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I

Cuelga el crepúsculo de un deseo

         Más allá de la ventana, lejanos y fantasmales, ajenos al ajetreo y al incesante bullicio de la ciudad, el roble y el magnolio se abrazan. Considero que la ventana de mi cuarto toma un rol de cuadro, que en su marco bosqueja la desintegración del día enhebrando los hilos violáceos y rosáceos propios del velo hialino del ocaso. Me basta esa visión para sentir que me invade una sutil emoción gatillada por el milagro de lo novedoso: el atardecer y los edificios de la ciudad halagándose mutuamente, resolviendo la pronta aparición de las luces citadinas.
         Me pregunto si acaso existe algo más nostálgico que la lenta aparición de las luces de la ciudad y su eventual apículo una vez consumido el sol y decretada la oscuridad total. Resuelvo que no, que la noche con sus luces se nos presentan como una oportunidad para cerciorarnos de la existencia de rostros invisibles... pero innegables. Con su silencio musical, la ciudad que cuelga de la noche nos dice que no estamos solos, que cada destello recoge una realidad distinta: desde aquel solitario que vive en el edificio de enfrente y que trabaja hasta altas horas de la noche, hasta la fantasía del parloteo de las multitudes agrupadas en los bares.
         Amuzgo los ojos con el propósito de contemplar mejor la aparición de un lucero en pleno acto crepuscular, pero de pronto mis ojos dan a la albura de las paredes de mi pieza y repentinamente la vida comienza a latir cancina, casi mortífera. En comparación a la realidad que saboreo más allá de mi ventana, mi existencia hoy y mañana se vislumbra dolorosamente soporífera, nefasta por su insipidez.
        Cierro los ojos e intento descubrir en qué momento me comenzó a golpear con dolor el contraste entre el anochecer y sus luces y mi vida en este apartamento, en qué momento la felicidad de lo novedoso en el atardecer y la velada nostalgia de la vida nocturna terminaron por gritarme que no era dichosa, que carecía de algo y que por tanto no podía ser feliz, solo casi feliz.
         Con la incipiente pincelada de la noche la blancura de mi pieza tiembla. De pronto la ambigüedad de la oscuridad me resulta seductora, provee de ligereza mi alma y concluyo que a veces es la mirada nítida de la vida la que me fragmenta y me hace sentir que la dicha no me alcanza.
         Decido escasear mis pensamientos y en la oscuridad de mi cuarto curioseo mi celular. No tengo ningún mensaje, pero me deleito con esas imágenes aesthetic de gente aesthetic que hace cosas aesthetics. Me quedo un rato mirando la foto de dos chicas que en elegantes vestidos hacen un salú mientras miran a la cámara, sus pieles lucen radiantes y casi alcanzo a oler el aroma del shampoo de coco que han de desprender sus cabellos. El restaurante, por su parte, se regodea en luces anaranjadas y cubiertos de plata. La ubicación dice que se halla en algún lugar de Paris, Francia. Recuerdo que allá es verano y acá es invierno y que nunca he estado allí, que dudo que alguna vez lo esté. Súbitamente, soy consciente de que en realidad nunca sentí deleite y en cambio me invade una sensación de envidia irracional, casi animalesca.
         Así que me paso a mirar TikTok y después de sendos minutos perdidos determino que quizás sería buena idea empezar a probar esas nimiedades que al parecer otorgan algo de sentido a la vida, como llevar un journal o comenzar a hacer una lista de mis canciones favoritas. Una sutil esperanza me invade y me hace sonreír, comienzo a pensar en mis planes para mañana, en que por ser sábado quiero levantarme temprano y hacer de mi día algo productivo, prepararme un café, hablarle a mi única suculenta y regar el crisantemo en mi microscópico balcón; terminar la lectura de Sentido y sensibilidad y avanzar para las clases que tengo que dar el lunes; hacer aseo profundo en el apartamento y si es que Fernanda anda con ganas de darle oxígeno a su novio entonces poder salir a ver una película al centro. Me detengo cuando soy consciente de que el viernes pasado tenía casi los mismos planes y que todo acabó más o menos mal, porque me postré a voluntad sábado y domingo, hundiéndome en la comodidad malsana de mis sábanas.
         Antes de que me pegue por segunda vez consecutiva la certeza de mi felicidad a medias, mi celular comienza a vibrar. Intento no ser tan dura conmigo misma y me maldigo con suavidad cuando mis manos se humedecen y mi pecho se contrae, tenue y casi placenteramente, cuando veo el nombre de Daour en la pantalla. De manera fugaz, pienso en esa extraña capacidad que tiene aquello que llaman amor para arrancar con voracidad lo más intrínseco del espíritu, de someterlo con frenesí y desenterrar aquel silencio íntimo y eternamente custodiado para exponerlo con desvergüenza ante la indolencia humana.

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