ꜱᴜᴇÑᴏꜱ ᴅᴇ ʜᴜᴍᴏ|ᵒⁿᵉ⁻ˢʰᵒᵗ
Es octubre cuando la gelidez de tus dedos toman el filtro del porro para juntarlo con la fina hoja que lo envuelve, es octubre cuando tu mirada me invita en silencio a sentarme a tu lado, y es octubre cuando la llama del pecado nos consume como ese cigarro en tu boca.
Estamos solos los dos, en compañía del cielo nocturno estrellado, aspirando el humo, consumiendo de el como si fuera tan necesario para seguir viviendo. Es inevitable dar una seca calada cuando nuestras miradas se encuentran, de la misma forma que es inevitable nuestro roce de labios; tan indebido, voraz, salvaje.
Compartiendo el humo que nos lleva al mismo sueño, en ese en el que nuestras dermis se juntan y evaporan con el calor del ambiente.
Y no somos conscientes de lo que hacemos hasta que despertamos al día siguiente, cuando el efecto de la adictiva sustancia ya no es parte de nuestro sistema. Nuestras dermis desnudas están tintadas de marcas de un encuentro que nunca tuvo que pasar, la esencia de tus besos está pincelada sobre mis belfos, y el aroma a porro y pecado se había impregnado en el aire.
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Seguía siendo octubre, el frío seguía siendo real, la gelidez de las yemas de Draken seguían igual que la primera vez; pero ya no era lo mismo, no desde que el pecado se había vuelto rutinario y lo unilateral era tan real como los sueños de humo.
Sueños de humo. Tan intensos durante ese instante y luego solo desaparecen, como si jamás hubieran estado.
Ese día había llegado más temprano de lo usual. Draken estaba ahí de todas formas. Con su camisa blanca pegada a su cuerpo como su mirada y una campera abrigada, puesto que el frío era capaz de templar todas las superficies. Sus orbes almendrados, pero que sabía que eran color gris basalto, la miraba expectante, a sabiendas que se iba a sentar a su lado e iba a aceptar de una calada de aquella sustancia...
como siempre
Pero ese invierno era diferente, ya no soportaba la monotonía de su mirada, y la distancia de su hablar, sin mencionar las palabras engañosas que su boca dejaba salir. Esas palabras que pronunciaba sin saber el efecto que causaba sobre la chica, bajo falsas promesas de un amor que nunca iba a suceder.
Ambos estaban sentados sobre los escalones de cemento de la entrada, como tantas veces lo han estado.
Y mientras el humo se esparcía por el aire, Circe se perdía en sus propios recuerdos, de una manera tan volátil como el efecto del mismo porro.
Recordaba con frescura su primer encuentro, aquella vez en octubre, y como se volvieron adictos a una rutina tan monótona que era irritante. Después de la primera vez que degustaron el sabor de lo indebido, fue imposible reprimirse. Una vez a la semana por tres años, la misma secuencia se repetía una y otra y otra vez.
Hasta que simplemente los sentimientos de Circe no pudieron más, hasta que se dio cuenta que estaba tan jodidamente enamorada de esos ojos grises que le era imposible estar en la cama sin decirle "te amo" en un gemido.
Su ensoñación termina de manera abrupta, justo en el momento que el hombre de tatuaje en su sien sopla contra su rostro el espeso humo, con un mensaje que habían adquirido con el paso de los años: «bésame y no pienses».
Y lo acepta sin dudar, jala las hebras rubias ceniza hasta que sus respiraciones se vuelven una y sus belfos se encuentran desesperadamente.
Sus vapores calientes se marcan en el aire como una pequeña nube grisácea, que desaparece con el templado clima.
Las palabras se vuelven innecesarias cuando saben de memoria qué es lo que van a hacer. Sin dejar de besarse en ese adictivo juego van a pasos lentos a una habitación de la primera planta. El cómo abrieron la puerta es un vacío en su mente, eso significa que poco a poco el efecto de la sustancia ilícita va cobrando efecto en su sistema.
Las manos de Ken tocan todo a su paso, recorriendo con firmeza, buscando con brusquedad quitar la ropa de la de hembras negras. Cuando finalmente logra su cometido no se retiene a nada, besa el cuello de la mujer intentado de que queden marcas visibles a las miradas curiosas. Marcando un territorio que no le pertenece cual perro en celo.
Ninguno es realmente consciente de lo que sucede por esos minutos que parecen los segundos más cortos de sus vidas, pero las sensaciones se mantienen intactas; como la sensación húmeda de los besos que se marcaban sobre la dermis, o la frialdad de los dedos de Ken al tocar las marcas de besos, al igual que el acolchado de la cama, y la noche estrellada que se asomaba por la ventana.
El acolchado blanco es suave a su espalda y la rodea como un manto protector, se mantiene a la espera del contacto con la piel del rubio que la mira con devoción, como si fuera el manjar más apetitoso de todo un banquete –de alguna manera esa analogía llena el pecho de Circe de vanidad–.
Beso sobre beso marcan el paso. La morocha puede jurar que cerró los ojos por solo unos segundos, los recuerdos son distorsionados aunque solo pasaron unos minutos, al abrirlos se encuentra sentado sobre el de ojos almendrados con la magnífica vista de ese hombre de bajo de ella; jadeante y con sus mechones amarillos ceniza pegados a la frente y sus belfos exigentes por deleitar sus labios
El rubio sostiene con firmeza las caderas contrarias, se aferra a la piel contraria como si se fuera a escapar de sus manos, como si jamás fueran a despertar enredados entre las mismas sábanas. Besa su piel, la marca como tantas veces lo ha hecho, traza rojizos besos que en su mente son indelebles, tal como su nombre saliendo repetitivamente de los labios de ella.
