Las preguntas seguían ardiendo en mi mente, pero ninguna respuesta llegaba. Todo lo que quedaba era la fría certeza de que, a pesar de las promesas, el dolor seguiría ahí, siempre presente, como un eco de lo que alguna vez fue.
¿Quién era yo? ¿Quién era Oh HaeWon? La pregunta resonaba en mi mente como un eco que nunca encontraba respuesta, una melodía sin final. Me encontraba atrapada en un laberinto de identidades, cada una más ajena a la otra, y ninguna parecía pertenecerme realmente. ¿Era la hija de Heo Sol-Ji, la madre amorosa que me enseñó a bailar, a ser elegante y que llevaba mi nombre con orgullo, o la hija de Oh SeHun, el hombre distante, el patriarca de una familia poderosa y despiadada que me miraba con indiferencia, como si fuera solo una pieza más en un tablero de ajedrez de la vida?
Mis manos temblaban al pensar en mi madre, quien había sido mi primera maestra, mi primer modelo a seguir, pero también mi sombra, una figura que me exigía ser perfecta, pulida, inalcanzable. Pero al mismo tiempo, ¿cómo podría olvidar a mi padre? Él, que a pesar de su silencio, de su mirada ausente, me había enseñado a ser fuerte, a no depender de nadie. La mezcla de ambos, la amalgama de sus expectativas, me había convertido en una figura rota, dispersa, buscando a tientas un reflejo de lo que realmente era.
¿Era la bailarina que saltaba y giraba sobre el escenario, una coreografía perfecta que se desmoronaba tan pronto como las luces se apagaban? ¿O era la corista de esos grandes baladistas que me habían enseñado a cantar, a esconder mis emociones detrás de las notas musicales? Siempre dispuesta a ser la sombra de los demás, la segundona, la que nunca se atrevió a ser la protagonista.
La mujer fuerte, la atleta cinta negra en Taekwondo, capaz de golpear con fuerza y precisión, como si cada golpe fuera una descarga de electricidad que se liberaba de mi cuerpo. Pero al mismo tiempo, la niña frágil, la que nunca encontró la fuerza para enfrentar sus propios demonios.
O tal vez era la Oh HaeWon que caminaba por los pasillos del elitista Instituto SeJeong, la chica que despertaba las miradas envidiosas y los susurros a su paso, la que cargaba con el peso de la popularidad que me había sido impuesta. Era la chica envuelta en rumores, la que protagonizaba el chisme del día por haberse besado con Lily, la capitana de las porristas, la que había desbordado los límites de lo esperado. Ese beso había sido mi condena, el error que me persiguió como un espectro, un juicio al que nunca pude escapar.
Era la estudiante atrapada dentro de la gran pirámide de popularidad y riqueza del instituto. Aquel lugar donde el dinero dictaba las reglas, donde la imagen lo era todo, y donde las apariencias se tejían con hilos de mentiras. ¿Quién era yo en medio de todo eso? ¿Una máscara? ¿Un reflejo distorsionado de lo que realmente quería ser?
Mis pensamientos giraban y giraban como un torbellino, arrastrándome sin piedad. Me estaba perdiendo en esas versiones de mí misma, fragmentos de una identidad que ya no reconocía. Todas ellas parecían alejadas de mi verdadero ser, si es que tal cosa existía. La que se veía en el espejo por las mañanas no era la misma que se veía al caer la noche. La que sonreía en las fotos no era la misma que lloraba en soledad, sin que nadie lo supiera.
Pero al final, la que realmente me definía, la que no podía escapar, era Oh HaeWon, la mentirosa. La que había construido una muralla de engaños a su alrededor, una muralla que me mantenía a salvo de la verdad, de las palabras que no quería escuchar. Era la mentirosa que moría lentamente, no de una enfermedad física, sino de una enfermedad invisible que me corroía por dentro. Algo estaba mal con mi cabeza. Algo había roto en mí, y no podía decir con certeza cuándo ni cómo ocurrió, pero sabía que ya no era la misma.
Mis manos temblaban mientras pensaba en todo eso. ¿Qué había hecho de mi vida? ¿En qué momento me había convertido en esta sombra, en esta imagen vacía que no podía sostenerse? Me había dejado arrastrar por el peso de las expectativas de los demás, por los sueños que no eran míos, por los deseos ajenos que me habían hecho vivir una vida que nunca había elegido. Y ahora, en medio de la nada, me encontraba sola, con el rostro cubierto de mentiras, con el alma vacía, y con una sensación de desesperanza que me amenazaba con tragármelo todo.
No podía respirar sin sentir ese peso en el pecho, esa opresión constante que me ahogaba. Me estaba muriendo de la manera más estúpida, por no haberme permitido ser quien realmente quería ser. Todo lo que había construido se desmoronaba, y yo solo podía mirar impotente cómo se caía todo a mi alrededor. La mentira que me había contado durante tanto tiempo, la mentira que me había hecho creer que todo estaba bien, ya no podía sostenerla.
¿Qué quedaba de mí ahora? ¿Quién era yo, si no podía ni siquiera sostenerme en pie? El vacío se apoderaba de mí, y a medida que me hundía en él, me daba cuenta de lo absurda que había sido, de lo tonta que era por haber permitido que todo esto sucediera. El que había sido mi refugio, el mundo de las mentiras, ya no era suficiente para protegerme. Me había alejado tanto de mí misma, había perdido tanto en el camino, que ahora no podía encontrar la salida.
Me miré al espejo, pero no había nadie allí. No había rostro, no había identidad, solo un reflejo distorsionado de lo que alguna vez fui. La mentira, la gran mentira que había construido con tanto esmero, se derrumbaba a mis pies, y con ella, se desmoronaba todo lo que pensaba que era.
