La muerte
En un gran galpón medio oscuro, me he perdido entre mis pensamientos. Los chinos palurdos no me habían dejado ir a mi casa o han querido burlarse de mí, o de ellos mismos dejandome aquí sin hacer nada.
Escuchando el ruido de los arrastres de las mesas, hornos, trepidación de las máquinas. Oyendo el cantar de los pájaros parecía que estaba en el campo. ¡Qué aburrimiento! Si yo creyera en el destino, pensaría en este momento como conquistar a Meteora... ¡Puta vida!, ¿a dónde esta ella?... Aún faltan un par de horas para el horario de salida. ¡Ah, mi bella de delineado azul!... Si al menos pudieras desistir de ese adolescente tarado... ¡Pero que más dá!
¡Ah!, mi tío Jethro siempre tuvo la razón, me hacía falta ese empuje, ese coraje, ese ímpetu. Hasta ahora me dejé llevar por la intrepidez de mi extraña dama. ¡Horrenda situación!, así es mi enojosa contrariedad, así es mi rebeldía. Ahora estoy solo sin perro que me ladre, sin Kyon, sin Meteora.
Pensé en retroceder y mandar todo al carajo... ¡Qué absurdo! No puedo dejar de ser quién es soy, o llegaré al día de mi muerte lamentado profundamente no haber hablado claro.
—Ahora vete a tu casa.
Escuché su voz como melodía...Abrí los ojos, para ver si no me habían engañado mis oídos.
—¡Eh, Meteora, podemos viajar juntos! —pregunté alegremente.
Cuando ella iba a soltar palabra, una brusca interrupción de un hombre apareció. Y asocié su voz a mis recuerdos. Parecía la voz de mi padre.
—¿Qué te pasa Danubio? —repuso Meteora—parece que viste un fantasma.
—Me pareció oir la voz de mi padre —exclamé, riendo, por los nervios.
—Pues entonces, Danubio —dijo Meteora, fatigada y un poco asustada—, no me gustan las cuestiones paranormales, vámonos.
—No, Meteora, cálmate...
Una sombra apareció y apagó la lampara que colgaba del tinglado. Meteora sintió escalofríos al verse quieta sin poder hacer nada.
—¡Danubio, Danubio!...
Ella miró y no vió nada. Trató de llegar hacía mí, y dió unos pasos cautelosos. Volvió a chillar, y una extraña voz comenzó a decir:
—Danubio.
Yo traté de husmear para ver que sucedía, intenté buscar un encendedor para iluminar la lavandería. Caminé muy despacio hacia donde ella estaba de pie, y entonces se oyó una voz femenina, que decía débilmente:
—Me voy, ya no pertenezco a este mundo.
Meterora me tomó del brazo clavándome sus uñas en mi piel.
—¿Quién sos? —pregunté, después de vacilar durante un instante.
—Seré descomposición, polvo y miseria.
Alguien abrió la puerta, la luz entró y la voz se apagó.
Lee entró, bajó su cabeza y doblandose sus extremidades, cayó de rodillas.
—¿Qué mierda está pasando? —chilló Meteora con brío.
—Mi abuela se fue...
—¡Basta de ridiculeces! —grité—, ¿a donde está ella?
Salí por fin a la calle, y me quedé viendo a los paramédicos taparle la carita a Kyon. Allí estaban sus hijos frente a la ambulancia tan estáticos e inalterables, viendo el cuerpo de su madre.
—¡Ustedes son despiadados! —rechisté.
Me miraron y no mostraron sus sensaciones. ¿Acaso no pueden entender que la anciana ha dejado este mundo?
—Esto es solo el riesgo de la vida —dijo el hijo de Kyon—. Ahora ella puede decir: misión cumplida.
A decir verdad yo prescindía de sus enseñanzas y su compañía.
—Pero está muerta —dije enervado.
Parecía que nadie se tomaba la muerte en serio, había un aire compungido en el aire, pero todos parecían bastante despreocupados. ¿Será que Kyon apareció para despedirse de mí? El momento parecía bastante confuso y quería alumbrar el camino. ¿Será que la anciana tenía planificado morir?
Mi alma estaba sobredimensionada por la tristeza. Imaginando que ahora tendría que tolerar los pequeños desvíos que habrían en mi vida. Paso a paso.
Meteora estaba apoyada en el árbol de al lado fumando de forma frenética.
—¿Quieres ir por un café? —preguntó Meteora.
—Queda mal que nos vayamos en este momento. Ahí llegó el patrullero —farfullé.
Lee miró a Meteora preguntándole con la mirada que tenía para decir. Ella entendió la indirecta y se cubrió el rostro con las manos.
—Tomar un café en estos casos no tiene nada extraño; al contrario es muy natural lo que está pasando —continuó Meteora, gozando llevarle la contra al niño oriental.
—Sí, sí, hace lo que quieras —repuso el chicuelo sollozando.
—No es tiempo para tener celos.
—¿A dónde van? —exigió Lee.
—¡Déjame de joder! —protestó la pelinegra.
—¿Me vas a dejar solo en este momento tan duro? —dijo el oriental súbitamente.
—¡Oh, chico! —exclamó Meteora con espanto—. Lo siento si se ha muerto tu abuelita, pero aquí y ahora mismo no hay nada más que hacer.
Lee estaba con una ardiente respiración, iba candente con el rostro rojo como si tuviese fiebre.
Simplemente podría pensar que él quería intentar salir lo menos dañado posible. Podría optar por quedarse junto a Meteora para que le brinde apoyo emocional, pero el caso se dió vuelta como una tortilla.
—Te pediré un favor, Meteora —repuso lee—. Mientras mi abuelita esté en la morgue, Necesito que me ayudes con los preparativos.
—No quiero... No me gustan los funerales — afirmó meteora con mayor energía.
—Necesito que me ayudes a retirar todos los espejos de la casa —explicó el adolescente.
—¿Por qué? —dijo Meteora—, seguramente que eso es capricho tuyo.
Las sensatas palabras de Lee no fueron entendidas o no fueron aceptadas por Meteora. Sus ojos ganaban en el ecuencia y parecían decir: «Yo no lo haré».
—Fíjate que eres pedante hasta los momentos más tristes —dijo el chico deteniéndose una vez más para contemplar a el cadáver.
—Hay algo que no te contamos —repuso Meteora—. Pero no te lo contaré, a menos que Danubio mantenga el empleo.
—¿Alguna vez tuviste una experiencia inexplicable? —le dije al oriental.
—¿Qué quieren decir? —tartamudeó.
—Ella apareció en forma de fantasma —repuso Meteora—. Esto es una puta pesadilla.
—¿Quién? —el chino bizqueó y ladeó su cabeza.
—Tu abuela —manifestó.
—¿Qué? —exclamó—. Oh, Dios.
—Es verdad —replicó Meteora con cierto orgullo.
Lee tosió y se puso rojo como un tomate.
—¿Te ahogaste? —pregunté.
—¡Déjenme en paz!
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