
OO7.
❝ 𝙀𝙣𝙩𝙧𝙚 𝙚𝙡 𝘿𝙤𝙡𝙤𝙧
𝙮 𝙡𝙖 𝙀𝙨𝙥𝙚𝙧𝙖𝙣𝙯𝙖 ❞
Las palabras calaron hondo en Milo. Fueron hirientes, pero contenían mucha verdad entre ellas, a pesar de que no quisiera admitirlo.
—Lárgate —espetó el pelinegro, señalando la puerta. No estaba dispuesto a dejar que las cosas escalaran, no quería pelear, y la conversación estaba tomando una dirección bastante mala, que no quería continuar.
Alex bufó con sarcasmo, afirmándose en su sitio. —No —se negó—. Intentas jugar a ser el pobrecito que quiere redimirse, como si eso borrara todo lo que has hecho o todo en lo que te has equivocado.
—¡Sé que no lo borra! —respondió Milo con desesperación—. Pero al menos estoy tratando. ¿Y tú? ¿Qué haces tú aparte de burlarte de todo y seguir actuando como si nada importara? —El pelinegro respiró, tratando de calmar su creciente ira—. Eres el menos indicado para decirme esto, sabes bien por qué —se defendió con una risa sarcástica.
Alex se notó ligeramente ofendido, pero lo disimuló bien. —Lo sé, yo también soy una mierda y lo acepto —respondió algo amargo—. Y no creo que darle pena a los demás arregle las cosas... No eres mejor que yo porque te dio un ataque de moralidad.
Milo dejó sus cajas vacías de nuevo debajo del mueble de la televisión, en un intento de calmarse. Volvió a ponerse frente a Alex y tomó un respiro.
—Lárgate —le pidió de nuevo, señalando la puerta con mucha más obviedad—. No quiero pelear contigo.
Alex rió como si no tomara las palabras de su amigo en serio, como si las estuviera ignorando a propósito. —Te conozco mejor que nadie, Milo. Sé exactamente quién eres. Y esta mierda de "quiero cambiar" no me la trago. Eres un fraude. Volverás a acostarte con una chica nueva cada semana, volverás a regresar tan ebrio que no recordarás tu nombre, y volverás a decepcionar a tu papá...
Eso fue suficiente.
Milo fue a abrir la puerta de un tirón, empujando y arrastrando a Alex hacia el pasillo mientras los insultos continuaban volando de ambos lados.
—¡Sal de aquí! —gritó Milo, su rostro encendido de ira, mientras seguía empujando a Alex hacia las escaleras.
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Pero el conflicto no quedó ahí, porque Alex estaba resistente a irse. Por lo que Milo tuvo que empujarlo y bajar con él para echarlo por completo.
Siguieron discutiendo, reclamándose cosas, porque ninguno estuviera en el lugar de juzgar al otro. Alex había cruzado un límite al mencionar lo de su padre, sabiendo que era un tema difícil para Milo.
El pelinegro solo quería sacar a Alex del edificio.
No quería que las cosas escalaran a un punto grave. Alex y él ya no estaban en sintonía. Ya no era lo mismo, ya nada lo era.
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Cuando finalmente llegaron a la entrada del edificio, Milo logró apartarlo con un empujón final. Alex tropezó, casi cayendo al pavimento, pero se estabilizó.
—¿Eso es todo? —se burló Alex. Su sonrisa burlona seguía allí, pero ahora había una chispa de ira en sus ojos—. No importa. Eres un maldito hipócrita, ¿sabes? —recalcó furioso.—Todo lo que tienes ahora es culpa tuya, Milo. Nadie más.
—Lárgate —Milo repitió una vez más, haciendo lo imposible para que las palabras de Alex no lo enfurecieran más—. No voy a hacer un espectáculo delante de mis vecinos.
Alex se rió. —¿Y si no quiero? —respondió, extendiendo los brazos, provocándolo aún más—. ¿Qué vas a hacer? ¿Golpearme? Vamos, hazlo. Demuéstrale al mundo que sigues siendo el mismo imbécil de siempre.
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Antes de que pudiera pensar y sobrepasado por la situación hasta un punto que ya no pudo controlar, Milo lanzó un puñetazo directo al rostro de Alex.
El impacto resonó en la entrada del edificio, y Alex tropezó hacia atrás, tambaleándose antes de recuperar el equilibrio.
—¡Hijo de puta! —gritó Alex, llevándose una mano al labio ensangrentado antes de lanzarse contra Milo con todo su peso.
Ambos cayeron al suelo, rodando mientras intercambiaban golpes. El sonido de sus respiraciones pesadas y los impactos de sus puños contra carne llenaban el aire. Alex logró ponerse encima de Milo y le dio un puñetazo en la nariz, pero Milo lo empujó con las piernas, haciéndolo caer de espaldas contra el pavimento.