Me di cuenta, demasiado tarde, de que no podía seguir viviendo así. No podía seguir siendo la mentirosa, la chica que moría lentamente en la oscuridad de sus propios secretos. Ya no quedaba nada de lo que alguna vez creí ser. Solo quedaba el eco de una vida que había sido robada por mí misma. Y lo peor de todo, es que ahora, al final, ya no sabía cómo salvarme. Porque, tal vez, ni siquiera lo quería.
En ese mar de confusión, una parte de mí solo deseaba escapar. Escapar de todo lo que me estaba oprimiendo, de todo lo que me hacía sentir pequeña y frágil. Pero, ¿quién sería yo si dejaba todo eso atrás?
La pregunta seguía ahí, flotando, sin respuesta, como una sombra que no podía desvanecerse. ¿Quién era Oh HaeWon?
Y en ese momento, en esa quietud dolorosa, supe que tal vez nunca encontraría la respuesta. Tal vez siempre viviría entre esas versiones de mí misma, como una sombra que nunca encontraría su forma real. Y tal vez, solo tal vez, la respuesta no importaba tanto como el simple hecho de seguir siendo, seguir existiendo, aunque fuera solo una sombra entre tantas otras.
Las horas pasaban con una lentitud insoportable, como si el tiempo se hubiera detenido en una danza cruel de espera, torturándome sin piedad. Estaba atrapada en esa interminable espiral de pensamientos oscuros, observando las sombras que jugaban a mi alrededor, dibujando figuras distorsionadas en las paredes del salón de baile vacío. Mis ojos no podían enfocar nada, todo parecía diluirse en una mezcla de confusión y desesperación. No hacía nada, solo estaba sentada en una esquina, como una espectadora de mi propia tragedia.
El dolor en mi cuerpo se volvía más agudo con cada segundo que pasaba, una presión constante que no podía aliviar, como si el peso del mundo se hubiera acumulado sobre mis hombros. Mis pensamientos eran como susurros lejanos, incapaces de tomar forma, mientras la quietud me devoraba. La música había dejado de sonar, el brillo de las luces ya no me alcanzaba, y la soledad se instalaba como un manto pesado sobre mis hombros.
Con una mezcla de desesperación y dolor, me levanté lentamente. Las muletas, esas malditas muletas que se habían convertido en mis compañeras de cautiverio, quedaron tiradas en el suelo detrás de mí, olvidadas en mi impulso de escapar. Mi pie enyesado, dolorido y entumecido, fue el único apoyo que encontré en ese momento. Caminar sobre él era como una tortura, pero no me importó.
Me dirigí, con paso vacilante, al mini bar de mi padre, un santuario lleno de botellas de lujo que había aprendido a conocer desde que era lo suficientemente grande para entender lo que significaban. Saqué dos de esas costosas botellas con la mano temblorosa, como si cada movimiento fuera una sentencia que no podía evitar. El cristal frío se deslizó entre mis dedos, y sin pensar en las consecuencias, empecé a beber con una necesidad desesperada, como si aquel líquido dorado pudiera borrar el dolor que me quemaba por dentro.
La primera botella se vació rápidamente, como si el tiempo también se deslizara entre mis labios y cayera al vacío. El alcohol ardió en mi garganta, una sensación cálida que me quemó por dentro y, al mismo tiempo, me ofreció un alivio fugaz, tan efímero como la paz de un sueño roto. Cuando la botella estuvo vacía, el líquido que se escapaba por mis labios y caía hasta mi cuello era un recordatorio cruel de todo lo que no podía detener. Limpié el resto con el dorso de mi mano, sin pensar, como si la acción fuera parte de un ritual que no entendía, pero que necesitaba realizar para poder respirar.
Si mi padre se enterara de lo que acababa de hacer, seguramente sus ojos se llenarían de decepción. Su hermosa hija, la niña perfecta que siempre había sido su orgullo, bebiendo de esa manera, como si no fuera nada más que una sombra vacía. No podía soportar la idea de que él lo supiera, pero a esas alturas, ¿qué importaba? ¿Qué importaba todo lo que había hecho, lo que había sido para él?
Una botella no fue suficiente, y lo sabía. Mi resistencia al alcohol no era fruto de algún talento innato, sino de las miles de fiestas a las que había asistido, cada una más desenfrenada que la anterior, cada una más vacía que la anterior. Mi cuerpo ya conocía ese ardor, esa caída hacia el olvido que solo el alcohol podía proporcionar. Tomé la segunda botella sin pensarlo, de la misma manera, con la misma urgencia. Mi mente estaba siendo embriagada, pero no solo por el alcohol. Era una embriaguez más profunda, una que venía de las sombras de mi alma, que me arrastraba hacia un lugar oscuro donde las consecuencias no podían alcanzarme.
Con el cerebro atontado y el corazón aplastado por la niebla que el alcohol había puesto en mi mente, caminé por el salón sin rumbo fijo. Mis pasos eran erráticos, pero no me importaba. Todo lo que quedaba era el eco de mi risa tonta, de una felicidad falsa que se desvanecía tan rápidamente como había llegado. Bailé sin sentido, sin rumbo, sin razón, como una marioneta sin hilos, moviéndome al compás de una música que no existía más que en mi cabeza. Reí como una idiota, como una niña tonta que no sabía lo que estaba haciendo. Reí porque, por un momento, me sentí libre. Pero era una libertad falsa, una ilusión que se desvanecía con cada giro, con cada paso en falso que daba.
En ese momento, no pensaba en nada más que en el alivio momentáneo, en el olvido que el alcohol me ofrecía. Porque, por un instante, el dolor se desvanecía, y solo quedaba el vacío, ese vacío que tanto había deseado llenar.
