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III

De amaneceres lúcidos y vaporosos

[Final]

         Removida mi interioridad por el efecto del vino, noto en la plenitud del amanecer que se cuela por entre la cortina mal cerrada de mi pieza, que mis emociones de la noche anterior fueron fruto de lo que llamo una hipérbole dionisiaca, esa exaltación de las emociones provocada por la lánguida embriaguez del vino. Soy una agradecida de haber desprovisto a mis ojos de mi celular durante la madrugada, porque me despojé del sentimiento intransigente que me habría golpeado cuando entrase a Instagram y viera el estado de Daour poco tiempo después de que se fue del apartamento: entre menguadas sábanas blancas junto a su novia —o no novia, vaya a saber uno—.
        Me alegro de no haber cometido la insolencia penosa de mendigarle tiempo y amor; y estoy casi feliz de haber amanecido con el sabor solitario del vino entre mis labios y no con la vergüenza de haberme confesado frente a alguien que probablemente me veía como un personaje episódico en su vida, por más que me disgustara tamaña realidad. Pero cuántos de nosotros no seremos solo personajes episódicos amilanados por la incertidumbre de la vida, retraídos de su ir y venir más fehaciente, subsumidos en el suburbio de las esquinas de un apartamento ceniciento y desabrido.
         Mas, pronto me aburre y me fatiga mi latoso egotismo, supongo que no soy una víctima de la vida, ni de su hablar cansino ni de su ritmo con sentido de supervivencia que me cuesta llevar. Tampoco soy una mártir del amor, por más que me reviente la certeza de su esencialidad en el quehacer humano. Solo me siento en cierto limbo evanescente, en donde me evaporo con facilidad ante la imposibilidad de la plenitud total y me hallo sumida en la eterna contradicción de la raza humana, porque paso de aspirar a ser una persona civilizada a aceptar que en mi casi felicidad soy solo una sobreviviente, que busca en el arrebol de las nubes del amanecer y en el degradé del crepúsculo un trozo de dicha que le ha sido arrebatado y que cuando llega la noche aún guarda la esperanza de encontrarlo en la llanura solitaria de la ciudad.
         Y como antes previne, susceptible al efecto del amanecer y a la fluctuación de los colores del día, al entrever el alba por la ventana soy acariciada por una confianza cuya efimeridad me niego a aceptar, porque es un nuevo día y un tímido sol de invierno me llega a las pestañas. Me convierto en un trasluz. Y aunque mi cabeza no ha sido retirada de la almohada logro encender la televisión y dejo que voces mudas de personajes invisibles fluyan, como los colores del amanecer en las paredes de ceniza de mi cuarto. Sucede entonces que las voces mudas me hacen sentir menos sola y me acompañan en mi resignación ante la convicción de otro sábado íngrimo más.
         Ya no estoy pensando si soy casi feliz o no, me siento en equilibrio. Aquí y ahora, sumergida en la tibieza de un amanecer frío, me prohíbo hacer el intento de hallar un anhelo impalpable y sabiamente destinado a perecer, simplemente estoy y existo, de la misma manera que existe el señor del edificio del frente y de la misma manera en que existirá el jolgorio cálido y anaranjado y anhelante de pura frescura en los bares cuando anochezca. Ahora me doy cuenta que así como el destello de las luces blande y nos relata la vida de seres invisibles, con sus cuitas y gozos, también es reflejo de una soledad congénita que se oculta tras nuestros corazones, una soledad propia, un espejo que dibuja la cuadrícula del metro cuadrado en que vivimos, con su tono cinéreo y aplomado, y que todavía guarda los ecos de esas voces adolescentes que pletóricas tuvieron tanto que decir y tanto que sentir.
         Tanto que amar. 



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