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Capitulo 05. [No tan invisible]

El sonido agudo y repetitivo del teléfono hizo vibrar la mesita de noche, sacándola de un sueño ligero, agitado, casi irreal. Sabine abrió los ojos, todavía envuelta en el eco de imágenes borrosas: agua, voces, música. Parpadeó. Su habitación seguía igual de oscura, con las cortinas cerradas y el ventilador girando perezosamente en el techo.

Miró el reloj digital.

10:03 a.m.

El teléfono volvió a sonar.

Antes de poder alcanzarlo, la voz ronca y llena de furia de su padre retumbó desde el otro lado del pasillo.

—¡Contesta el maldito teléfono!

Sabine apretó la mandíbula.

—Ya voy —murmuró para sí misma con irritación contenida.

Levantó el celular con manos frías y vio el nombre parpadear en la pantalla:
"Klein (Trabajo)"

Se aclaró la voz y deslizó para contestar.

—¿Pasa algo, jefe?

Pero del otro lado no recibió el saludo cálido habitual. Solo el alarido urgente del señor Klein:

—¡ENCIENDE LA MALDITA TELE! ¡SOLO HAZLO!

Sabine se quedó helada un segundo, luego se incorporó, se puso una camiseta cualquiera y salió al pasillo corriendo, ignorando los quejidos de su padre desde el sofá.

—¡Bájale a ese ruido, mocosa! ¡Estoy viendo el partido! —gritó él sin moverse, la cerveza en la mano y el control en la otra.

Pero Sabine lo ignoró. Tomó el control de la televisión secundaria, esa pequeña que estaba encima del viejo mueble, y subió el volumen.

La imagen apareció y, con ella, una presentadora de cabello rubio y sonrisa congelada en la pantalla.

"...y aunque nadie lo esperaba, el sencillo debut de la banda Tokio Hotel, Durch den Monsun, ascendió rápidamente en las listas, apareciendo en la lista oficial alemana de sencillos Media Control en el puesto número 5..."

Sabine se quedó inmóvil.

La cámara cambió a imágenes del videoclip. Allí estaban: Bill cantando bajo la lluvia, Tom empapado con la guitarra colgada, Georg y Gustav en sus puestos, la imagen cargada de dramatismo y juventud.

Ella retrocedió un paso. Su padre también miraba la pantalla ahora. Por primera vez... en silencio.

—¿Son esos los niñatos para los que trabajas? —preguntó con una voz ronca, casi incrédula.

Sabine solo asintió lentamente.

El presentador ahora hablaba sobre el fenómeno que estaba generando el grupo entre los adolescentes, mencionando su estilo "entre emo, gótico y rebelde", y cómo se trataba de una banda local que parecía destinada a salir del circuito alemán para romper barreras internacionales.

La imagen cambió a una pequeña entrevista en exteriores.

Bill, sonriente, decía.
—La canción habla de atravesar todo por alguien... incluso una tormenta. Queremos que la gente grite con nosotros, que se sienta escuchada...

Luego Tom aparecía con sus rastas sueltas, la camiseta mojada, y una sonrisa arrogante:

—Pensamos que Durch den Monsun era el inicio... pero no sabíamos que iba a ser tan rápido. Es solo el comienzo.

Sabine tragó saliva.
Sus palabras de esa semana volvieron a ella como un eco molesto.

"¿Qué hay de curioso en un grupo de chicos gritando?"

La escena cambió otra vez. Una multitud de fans adolescentes en una pequeña firma de autógrafos, gritando, llorando, sosteniendo carteles hechos a mano con los nombres de los gemelos Kaulitz. El reportaje cerraba con una frase dramática.

"Tokio Hotel ha llegado... y parece que no piensa irse."

El padre de Sabine apagó el televisor con un bufido, como si acabaran de insultarlo personalmente.

—Pfff... niñatos con suerte. Seguro tienen a alguien influyente detrás.

Sabine volvió a mirar la pantalla ahora negra.
Sus pensamientos eran un remolino descontrolado.

Había estado allí.
Había colgado cada prenda.
Había etiquetado las bolsas.
Había sujetado la guitarra de Tom y nadie... jamás... sabría que ella estuvo allí.

Se levantó lentamente y volvió a su cuarto sin decir una palabra. Una vez adentro, cerró la puerta con llave y se apoyó contra ella. El celular volvió a sonar. Un mensaje de Klein.