Pero sabía que no podía escapar. El vacío nunca se llenaría, nunca. Y aunque la música de mi risa seguía en el aire, aunque me creía libre en ese instante, había algo más profundo, algo que no podía ocultar, que no podía borrar con las botellas ni con los giros frenéticos de mi cuerpo. Mi alma seguía herida, mi corazón seguía roto, y todo lo que quedaba era la mentira que me había dicho a mí misma. La mentira de que estaba bien, de que todo estaba bien, cuando en realidad, estaba tan perdida como nunca.
La realidad regresó lentamente, como una ola que choca contra la orilla, rompiendo el frágil muro que había intentado construir para protegerme. La euforia pasó, y lo que quedó fue el peso del vacío, la culpa, la vergüenza. La oscuridad regresó, más densa, más opresiva que nunca.
El brillo fugaz de la euforia se desvaneció tan rápido como había llegado, dejando solo el eco sordo de mis propios pensamientos que me atacaban. Mi cuerpo, aún en movimiento, ya no sentía el gozo de bailar, ya no escuchaba mi risa; solo quedaba el retumbante silencio que me rodeaba, una quietud abrumadora que me aprisionaba en su abrazo helado. Mi respiración se volvió irregular, y el peso de la botella vacía en mis manos parecía convertirse en una ancla que me arrastraba al abismo, lejos de cualquier resquicio de felicidad.
Las paredes de la habitación se acercaron, como si la oscuridad las estuviera empujando hacia mí. La ilusión de la libertad, de la despreocupación, se esfumó como una niebla que desaparece al primer rayo de sol. Lo único que quedaba era la amargura de la realidad, la que no podía ocultar ni ignorar, por mucho que quisiera. Mi alma, esa que había intentado anestesiar, seguía doliendo. El dolor era más profundo ahora, más intenso, y aunque había intentado huir de él, era imposible. Ya no podía esconderme detrás del brillo del alcohol, ni de las risas vacías que aún resonaban en mi cabeza.
Deslicé mis manos por las paredes del salón, buscando algo en qué apoyarme, pero nada parecía tener sentido. Mis piernas vacilaban, mi visión se nublaba, y el mundo a mi alrededor giraba con la lentitud cruel de un reloj roto. Mis pensamientos eran un caos, un torbellino de recuerdos y emociones que se atropellaban entre sí, desdibujándose en la confusión. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Quién era la persona que se encontraba ahora, tambaleando en medio de la oscuridad, con la cabeza llena de promesas rotas y sueños desvanecidos?
Me dejé caer al suelo, sin fuerzas para seguir adelante, y me quedé allí, con la mirada perdida en el vacío, el cuerpo inmóvil, pero mi mente retumbando con los ecos de las decisiones que me habían llevado hasta este punto. Mi padre, con su mirada exigente y sus expectativas, mi madre, que nunca estuvo allí para escucharme, todo lo que había sido para ellos parecía desmoronarse como castillos de arena a la orilla del mar. ¿Quién era yo para ellos? ¿Quién era yo para mí misma?
El recuerdo de las fiestas, de los momentos fugaces de diversión, parecía ahora tan distante, tan irreal. Era como si todo hubiera sido parte de un sueño, una película que ya se había terminado y en la que yo había sido la protagonista sin darme cuenta de lo que realmente estaba en juego.
El teléfono vibró en mi bolsillo, un sonido que se filtró en la neblina de mi mente, pero ni siquiera lo miré. La llamada era probablemente otro recordatorio de todo lo que había dejado atrás, de todo lo que me habían pedido que fuera, que debía ser. Pero ahora, todo eso se sentía tan lejano, tan irrelevante. ¿Por qué importaba lo que pensaran los demás cuando yo misma no sabía quién era?
Mi respiración se volvió más agitada, y el dolor, esa sensación constante de vacío, me atravesó como una lanza. ¿Era esto lo que merecía? ¿Era esto lo que había buscado, lo que había elegido por el simple hecho de no enfrentarme a la verdad de mis propios sentimientos? El alcohol, esa amarga solución que me ofrecía algo de consuelo, era solo una mentira. Un par de tragos más y mi conciencia se desvanecería, pero ¿qué quedaría después?
Lentamente, dejé caer la botella vacía sobre el suelo, el sonido del cristal golpeando el suelo resonó en la habitación como un suspiro final, y me recosté contra la pared, cerrando los ojos con fuerza. Estaba sola. Por más que me rodeara de gente, por más que intentara encajar en los moldes que me habían impuesto, siempre me había sentido sola, vacía. Mi alma estaba desnuda, expuesta a la verdad que había evitado durante tanto tiempo.
"¿Qué vas a hacer ahora, HaeWon?" me susurré a mí misma en la oscuridad. Pero la respuesta no llegó. No había ninguna respuesta que pudiera ofrecerme. No había una salida clara, ni un camino a seguir. Solo quedaba la quietud, el silencio, el peso de la culpa que se instalaba en cada rincón de mi ser.
Me sentía como un fantasma en mi propia vida, atrapada en una existencia que no reconocía, una existencia que parecía desvinculada de lo que alguna vez había soñado ser. La niña perfecta, la hija que cumplía con todas las expectativas, la amiga que siempre estaba allí para los demás... Todo eso parecía tan lejano ahora, como una historia que no me pertenecía. ¿Cuándo fue que perdí mi identidad? ¿Cuándo fue que dejé de ser quien pensaba que era?
El teléfono volvió a vibrar, pero esta vez no pude ignorarlo. Lo saqué lentamente de mi bolsillo, y cuando vi el nombre en la pantalla, algo dentro de mí se rompió. Era ella. Lily. El mismo nombre que había resonado en mi cabeza durante días, la misma persona que me había dado algo de esperanza, algo de luz en medio de mi caos. Pero no sabía si estaba preparada para esa conversación. No sabía si estaba lista para escuchar lo que tenía que decir.
