
OO8.
❝ 𝘽𝙖𝙣𝙙𝙞𝙩𝙖𝙨
𝙮 𝙀𝙨𝙩𝙧𝙚𝙡𝙡𝙖𝙨 ❞
Milo entró dudoso al apartamento. Jamás había pasado al apartamento de Aurora, ni ella al suyo. Se sentía bastante extraño.
Su vecina cerró la puerta detrás de ambos, y con la suavidad que la caracterizaba, le ofreció sentarse en el sillón mientras ella iba por su botiquín.
Milo, bastante callado, obedeció, notando las grandes diferencias que tenía el apartamento de Aurora con el suyo. Porque, a pesar de que la estructura del edificio hacía que todos los apartamentos se parecieran, el de Aurora era bastante diferente.
Todo parecía tan... cálido.
Las almohadillas del sillón tenían fundas tejidas a crochet, había cuadros con fotos de ella y su familia, sus hermanas y sus padres.
El lugar olía a canela con naranja, había pequeños cactus en los estantes y todo estaba en un orden impecable.
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Milo esperó sentado correctamente en el sillón, hasta que Aurora llegó con su pequeño botiquín y una bolsa de hielos, sentándose junto a él.
Le tendió la bolsa, y Milo la colocó en su ojo, sintiendo un alivio momentáneo.
Vio cómo Aurora buscaba cosas dentro del botiquín, llegando a sacar pequeñas banditas adhesivas, algodón y algo que él supuso que era alcohol medicinal.
Ambos seguían en silencio. Milo no sabía qué decir y prefirió no hablar, por miedo a decir algo incorrecto, incomodarla o simplemente hablar de más.
La castaña mojó un pedazo de algodón en el líquido desinfectante y, con un gesto amable le pidió a Milo que le tendiera las manos.
El pelinegro obedeció en silencio, dejando la bolsa de hielo a un costado por un momento.
Entonces, con un cuidado que nunca experimentó, Aurora empezó a limpiar los raspones de sus nudillos mientras sostenía su mano.
Eso, por alguna razón, enmudeció aún más a Milo, y combinado con el hecho de que Aurora no era de hablar tampoco, el silencio entre ellos se sintió permanente.
Ni siquiera el líquido ardía; la delicadeza y concentración de Aurora eran impecables. Su ceño fruncido le daba un aire de seriedad. Se quedó mirándola, con una atención que posiblemente no le había dado a nadie antes.
Su tacto era suave, la forma en que sostenía sus manos con delicadeza y firmeza al mismo tiempo lo tenía en una especie de ensoñación. Y era lo más irónico, porque Aurora no era la primera mujer que tomaba su mano, pero sí la primera que lo hacía con tanto cuidado.
[•••]
Después, la castaña sacó varias banditas, de las que se usaban en heridas menores, y las pegó en la piel. Y, como si el gesto no fuera suficiente, puso una venda en cada nudillo del muchacho.
—Vas a gastar tus banditas. —Milo se animó a hablar por fin, pero su voz solo salió en un susurro.
—Pues tienes un raspón en cada dedo. —Aurora respondió bajo, concentrada en terminar de pegar las banditas en los dedos del joven.
—Pero...
—Siempre puedo comprar más. —La chica se adelantó a responder con sencillez.
Milo iba a decir algo más, pero vio cómo Aurora sacó otro pedazo de algodón, lo volvió a humedecer y, esta vez, lo pasó delicadamente por la herida de su nariz.
Al ser esa parte mucho más dolorosa, se revolvió un poco ante el contacto, pero no retrocedió.
Cerró los ojos, sin poder recordar la última vez que alguien había tocado su rostro con tanto cuidado. Aurora limpió bien los rastros de sangre seca de la herida, y una vez terminó, buscó otra bandita, esta vez más un poco más grande que las que otras, y con otro diseño.
La adhirió a su nariz con cuidado, cubriendo esa especie de corte que tenía allí. El roce de los dedos de la chica en su piel le hizo algo que no supo explicar, pero que se sintió como un frío repentino en la espina dorsal.
Luego sintió la bolsa de hielos nuevamente en su ojo. La castaña la apoyaba suavemente allí, moviéndola de tanto en tanto para cubrir todo el moretón.
Abrió el ojo que no estaba siendo atendido y se encontró a sí mismo mirando a Aurora, lo concentrada que parecía aún, la preocupación en su mirada y detalles en los que no se había fijado antes.
Sus ojos enormes eran brillantes. Y Milo podía estar equivocado, pero podía jurar que ese brillo tenía forma de estrella, como sus galletas.
Milo suspiró sin darse cuenta, y los minutos pasaron entre ellos, hasta que el hielo se fue derritiendo.
Aquello se sintió tan diferente, como una especie de consuelo.