"¿Lo viste? Están en todas partes. Prepárate. Esto va a ser grande."

Sabine entró al edificio como siempre: con los pasos medidos, la mochila colgando de un hombro, el cabello recogido de forma sencilla, sin maquillaje ni necesidad de adornos. El mundo dentro de esos muros solía ser un refugio predecible. Un espacio donde nadie le pedía sonreír, solo que cumpliera su trabajo.

Sin embargo, esa mañana algo se sentía distinto.

Cuando cruzó el pasillo hacia el estudio principal, vio a Klein esperándola fuera de la puerta de grabación. La saludó con una pequeña sonrisa y, al verla acercarse, alzó un dedo frente a sus labios: señal de silencio.

Sabine frunció el ceño, pero obedeció.

Klein abrió la puerta acústica sin hacer ruido, invitándola a entrar en puntillas.

Lo primero que percibió fue el ritmo. Las paredes vibraban con el compás grave del bajo y la batería. El micrófono captaba la voz de Bill, aún sin perfección, pero con furia. Un grito crudo. Adolescente. Necesario.

"Wenn du schreist..."

Tom, de espaldas, movía la cabeza al ritmo mientras sus dedos deslizaban acordes con intensidad. Gustav, centrado como un metrónomo humano. Georg, sólido. Bill, con los ojos cerrados, vivía la letra como si la estuviera arrancando de sus entrañas.

Sabine se quedó inmóvil al lado de Klein, junto al cristal de separación. Había visto ensayos. Había visto tomas, repeticiones, pruebas de vestuario. Pero esto... esto era otra cosa.

Era como ver a cuatro niños transformarse en algo más.
En una tormenta.
En una fuerza.

Cuando terminaron, el último acorde quedó flotando por unos segundos.

Los chicos bajaron los instrumentos. Bill se pasó la mano por el rostro, aún jadeando, y se dejó caer en el sofá mientras Tom dejaba la guitarra apoyada contra un amplificador.

—¿Qué opinas, Klein? —preguntó Bill, secándose el sudor con la manga— Sé que todavía no suena perfecto pero...

—Eso suena bien, chicos. Los felicito —dijo Klein entrando finalmente en la sala.

Todos sonrieron. Gustav chocó la mano de Georg. Tom alzó el pulgar sin dejar de beber de su botella de agua.

—Pero tengo algo que decirles —añadió Klein con un tono más serio, haciendo que todos se volvieran hacia él— Y quiero que lo escuchen con calma.

Sabine permaneció en la puerta, silenciosa. Ya no era invisible, pero nadie se sentía obligado a incluirla. Algo que agradecía.

—¿Qué pasó? —preguntó Tom, alzando una ceja.

—Nos tenemos que mudar de estudio.

—¿Qué? —soltaron Georg y Bill al mismo tiempo.

—¿Por qué? —preguntó Gustav, bajando los platillos de su batería.

Klein suspiró, cruzándose de brazos.

—Su club de fans ha crecido tanto en tan poco tiempo, que algunas chicas ya consiguieron la dirección de este estudio. Ayer hubo dos intentando colarse por la entrada de servicio. Y esta mañana, cuando llegué, había otras esperando en la esquina, preguntando por ustedes.

—¿En serio? —dijo Bill, y por primera vez en mucho tiempo, su voz sonó tan emocionada como preocupada.

—Eso es bueno... ¿no? —preguntó Georg, entre confundido y halagado.

—Es peligroso —aclaró Klein— No estamos en condiciones de tener seguridad privada, y aquí no tenemos protocolo. Ustedes ya no son solo una banda local. Están en la televisión, en las radios, en las tiendas. Son una marca. Y eso... cambia todo.

El silencio se hizo denso.

—¿A dónde vamos? —preguntó Tom finalmente.

—A un estudio más grande, fuera de la ciudad. Más aislado. Tendrán transporte privado. Horarios fijos. Un calendario más estricto.

—Suena horrible —murmuró Bill, arrugando la nariz.

Klein rió suavemente.

—Es el precio del éxito.

Sabine los observaba, aún desde la puerta.

Ellos lo tenían todo: música, visibilidad, seguidores, un futuro.

Ella solo tenía su rutina.