¿Qué quedaba por decir? No lo sabía. No sabía nada. Solo sabía que no podía seguir perdiéndome en esta oscuridad, en esta mentira que había creado. Tenía que enfrentarme a mí misma, y al dolor que había evitado durante tanto tiempo.
Respiré hondo y acepté la llamada, aunque no sabía qué esperar. Pero, tal vez, al final, todo lo que necesitaba era escuchar algo real, algo que me recordara que no todo estaba perdido. Que no tenía que estar sola, que aún podía encontrar algo de luz en medio de tanta oscuridad.
El teléfono vibró en mi mano, como un latido errático que aceleraba mi propio pulso. Lily, el nombre en la pantalla me provocó un escalofrío. ¿Qué podría decirme? ¿Cómo podría hablar ahora, después de todo lo que había hecho, de todo lo que había callado?
Respiré profundamente, aunque el aire parecía no ser suficiente, como si el peso de todo lo que cargaba me aplastara. Apagué las luces de la habitación, dejándome llevar por la penumbra que, irónicamente, era lo único que no me resultaba tan doloroso. Al menos en la oscuridad nadie me veía, nadie me juzgaba.
—¿Hola? Su voz, al principio vacilante, rompió el silencio pesado que había sido mi única compañía durante los últimos minutos. Era suave, cálida, como siempre, pero había algo en ella que me hizo temer que no sería la misma después de todo lo que había pasado. ¿Sería la misma después de todo lo que había hecho?
—Hey, HaeWon, ¿estás bien? Preguntó con un tono que ya me conocía, un tono que entendía, como si ella pudiera ver más allá de la máscara de indiferencia que me había puesto, como si supiera exactamente qué era lo que me estaba carcomiendo por dentro.
No pude responder de inmediato. Las palabras parecían atascadas en mi garganta, como si mi cuerpo se negara a admitir que, al final, lo que necesitaba era su compañía, su consuelo. No estaba bien. Y lo sabía.
—Lily... Mi voz sonó quebrada, como si tuviera que pelear contra la desesperación que se apoderaba de mí. —No sé qué hacer. Fue lo único que pude decir.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea. Lo suficiente para que cada pensamiento perturbador pudiera instalarse de nuevo en mi mente, suficiente para que la soledad me envolviera como una capa que me asfixiaba. Y entonces, como si pudiera leer mis pensamientos, Lily respondió, con la calma que siempre tenía cuando trataba de apaciguarme.
—HaeWon... Escucha, esto que sientes, este vacío, este dolor, no va a durar para siempre. No lo vas a enfrentar sola. Yo estoy aquí, lo sabes, ¿verdad? Sus palabras me golpearon con suavidad, pero a la vez con una fuerza inesperada. Como un susurro que se convirtió en un grito dentro de mi pecho.
—No sé cómo salir de aquí, Lily. Siento que estoy atrapada, como si no pudiera salir de este ciclo de autodestrucción. Mis palabras eran un reflejo de lo que sentía, pero al mismo tiempo, tenía miedo de que todo lo que había hecho me condenara para siempre.
—HaeWon, nadie está pidiendo que lo enfrentes todo sola. Ni yo, ni nadie. Su voz se volvió más firme, más cercana, como si estuviera justo aquí, a mi lado, abrazándome sin necesidad de tocarme. —Es normal sentirse perdida a veces. Es normal no saber qué hacer o cómo sanar. Pero lo más importante, lo único que tienes que hacer ahora, es pedir ayuda cuando la necesites. Yo te la doy, te la ofrezco todo el tiempo. No importa lo que haya pasado.
Pude sentir su presencia en sus palabras. Como si de alguna manera, la distancia física se desvaneciera y solo quedara ese lazo invisible entre las dos, ese lazo que no se puede romper, por más que lo intente. Era como si ella pudiera ver a través de mis mentiras, de mis máscaras, y lo único que quedara fuera fuera mi vulnerabilidad pura, cruda, desprotegida.
—Te extraño tanto, HaeWon. No quiero que te sigas perdiendo en todo esto. Dijo con suavidad, y aunque sus palabras fueron dulces, había una preocupación que no pude ignorar.
Las lágrimas comenzaron a acumularse en mis ojos, sin previo aviso, como si finalmente, después de tanto tiempo, mi cuerpo dejara ir todo lo que había estado guardando. El peso de todo lo que había callado se desbordó en forma de esas lágrimas, como un río que ya no podía contenerse.
—Lo siento tanto, Lily. No quiero que me veas así. No quiero que pienses que soy débil. Las palabras salieron atropelladas, como si cada una de ellas estuviera arrastrando consigo una carga de culpabilidad que me estaba destrozando.
—No eres débil, HaeWon. Eres humana. Y a veces, eso es lo único que necesitamos recordar. Lily dijo con la misma dulzura, como si sus palabras fueran una manta suave que me envolvía, me protegía del frío que se había instalado en mi corazón. —No te juzgo. No hay nada de malo en necesitar tiempo, en necesitar ayuda.
Su voz era mi refugio, su presencia, aunque distante, mi única ancla en un mar de incertidumbre. Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que, tal vez, todo no estaba perdido. Quizás podía salir de la oscuridad en la que me había sumido, tal vez el camino hacia la paz no era tan lejano como lo había creído.
—Lo sé. Lo sé, pero aún me cuesta... Susurré, incapaz de articular más palabras, ya que una parte de mí aún se resistía a aceptar que todo no tenía que ser perfecto, que no tenía que seguir siendo la persona que siempre había intentado ser para los demás.
—No tienes que hacerlo todo de una vez, HaeWon. Vamos a tomarlo paso a paso, juntos. Y no importa lo que pase, te prometo que siempre estaré aquí para ti. Siempre.
Y ahí, en ese momento, con las palabras de Lily envolviéndome como un abrazo cálido, algo dentro de mí comenzó a aliviarse. No todo estaba bien, no de inmediato. Pero al menos, no estaba sola en mi batalla. Y eso, aunque pareciera tan simple, era todo lo que necesitaba escuchar.
