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II

Se nos cae la noche, con nosotros encima.

          —Perdona que haya venido tan de improviso, Milena —Daour se disculpa con afabilidad, mientras yo tengo que hacer un esfuerzo descomunal para que no note la forma en que mi mano derecha tiembla dolorosamente cuando cierro la puerta.

         —No es problema, mientras hayas llamado, al menos me das la oportunidad de limpiar un poco.

         —Tenía que llamar, no me gusta molestar a la gente cuando puede estar ocupada —explica, y secretamente le adoro por su forma tan considerada de ser—. Traje esto también, para compartir. —Daour saca de su mochila una botella de vino tinto y en ello atisbo una sonrisa tímida de su parte. De inmediato siento unas profundas ganas de saborearlo y me maldigo con indulgencia cuando me doy cuenta que mi anhelo no se limita al sabor del vino.

         Conocí a Daour hace un par de meses en un concierto de jazz gratuito al aire libre en la comuna. Sentados uno al lado del otro, nos fue inevitable no comentar la expertis de uno de los saxofonistas. Luego de eso nos fundimos en una jovial conversación en donde resolvimos que teníamos gustos y pasatiempos parecidos, incluyendo nuestra fascinación por el vino tinto. Con el tiempo conocí parte importante de su vida, como que está en una relación poco estable o que su banda favorita es Tool, que odia dormir con calcetines y beber café por las mañanas. Con todo, Daour es una persona muy reservada, reacciona con mesura ante lo irresoluto de la vida y su expresión facial a menudo resulta impasible, por lo que decir que le conozco en profundidad sería una bella, lacerante y vil mentira. Todavía, sin embargo, lo hago lo suficiente como para sentirme cómoda dejándolo entrar al apartamento.

         —¿Está bien si nos sentamos aquí?—pregunta con velada inseguridad, expulsando un encanto innegable. Un viento débil sopla y me permite una brizna de su olor cítrico y mentolado. Lo quiera o no, su aroma irradia un aura hermética con toques de dominación.

         —Está más que bien —confirmo gustosa, tomando asiento a su lado en el pequeño sillón del balcón, le entrego una copa y soy cuidadosa de no rozar mis piernas con las suyas.

         —Tú y tu gusto por las luces de la ciudad —jadea con simpatía, saca de su bolsillo un sacacorchos y no tarda un minuto en liberar al vino de la madera añeja que le aprisiona; casi siento empatía por el líquido burdeo.

         —Un gusto exquisito, a decir verdad, ¿acaso a ti no te gustan? —cuestiono ladina.

         —No sé. —Daour duda, concentrado en la manera en que el vino se derrama en la concavidad de mi copa—. La verdad es que prefiero el brillo de las estrellas —dice con cuidado, modesto.

         —Bueno, es que con el esmog de esta ciudad difícil me resulta verlas —añado con aires de resignación, aceptando la copa de vino y alzando la mirada al cielo nocturno.

         —En la costa se ven muy bonitas —murmura él.

         Desvío mi mirada del cielo y le observo dar un sorbo a su copa. Vuelve a soplar un viento débil, su cabello se mueve con gracia y su mano izquierda se aferra con fuerza a la copa. Concentro mi mirada y pienso que jamás me había percatado de la amplitud de sus manos, ni de la apetitosa forma en que sus articulaciones sobresalen de su piel.

         —No he tenido la oportunidad de ir a la costa —repliqué con suavidad, sintiéndome extrañamente avergonzada.

         Aparto la mirada con disimulo.

         —Anda conmigo un día —sugiere, y puedo sentir su mirada en mí, fragmentándome de a poco —. ¿Sabes por qué más no me termina de convencer la ciudad de noche?—inquiere como quien no quiere la cosa.

         —¿Por qué? — pregunto con auténtica curiosidad.

         —Cuando venía para acá hubo un accidente fuera de un edificio. No te quiero dar detalles porque de seguro te pones tensa y qué lata, cuando podríamos tensarnos por motivos más atractivos. Pero que sepas que no todo el mundo llegó feliz a su destino hoy, Milena, que lo sepas. —Daour le dio otro sorbo a su copa mientras yo hacía un esfuerzo astronómico por concentrarme en la razón de su desencanto por la urbe y no en la extraña emoción que me embargó al intentar descifrar el tipo de cosas atractivas que podrían tensarnos, además de lo sugestivo de imaginarlo esforzándose por llegar a mi edificio en un sitio tan despiadado como podía serlo a ratos la ciudad.