Trató de remontarse nuevamente a la última vez que alguien lo había tratado con tanta ternura, y el único recuerdo que vino a su mente fue el de su niñera Augusta, de una vez que cayó de la bicicleta y ella fue la única que lo curó y lo abrazó hasta calmarlo.
Solo eso era lo más similar a lo que estaba experimentando.
[•••]
Tiempo después, Aurora quitó la bolsa una vez que la mayoría ya estaba llena de agua.
—¿Mejor? —Preguntó suavemente.
Milo solo asintió, aún medio perdido en el rostro de su vecina.
Aurora empezó a guardar las cosas de su botiquín nuevamente, y se lo llevó junto a la bolsa para regresarlas a su lugar.
El muchacho esperó sentado, pero supuso que, ahora que lo había ayudado, ya debía despedirse. No quería molestar más.
Pero quedó aún más sorprendido cuando vio a la castaña regresar con dos vasos de jugo.
[•••]
—Ten, es de melón. —Dijo su vecina tímidamente, sentándose nuevamente frente a él y tendiéndole uno de los vasos.
Aún completamente mudo, el pelinegro recibió el vaso, solo llegando a agradecer con un gesto con la cabeza.
Era la primera vez que él estaba tan callado. Pero simplemente estaba pasmado. No sabía cómo empezar a hablar.
Pero tenía que decir algo, salir de ese estado, al menos intentarlo.
Tomó un sorbo de la bebida para darse coraje y se encontró con el agradable dulzor de la fruta hecha jugo. Ya había probado jugo de melón antes, pero era la primera vez que lo encontraba tan agradable, posiblemente porque lo había hecho Aurora.
[•••]
—Gracias. —Milo susurró al fin.
Aurora negó modestamente. —Hice el jugo para mi desayuno, pero hice de más. Es mejor que te lo dé a desperdiciarlo. —explicó en voz baja. —Creo que soy mala calculando cantidades. —Habló nerviosa, como disculpándose.
—No solo eso... gracias por todo. —El pelinegro continuó. —En serio. —dijo, a pesar de que sus palabras eran diminutas comparadas con el agradecimiento que sentía.
Aurora solo asintió modestamente. Algo en la sencillez de sus gestos siguió haciendo que el pecho de Milo se sintiera estrujado.
[•••]
Se acompañaron tomando el jugo en un nuevo silencio, que se sentía natural.
Milo aún no deseaba contarle lo que pasó a Aurora. Le daba muchísima vergüenza.
Pero también supuso que ella ya debía deducir algo. No era tonta. Heridas como las que él tenía no se hacían en una caída, el hecho de que había peleado con alguien era obvio.
Milo seguía muy triste al recordar lo que pasó el día anterior. Pero sabía que las cosas jamás volverían a ser iguales; su amistad con Alex se había roto por completo.
Solo esperaba estar mejor el lunes, porque ese día debía volver al trabajo.
Una vez terminaron de beber el jugo de melón, Aurora se llevó los vasos vacíos a su cocina, donde los lavaría.
Con ese último detalle, ahora sí había llegado la hora de irse.
Milo se levantó del sillón con cierta torpeza, aún sintiendo el peso de ese momento, como si las palabras y los gestos de Aurora hubieran dejado una huella en su piel, más duradera que las benditas en sus nudillos.
Ella lo acompañó hasta la puerta, caminando en silencio, aunque su presencia parecía llenar cada rincón del espacio que compartían. Cuando llegaron al umbral, Milo se detuvo y giró lentamente hacia ella.
—Aurora... —comenzó, pero las palabras se le atascaban en la garganta. Había tanto que quería decir, tanto que no sabía cómo expresar, tanto que ni siquiera entendía.
Ella solo lo miró, esperando sus palabras pacientemente.
—Gracias otra vez, por… todo esto. —Milo continuó, señalando la bandita en su nariz y en sus manos. Las palabras salieron de él con sentimiento y profundidad. —Siempre eres buena conmigo, a pesar de todo. —Murmuró, más para sí que para ella, aunque Aurora lo escuchó.
Ella bajó la mirada, jugando con los dedos de sus manos en un acto nervioso, como si los cumplidos fueran algo a lo que no estaba acostumbrada. Eso solo llenó de preguntas a Milo, preguntas a las que no tenía respuesta.
—Bueno, si necesitas algo más… ya sabes dónde vivo. —Respondió la muchacha, con un leve tono de broma, pero sin perder esa calidez tan suya.
Milo rió, dejando que la tensión se disipara en él, y asintió, aunque la idea de buscarla otra vez lo ilusionaba y lo aterraba al mismo tiempo. Detestaría con toda su alma arrastrarla junto a él al hoyo en el que se encontraba. Ella no merecía algo como eso.