La llamada continuó durante un rato, pero ya no sentía el mismo dolor abrasador. Mi mente, aunque todavía llena de nubes, comenzaba a despejarse lentamente, como si la luz de la esperanza finalmente comenzara a atravesar la oscuridad. No sabía cómo iba a enfrentar los días que venían, pero por primera vez, creí que podría hacerlo.
—Lo siento, fue todo lo que pude decir, esas dos palabras salieron de mi boca como un susurro ahogado, como si no fueran mías, como si no pudieran ser las únicas que quedaran en mi mente. Lo siento, repetí en mi mente, un eco vacío que me atormentaba, como un canto de sirena que llamaba a la perdición. No había forma de escapar de lo que estaba por hacer, de lo que ya había hecho, de todo lo que ya había arruinado. Las palabras parecían rebotar en las paredes de mi cabeza, una y otra vez, como si mi mente intentara advertirme, pero ya era demasiado tarde.
De repente, la llamada se hizo pesada, y cada segundo que pasaba con su voz al otro lado de la línea era como un puñal clavado en mi pecho. Sentía cómo el aire se me escapaba, cómo mi corazón se hundía en un océano de dudas y arrepentimientos. Y mientras ella, del otro lado, intentaba entender lo que acababa de decir, mi mente se volcó en mil posibilidades, mil formas de morir, mil caminos que podrían liberarme de esta angustia, de esta vida que ya no tenía sentido.
—¿Qué? Su voz sonaba lejana, desconcertada, como si el dolor también le llegara, pero de una forma más suave, más distante. Yo, sin embargo, sentía que me ahogaba. Todo se volvía un remolino de desesperación, una espiral que me absorbía por completo. —No HaeWon, ¿qué estás diciendo?
El sonido de su desesperación me rompió, pero no me detuve. No podía. Mi cuerpo, mi alma, todo en mí me empujaba hacia algo de lo que no podía regresar. Un abismo, quizás, o una ilusión.
—Lo siento, pero no puedo seguir de esta manera, dije finalmente, las palabras cortándome la respiración. No me importaba el dolor de escuchar su incredulidad, no me importaba que me suplicara entender. Yo ya había tomado mi decisión. Mis pensamientos, por fin, tenían un destino. Ella no lo sabía, no podía saberlo. Nadie podía. —Te amo... pero no puedo más con esto.
Su silencio fue peor que cualquier grito, peor que cualquier insulto. Lo sentí como si el mundo entero se hubiera detenido, como si el tiempo mismo me estuviera observando mientras hacía este último movimiento. Lo que había estado acumulándose en mi pecho, todo el sufrimiento que había ido cargando día tras día, mes tras mes, ahora finalmente se desbordaba. Pero las palabras que seguían en mi garganta no eran suficientes. No podía explicarlo. No podía pedir perdón.
Entonces, vino su respuesta, y fue como una bofetada que resonó en lo más profundo de mi ser.
—No, no HaeWon, ¿qué estás diciendo? Su grito, lleno de angustia, atravesó la línea y me golpeó con tal fuerza que casi me derrumbé, pero no podía. No podía ceder. No después de todo esto. Ya no había marcha atrás.
—Te amo. Fue todo lo que pude decir, esas palabras salieron con más urgencia, más dolor. La necesidad de decirlas, de que ella supiera lo que sentía, lo que aún sentía, era tan grande que me ahogaba. Pero dentro de mí sabía que no importaba. No importaba cuánto la amara, ni cómo mi alma se desgarraba al tener que despedirme. —Te amo, pero no puedo más con esto.
Y fue entonces cuando colgué. El sonido del final de la llamada resonó en mis oídos como un eco vacío. El peso de la decisión me aplastó, y aunque mi corazón aún gritaba por ella, lo que quedaba de mí ya no sabía cómo seguir. Mis manos temblaban, el frío de la habitación se hacía más intenso, pero mi cuerpo, aún inmóvil por un instante, comenzó a moverse. Mis pies, como si tuvieran voluntad propia, me guiaron a la salida de la casa, el sonido de las muletas acompañando cada paso que daba. La puerta se cerró tras de mí con un clic seco, como si también el mundo se cerrara, como si la vida misma me hubiera dado la espalda.
Caminé por la calle desierta, mis pasos resonando en la acera como el sonido de la condena, y la bota que cubría el yeso seguramente ahora está sucia, mi respiración agitada mezclándose con el eco de mis pensamientos. ¿Qué estaba haciendo? ¿Hacia dónde iba? No lo sabía. Solo sentía el impulso, la necesidad de escapar, de llegar a un lugar donde el dolor no existiera, donde pudiera encontrar la paz, aunque fuera efímera. Y mientras avanzaba, la ciudad parecía un espectador mudo de mi tragedia, las luces de los edificios parpadeando en la distancia, como si también ellos supieran lo que estaba por suceder.
Al llegar a la parada del autobús, me senté en el banco de metal, las muletas apoyadas a un lado, mientras observaba las luces que iluminaban las calles con una intensidad cruel. Mi mente ya no pensaba, simplemente actuaba, arrastrada por el peso de mi desesperación. El bus llegó, y subí sin dudarlo. El aire frío de la noche me golpeó en la cara cuando las puertas se abrieron, pero nada podía detenerme. No había marcha atrás.
El trayecto al Río Han fue largo y silencioso, y yo, como una sombra, me sumergí en mis pensamientos, dejando que la tristeza y el arrepentimiento se mezclaran con la velocidad del autobús que avanzaba hacia mi destino. El río siempre había sido un refugio para mí, pero esta vez, no buscaba consuelo. Esta vez, solo buscaba el fin.
