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O14.

❝ 𝙐𝙣𝙖 𝙏𝙖𝙧𝙙𝙚
𝙄𝙣𝙤𝙡𝙫𝙞𝙙𝙖𝙗𝙡𝙚 ❞

               Augusta se acordó de él con precisión. La madre de Aurora le trajo un vaso de agua, y Milo agradeció profundamente el gesto. 

               Luego, tanto la madre como Aurora se fueron a la cocina un momento para dejar que Milo y la anciana conversaran en privado, ya que parecía algo que ambos necesitaban. 

               Milo dejó el vaso vacío en la mesa de centro de la sala y se dispuso a seguir hablando con su antigua niñera, pero ella se le adelantó con una pregunta. 

               —¿Y desde cuándo sales con mi nietecita? —preguntó Augusta, haciendo que Milo casi se atragantara con su propia saliva. 

               —No, Augusta, somos vecinos. Por eso ella pudo guiarme aquí. Hace poco me enteré de que tú eras su abuela y quería visitarte —explicó el pelinegro con un creciente nerviosismo. 

               La anciana sonrió con comprensión, pero aún mantenía una expresión sospechosa en el rostro. 

               —Bueno, querido, es de lo más lindo verte —confirmó—. Pero yo ya estoy vieja, y esa mirada en tus ojos... yo la conozco —susurró con diversión—. Quédate tranquilo, guardaré tu secreto, porque sé que ya se lo dirás tú cuando te sientas listo —finalizó cariñosamente, dándole palmaditas afectuosas en el hombro del muchacho. 

               Milo se sintió expuesto, y no tenía sentido, porque había dicho la verdad. Él y Aurora eran vecinos y solo amigos. 

               ¿Qué había visto Augusta en sus ojos? ¿Qué había notado que él aún no? 

[•••] 

               Pasó media hora en la que los dos estuvieron hablando, recordando anécdotas, travesuras y más. Milo también la puso al tanto de su vida: le contó que ahora trabajaba con su padre y que ya era abogado. Además, aprovechó para decirle que había retomado el arte, pero solo como un pasatiempo. 

               Augusta quedó encantada, escuchándolo con ese cariño y orgullo que tanto recordaba. 

               Milo estaba tan contento que nunca antes un sentimiento tan pleno lo había invadido. Y a pesar de la nostalgia que también sentía, no podía evitar pensar que, por fin, algo de buena suerte llegaba a su vida. 

               No podía poner en palabras lo agradecido que estaba por lo que estaba viviendo. Por ese momento. 

               Si el mundo estaba tan lleno de coincidencias, como comentó la madre de Aurora, era porque la vida tenía sus formas de hacer regalos. 

               La esencia de Augusta no se había debilitado ni un poco, incluso a pesar de la fragilidad de su cuerpo. 

[•••] 

               Aurora regresó a la sala y anunció que el almuerzo estaba listo, mientras traía en las manos el bastón de su abuela. 

               Con ayuda de su vecina, Milo ayudó a Augusta a levantarse del sillón. La anciana se apoyó en su bastón y, con supervisión mientras caminaba, los tres se dirigieron al comedor. 

               Ahí, Milo notó que también estaban el padre de Aurora y una de sus hermanas. 

               Él se apresuró a saludarlos cordialmente, mientras la madre explicaba que la hermana era Mónica, la mayor, quien también había venido de visita ese fin de semana. Además, contó que la menor, Victoria, estaba pasando el día con una amiga suya, lo que explicaba su ausencia. 

               Aurora estaba algo callada, pero no parecía sentirse incómoda. Esa simplemente era su personalidad, y Milo ya lo sabía. De todas formas, la miraba de vez en cuando para confirmar que todo estuviera bien y, honestamente, también porque, al menos para sus ojos, era preciosa. 

               Todos tomaron asiento. Milo pudo sentarse al lado de Augusta y, además, tuvo la suerte de que Aurora se sentara junto a él. 

               La madre de Aurora, cuyo nombre era Cassandra, había preparado pollo al horno con puré de papas. Algo simple y no muy condimentado debido a la dieta que debía seguir Augusta por su salud. 

               Cuando los platos estuvieron servidos, Milo se aseguró de agradecer. Y, al notar que Augusta parecía tener dificultades para cortar el pollo de su plato, lo hizo por ella. 

               Ella lo había ayudado por años, incluso cortándole la carne en pedacitos como a todo un niño consentido. ¿Acaso él no podía hacer lo mismo por ella? 

               Augusta le agradeció con dulzura, mientras apretaba su mejilla con cariño. 

               —Mi niño siempre ha sido muy bueno. ¿Lo ven? —comentó la anciana a su familia. 

               Milo enrojeció por el cumplido, sintiéndose más afectado de lo que pensó. 

               Notó las sonrisas de la madre, el padre y Aurora. Pero solo fue la última la que le causó una especie de escalofrío, porque, de la nada (al menos para él), sus ojos parecían más brillantes. 

