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Capitulo 04. [Gritar antes de caer]

La puerta de la calle se cerró tras él con un suave clic.
Tom se quitó los zapatos en la entrada sin hacer ruido, como si no quisiera que nadie notara que había salido.

Subió las escaleras, pasando junto al cuarto de su padrastro, cerrado con llave, y se dirigió directo a su habitación. Pero antes de llegar, una voz familiar resonó desde una puerta abierta:

—¿Y tú dónde andabas?

Tom giró el cuello y vio a Bill, sentado en el suelo, con hojas de papel desordenadas frente a él y un marcador rojo en la mano. Llevaba una camiseta rota en el cuello y unos pantalones deportivos que le quedaban grandes. Tenía el delineador corrido, como si hubiese estado restregándose los ojos, y el pelo revuelto como nido de cuervos.

—Fui a entregarle algo a Sabine.

—¿Sabine? ¿La chica de vestuario que no dice ni hola?

—Esa misma.

Bill levantó una ceja, sonriendo con malicia.

—No pierdes el tiempo, hermanito.

Tom entró a su cuarto, pero en lugar de cerrar la puerta como de costumbre, la dejó abierta y se tiró sobre la cama. Desde allí, podía ver a Bill en el suelo, ahora moviendo las hojas como un director de orquesta frustrado.

—No fui a ligar —murmuró Tom, cruzando los brazos detrás de la cabeza— Fui a hablar.

—¿Y lograste que hablara?

—Más de lo que tú jamás conseguirías.

Bill rió.

—Tienes razón. Yo solo consigo que me odie en silencio.

El ambiente entre ellos se volvió más tranquilo. Por unos minutos, solo se escuchó el leve zumbido del ventilador del techo, las hojas deslizarse y el sonido de Tom jugueteando con una goma elástica.

—¿Sabes? —dijo Bill, sin mirarlo— Me cuesta dormir últimamente.

—¿Otra vez pesadillas?

—No. Solo... no paro de pensar. En lo que viene. En lo que significa todo esto.

—¿Todo esto...?

—La banda. El contrato. El video. Las entrevistas. Las sesiones de fotos. Todo. —Hizo una pausa— Es como estar parado frente a un abismo con una venda en los ojos y una señal que dice: salta.

Tom se sentó en la cama, apoyando los codos en las rodillas.

—¿Tienes miedo?

—Un poco. ¿Tú no?

Tom se encogió de hombros.

—Supongo. Pero... es esto o volver a tocar en los garajes de nuestros vecinos hasta que tengamos treinta.

Bill sonrió sin humor.

—No estoy seguro de que mamá nos deje seguir con este ritmo mucho más.

—Ya no podemos parar, Bill. Ya nos vieron. Ya grabamos. Ya somos Tokio Hotel. ¿Te imaginas volver a ser Devilish? Suena a grupo de feria.

—Por eso estoy escribiendo algo nuevo —confesó Bill, alzando una hoja garabateada con tinta negra y líneas tachadas.

Tom se acercó y se sentó en el suelo junto a él.
La hoja tenía por título: "Schrei".

—¿Qué es esto?

—Una canción. Sobre gritar cuando ya nadie te escucha. Sobre sacar todo lo que tienes dentro aunque no sepas si alguien lo entenderá.

—Muy tú —dijo Tom con una leve sonrisa.

—Muy nosotros —corrigió Bill, mirándolo de reojo— ¿Nunca sientes que si no haces ruido, el mundo simplemente te pisa?

Tom se quedó en silencio, pensó en Sabine. En su departamento silencioso, en la lágrima que no quiso mostrarle. En lo que ocultaba detrás de su cara seria y sus respuestas cortantes.

—Hay personas que no pueden gritar, Bill. Que no saben cómo.

Bill lo miró con atención.

—¿Lo dices por ella?

—No lo sé. Solo... lo siento.

El vocalista se quedó pensativo por unos segundos. Luego volvió a mirar la hoja de su letra y la giró para escribir algo más.

Tom observó cómo la pluma se movía frenética entre las líneas. A veces, su hermano parecía escribir con el corazón desbordado, como si estuviera atrapando emociones antes de que se le escaparan por la boca.