Dio un paso hacia atrás y salió al pasillo. Se despidieron una última vez, y Aurora cerró su puerta.
Milo cruzó a su departamento, pero lo único que podía pensar era en el de Aurora, en cómo, con su olor a canela y naranja, se había sentido más como un hogar que cualquier otro lugar al que hubiera pertenecido.
[•••]
Durante el fin de semana, se estuvo recuperando, pero a pesar de que el moretón de su ojo estaba muchísimo menos inflamado, seguía con el típico color morado. Por lo que no le quedó de otra que comprarse una base de maquillaje de su color, para al menos disimular al momento de ir al trabajo.
Respecto a la herida de su nariz, no había forma de ocultarla. Pero lo bueno era que, después de la bandita que le puso Aurora, la herida había cicatrizado.
Además, tuvo que ir a recoger su auto de la gasolinera, que casi había olvidado por completo con todo lo que había pasado.
[•••]
El lunes, a pesar del miedo a su padre y el desánimo, encontró la suficiente voluntad para ir al trabajo con el mejor ánimo que podía fingir.
Al llegar al edificio, tomó un gran respiro. El maquillaje disimulaba su moretón, pero de todas formas llevó sus gafas de sol en el bolsillo, para cualquier emergencia.
Casi en la entrada, vio a una mujer con su hija esperando posiblemente ser atendidas en una de las oficinas de los abogados asesores.
Y no le hubiera prestado atención si es que la camiseta de la niña no le hubiera llamado la atención. Era una camiseta de "La Bella Durmiente", además, entre sus manos traía una muñeca de la misma princesa.
Algo se revolvió en él, el nombre de Aurora lo acompañaba, aunque sea de manera indirecta. Y lejos de que el sentimiento fuera incómodo o extraño, lo llenó de otro tipo de sensación que no tenía idea de cómo definir.
Recordó la vez que le preguntó a su vecina si precisamente su nombre venía de aquel cuento, y cómo inicialmente él había confundido "La Bella y la Bestia" con "La Bella Durmiente".
Sacudió la cabeza y subió a su oficina. Intentó saludar de lo más tranquilo a sus compañeros y colegas, y se encerró en el lugar, sentándose en la silla de su escritorio, listo para la gran pila de trabajo que lo esperaba.
[•••]
Prendió la computadora, acomodó los documentos apilados en su escritorio y empezó con su día.
Pero algo le impidió concentrarse; no eran sus heridas, ni era la incomodidad. Era algo que no sabía cómo explicar.
Se encontró a sí mismo entonces, buscando su libreta, esa donde había guardado el dibujo que hizo hace días, ese dibujo que su padre había arrugado y desechado.
Una vez la encontró, buscó entre sus páginas el dibujo. Lo sacó con cuidado, lo colocó mejor sobre la mesa del escritorio y se quedó mirándolo.
Ya no tenía cómo negar que era Aurora, pero al mismo tiempo, al dibujo le faltaba una cosa. Algo que lo completaría.
Buscó torpemente entre sus cajones algún lápiz blanco o un lapicero corrector, de aquellos que le servían para cubrir errores en algunas impresiones.
Cuando por fin lo tuvo entre manos, verificó que funcionara. Y empezó a modificar su dibujo.
El detalle que faltaba era en los ojos; les faltaba ese brillo. Ese brillo que vio.
Usó el lapicero corrector para darle ese toque, y con mucho cuidado y precisión, dibujó una pequeña estrella en cada ojo del dibujo, tratando de acercarse lo más que podía a la realidad.
No entendía por qué lo atacó la necesidad de terminar el dibujo de esa manera, de agregar ese detalle. Pero estuvo muy contento con el resultado.
Ahora el retrato reflejaba perfectamente la mirada de Aurora.
Se quedó mirando su obra varios segundos, sintiendo cómo una sonrisa se empezaba a asomar en su rostro, por la satisfacción de que haya salido bien, pero también por algo más.
Esta vez no volvió a ocultar el dibujo en su libreta, sino que buscó cómo tenerlo a la vista.
Con un pequeño pedazo de cinta, lo pegó en una de las esquinas de la computadora, de tal forma que no cubriera la pantalla o que cubriera muy poco.
Así podría ver su dibujo cada vez que estuviera frente a su computadora. Y, aunque no quisiera admitirlo, también era una forma de ver a Aurora, porque el retrato era de ella.
[•••]
A su mente llegaron nuevamente las imágenes de la mañana del viernes. De ella, de su amabilidad, cuidado, concentración, delicadeza y ternura inherentes.
Cerró los ojos para tener una mejor imagen mental de sus ojos enormes, su mirada nerviosa, su voz baja y un carácter que admiraba tanto como también envidiaba.
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