               Mónica, la hermana mayor, comía en silencio y no miraba a Milo más allá de lo cortés. Sin embargo, él no notó nada extraño; la muchacha podía ser reservada. 

[•••] 

               Durante el resto del almuerzo, Milo notó un gran contraste entre Aurora y Mónica con sus padres, quienes parecían hablar hasta por los codos. 

               Eran personas a las que no les molestaba compartir de más, y fue gracioso ver a Mónica pedirle a su papá que dejara de hablar y siguiera comiendo, porque la comida ya se estaba enfriando. 

               Milo nunca se había sentido tan cómodo con una familia que no fuera la suya. Seguía abrumado, pero en el buen sentido. 

               El señor Hannibal Alcott, el padre de Aurora, era un hombre de voz gruesa y amable, y la señora Cassandra Alcott tenía una risa difícil de olvidar por lo cómica que era. 

               En un momento, Mónica pidió que le pasaran el salero, y como el objeto estaba cerca de Milo, él decidió hacerlo. Pero no contó con que Aurora hizo lo mismo, provocando que se tomaran la mano de cierta forma al querer agarrar el salero al mismo tiempo. 

               Milo dejó de funcionar por un momento, pero enseguida quitó la mano, dejando que la castaña le pasara el salero a su hermana. 

               —Pareces un tomate —le susurró Augusta. 

               Milo la codeó suavemente en broma, provocando que la anciana se carcajeara con ganas, escupiendo su dentadura por accidente, lo que causó risas en toda la mesa. 

[•••] 

               Fue posiblemente la tarde más bonita de su vida y, definitivamente, un día que no olvidaría jamás. 

[•••] 

               De todas formas, la visita debía terminar a las cuatro de la tarde, porque Augusta tomaba una siesta a esa hora y después sus pastillas. 

               Faltando diez minutos para las cuatro, la despedida tuvo lugar. Milo abrazó nuevamente a Augusta con gran sentimiento, y la anciana correspondió con el mismo cariño. 

               —Cuídate mucho, querido Milo. Y ven a visitarme cuando quieras. Yo estaré aquí, siempre feliz de verte de nuevo —dijo la antigua niñera una vez que se separaron, mientras tomaba las manos de Milo entre las suyas. 

               El pelinegro asintió, tratando de evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas otra vez. 

               Entonces, Augusta se acercó más a él para susurrarle algo: 

               —Y, por favor, cuida mucho a mi Aurorita por mí. 

               Milo asintió con una risa emotiva. 

               —Sí, lo haré —prometió. 

               Augusta le dio un beso en la frente que lo conmovió. Y después, tanto la señora Cassandra como su hija Mónica ayudaron a la anciana, con bastón en mano, a caminar hasta su habitación.

[•••]

               Suspiró una última vez, pero sintió que alguien se posaba a su lado con cuidado. Era Aurora, quien lo miró con cautela y ternura para asegurarse de que estaba bien.

               El pelinegro, aún con las emociones a flor de piel, no pudo evitar lanzarse a darle un abrazo a la muchacha sin más.

               Estaba tan agradecido con ella, con el ambiente tan bello que la rodeaba y por la oportunidad de haber visitado a Augusta, que no pudo mandar ninguna señal a su cerebro para evitar el contacto.

               Iba a separarse en cuanto reaccionara, pero sintió que Aurora correspondió a su tacto, abrazándolo de vuelta con pequeñas y nerviosas palmaditas en la espalda, que se fueron suavizando hasta convertirse en caricias, a medida que Aurora se sentía más cómoda en aquel abrazo.

               Milo ya no se separó. Y disimuladamente la abrazó un poco más fuerte, susurrándole lo agradecido que estaba por todo.

[•••]

               Una tos fingida los hizo reaccionar. Era el padre de Aurora, quien no se había ido en ningún momento. Se soltaron rápidamente, pero su cercanía permaneció.

               Milo se avergonzó más, estuvo a punto de disculparse con el hombre, pero el padre solo rió con gracia, tomándose la libertad de bromear con los dos sobre lo encendidos que estaban sus rostros.

[•••]

               Cuando la madre y la hermana regresaron, el pelinegro y su vecina se despidieron también, ya que debían regresar a su edificio, y era Milo el encargado de conducir. Además, y específicamente en el caso de Milo, no quería causar ruido innecesario que pudiera despertar a Augusta de su siesta.

               Tanto la madre como el padre de Aurora le dieron un abrazo muy cálido de despedida, como si lo conocieran de siempre y no desde ese día. En el caso de Mónica, ella se limitó a estrechar su mano. Pero no fue incómodo, y no se sintió nada extraño.

               La familia abrazó de manera aún más cálida a la castaña. Su madre le dio un beso afectuoso en la frente (un gesto de cariño que parecía natural en la familia). Mónica sí apretujó a su hermana en sus brazos, recalcando que ella se iría más tarde.