Y aunque en ese instante nadie la miraba directamente, Tom giró el rostro justo antes de que ella se marchara. Sus ojos se encontraron brevemente. Él alzó las cejas en una mueca muda que decía: ¿Qué piensas tú?

Pero Sabine ya había salido.

Mientras cerraba la puerta con cuidado, pensó en la multitud de chicas. En los gritos, en los carteles. En lo cerca que había estado de algo que ahora parecía imposible de alcanzar.

Sintió una punzada de... ¿pérdida?

. . . 

El olor a cigarro viejo y fritura quemada impregnaba el pequeño departamento como una segunda piel. Sabine estaba en su habitación, doblando una muda de ropa mientras trataba de ignorar los murmullos de la televisión que venían desde la sala. Había aprendido a vivir así: en silencio, invisible, como un susurro constante en una casa rota.

Un golpe en la puerta la hizo detenerse. No fue un toque educado, fue un llamado firme. Su corazón se aceleró.

Antes de poder moverse, escuchó pasos pesados. Su padre.

—¿Y ahora quién jode? —gruñó él mientras caminaba hacia la puerta, el pantalón desabrochado, una cerveza en la mano y el ceño fruncido como si el mundo entero le debiera algo.

Sabine salió de su cuarto con un presentimiento extraño oprimiéndole el pecho.
Cuando su padre abrió la puerta, lo que escuchó a continuación la paralizó:

—¿Quién mierda eres?

—Señor Wilson —respondió una voz firme, adulta, sin temblor— Soy el jefe de su hija. Mi nombre es Klein. Vengo de parte de la discográfica para informarle que, debido a que nos mudaremos de estudio, Sabine debe acompañarnos. Es parte del equipo, y los que forman parte... también son familia.

El aire pareció congelarse.

Sabine se acercó, pero su padre se interpuso como una muralla viviente, sudoroso, oliendo a alcohol y resentimiento.

—¿Estás loco si crees que mi hija se va a mudar con unos extraños?

Klein respiró hondo.

—No somos extraños, señor. Ya le dije: ella trabaja con nosotros. La respetamos, la cuidamos, y la necesitamos. No se trata de una mudanza permanente. Es parte del proyecto. Del equipo. Es temporal, pero importante.

—¿Importante? —escupió su padre— Lo único importante aquí es que yo soy su padre, y nadie se lleva a mi hija sin mi permiso.

—Usted no actúa como un padre —respondió Klein con una calma que ardía.

Sabine cerró los ojos con fuerza. Sus piernas temblaban. Su garganta ardía.
Ya no era una niña, pero vivir ahí la hacía sentir como una.

—Sobre mi cadáver —gruñó su padre, acercándose a Klein con el pecho inflado.

—¡Papá! —gritó Sabine desde el umbral, ya sin aguantarlo más— ¡Ya basta!

Los dos hombres la miraron y por un segundo, todo se detuvo.

—No tienes ni idea de lo que dices, mocosa —le escupió él— ¿Crees que puedes largarte con un par de imbéciles que apenas conoces? ¡Yo soy tu padre! ¡Y vivirás bajo este techo hasta que yo diga!

Sabine respiraba agitada. Los ojos rojos.
Las manos cerradas en puños.

—¡Tú no eres nada más que un cobarde que se esconde en el alcohol! —le gritó con la voz temblorosa pero firme— ¡No me cuidas! ¡No me hablas! ¡Solo me gritas o me ignoras! ¡Yo trabajo, yo limpio, yo cocino! ¡Tú ni siquiera sabes cuántos años tengo!

Su padre la miró con una mezcla de sorpresa y rabia. Klein observaba en silencio, sin intervenir, dándole el espacio que necesitaba.

—¡Yo tenía nueve años cuando mamá se mató y tú no hiciste nada! —gritó Sabine, sintiendo una lágrima quemarle la mejilla— ¡Desde entonces no has sido nada para mí!

La sala quedó muda. Solo la televisión seguía encendida de fondo con el volumen bajo.

—Sabine... —balbuceó su padre, por primera vez desarmado.

—Me voy con ellos —dijo ella, ahora con la voz seca— Porque allí hay gente que me ve. Que no me trata como un estorbo. Gente que me respeta aunque no me conozca del todo.

—Tú no puedes decidir eso sola.

—¡Ya lo hice!

Un silencio denso cubrió la habitación.

Klein se acercó suavemente, sin tocarla.