         —Tienes razón, supongo que la ciudad no ha de ser el sitio más propicio para que te ocurra un accidente o para morir —me atrevo a comentar.

         —Con toda sinceridad, no sé si haya un sitio en el que se sienta propicio morir.

         —No estoy tan de acuerdo —dije.

         —¿En serio?, ¿y dónde se te ocurre que sí? —cuestionó, quejumbroso.

         —Se me ocurre que siendo aplastado por una de esas luces que tanto te gustan, por el peso de alguna estrella quizás.

         Toda la noche podría haber esperado por una carcajada recóndita y remota, como la que afloró naturalmente de su garganta, y pese a ello, pienso que el sonido de su risa siempre me pareció brutalmente ajeno, como si no perteneciera a este mundo. Su presencia de pronto me parece oscuramente abismal y dantesca, de una forma atractiva.

         —Morir aplastado por una estrella ¡já! No me lo había planteado. Aunque estoy enterado de que no es físicamente posible, como sí lo puede ser la caída de un meteorito.

         —De todas maneras los meteoritos siguen siendo fragmentos de cometas, y los cometas parecen estrellas gigantes. No sé, igual se me hace muy poético.

         —Poético... Creo que sí, Milena, creo que sí. Morir porque te cayó un trozo de cometa encima, una estrella madre.

         El sonido lejano de una sirena nos despoja de la ensoñación. Nos quedamos en cómodo silencio, disfrutando del sabor del vino y de la brisa musical que rodeándonos parece advertirnos de mundos desconocidos y sentimientos milenarios desprovistos de la apatía moderna.
         Después de un rato de apacible conversación, le observo con sigilo, es encantadora la manera en que el destello de las luces de los edificios invade sus pupilas marrones y como el morado de sus manos es más el resultado del reflejo de esas estrellas invisibles que del frío que comienza a vagar en las alturas de la ciudad.
         Antes de que pueda irrumpir el silencio que nos sobrecoge, su celular comienza a sonar.
         Una pulsión oscura invade mi pecho y me obliga a apartar la mirada para enfocarla en un árbol que lejano es removido con intensidad por la brisa del invierno. No es necesario escuchar con disimulo lo que dice, mi cuerpo advierte antes que mi conciencia su inevitable partida.
         Vuelvo a colgar de una cuerda en abandono y me siento víctima de una existencia que hace tiempo dejó de resultarme placentera. Percibo la voz de Daour como una silueta desconocida que se funde en la niebla: seductora y donairosa, y me arden en la hiel las ganar de rogarle que se quede, hasta que con miserable resignación y apenas habiéndome otorgado el placer de escuchar sus últimas palabras, escucho la puerta de mi apartamento cerrarse con una suavidad nacida para descorazonar.
        No puedo mentirle a mi yo más benigno, la posibilidad de sentirme más ridícula no existe con mi eterna susceptibilidad a los cuentos rufianes, esperando un ingenuo final feliz en un mundo que no escatima en desgracias. Pienso que no pude darle un beso a la fragancia invernal de Daour, ni predecir su próxima venida —dulce embestida—, en donde sabe Dios que me dejaría destruir a voluntad. Me quedo con el ansia de morderle los puños de la camisa y de conocer los lunares que esconden sus clavículas. Me quedo con el ansia de ahogarme en la plenitud compartida de una botella de tinto, porque nada tiene más sentido que una muerte súbita entre dos.
         Ciertamente, me siento como un mal chiste cuando lo pienso, un animal risible destinado al extramundo. Mas no puedo obviar la exquisita visión de la botella de vino colmada hasta su tercio, un consuelo que llega como una estrella fugaz a la visión de un amante desventurado: imposible de desaprovechar, seductor por su eclecticismo, porque emborracharme sola ha sido a menudo un exquisito y mórbido consuelo a toda quimera autoinfligida. 

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