
O19.
❝ 𝙍𝙤𝙢𝙥𝙞𝙚𝙣𝙙𝙤
𝙘𝙖𝙙𝙚𝙣𝙖𝙨 ❞
Una emoción envolvente hizo que el cuerpo de Milo temblara un poco.
Apenas podía respirar. Su pecho subía y bajaba con agitación mientras sentía la calidez de la presencia de Aurora.
Jamás había sentido algo tan fuerte, pero era tan hermoso que podía sentir su cuerpo encogerse ligeramente.
Milo se agachó hasta la altura de Aurora. Ella se acercó a su rostro con timidez, pero, a pesar de eso, besó los párpados del muchacho y los rastros de sus lágrimas.
Sintió que su respiración se agitaba, como si cada latido en su pecho golpeara contra su piel con una fuerza imposible de contener y él… él sintió que se quebraba por completo.
El cuerpo de Milo se encogió aún más sin darse cuenta. Dejó que Aurora lo consolara y sintió cómo, con cada beso delicado de la muchacha, su corazón iba sanando.
Sanando de todas las presiones y expectativas que sentía que no cumplía, de los sueños frustrados que reprimió por mucho tiempo, de sus malas amistades, sus miles de errores y terribles decisiones, y de su pasado dañino.
Ahí, en los brazos de Aurora, era más que la imagen que había dado a conocer de sí mismo por mucho tiempo. Ahí, con ella, sentía que no era difícil ser amado, como él pensaba.
Lloró todo lo que había estado reteniendo, lloró durante el tiempo que necesitó. Y en cada una de sus lágrimas, el beso más dulce las cubría.
[•••]
Se terminó calmando eventualmente, aún aferrado a la castaña. Recuperó el ritmo normal de su respiración y sintió que un enorme peso se iba de sus hombros.
Aurora era todo lo que podía soñar. Con ella se sentía vivo y más cerca del hombre que quería ser.
Recordó las palabras de Mónica nuevamente, pero no de mala manera, porque simplemente se juró a sí mismo no dejar de luchar para ser un poco más digno de Aurora cada día.
[•••]
Aurora dejó un último par de besos en sus párpados y se separó.
Milo aún seguía perplejo, pero no la soltó. Y posiblemente nunca más iba a querer hacerlo.
Llevó una mano a la mejilla de Aurora, manchándola de pintura ahí también.
—Vas a volverme completamente loco... —susurró, uniendo sus frentes—. Y no me estoy quejando, por cierto —comentó con ligereza.
Hubo silencio por unos instantes en los que disfrutaron la cercanía íntima entre ambos.
—Nunca me había sentido así —Milo habló de nuevo—. Y... lo siento mucho si parezco un intenso de mierda, pero no puedo evitarlo.
Aurora casi rió nasalmente. —No, así está bien. —aseguró. —Me gusta —susurró también.
—¿En serio? —Milo respondió entre incrédulo y algo juguetón.
Aurora asintió con una pequeña sonrisa nerviosa.
Con esa respuesta, algo pareció encenderse en el muchacho con diversión y algo más.
—Ten mucho cuidado con lo que sale de tu boca, Aurora Alcott ... No sabes el tipo de luz verde que me estás dando con lo que dices... —advirtió con una sonrisa—. ¿Estás segura?
Aurora pareció sorprendida mientras intentaba resistir la risa por la vergüenza, pero volvió a asentir.
—Después no te quejes —Milo advirtió una última vez, pero no esperó respuesta, porque se acercó a besarla.
[•••]
No hubo titubeos ni vacilaciones. Fue un beso urgente, profundo, tan intenso que hizo que Aurora soltara un leve jadeo entre sus labios. Milo sintió cómo su mundo entero se reducía al calor de su boca, al roce de su piel contra la suya.
El beso se intensificó con desesperación. La lengua de Milo rozó el labio inferior de Aurora en una caricia traviesa y atrevida, haciendo que ella soltara un suspiro ahogado contra su boca.
Milo deslizó sus labios hasta la comisura de su boca, dejando un beso lento ahí antes de deslizar su lengua con ansias dentro de su boca, encontrando la suya en una danza ardiente y húmeda que él inició y guió.
Su respiración se mezclaba con la de Aurora, acelerada, errática, mientras su pulso martilleaba ensordecedor en sus oídos.
La besó como si quisiera robarse cada uno de sus suspiros. Su corazón latía desbocado dentro de su pecho, su piel se erizaba con cada caricia, y con cada roce de ese beso apasionado.
[•••]
Se separó, no porque quisiera hacerlo, sino porque el aire empezó a faltarles a los dos.
Abrió los ojos lentamente y la vista de Aurora le causó una sonrisa casi cómica.
Había quedado muy parecida al lienzo de Milo, cubierta de pintura de la cintura para arriba, incluso hasta el cabello, por las caricias de las manos inquietas del muchacho en aquel beso intenso.