Siguieron forcejeando, peleando e insultándose. Nunca pensó que pelearía con quien solía considerar mejor amigo suyo. Y más allá del dolor físico de los puñetazos, algo también dolía en su pecho.
Alex siempre había tenido más fuerza, pero Milo siempre había sido más alto. Se llenaron del polvo y la suciedad de la acera, hasta que, en un movimiento más estratégico, Milo pudo destrenzarse de la pelea, dejando a Alex en el suelo después de un último golpe.
Alex también se paró con algo más de dificultad. Ambos se quedaron quietos por un momento, respirando con dificultad, el rostro de cada uno marcado por los golpes.
Justo cuando iban a volver a golpearse, Milo atinó a tomarlo del cuello de la chaqueta y estamparlo contra la pared. —Vete —dijo furioso, empujándolo con fuerza hacia más afuera en la calle.
De repente, y con rostro lleno de furia aún, Alex le escupió antes de empezar a caminar. —Como sea —espetó jadeante, y por fin, entre humillado y adolorido, se fue.
[•••]
Milo se limpió el polvo de la ropa, dándose cuenta de que el pecho de su sudadera estaba manchado de su propia sangre, que caía de su nariz.
Solo pudo limpiarse con el dorso de la mano, viendo cómo, a pesar de aquello, su nariz seguía goteando.
Giró de vuelta al edificio, solo para darse cuenta de que varios de los pisos bajos habían salido a sus ventanas por el alboroto.
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La vergüenza lo invadió, pero entró al edificio, con la cabeza gacha y un leve cojeo, producto del espantoso enfrentamiento anterior.
[•••]
Cuando llegó a su puerta, se quedó allí unos momentos, respirando de manera irregular, con la mano en el marco. Pensó en lo que había sucedido. Pensó en lo que Alex le había dicho, en la forma en que había tocado un punto que no estaba dispuesto a aceptar: su incapacidad para cambiar de verdad. Pero lo peor era que, en el fondo, no sabía si Alex tenía razón.
Al final, se forzó a entrar. Aun así, su cuerpo seguía tenso. La herida en su nariz dolía, pero lo que más le dolía era el hecho de que todo había escalado hasta ese punto.
No podía poner excusas, porque a pesar de que trató de evitar el confrontamiento, terminó cayendo en las provocaciones de Alex.
Se dirigió al baño, donde se limpió apresuradamente la cara. Su reflejo en el espejo lo miraba fijamente, con la misma pregunta que había estado rondando su mente hace tiempo: ¿quién era realmente?
¿Era el idiota que se acostaba con una chica nueva cada semana? ¿Era el idiota que no podía hacer más que traerle vergüenza a su padre? ¿Realmente era todo eso?
Alex tenía razón. Querer cambiar no lo hacía mejor... y tal vez, al final, ni siquiera podría hacerlo.
Pero una cosa era clara: al menos lo intentaría. Y no para probarle nada a nadie, sino para estar bien consigo mismo.
[•••]
Lo más doloroso de ese día no fue la cantidad de golpes que compartió con Alex, sino la sensación de haber perdido a un amigo.
Milo sabía que las amistades se transformaban con el tiempo, que todas las relaciones no podían mantenerse iguales toda la vida. Pero, aún así, seguía siendo algo que lo afectó.
Ahora estaba resfriado, golpeado y sin el único amigo que creyó verdadero.
[•••]
Se cambió la ropa para poder lavarla, aunque ya estaba algo rendido considerando que la sangre era muy difícil de lavar.
Se puso una bolsa de hielo en el ojo derecho, donde había recibido un fuerte golpe que posiblemente lo dejaría con un moretón enorme. Su nariz estaba intocable, pero felizmente no estaba rota.
Regresó a su cama, apagó su teléfono, sin querer saber de nadie. Se cubrió con las sábanas y, a pesar de lo adolorido que estaba su cuerpo por la mezcla del resfrío y los golpes, intentó quedarse dormido.
[•••]
Y funcionó, ya que terminó tan profundamente dormido que pareció noqueado.
Fue bueno por un lado, ya que después de tantas noches de insomnio y sueño ligero, por fin podía descansar como una roca.
[•••]
Despertó al día siguiente, el viernes. Y agradeció que volvería al trabajo recién el lunes, porque no podía ir en ese estado, y peor ahora que debía verse aún más espantoso con la cantidad de moretones que ya debieron salir.
Eran apenas las ocho de la mañana, y a pesar de seguir resfriado, decidió tomarse un buen baño con agua fría, para poder bajar el color de los moretones de su cuerpo.
En la ducha, también se dio cuenta de que traía rasguños en los codos y rodillas, producto de cómo se habían trenzado en el suelo. Por un instante se preguntó cómo estaría Alex, ya que los dos quedaron igual de heridos.
Una vez salió, se puso ropa cómoda y otra bufanda. Se miró al rostro, dándose cuenta de que efectivamente se veía más espantoso que el día anterior. La herida de su nariz parecía una especie de corte, y el moretón que creció en su ojo hacía que tuviera que cerrarlo un poco de manera inevitable.
