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Volver con la frente marchita

  Jethro se encontraba en lo que quizá fuese un dilema. Estaba nervioso y se puso a limpiar los polvorientos estantes de música folclórica, también pasó el trapo por unos archivadores de madera y al final se puso a trapear los pisos con cloro.

A través de los vidrios de la disquería se contemplaba un cielo grisáceo. Un hombre que traía pantalones ajustados y unas botas vaqueras marrones entró vacilante y resbaló con el piso de cerámica húmedo, tropezando con los una caja de vhs obsoletos que había dejado mi tío en medio de la recepción. Apenas lo vi medio desparrado en el suelo, corrí a ayudarlo. El hombre estaba impresionado con mi hospitalidad.

—Oh, creí que un hombre de pelo largo estaba a cargo de este negocio —cuestionó el hombre.

—Venga, siéntese, por favor. La persona que usted busca es mi tío. ¿Quiere comprar algún cd?

—Sí, pero no se preocupe por eso —repuso—. Me llama a su tío, por favor.

—¿Quién es usted?  —gritó Jethro, tirando su al piso su atiborrado cigarrillo.

Mi nombre es Mortimer, para servirle...

—¿Qué? —suspiró fuerte mi tío—. Oh, es usted quien no esperaba ver. Su visita no me parece oportuna ni agradable.

—¿Usted sabe quién soy? —preguntó Mortimer asperamente.

—¡Qué carajo! —atronó mi tío, colocándose de inmediato en una posición de lucha.

—¡Cálmese, hombre!  —Se me han roto todos los huesos de mi mano en la prisión. Jamás podré volver a pelear con alguien.

—Usted está poniendo nervioso a mi tío —dije, balanceadome sobre el hombre.

—Ufff —brotó de la garganta del hombre—. ¡Maureen!

Maureen fue a la panadería —dije—. Es mejor que se vaya de aquí o tendré que llamar a la policía.

—No querido. Yo vine a llevarme a mi esposa. Así que, si quieres hacerme el favor, te volves a tu casita y ponete a ver los Teletubbies —vaciló.

—Dígame ¿Qué quiere de Maureen? —dijo mi tío y se encogió de hombros.

—Yo me la llevaré, entonces al menos no tendrán nada que lamentar y todos estarán en paz.

—Usted no se la va a llevar —chilló mi tío.

—¡Ja! Por supuesto. La confusión y la ignorancia solo son delirios en su mente. Vos tenés ignorancia y también odio —dijo el hombre—. ¿Donde dijo que está la panadería?

—Bah, cállate, paraguayo hijo de puta —chilló Jethro— . ¿Por qué no te vas a buscar otra mina a tu país?

—¡Habría que romperte la cabeza!  —grité.

—Y entonces el hombre dijo con todo el descaro: «Nosotros hacíamos el contrabando de combustible en la frontera, la necesito».

—No hay problema, llévatela —alegó Jethro con el rostro colorado por la furia—. Si quieres contrabandear combustible de Paraguay a la Argentina, es cosa suya.

—Los efectivos de la prefectura te llevaran preso —reflexioné.

—¿A qué le temes? —rechistó el paraguayo.

—Creo que en el mundo hay mucho más que todo esto —repuse—. Usted llega mágicamente e impone su autoridad automáticamente y sin respeto.

—Yo no tengo porque darte explicaciones, ustedes no son ni mi papá ni mi mamá —dijo el hombre encolerizado.

Los ojos verdes claros como el agua del hombre me miraron con mucha seriedad y pude ver que atrás de él, estaba Maureen con la bolsa de pan francés en la mano.

—¿Mortimer, que hacés aquí? —exclamó Maureen irguiendo la cabeza.

Noté que el hombre tuvo ganas de abrazarla. Ella clavó la vista y caminó hacia él. Jethro se atrevió a interrumpir ese plagado de incomodidad y dijo:

—Ah... —hizo una pausa para encender un cigarrillo—. ¿Pará que viniste?

—¿Mortimer, qué está pasando?

Maureen acomodó la bolsa de pan en el respaldo de una silla. En ese lapso de especulaciones la disquería se había llenado de adolescentes y uno de estos precisaba ayuda para comprar unos cassettes de Roxette. Una chica con mitad de la cabeza rapada, falda roja escocesa y botitas negras con puas, llamó a mi tío desde el fondo de los anaqueles. Jethro intentó que elijan los discos rápidamente. Cuando terminó con la venta fue a cobrarles a caja registradora, alzó la cabeza, pero en ese ínterin entraron al local unas damas evangelistas y le pidieron unos casettes de un cantante de la religión. Consternado, Jethro me buscó para decirme que lo ayude con los clientes.

—Perdón, ¿de qué están hablando ustedes dos? —dijo con la mirada torcida.

—Usted no es de Paraguay, ¿no? Le voy a explicar para que tenga un chisme para contar. Parece que vine a llevarme a Maureen para llevarla de regreso a Asunción, ¿no, Mauri?

Maureen se apoyó en el mostrador y tomó un pedazo de pan. Los dos estaban pendientes de su respuesta, se llevó a la boca la bombilla del mate con una insolencia femenina.

—Ahora que no hago cosas turbias soy muy feliz —repuso la pelinegra—. Espero que vos también lo seas.

—¿Ya no me echas de menos? —dijo el paraguayo y mi tío pareció a punto de propinarle un golpe—. Usted olvídese del pasado. Me temo que lo que ocurrió tiene una explicación muy simple. Maureen, ¿entendés ahora? —y ahora le habló solo a mi tío— parece que ella va a regresar conmigo a Asunción y nunca más va a volver a este país. Mucho me temo que este es el final de su romance. Y... bueno, usted se podrá imaginar que pasará de aquí en adelante. Usted, debe despedirse de esta dama ahora.

Mortimer, no iré contigo para trabajar a lo bicho... —dijo Maurren mientras se cebaba otro mate.

—Mi reina, yo ya no fumo fasos, ya no consumo merca —objetó el paraguayo.

—Bárbaro —repuso Maureen—. Gracias a mí ganaste la guita loca durante años.

—No seas terca, te devolveré cada centavo. ¿Cuánta plata de debo?

—3.067.830 guaraníes equivalentes a todos esos años de trabajo —dijo ella con soltura.

El hombre no respondió. El paraguayo estaba bloqueado. Él se reía muy miserable.

—Sí, si, claro. Sé que en el pasado me porté mal contigo... —balbuceó el hombre.

—Antes de darme un discurso, mejor vete y no vuelvas. No te voy a dar la oportunidad para que elabores una mediocre ficción frente a esta gente —gritó la pelinegra sin un mero fragmento de angustia.

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