Aurora también abrió los ojos, pero con una especie de sorpresa que la dejó bloqueada. Tenía los labios hinchados y todo el rostro impreso con pintura por los dedos de Milo.
—Ese, es un beso francés —susurró el pelinegro, dispuesto a molestarla un poco.
Pero la muchacha aún parecía muy pasmada para terminar de reaccionar.
—Oh... —fue lo único que llegó a decir.
Milo se rió con ganas, pero no por burla, sino por la dulzura de aquella escena.
—Creo que... debemos pedir algo para almorzar —comentó Aurora, aún perdida en su mente.
Ya eran casi la una de la tarde, por lo que tenía razón. Pero Milo sentía que podía molestarla aún un poco más.
—No sé... Yo ya comí bien —bromeó, relamiéndose los labios, sintiéndolos hinchados también.
Aquella broma pareció ser lo que, por fin, hizo reaccionar a Aurora, haciéndole ganar a Milo un golpe juguetón en el brazo que solo lo hizo reír más.
[•••]
Pasó el resto del día con ella, y Milo no pudo estar más feliz.
Pidieron comida a domicilio, se lavaron la pintura de la piel (porque, de la ropa, no se podía), almorzaron juntos y vieron una película.
Recién en la noche, Aurora cruzó a su apartamento, y Milo tuvo que resistir cuánto deseaba que se quedara, tenerla en sus brazos tan solo un poco más, pegada a su pecho en un abrazo que no quisiera soltar.
[•••]
Pero debía aceptarlo. El día siguiente era lunes y los dos regresarían al trabajo.
Además, Milo debería enfrentar a su padre una vez más, posiblemente sobre el viernes, el día que se ausentó.
Estaba listo para eso, a pesar de que le daba un poco de miedo. Ya podía presentir y deducir muchas palabras del discurso que recibiría, por lo que, dentro de lo que se podía, iría preparado.
[•••]
Al día siguiente, mientras trabajaba en su oficina, su padre lo llamó a su despacho mediante Evie.
Milo ya se lo había estado esperando desde primera hora de la mañana. Solo fue en el ascensor hasta el último piso.
Arriba, Evie lo miró un poco asustada, como si ella misma también presintiera lo que se avecinaba.
El joven pasó hasta donde lo esperaban. La puerta del despacho de su padre estaba abierta, por lo que ambos se vieron directamente apenas Milo cruzó el umbral.
El hombre seguía sentado en su escritorio y, en un silencio punzante, invitó a su hijo a sentarse al frente.
Milo obedeció y se sentó erguido, dispuesto a tomar lo que se venía.
[•••]
—¿No piensas decir algo? —Su padre empezó casi amenazante.
Milo tomó un respiro. —Tú fuiste quien me llamó, así que supongo que eres tú quien quiere hablarme —contestó.
El hombre entrecerró los ojos con enojo. —¿Quieres jugar a ser gracioso, Milo? —regañó—. ¿Qué te pasa? ¿No crees que deberías tener la decencia de explicarme qué diablos pasa contigo?
—El viernes tuve una emergencia. Eso es todo —respondió Milo, explicando con la verdad la razón de su ausencia.
El hombre lo miró de forma aún más amenazante. —¿Qué emergencia? ¿Tu cumpleaños? ¿Beber con tus amigos hasta caer por alguna calle? ¿Meterte con una prostituta? —contestó casi riendo.
Milo apretó los puños disimuladamente. —Papá, sé que tal vez la forma en la que te hablé en la llamada no fue la mejor —continuó, intentando tranquilizarse—, pero no ha sido sin razón. Tuve algo muy urgente que atender, algo que no entenderías y que no es nada de lo que insinúas.
El hombre solo siguió mirando a su hijo con desaprobación. —¿Y cómo esperas que te crea, eh? Todo el tiempo me has dado decepciones, todo el tiempo he tenido que tragarme todo porque eres mi hijo...
—Lo siento mucho, papá. Pero... —Milo continuó, dispuesto a hablar más, pero su padre lo cortó.
—No me sirven tus "Lo siento" —espetó—. He pagado sin falta cinco años de universidad, incluyendo el año extra que hiciste por reprobar varios cursos. Te he dado un trabajo con el que muchos sueñan, tienes un departamento completamente tuyo y, ¿así me pagas?
Milo agachó la cabeza, con culpa. Entendía hasta cierto punto cómo se sentía su padre, pero siempre hubo algo que no supieron decirse.
—Lo sé, papá. Sé que te decepciono, que no soy el hijo que esperabas, que no cumplo con lo que quisiste para mí —suspiró—. Pero es precisamente eso. Todo para mí siempre ha sido ser lo que tú quieres, no lo que yo quería.
El hombre bufó. —¿Es mi culpa entonces?
