OO2.
❝ 𝘽𝙖𝙟𝙤 𝙚𝙡 𝙋𝙚𝙨𝙤 𝙙𝙚
𝙡𝙤𝙨 𝙊𝙟𝙤𝙨 𝘼𝙟𝙚𝙣𝙤𝙨 ❞
En la noche salió a botar la basura y, antes de dormir, esta vez sí recordó activar su alarma.
No durmió muy bien. Tenía algo de miedo de enfrentar a su padre al día siguiente.
[•••]
Cuando fue al trabajo al día siguiente, sintió las manos sudorosas al sostener el volante de su auto.
Pensó en sus palabras, en lo que diría para disculparse por el día anterior, en cómo abordaría el tema para que su padre no se enfureciera.
Estacionó frente a la notaría y bajó limpiándose el sudor en el pantalón de su traje. Era un edificio elegante, pulcro y organizado, como su padre.
Al entrar, los empleados lo saludaron con cordialidad. La gente lo trataba bien. Claro, sabían que era el hijo del jefe, y, en el fondo, esa era la única razón.
[•••]
Milo tomó el ascensor hasta el último piso, donde estaba la oficina de su padre. El zumbido del ascensor fue lo único que acompañó su trayecto.
Una vez ahí, la recepcionista lo saludó con una sonrisa y un guiño coqueto.
Se llamaba Evie. Era una muchacha joven y simpática, con quien también había tenido algún encuentro en el pasado.
Nunca se había sentido incómodo al saludarla; generalmente le coqueteaba de vuelta, pero esa vez no lo hizo. Esta vez se sentía distante, ajeno.
No la miró a los ojos. No pudo.
—¿Está mi papá? —preguntó, aclarándose la garganta y mirando hacia un costado.
Evie, sin notar nada extraño, siguió con su familiar sonrisa.
—Sí. Pasa a su oficina. No está ocupado por el momento —le respondió amable.
Milo asintió agradecido y caminó hacia la oficina.
[•••]
La puerta estaba cerrada, así que tocó.
La voz grave de su padre, indicando que pase, resonó a través de la puerta. Milo la empujó, asomando la cabeza primero, como si tuviera miedo de entrar por completo.
Su padre solo levantó la vista de los papeles que firmaba en su escritorio, mirándolo fijamente. No le dijo nada por un momento, esperando que su hijo fuera el primero en hablar.
Milo volvió a aclararse la garganta, tomando el suficiente valor para pasar por completo a la oficina y cerrar la puerta detrás de él.
Se sintió enmudecer ante la mirada expectante de su padre.
El hombre pareció suspirar al notar que su hijo no iba a hablar primero.
—¿Qué quieres? —habló, en un tono sombrío y severo.
Milo reaccionó un poco.
—Yo… lo siento… por ayer. Me descuidé y…
—¿Me sirven tus disculpas? —interrumpió su padre.
El pelinegro se calló y bajó la cabeza.
—No te entiendo, Milo —continuó el hombre, sin pararse, sin inmutarse—. No eres un niño. Que vengas con la cabeza gacha a pedir perdón no es lo que necesito. Tienes que tomar responsabilidad por tus decisiones y por tu vida. Hasta que no lo hayas hecho, no quiero escucharte. —Comentó de forma dura. —Ahora vete y haz tu trabajo. —espetó al final.
Milo solo asintió, rendido, y en un silencio humillante se fue.
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En la recepción, Evie volvió a hablarle.
—Oye, ¿estarás libre en la noche? —Su tono había sonado divertido y amable.
—No —respondió Milo, más cortante de lo que quiso, sin siquiera voltear a mirarla, con la única intención de escapar de aquel piso.
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Regresó al ascensor y bajó hasta el tercer piso, donde trabajaba él y donde una gran pila de documentos lo esperaba, incluidos los que no atendió el día anterior por su ausencia.
Se sentó en su escritorio, rendido, a leer lo que debía, entre documentos de testamentos, compraventas, bodas, divorcios y más.
La firma de un notario era valiosa para cualquier documento, y, al ser su padre uno de los notarios más conocidos, valía aún más.
Milo se encargaba de aprobar los documentos que serían firmados y de redactar otros tantos para los clientes habituales. Aunque siempre tenía la idea de que estaba revisando algo mal, de que estaba redactando algo mal. Y no tenía sentido, porque había pasado cinco años en la universidad para poder hacer las cosas sin miedo.
Varios abogados más trabajaban en el edificio haciendo lo mismo que él: dando asesorías y demás.
Pero a los otros empleados de su padre sí les gustaba lo que hacían; a Milo, no. Solo lo hacía porque eso decidió su padre cuando salió de la escuela. Porque así tenía asegurado un futuro cómodo y un presente sin necesidades económicas de las que no se quejaba.
La idea de cometer un error lo perseguía. Y fue peor después de esa mañana, porque junto a todos los pensamientos conflictivos que venía arrastrando desde hacía un tiempo, casi se volvió loco.