—La decisión final es tuya, Sabine —dijo con calma— Pero quiero que sepas que, si decides venir con nosotros, hay espacio para ti. No solo como empleada... como persona.

Sabine lo miró. Luego miró a su padre, que no decía nada, que no intentaba detenerla ni abrazarla. Solo la miraba con los ojos vidriosos, resentidos. Como si no supiera qué hacer con una hija que ya no temía.

—Dame diez minutos para empacar —dijo Sabine finalmente.

Klein asintió.
Su padre no habló más.

Ella caminó hacia su cuarto, recogió lo poco que le pertenecía, y al salir por la puerta con su mochila al hombro, no miró atrás.

El nuevo estudio era más grande. Más limpio. Más frío.

Una antigua casa de campo convertida en complejo musical, rodeada por árboles, caminos de grava y un silencio que pesaba entre sesión y sesión.

Cuando la furgoneta se detuvo frente al edificio principal, todos bajaron con risas contenidas y ojos curiosos.

—¡Parece un maldito internado! —bromeó Georg, cargando su mochila.

—Es perfecto —dijo Bill, mirando los ventanales amplios y las puertas reforzadas—. Aquí nadie se cuela. Ni fans, ni prensa.

Gustav solo asintió, observando el entorno con ojos atentos.

Sabine bajó de último. El viento fresco le revolvió el cabello suelto y, por un momento, pensó que tal vez podría respirar diferente allí. Que el aire, al menos, no olía a cerveza rancia y ceniza.

Pero el nudo en el estómago seguía presente.

Klein organizaba la distribución del equipo, las maletas, los horarios. Los chicos corrían por los pasillos como si acabaran de llegar a un campamento de verano exclusivo para bandas emergentes.

Sabine caminó en silencio hacia la pequeña cocina, abrió uno de los gabinetes de metal y sacó un vaso de plástico, llenándolo de agua helada del dispensador.

Lo necesitaba. Su cuerpo aún cargaba el temblor de la discusión con su padre. De su grito. De su mirada. De su silencio final.

Llevó el vaso a los labios.

—¿Vas a seguir sin hablarle a nadie... incluso aquí?

La voz la hizo girarse con el vaso en mano.

Tom.

Apoyado en el marco de la puerta, con una camiseta ancha blanca y pantalones más grandes que él, sus rastas colgaban libres y sus ojos oscuros se clavaban en ella con esa intensidad arrogante que parecía imposible de ignorar.

Sabine bajó el vaso.

No respondió.

—¿Eso significa que sí? —preguntó con una sonrisa ladeada mientras se acercaba.

Ella desvió la mirada, incómoda. Dio un paso hacia un lado. Él dio uno hacia adelante.

—¿Y si te dijera que me molesta? —susurró él, ya frente a ella— Que no me mires. Que te escondas. Que sigas actuando como si fueras de hielo.

Ella cerró los ojos con fuerza.
El corazón le martillaba el pecho.

—No empieces, Tom —susurró apenas, como si esas palabras fueran la cuerda que lo alejaba.

Pero él no retrocedió.

—¿Entonces por qué tiemblas cada vez que me acerco?

Su voz era baja.
Grave.
Cargada de esa confianza insoportable, pero extrañamente seductora.

Sabine lo miró. Le devolvió una mirada seca, sin pestañear, como si estuviera intentando protegerse con lo único que le quedaba: su coraza.

—Porque no me gusta que me invadan —respondió finalmente.

Tom no dijo nada. Solo la observó y en un gesto que la tomó por sorpresa, levantó una mano y le acarició la mejilla con suavidad. Como si su piel fuera algo que no quería romper.

El roce fue ligero, pero suficiente para hacerla contener el aire.

—Tienes los ojos tristes, ¿lo sabías? —murmuró él, como si lo estuviera descubriendo en ese instante.

Ella le quitó la mano de un manotazo suave, como quien no quiere hacer ruido, pero necesita espacio.

Tom sonrió.
No burlón.
No cruel.
Solo... enigmático y entonces se alejó, caminando hacia la salida.

—Nos vemos en la sala de ensayo, moth —dijo con una risa ligera antes de desaparecer por el pasillo.

Sabine se quedó sola.

Apoyó ambas manos en la encimera metálica, su respiración aún alterada.

¿Qué hice para merecer esto, mamá?
Pensó, mirando el vaso de agua que no pudo terminar.

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