               El padre también apretó a su hija en un abrazo sentido, a pesar de que era claro que se veían seguido. Aurora rió en los brazos de su papá, pidiéndole que la dejara respirar.

               Milo no podía hacer más que ver la escena con una ternura indescriptible.

[•••]

               El camino a casa en auto se sintió ligero. La presencia de Aurora en el asiento de al lado le daba una paz increíble. Así conversaran o no en el camino, y afortunadamente parecía ser mutuo.

               Milo estaba sumamente feliz; había una sonrisa que no se borraba de su rostro. La visita a su querida Augusta movió todas sus fibras, y en todos los mejores sentidos posibles.

               Se sintió querido, bienvenido y sin la necesidad de mostrarse como algo que en realidad no era.

[•••]

               —Te ves feliz. —Aurora susurró con dulzura, mientras un semáforo en rojo hacía detener el auto.

               —Lo estoy, Aurorita. —Milo sonrió, mirándola unos segundos.

               —Te queda bien... la felicidad, quiero decir. —La castaña se esforzó por explicar con algo de adorable torpeza.

               Milo enrojeció casi igual al color del semáforo. Las palabras de Aurora siempre provocaban algo en él, una especie de vuelco en el corazón que le daba cosquillas en el cuerpo.

               —Si me sigues hablando tan lindo, voy a pensar que quieres provocarme un derrame cerebral... uno que me deje hemipléjico, que me obligue a tomar terapia física contigo, y que así te deje absolutamente todo mi dinero. —Bromeó, inventándose una novela por el bien del chiste.

               Le sacó una carcajada a Aurora, una risa tan bonita que lo contagió a él, y provocó que siguieran riendo durante una buena parte del camino.

[•••]

               Ya en el edificio, tomaron el ascensor juntos.

               Disimuladamente, Milo se pegó un poco más a ella para sentir el calor de sus brazos rozándose.

               Y en un instante, el pelinegro sintió como sus manos parecían moverse con vida propia, como si fueran a tomarse de las manos.

               La punta de los dedos del joven rozaron con el dorso de la mano de su vecina. Milo cerró los ojos y, con una increíble fuerza de voluntad, alejó la mano.

[•••]

               En el séptimo piso, y en el pasillo, ambos quedaron frente a frente.

               Se suponía que iban a despedirse, pero una vez más, los pies de ambos parecían haberse pegado al suelo.

               El pelinegro no podía quedarse callado, por lo que se aseguró de mirar a su vecina a los ojos antes de hablar.

[•••]

               —Gracias, en serio. —Dijo sentidamente Milo, agradeciendo una vez más. —Este día ha sido especial para mí en formas que no puedo describir. Tu familia es preciosa. —Se sinceró. —Gracias por acompañarme.

               La mirada de la castaña se suavizó.

               —No es nada, me alegra que te sientas feliz. —Contestó Aurora con su típica modestia.

               —Eres tan buena conmigo, Aurora. No sé ni qué decir. —Suspiró. —Pero, te puedo confirmar que la bella esencia de tu abuela la tienes tú. —Halagó.

               Aurora enrojeció al instante, y pareció enmudecer.

               Milo sonrió con ternura. —Sé que tú y yo no hemos tenido un inicio cómodo, y que ha sido mi culpa en su mayoría. Pero quiero que sepas que aprecio tu amistad, tus detalles, tus esfuerzos para hablar conmigo y seguirme la conversación aunque te cueste hacerlo... todo de ti.

               Hubo silencio durante unos segundos, en los que Aurora tomó valentía para hablar, y Milo esperó pacientemente.

               —Te mentiría si te digo que esto de ser amigos no me causaba conflicto y desconfianza al inicio... pero creo que ahora... ya no tanto. —Habló casi en un susurro.

               —¿Ya no tanto? —Milo rió dulcemente. —Pues es un gran avance. —Añadió. —... Supongo que esa es la razón de tu despedida de ayer. —Bromeó.

               Notó que el rostro de Aurora se encendió más. —Perdón. —Balbuceó, jugando con sus manos. —Fue la primera vez que me atacó un impulso y... —Se empezó a explicar totalmente nerviosa, mirando a cualquier lado menos a él.

               Milo, con una sonrisa, tomó el rostro de Aurora entre sus manos con cuidado, se inclinó a su altura y besó su mejilla con ternura, interrumpiendo sus palabras sin querer.

               A diferencia del beso rápido y nervioso de despedida que Aurora le dio el día anterior, el de Milo pareció extenderse más de lo necesario.

[•••]

               Al separarse, Milo puso las manos detrás de su espalda. Notó un cambio en la mirada y presencia de Aurora, pero ninguno supo qué decir después.

               Las barreras físicas entre ambos comenzaban a desmoronarse poco a poco. Ya no eran tan incómodas ni tan extrañas. Pero cada roce, sacudía algo en él, por más simple que fuera.

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