[•••]
Definitivamente trabajó hasta más tarde de lo habitual. Generalmente tenía unas dos horas de almuerzo desde el mediodía hasta las dos de la tarde, y luego trabajaba de dos a seis.
Pero ese día no salió a almorzar. La pila de papeles por revisar y redactar no se acababa. Posiblemente su padre le había puesto más a propósito, para darle un escarmiento, y no estaría mal hacerlo.
Las dos horas que no salió no sirvieron de mucho, porque terminó quedándose en la notaría hasta las nueve de la noche. Todos ya se habían ido; ni siquiera el personal de limpieza estaba para hacerle compañía.
Estaba completamente solo en un edificio alto. Su despacho era la única oficina prendida. Las puertas estaban cerradas, y estaba técnicamente encerrado.
[•••]
Conducir de vuelta a su apartamento fue lo único que le trajo algo de paz. Había terminado, dejado todo en orden y, por fin, tenía espacio para descansar.
Con suerte, el día siguiente sería diferente y mejor.
Dejó su auto en el garaje del edificio y fue a tomar el ascensor. Estaría loco si se le ocurriera subir siete pisos con lo cansado que estaba.
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Una vez subió al ascensor, apretó el botón de su piso, pero antes de que la puerta se cerrara, vio que Aurora también iba llegando. Sacó su brazo para evitar que el sensor de la puerta se activara.
Su vecina llegó rápidamente, dándole las gracias en un susurro tímido.
Se saludaron cordialmente y, ahora, solo ellos dos, el ascensor subió.
Había silencio. Milo no sabía si debía hablarle. Aurora también parecía cansada y estaba con el uniforme del centro de terapia física donde dijo que trabajaba. Esa típica ropa que llevaban los doctores y enfermeros, que parecían pantalones anchos y una especie de camiseta.
—¿La ropa de los doctores tiene algún nombre? —Milo terminó preguntando, dejando que su voz saliera antes de que su cerebro lo pensara.
Era como si necesitara aminorar la tensión y preocupación del día, incluso con una conversación trivial.
Aurora, algo sorprendida por la repentina pregunta, lo miró un momento.
—Pues, le dicen pijama quirúrgica —respondió en su típico tono bajo.
Milo asintió.
—Pues sí parece pijama —decidió bromear un poco—. He visto que la de los dentistas incluso trae dibujitos. Debe ser divertido.
Aurora sonrió un poco.
—Sí, la de los pediatras también —comentó—. La de los fisioterapeutas solo es azul oscuro… al menos donde yo trabajo.
Milo asintió, viendo mejor el color del uniforme de su vecina. Recordaba que ella había mencionado que trabajaba en la tarde, lo que podía ser la razón principal por la que coincidieron en el ascensor.
Ella llegaba de una jornada normal de trabajo, mientras él llegaba después de horas extra.
[•••]
Casi llegando al quinto piso, el ascensor hizo un ruido extraño, se sacudió un poco y se detuvo.
Al principio, ambos jóvenes pensaron que alguien más iba a entrar para seguir subiendo. Pero la puerta del ascensor no se abrió.
Milo volvió a apretar el botón del séptimo piso, pero nada sucedió. Luego, como alternativa, intentó apretar el botón que abría la puerta del ascensor, pero tampoco funcionó.
[•••]
Notó una creciente ansiedad en Aurora, lo que también le provocó ansiedad a él. Pero trató de mantener la calma.
—Es un ascensor viejo —dijo Milo con un tono que intentó sonar despreocupado, apoyándose en la pared—. Seguro volverá a moverse en un minuto —intentó consolarla, volviendo a apretar el botón de su piso varias veces.
[•••]
Pasaron un par de minutos, en los que ambos se dieron cuenta de que, efectivamente, habían quedado atrapados y el ascensor estaba averiado. Milo mantuvo la tranquilidad, sin dejar que el pánico lo invadiera. Sabía que esos casos tenían solución.
Aurora, con la mano un poco temblorosa, apretó el botón de emergencia del ascensor, que enviaría una alerta a portería para que llamaran a los bomberos. El botón funcionó, por lo que se entendió que la alerta ya estaba enviada.
Solo debían esperar.
[•••]
La castaña, sumamente callada, se veía muy asustada. Se abrazó a los codos y una de sus piernas temblaba un poco.
Milo, sin saber exactamente qué decir para no verla así, hizo su mejor intento.
—¿Tienes claustrofobia? —preguntó.
—No —respondió Aurora—. Solo... es la primera vez que esto me pasa.
El rostro de Milo se suavizó.
—Pues a mí también... pero no creo que sea el fin del mundo. Los bomberos ya deben estar en camino. Seguro están acostumbrados a rescatar gente de ascensores averiados —dijo con un tono ligero y una sonrisa.
El tono no funcionó mucho en Aurora, que seguía con una expresión asustada. Milo se preocupó un poco más.