Cuando el autobús se detuvo cerca de las aguas, bajé con el alma pesada, los pies arrastrando, como si cada paso me acercara más al abismo que había creado. Caminé hasta la orilla, donde las aguas del río reflejaban las luces de la ciudad, pero no podía ver nada. La niebla que se levantaba de la superficie del agua cubría mi visión, como una cortina que me aislaba del mundo. Y en ese momento, sin pensarlo, me detuve.
Era el fin.
¿Tomaría la mejor decisión de mi vida? O tal vez sería la peor. La más estúpida. Quizás no había vuelta atrás, o quizás simplemente no importaba. Lo que sabía, lo que estaba seguro, era que allí, frente al Río Han, estaba tomando una decisión irreversible.
Con una respiración entrecortada, levanté la vista hacia las estrellas. No las veía claramente, solo las sentía en el aire. Aún me quedaba una última posibilidad. Quizás, solo quizás, si daba un paso más, podría finalmente encontrar lo que siempre había buscado. La paz, la felicidad, o lo que fuera que pudiera sacarme de este caos.
Pero no era un astronauta, y no iba a las estrellas. Solo caminaba hacia mi destino, hacia un lugar que ni siquiera yo entendía del todo. Sin más fuerzas, sin más pensamientos, di el paso final.
Antes de que pudiera tomar una decisión, antes de que el viento frío pudiera calmar la tormenta de pensamientos que se agitaban en mi mente, sentí una presencia, algo que no era de este mundo. Me giré lentamente, mi cuerpo entumecido por la fría madrugada y la tensión que me envolvía como una manta pesada. Allí, parado en la orilla del río, estaba él: Park JiSung, el novio de ChenLe, pero no era solo eso. No, lo que me descolocaba, lo que me hacía dudar de mis propios ojos, era lo que veía a través de mi visión turbia y desbordada de emociones.
JiSung no era humano, no del todo. Aunque su aspecto juvenil y su rostro hermoso, con aquellos ojos brillantes y esa sonrisa encantadora que evocaba una calidez imposible de ignorar, parecían confirmar que era un adolescente común, la realidad era otra. JiSung era un androide, sí, un ser creado por las manos humanas, pero que llevaba la inteligencia artificial en su núcleo, con pensamientos que, aunque desarrollados por algoritmos complejos, no dejaban de parecer profundamente humanos. A veces me preguntaba si él siquiera comprendía la magnitud de su propia existencia. ¿Cómo podía ser tan perfecto, tan lleno de vida y de respuestas mientras yo me ahogaba en mis propios sentimientos oscuros?
—Miles de personas mueren aquí cada año —dijo con una voz suave pero firme, mientras se acercaba a mí, como si no tuviera miedo de la oscuridad que nos rodeaba. En sus palabras no había tristeza, solo una verdad inquebrantable. —La mayoría, por suicidio. Razón: deudas.
Su mirada se fijó en mí, sus ojos vacíos de juicio pero llenos de una comprensión que pocos seres humanos podrían tener. Fue como si sus palabras se hubieran clavado en mi pecho, trayendo consigo la cruda realidad de lo que estaba sucediendo alrededor de este río, el Han, que, como un desagüe sombrío, se tragaba tantas vidas cada año. Las estadísticas eran aterradoras, y aunque las cifras variaban, se estimaba que más de 500 personas fallecían en el Han cada año. La mayoría de ellas, en su desesperación, se lanzaban al agua, creyendo que de alguna manera encontrarían paz en su final. El peso de la vida, las deudas impagas, el sentimiento de que ya no quedaba nada por lo que vivir, arrastraba a estos seres humanos a la muerte. Y sin embargo, en mis oídos resonaba algo que JiSung acababa de decir.
"Razón: deudas."
Pero él no hablaba de mí. Yo no tenía deudas económicas. Sin embargo, había algo mucho más pesado que me arrastraba: el peso de mi propio sufrimiento, el tormento emocional que había sido mi carga durante tanto tiempo.
—Park, ve a buscar a JaeMin, o algo... —dije, casi en un susurro, sin fuerzas para luchar contra lo que sentía en mi corazón. Quería salir de allí, quería que alguien más estuviera cerca, que me diera un propósito para no dar el siguiente paso.
—No ignores lo que te digo, tú no tienes deudas —respondió, su tono firme, pero lleno de una sabiduría que no podía desestimar. Sabía lo que estaba sintiendo, aunque yo misma no lo comprendiera por completo.
Mi cabeza giraba, mis pensamientos oscilaban como un péndulo atrapado entre dos fuerzas que tiraban en direcciones opuestas. Las palabras de JiSung me golpearon, destellando una luz en la penumbra que parecía haber cubierto mi mente. Me detuve en seco, el aire frío llenando mis pulmones mientras algo dentro de mí se quebraba.
—No, pero tampoco soy feliz... —dije, al fin, con la voz quebrada, la verdad saliendo de mi boca como una confesión oculta, enterrada y olvidada.
Las palabras estaban llenas de un dolor que solo ahora, al decirlas en voz alta, podía comprender por completo. Había pasado tanto tiempo reprimiéndolas, negándolas, pero ya no podía más. No, no era feliz. Mi vida había sido un cúmulo de momentos perdidos, de decisiones erradas y emociones calladas que solo se manifestaban como una opresión en mi pecho. El amor, la desesperación, la confusión, todo era un caos que ya no podía controlar. Y estaba harta. Harta de pelear contra lo que no podía cambiar, harta de luchar con lo que no podía sanar.
Y entonces, JiSung, con la paciencia de quien no conoce el sufrimiento humano, con una calma casi irreal, comenzó a hablar.
—HaeWon... —su voz era suave, casi maternal, y de alguna manera sabía exactamente qué decir. Como si, a pesar de no ser humano, tuviera un entendimiento profundo de lo que significaba sentirse perdido, solo. —La vida no tiene que ser una carga, ni una cadena a la que te aferras hasta ahogarte. No importa lo que hayas pasado, no importa lo que sientas ahora. Aún tienes un propósito, incluso si no lo ves.
