Las oportunidades fallidas
La entrevista con Kung Chang había salido bien. El chino parecía mucho más cool de lo que pensaba. Él me dijo que espere su llamada telefónica.
A la salida Meteora estaba viendo sobre mi hombro esperando que le haga un gesto. Se acercó con confianza y me dijo con deleite: «Estoy segura que el puesto es tuyo» Sus labios pronunciaron mi nombre con tanta delicadeza que algo estalló dentro de mi pecho. Parecía una bella delicuente que se traslucía bajo las luces del lugar. Parecía un angel trajeado de negro con tacones altos de color rojo.
Ella me tomó del brazo y fuimos al vestíbulo el cual tenía diversos adornos coloridos por todos lados donde mirase. Había unos pintorescos gatitos dorados. Eran los mismos que mi mamá tenía sobre su mesita de noche, los llamaba gatos de la suerte o gatos de la fortuna, que según ella eran populares en la cultura japonesa que, según se dice, atrae la suerte a quien lo posee. Estos movían el brazo derecho sin cesar y también había unos dragones verdes metalizados con largas lenguas rojas, que adornaban la repisa superior junto al marco de la puerta.
Meteora olía muy bien, su perfume era dulce como la vainilla, ese aroma tórrido me puso la entrepierna tiesa y tuve que salir de la propiedad para sentarme por un momento en el cantero del árbol Paraíso que estaba en la vereda.
Allí el silencio se tornó incómodo. Mientras contemplaba esos ojos pardos perfectamente delineados de negro, bajo esas cejas depiladas. En mi interior pensaba que Meteora era más linda de lo que pensaba. Con solo observarla contemplaba su belleza con un mísero placer, enfocando mi lujuria en su pequeño escote que dejaba ver unos senos tan pequeños como dos damascos.
Después de estar inmóviles un rato, Meteora me invitó a una cafetería que quedaba en frente. Cuando llegamos al lugar el aroma del café torrado inundó nuestras narices.
Me preguntó que tipo de café iba a pedir, entonces pensé y caí en cuenta que no traía dinero. En el bolsillo de mi vaquero solo habían dos cospeles para llamadas telefónicas y apenas unas monedas que eran para pagar el transporte público. Entonces inventé una excusa para postergar el cafecito.
Una discusión estaba en apogeo. Meterora estaba enfadada conmigo, su mirada se volvió nieve y dijo que quería volver con los chinos. En ese momento mi corazón comenzó a palpitar como un tambor, estaba muy nervioso por haber arruinado el momento en cuestión. Ella cruzó la calle y yo fui a la parada del colectivo. Caminé cabizbajo con una tristeza por no haber podido aprovechar el momento con Meteora.
Cuando llegué a mi casa me tiré al sofá y pude dormir unos cuarenta minutos. Para entonces eran las siete de la tarde, y, de pronto, se me ocurrió que no estaría mal que le pidiera dinero a mi tío Jethro para llevar a Meteora a un lindo restaurante del centro. Ante mi impaciencia, llamé por teléfono a la disquería para ver si mi tío me podía dar algunos pesos, él aceptó y me dijo que vaya a buscar la plata.
Llegué al destino a las ocho y monedas, aparqué mi bicicleta en el estacionamiento. Casi moribundo tomé el dinero y di media vuelta para ir a buscar a Meteora. Pedaleé con fuerza para llegar antes de las ocho y media, que era el horario que Don Rodolfo cerraba la farmacia. Tenía que tocar el timbre antes que el hombre llegara a su casa.
Cuando llegué, Don Rodolfo estaba en el jardín de su casa regando los malvones mientras hablaba con Reginalda. Entonces pensé: Ahora... ¿qué hago? Estaba tan desesperado por redimir las cosas con Meteora que sentí que no tenía aire. De repente vi a Meteora con la bolsa de hacer las compras. Di la vuelta con mi bicicleta para encontrarla a la vuelta de la esquina. Lejos de la mirada de su padre.
Lancé un chiflido al aire con la esperanza de que se diera la vuelta. Meterora finalmente, volteó su cuerpo y se abalanzó sobre mí con estrépito.
—¡Danubio! ¿Qué estás haciendo aquí? —dijo con los ojos abiertos como plato.
—Se me ocurrió venir hasta aquí para invitarte a cenar —dije con la voz apagada—. ¿Te gustaría comer en un restaurante?
—¿Cuándo? Me temo que no podré. Es solo que... mi padre me envió a comprar un pollo para la cena de esta noche.
Nuestras miradas se cruzaron, y era obvio, que no quería tener una cita conmigo.
—¿Podemos ir al almorzar mañana? —dije con voz gutural.
—¿Por qué hoy no quisiste pedir un café? —preguntó ella con pasión.
—Porque no tenia ni un peso en los bolsillos -respondí angustiado—. Pero si quería... oh, no lo sé..., supongo que fui un tarado por no decirte la verdad en ese momento.
—Oh, Danubio, he hecho algo espantoso. Debí invitarte. Soy una boluda. Sé que no tienes empleo ni dinero ¿Serías capaz de perdonarme?
—No tengo que perdonarte nada, linda —dije nervioso, dejé la bicicleta contra la pared y la abracé contra mi pecho—. Pero pedí dinero prestado y quiero invitarte a una cita.
Meteora, sorprendida, se sonrojó de timidez.
—Yo he cumplido con lo que me corresponde —dijo con los ojos enrojecidos—. Seguramente, vas a conseguir el trabajo.
—Que así sea... pero ¿por qué no te hicieron la entrevista a ti? —le reprocho—. Deberías decirme la verdad sobre los chinos. No seas vueltera y dime por favor.
—Te lo responderé filosóficamente en otro momento —retrucó—, pero el caso es que si trabajas en el restaurante también estaré ahí.
Cuando me dijo eso la emoción comenzó a desvanecerse. Pensé que tal vez ella podría tener un amorío con uno de los orientales.
—Está perfecto —respondí hipócritamente cuando Meteora me miró con unos ojos que suplicaban que le tenga confianza—. Sería muy bonito tenerte cerca, codo a codo, ya que tu padre no quiere que tengas ninguna interacción contigo. Es una buena oportunidad.
Meteora suspira y asiente, repite un gracias muy debilitado, y le doy permiso para ir a comprar el pollo.
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