Solo pudo ponerse más hielo y esperar que eso lo ayudara un poco.
Se desparramó en el sillón, prendiendo el televisor para buscar algo que al menos pudiera distraerlo de volver a pensar en todo lo que había pasado.
No había nada bueno que ver, pero dejó el televisor en un canal de vida salvaje, tratando de concentrarse en el programa que transmitía.
[•••]
La puerta sonó con leves toques, extrañándolo unos segundos, hasta que dedujo quién podía ser. O de hecho, la única persona que podía ser.
Sus manos sudaron nerviosas y vio su reloj, seguía siendo temprano en la mañana.
No supo qué hacer, quería abrir la puerta, pero no quería que Aurora lo viera así, y decepcionarla a ella también, no más de lo que seguro ya hacía.
Fue corriendo a su habitación por unas gafas de sol que cubrieran el ojo herido, y solo una vez se los puso tuvo el suficiente coraje para abrir.
[•••]
Cuando Aurora lo vio y estaba a punto de saludarlo, el aire se quedó en su pecho, mirándolo algo asustada por varios segundos.
—¿Qué te pasó? —preguntó preocupada, mirando hacia su rostro.
Milo solo bajó la cabeza, era obvio que, a pesar de las gafas oscuras, su estado deplorable era notable. Por la herida en su nariz y las heridas de sus nudillos.
—No te preocupes, solo... fue un malentendido. —Suspiró. —Pensé que te habías enterado ya. —confesó sinceramente, recordando cómo otros vecinos habían sacado la cabeza para ver lo que sucedió el día anterior.
Aurora negó. —No sé nada. Ayer me fui al trabajo a la una y media...
Milo asintió levemente y comprendió. Su vecina justo se fue cuando él estaba almorzando con Alex, cuando aún no había pasado nada. Era bueno hasta cierto punto, no habría soportado ver a Aurora a los ojos si es que ella hubiera presenciado la pelea. Eso hubiera sido muchísimo más humillante.
—Bueno, quédate tranquila, ¿sí? Estaré bien. Solo necesito descansar. —Milo aseguró, para luego aclararse la garganta. —¿Y qué te trae a mi puerta ahora? ¿Pasó algo? —preguntó lo más amable posible, para disimular su creciente vergüenza y cambiar rápidamente el tema de conversación.
Aurora pareció dudar, como si sus planes hubieran cambiado por completo. Aún así, sacó un pequeño frasco de su bolsillo. —Ayer, en la noche, hice un jarabe de jengibre con miel...—confesó en voz baja y dudosa. —Para tu resfrío. —Le tendió el pequeño frasco.
El corazón de Milo se estrujó, y siguió con la mirada baja a pesar de que recibió el frasco. ¿Por qué tenía que ser tan linda con él?
—Ay, Aurora... yo no merezco... —empezó, lleno de vergüenza.
—¿Podrías quitarte las gafas? Por favor. —La tímida muchacha interrumpió sin querer, en un suave y nervioso pedido.
Milo muy bien podía decir que no, pero algo en él no pudo hacerlo. Se quitó las gafas oscuras con cuidado y levantó poco a poco la vista, con algo de miedo por la mirada que podía encontrar en Aurora.
Y, si bien sí encontró desaprobación y decepción, notó algo más... pena, compasión, o algo así.
Milo intentó sonreírle. Pero su mueca fue nerviosa y llena de vulnerabilidad, por lo que solo pudo mirar al suelo de nuevo.
Hubo silencio un momento, en el que Milo se sintió extremadamente expuesto. Jugó con las gafas en sus manos de manera disimulada, para calmar sus nervios ante la mirada de Aurora.
Su vecina suspiró. Pasando sus ojos por el rostro de Milo una última vez.
—Ven. —susurró de repente la muchacha, en un tono nervioso, señalando su apartamento. —Te ayudaré.
El pelinegro quedó entre estático y sorprendido. Un millón de preguntas invadieron su mente, y con ninguna se pudo explicar el tipo de sentimiento que lo invadió.
—No, Aurora. No tienes que. —explicó en una especie de suspiro tan nervioso, que su voz tembló. No podía aceptar aquello, era mucho más de lo que alguien como él merecía.
—Tengo hielo y un botiquín. —respondió la muchacha en un tímido susurro, abriendo la puerta de su apartamento. —Ven... antes de que me arrepienta. —dijo, y, a pesar del nerviosismo en su voz, pudo notar algo de humor.
Solo eso pudo tranquilizar a Milo, que pudo soltar el aire que no notó que estaba reteniendo. Y, a pesar de que algo en él se seguía sintiendo mal por aceptar, lo hizo.
—Sí, señora. —respondió, siguiendo la ligereza de la conversación, mientras que, con unos pasos torpes, cruzaba de su departamento al de su vecina.
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