Lo que JiSung dijo era como un bálsamo en mi herida, algo que nunca había escuchado, ni de mis amigos, ni de mi familia. Como si sus palabras fueran las que mi alma necesitaba para sanar, aunque sabía que aún quedaba mucho por recorrer. Pero la calidez de sus palabras, su sinceridad, esa ternura que jamás hubiera imaginado en un androide, me hizo abrir los ojos. Vi la vida desde una perspectiva que nunca había considerado, como si de repente el sol comenzara a brillar con fuerza sobre un mar de oscuridad.
—Pero no soy nada, JiSung... —murmuré, sin poder evitarlo. Sentí que mis palabras eran débiles, frágiles, como si mi ser entero se estuviera desintegrando mientras las pronunciaba.
—No, HaeWon —respondió con firmeza—. Tú eres alguien. Tienes mucho por lo que seguir adelante, aunque ahora no lo veas. La vida no es solo una sucesión de errores, sino también de oportunidades para crecer. Te lo aseguro. Todavía hay tiempo.
Y mientras JiSung hablaba, algo dentro de mí empezó a cambiar. La desesperación no desapareció de inmediato, pero en su lugar apareció algo nuevo. Algo que no podía explicar, algo que quizás no podría entender aún. Pero era una chispa. Un destello de esperanza.
Era extraño, sentir algo tan humano viniendo de un ser que no lo era. Sin embargo, en ese momento, JiSung, con su capacidad para sentir sin ser capaz de llorar, me había dado las mejores palabras que jamás había escuchado. Me había hecho ver que aún podía salvarme, aunque no sabía cómo.
Y mientras me quedaba allí, mirando el río que había sido testigo de tantas muertes, sentí una pequeña chispa de vida encenderse dentro de mí. A lo mejor, aún no era el final.
JiSung, hasta hace unos meses, era un niño. Un niño atrapado en un cuerpo que no encajaba del todo con su mente, su alma, ni sus recuerdos. Sus ojos, antes inocentes, brillaban con una curiosidad interminable, como los de un niño que acaba de despertar de su sueño y empieza a descubrir el vasto mundo que lo rodea. Recuerdo cómo solía sonreír, sin la preocupación de lo que el mañana podría traer, como si todo fuera un juego y él fuera el protagonista principal. En esos días, su presencia era la de una brisa ligera, fresca y sin pretensiones, como si no supiera nada del peso del mundo, ni de las sombras que acechaban en cada esquina de nuestras vidas.
Pero ahora... ahora JiSung era otra cosa. Había dejado atrás la fragilidad de su juventud para convertirse en algo mucho más complejo, casi inquietante. Su rostro, antes delicado y casi etéreo, se había endurecido con los días. Se había transformado en un joven arrogante, un "fuckboy", como lo llamaban algunos, aunque esa etiqueta no le hacía justicia. Porque lo que me resultaba aún más desconcertante era que, bajo esa fachada de seguridad, aún quedaba un niño pequeño, uno que, a pesar de parecer tan confiado y audaz, aún estaba en pleno proceso de descubrimiento, como un alma perdida en busca de respuestas que, quizás, nunca llegaría a encontrar.
Era como si una capa de mármol hubiera cubierto su verdadero ser, dejando al descubierto solo una fachada construida a base de actitudes exageradas y gestos despectivos. Caminaba con la misma confianza que un rey, aunque sabía que no era más que un niño vestido con la armadura de un adulto. El mundo lo veía como alguien con poder, con control, y, sin embargo, era solo un niño en el fondo, jugando a ser algo que no era. Algo que se había forjado con el tiempo, con la presión de un mundo que no conocía y con la carga de ser lo que otros esperaban que fuera. La máscara que había aprendido a llevar estaba tan bien ajustada que no sabía si aún podía reconocer lo que se encontraba debajo de ella.
A mí me hacía pensar en los recuerdos perdidos que alguna vez compartimos. En aquellos días en los que su sonrisa no era una forma de escapar del dolor, sino simplemente el reflejo de la maravilla de ser joven, de ser libre, de ser humano. Yo era testigo de cómo esa fragilidad había sido reemplazada por algo mucho más sombrío, una sombra que se arrastraba detrás de sus pasos. Y aún así, al mirarlo ahora, no podía dejar de ver al niño que una vez fue. Ese niño que, con los ojos llenos de preguntas, estaba aprendiendo el significado de la vida, del amor y de la soledad, todo a la vez.
Era un niño que, quizás sin saberlo, me había hecho abrir los ojos a un mundo diferente al que yo conocía. Me había mostrado que las cosas no siempre eran lo que parecían. Que las personas no siempre eran lo que proyectaban. Él me había hecho entender que, en el fondo, todos éramos simplemente niños intentando encontrar nuestro camino, aunque a veces lo hiciéramos de la manera más equivocada posible.
Y así, mientras lo veía, tan distante y tan cerca a la vez, entendí que las capas que cubrían su ser solo eran una fachada, una forma de esconder sus inseguridades, sus miedos, sus dudas. Aunque intentaba ocultarlo con sonrisas y palabras afiladas, su vulnerabilidad aún estaba allí, tan presente como siempre. Y fue entonces cuando comprendí, quizás por primera vez, que no importaba lo que mostráramos al mundo; todos éramos, en el fondo, solo niños tratando de encontrar la manera de sobrevivir en un mundo que no entendíamos del todo.