La de ojos agua marina y hebras negras jadea suave, acompañando el ritmo que su amante marca, lento, estúpidamente romántico para ser ellos, pero fuerte, como si buscaran romperse en mil pedazos.
Circe se toma el tiempo de acariciar cada parte de su compañero, acaricia cada trazo de piel expuesta, besa cada cicatriz y llora al sentir tanto placer. Busca memorizar cada lunar y cada marca, cada músculo, no deja una parte sin recorrer. Necesita hacer indeleble el cuerpo de Draken en su memoria, que cada anhelo de placer quede plasmado en su mente.
Por eso mismo no se queja cuando siente los dientes de Draken encajarse sobre su cuello, o cuando encaja sus dedos de forma brusca sobre su cadera, o cuando de los labios de su amante se escucha un suave:
—Emma.
No se queja, no lo detiene, solo sigue disfrutando de las sensaciones que le son brindadas.
Cómo va a recriminar algo cuando la mano izquierda de Draken la acaricia con una fina argolla de oro decorada en su dedo anular, y la mima con tanto amor que siente envidia.
Llora entre gemidos la desgraciada jugada de la vida y agradece que sus lágrimas se puedan confundir con placer. Tampoco tiene mucho tiempo para pensar cuando el rubio la acuesta y sigue descargando placer sobre su cuerpo, siente la mano de él sobre su clítoris, masturbando al ritmo de las estocadas.
Se funden en placer hasta que sus pieles queman al contacto y las energías parecen no ser suficientes para pasar una eternidad juntos.
—Dime que me amas—jadea contra su oído, las lágrimas se deslizaban por sus mejillas con frialdad.
—Te amo—susurra al aire Ken—, te amo, te amo—repite contra los belfos contrarios.
—Que suene real, cariño—le sonríe levemente y gime sobre sus labios—. Di que me amas como si fuera la última vez, finge amarme en nuestros sueños de humo, solo por hoy.
—Te amo, de verdad lo hago—miente mirando fijamente los agua marina contrarios.
Ambos labios terminan por romper la tensión, saboreando cada parte de lo que queda de ellos.
Pronto solo queda la noche, la traicionera testigo de dos amantes que corrompían sus almas en busca del más puro y primitivo egoísmo.
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Despierta primero, como lo ha hecho tantas veces. A su lado sigue durmiendo Draken, y como tantas veces, no lo despierta y se viste en silencio. Con la penumbra de la culpa y la latente libertad de una relación que jamás tuvo que suceder
Lo mira por última vez, acaricia las hebras rubias con dulzura, besa su frente con suavidad. Antes de levantarse cubre el cuerpo ajeno con la sábana y susurra al aire de manera indeleble:
—Lo que pudo ser de nosotros es—pero niega con la cabeza, rendida a toda posibilidad.
Ya no existe un "lo que pudo ser", porque quizás desde un inicio ambos estaban destinados a no ser o quizás nunca debieron ser; pero eso no importa ya, no cuando el pecado que fue de sus pieles pronto se desvanece, tan efímero como siempre lo fue, como sus sueños de humo.
Tan intensos durante ese instante y luego solo desaparecen, como si jamás hubieran estado.
Cierra la puerta de la casa y no mira atrás, solo avanza hasta que las perladas lágrimas bajan con vergüenza y es arropada por unos cálidos brazos cuando llega a su hogar.
—Hiciste lo correcto-susurra una voz masculina y cálida—, hiciste lo correcto, Circe.
Con las manos temblorosas miró a Chifuyu, buscando la respuesta correcta en la mirada igual que la suya, con esos ojos agua marina. Él le devolvió la mirada, con una sonrisa honesta pintada en su rostro pálido, que demostraba total apoyo a cualquiera de las decisiones.
Circe se mordió el labio con nervios y ansiedad, ¿Cuál sería la decisión correcta?, ¿Y si se arrepiente?
La cálida mano de Chifuyu mimó su cabeza, brindando el soporte emocional que buscaba.
Un suspiro débil se escapó de sus belfos rosáceos, no habría vuelta atrás, pero estaba segura que sería la mejor de todas las alternativas para ellos.
—Fuyu—él le regaló su sonrisa más hermosa—, no perdamos más tiempo. Vivamos lejos de Tokio, te prometo que seremos felices.
El Matsuno mayor rió relajado, agradecido que su niña tomara la opción adecuada para su felicidad.
—Claro que sí, tonta. Soy tu hermano mayor, yo los acompañaría hasta el fin del mundo.
Ambos pusieron manos en marcha, guardando lo indispensable para su largo viaje sin retorno.
Circe enlazó sus dedos con los de su hermano mayor y besó su palma.
—Te prometo que seremos felices los tres.
La puerta tras ellos se cerró con cerrojo, acompañada de un hueco sonido.
Sobre la mesa de aquel departamento abandonado quedaba atrás una carta maltratada, con promesas de cambiar y de un falso amor, firmada con el nombre de Ken Ryuuji en letra cursiva; a un costado del pedazo de papel, una prueba de embarazo positiva era la última evidencia del pecado que fue mordido como cual manzana roja.
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Quizás en otra vida los sueños se vuelvan una realidad, y el humo que siempre distorsionó nuestro mirar, al fin se pueda dispersar. Hasta entonces, voy a esperar al momento en el que nos volvamos a encontrar, claramente, fuera de nuestro sueño de humo.
Atte: Circe Matsuno
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