—Tranquila, estaremos bien —continuó con una voz más suave—. Solo esperemos —aconsejó, apoyando nuevamente la espalda en la pared del ascensor y rodando hacia abajo hasta quedar sentado en el piso—. Siéntate... hablemos de algo para que te distraigas.
Aún tensa, Aurora asintió y se sentó igual que Milo, solo que pegada a la esquina del frente, manteniendo cierta distancia prudente entre ambos.
[•••]
Milo tomó un respiro. —Cuéntame, ¿cómo te fue hoy?
Aurora pareció dudar, jugando con sus dedos nerviosamente, como si no supiera cómo responder a una pregunta así debido a su timidez.
—Me... fue bien —terminó contestando, mirando al techo—. Los pacientes colaboraron mucho hoy...
—¿Qué tipo de casos atienden? ¿Recuperación para fracturas o algo así? —Milo siguió preguntando, con la intención de que Aurora siguiera hablando y así disipara sus nervios.
La castaña asintió y luego tragó saliva.
—Sí, generalmente hay pacientes que se recuperan de lesiones fuertes, como fracturas de cadera. También atendemos adultos mayores, para ayudarlos con su motricidad —comentó, un poco más tranquila, aunque aún jugaba con sus dedos—. También hacemos terapia con niños que tienen displasia de cadera, pie plano o problemas de motricidad.
El pelinegro la escuchó, y no solo por cortesía. De hecho, le pareció interesante. En su mente, no había considerado que la terapia física pudiera abarcar tanto.
—¿Siempre has querido ser fisioterapeuta? —preguntó, decidido a que la conversación no muriera durante la espera por ayuda.
Aurora negó con la cabeza, mirando sus manos.
—Al principio quise ser pediatra —dijo en una voz más baja que antes—. Pero mis padres no tenían suficiente dinero para pagar la carrera, por los estudios de mis otras dos hermanas... pero está bien, al final me gusta mucho lo que hago —añadió con una pequeña sonrisa que denotaba dulzura y tranquilidad.
Milo sonrió también. Era lindo escuchar que alguien encontraba disfrute en lo que hacía, a pesar de las adversidades iniciales.
Iba a decir algo más, pero se distrajo al ver cómo Aurora miraba la hora en su teléfono y, después de eso, buscaba algo en su bolso de tela.
La vio sacar un inhalador de asma, destaparlo y tomar una bocanada.
—¿Tienes asma? —preguntó, a pesar de lo obvio de la respuesta.
Aurora asintió con timidez, volviendo a tapar y guardar su inhalador.
—¿Tú... tú siempre has querido ser abogado? —preguntó ella esta vez, regresando a la conversación.
Milo negó con la cabeza.
—No, pero tampoco tenía idea de qué otra cosa hacer... trabajar con mi padre era lo más cómodo —contó—. No es que lo odie, pero tampoco me gusta. No me quejo: tengo un departamento propio y un sueldo decente —suspiró—. A diferencia tuya, yo sigo sin encontrarle gusto a lo que hago. Pero, honestamente, si tuviera la oportunidad de elegir otra cosa... tampoco sé qué sería.
—Siempre habrá tiempo para pensarlo... supongo—respondió Aurora en un tono suave, pero con un aire alentador.
—Sí —Milo suspiró, con algo más de consuelo—. Pero últimamente no me he sentido muy bien. Me he estado cuestionando mucho lo que hago, por qué lo hago... y por qué ya no me siento tan cómodo como antes —empezó a decir—. Lo peor es que no sé qué hacer, ni de dónde salen estos juicios hacia mí mismo que antes no tenía. No es que me sienta una mala persona... o bueno... no lo sé —comentó, dándose cuenta de que estaba empezando a hablar de más.
Sacudió la cabeza. No debería compartir cosas en exceso ni abrumar a la pobre Aurora.
—Lo siento —continuó Milo—. No soy tan irresponsable como parezco. Siempre llego a casa aunque esté ebrio, nunca manejo en ese estado, y siempre uso condón y... —se tapó la boca bruscamente, porque ya se estaba avergonzando a sí mismo.
Había hablado de más, dando detalles que nadie quería escuchar y que habían cruzado el límite de lo prudente para hablar con alguien que no era su amigo.
Aurora se notaba más incómoda, posiblemente por el último giro de la conversación, y con toda razón. Parecía haberse pegado más a la esquina donde estaba sentada, lo que solo hizo que Milo se sintiera peor.
[•••]
—Perdón —dijo Milo, ocultando el rostro en las manos. Había arruinado por completo su interacción—. Qué desastre...
Hubo un silencio espantoso entre ambos. Un silencio que, al menos a él, lo mataba de vergüenza.
¿Quién mierda le hablaba de condones a su vecina?
¿Por qué que tenía que arruinar absolutamente todas las conversaciones que tenía?
O mejor dicho...
¿Por qué siempre lo arruinaba todo?
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