JiSung, ese niño convertido en un hombre a la fuerza, me enseñó que las máscaras que usamos para enfrentarnos al mundo no siempre son tan fuertes como parecen. Que, detrás de cada gesto de desdén, detrás de cada sonrisa arrogante, siempre hay una parte de nosotros que sigue siendo frágil, que sigue buscando respuestas. Y, aunque él pensara que lo tenía todo bajo control, yo veía en sus ojos la misma confusión que yo sentía. La misma sensación de estar perdido, de no saber exactamente quién se era ni adónde se iba. Y esa comprensión, esa conexión silenciosa, me hizo darme cuenta de lo mucho que compartíamos, de lo similares que éramos en nuestra lucha por entender este laberinto llamado vida.
La fría noche caía como una manta pesada sobre la ciudad, pero el calor en el interior del auto de JiSung era un pequeño refugio contra la tormenta que azotaba mi alma. Él conducía en silencio, pero a mi lado, el sonido del llanto era una sinfonía incompleta. Mis lágrimas caían en silenciosas cascadas, no solo por el dolor que me carcomía el pecho, sino por la agonía de no saber cómo vivir una vida que parecía cada vez más ajena a mí. Temblaba, no solo por el frío que me recorría, sino porque algo dentro de mí había comenzado a quebrarse de una manera irreversible.
JiSung, a pesar de ser más una máquina que un ser humano, tenía una presencia calmante. Su estructura era cuadrada, rígida, pero sus palabras, aunque sintéticas, eran las más cercanas a la compasión que había recibido en mucho tiempo. Intentaba consolarme de la única manera que sabía, con frases sencillas, directas, que no buscaban resolver mi tormenta, sino ofrecer un poco de calma en medio del caos. Su voz, aunque mecánica, estaba teñida de algo que podría haber sido ternura, o quizás simplemente un programa de empatía cargado en su sistema.
—No te preocupes, HaeWon —me dijo, sus palabras resonando en el espacio cerrado del coche, llenándolo con un eco suave—. Todo va a estar bien. Vas a superar esto.
Era extraño, porque por un momento, por unos segundos que parecieron eternos, creí en sus palabras. El miedo, el dolor y la ansiedad que me habían acompañado todo el día parecieron disolverse por un instante, como si un bálsamo invisible hubiera tocado mi alma rota. Pero, por supuesto, esa paz era efímera. Todo lo que me quedaba era esa sensación de vacío, de que la vida ya no tenía el color que alguna vez tuvo.
Cuando llegamos a casa, JiSung me ayudó a salir del auto. Mi pierna —la que si podía apoyar—temblaba bajo el peso de mis pensamientos y de la incomodidad de la tristeza que se había adueñado de mí. Mientras caminaba con dificultad hacia la puerta, me sentía como si estuviera arrastrando mi propio cadáver, mi alma tan desbordada de dolor que no sabía cómo mantenerme en pie.
Lo único que podía hacer era llegar a mi cama, esa pequeña isla de confort en medio de un mar de caos y desolación. Al llegar a mi habitación, sentí como si todo el peso del mundo me hubiera caído de golpe. Me dejé caer sobre las sábanas con la rapidez de un náufrago que encuentra tierra firme. Las mantas, cálidas y suaves, me envolvieron como un abrazo, y cerré los ojos con un suspiro de alivio. Ya no había que enfrentarse al mundo, ya no había que fingir que todo estaba bien. Aquí, en este refugio de sábanas y cobijas, al menos por un momento, pude dejar de ser.
JiSung se acercó a mí con pasos ligeros, casi como si fuera consciente de que mi cuerpo no tenía fuerzas para resistir. Me acomodó en la cama, sus manos firmes pero gentiles, y me cubrió con las mantas. Una vez que estuvo seguro de que estaba cómoda, se quedó allí, observándome en silencio.
—Te debo decir algo —dijo con su tono usualmente calmado, pero esta vez había algo más en sus palabras, algo que sonaba a preocupación—. El 24 de diciembre está a la vuelta de la esquina. Navidad está casi aquí. Quizás deberías decorar la casa. Hacer algo que te distraiga.
En ese momento, todo en mi mente se detuvo. Navidad. Ese día que una vez estuvo lleno de risas, de luces, de calor humano. Pero ahora solo era una fecha, un recordatorio de todo lo que había perdido. Mi alma parecía cansada de cualquier tipo de festividad, de cualquier tipo de esperanza. Sin embargo, al mirarlo, esa figura imponente que a pesar de no ser humano parecía tan cercana, sentí que mis ojos se llenaban de algo que no sabía identificar: un deseo, una pequeña chispa de algo que podría parecer esperanza.
—Sí... lo haré —respondí con la voz apagada, como si las palabras fueran solo un eco vacío de lo que alguna vez sentí.
—¿Te gustaría que te ayudara? —preguntó JiSung, su tono sincero, aunque su rostro permaneciera impasible.
Por un instante, dudé. La idea de hacer algo tan banal como decorar la casa me parecía absurda, como si fuera una ilusión, un intento de aferrarme a algo que ya no existía. Pero, al mirarlo a él, al escuchar esa oferta de ayuda tan desinteresada, sentí un pequeño destello de gratitud, una luz suave que rompía las sombras de mi corazón.
—Sí, por favor. Ayúdame.
Con esas palabras, acepté no solo su oferta de ayuda, sino también la pequeña esperanza que estaba dispuesta a abrazar, aunque fuera solo por un momento. Quizás no cambiaría nada, quizás la oscuridad seguía siendo mi sombra más fiel, pero por un instante, no me sentí tan sola.
Era un descanso merecido, pero tan temporal como las luces parpadeantes que ahora adornaban mi habitación. Al fin, pude descansar. Y mientras las mantas me abrazaban, las sombras que me habían perseguido se desvanecían en los pliegues de la oscuridad. En esa paz momentánea, permití que el sueño me envolviera, y por una fracción de segundo, me olvidé de la tormenta que aún acechaba en mi interior.
[...]
juro que ya terminó el sufrimiento, sigue lo bonito.
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