—No, no dije eso —aclaró Milo—. Pero toda mi vida se ha basado en ser algo que no soy... Papá, no soy como tú. Si reprobé esos cursos en la universidad fue porque genuinamente ni entendía en qué estaba metido. Solo lo hacía por ti, para que estuvieras orgulloso, para que pudieras cumplir el sueño de decir que tu hijo heredaría tu notaría —confesó.
—Milo... —El hombre quiso interrumpir.
—Abuelo, escúchame —pidió el pelinegro.
Y el cambio en la primera palabra fue suficiente para que por fin algo en la dura expresión del hombre se quebrara por un segundo.
—Yo sé que mi mamá me tuvo muy joven, que eso pudo crear en ti cierta decepción hacia ella, pero... ¿Has visto lo inteligente que es? Ella podría hacer esto mil veces mejor que yo. Podrías darle la oportunidad, en vez de dármela a mí, que no la merezco —explicó con sinceridad.
El tema de su madre, al menos para su abuelo, siempre era algo de lo que no solía hablar. Pero Milo necesitaba hacerlo, porque se estaba sincerando de corazón.
—Nunca supe bien qué quería porque siempre tuve la presión de ser como tú, de darte orgullo, de seguir tu legado —continuó Milo—. Pero ahora sé lo que quiero, lo he descubierto, y no puedo... —Pausó un segundo—. No puedo seguir encadenado a algo en lo que siempre me equivocaré.
—¿Y qué vas a hacer entonces? ¿Cuál es este enorme descubrimiento? —preguntó el hombre, pero algo en su tono ya no era tan hiriente.
Milo dudó por un segundo si debía continuar, porque se estaba acercando a un terreno peligroso.
—Quiero... ser artista —confesó con sinceridad y vulnerabilidad, pero con la suficiente valentía para mirar a su padre a los ojos.
[•••]
El hombre se paró bruscamente de su asiento. Milo se alarmó y también se levantó, poniendo las manos adelante en señal de paz.
—Antes de que me eches de tu oficina, quiero que sepas que no soy la misma basura de persona que era antes, ¿sí? He... conocido a alguien que me hace sentir cosas que nunca he sentido. Y en verdad he descubierto por fin lo que realmente quiero para mi vida —confesó, totalmente vulnerable—. No espero que te lo tomes bien, ni que lo aceptes algún día... Solo quiero que me escuches —continuó—. Puedes despedirme, hazlo sin problema. Yo tengo algo ahorrado, podré valerme con eso un tiempo... No sé... Intentaré postular a una academia de arte y...
Su padre se acercó más, y cuando Milo empezó a encogerse, seguro de que lo tomaría de la camisa y lo echaría de nuevo a trabajar, pasó algo que nunca esperó.
Su abuelo lo abrazó.
Milo quedó tan sorprendido que ni se movió.
Los brazos de su padre lo sostuvieron con firmeza, como si intentara decirle algo que no podía poner en palabras.
Con mucha torpeza, Milo pudo corresponder al tacto poco a poco. Nunca había recibido un abrazo así de su abuelo. Cerró los ojos por un momento, sin saber exactamente qué sentir.
Pero entonces, con un suspiro pesado, su padre le dio una palmada en la espalda y se apartó lo suficiente para mirarlo a los ojos.
Milo sintió un nudo en la garganta, una mezcla de emociones que no podía descifrar del todo.
—Entonces… —Tragó saliva, sin saber muy bien qué quería preguntar.
El hombre lo miró con una seriedad más suave que de costumbre, con algo que se parecía a la resignación.
—No puedo decir que lo entiendo ni que me gusta. De hecho, todo lo contrario —su voz seguía firme, pero algo en su mirada había cambiado—. Pero si esto es lo que realmente quieres, entonces hazlo bien. No quiero verte otra vez desperdiciando tu vida, Milo.
Milo parpadeó, tratando de asimilar lo que escuchaba. ¿Era eso una aceptación? ¿O simplemente una tregua?
—No lo haré —dijo con seguridad, sintiendo algo arder en su pecho.
Su padre asintió una vez, mirándolo de arriba abajo, evaluándolo. Luego se giró y caminó de regreso a su escritorio.
—Entonces vete, no tienes más que hacer aquí —habló el hombre.
La frase sonó como una despedida y como una orden al mismo tiempo, pero Milo la entendió. Era la forma de su padre de terminar la conversación, de desearle lo mejor.
Milo lo miró un momento más, aún aturdido por lo que acababa de pasar.
Pero solo asintió, sabiendo que no debía decir más. Se dio la vuelta, pero cuando estaba a punto de salir del despacho, su padre le habló de nuevo.
—A ese "alguien" que has conocido... —comenzó el hombre con voz seria, apoyando los codos en la mesa de su escritorio, donde ya estaba sentado de nuevo—. Tienes que presentármela —ordenó.
Milo sonrió. —Sí, papá. Lo haré...
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