—Cuando terminemos esta canción —dijo Bill sin alzar la vista— va a doler. Pero va a ser nuestra voz y la gente la va a escuchar.

Tom asintió.

—Entonces gritemos, ¿no?

Ambos rieron en voz baja, como si fuera un secreto que solo los dos compartían.

Tokio Hotel aún no era famoso. Aún no sabían lo que los esperaba. Pero esa noche, en una habitación pequeña con paredes llenas de carteles, dos hermanos empezaban a construir el grito que cambiaría sus vidas.

. . . 

El cielo de la mañana era gris, con promesas de lluvia que nunca llegaban.

Sabine bajó del tranvía con la mochila al hombro y las manos en los bolsillos de su chaqueta. El frío de la madrugada aún se aferraba al concreto, y la ciudad parecía bostezar a paso lento. Caminó por las calles del centro con la misma expresión de siempre: seria, distante, inmune al caos de los autos y la vida en movimiento.

Al llegar al edificio de la discográfica, subió por el ascensor sin saludar a nadie. No porque fuera grosera, sino porque ya se había acostumbrado a la idea de no ser vista.

Las puertas se abrieron en el tercer piso, y al salir se encontró con la voz familiar del señor Klein.

—Buenos días, señorita Wilson —saludó él con su tono cálido y amable, la gorra ligeramente ladeada y un café a medio terminar en la mano.

—Buenos días, señor Klein.

—Llegaste temprano.

—Como siempre.

Él sonrió con esa mezcla de orgullo y preocupación que solo los adultos verdaderamente atentos pueden sostener.

—¿Desayunaste?

—Sí.

Klein no insistió. Aprendió hacía tiempo que Sabine respondía sin adornos.

Mientras hablaban, los acordes de una guitarra distorsionada comenzaron a vibrar desde la sala de ensayo contigua. Una batería retumbó segundos después, marcando el ritmo con fuerza. El bajo se sumó en una secuencia grave, cruda, inestable. Y por último, la voz de Bill resonó como un lamento agresivo, repitiendo las mismas frases sin perfección todavía, pero con rabia real.

Sabine se giró levemente hacia la puerta acústica de vidrio que daba a la sala.

—No pierden el tiempo —comentó Klein, arqueando una ceja con humor mientras se apoyaba en el marco de la pared— Apostaría que escribieron eso anoche.

—Probablemente —dijo ella con indiferencia, aunque sus ojos se quedaron fijos en el movimiento desordenado de los gemelos.

Tom saltaba mientras tocaba, como si su guitarra pesara menos que su cuerpo. Bill apretaba los puños y gritaba palabras entrecortadas al micrófono. Georg parecía inmerso en el ritmo del bajo, y Gustav golpeaba con fuerza, con una precisión que Sabine no podía evitar admirar en silencio.

—¿Te gusta la música? —preguntó Klein, interrumpiendo sus pensamientos.

Sabine alzó los hombros.

—Me gusta lo que me ayuda a olvidarme de donde estoy.

Klein asintió, sin decir nada durante unos segundos.

El ensayo dentro de la sala continuaba. La canción aún era un esqueleto, pero tenía algo... una energía cruda, sucia, urgente. Como si gritaran para no morir. Como si cada palabra les costara sangre.

Klein suspiró, mirándola de reojo.

—Sabes que siempre puedes contar conmigo, ¿verdad?

Sabine bajó la mirada.

Ese tipo de frases siempre la dejaban helada. No porque dudara de la intención, sino porque no sabía qué hacer con ellas. ¿Cómo se contaba con alguien cuando no se sabía cómo pedir ayuda?

—Lo sé... —susurró.

—Sé que no me cuentas nada, y está bien. No necesitas hacerlo. Pero eres buena chica. Trabajadora. Y aún estás creciendo, Sabine. No dejes que lo que estás viviendo ahora defina quién vas a ser después.

Ella apretó los labios. El nudo en su garganta subió sin aviso.

—¿Y si ya me definió?

Klein la miró en silencio. Luego sonrió con tristeza.

—Entonces vuélvete artista. Que tu dolor sea tu pintura. Que tu historia no te encierre. Que te haga libre.

Sabine no supo qué decir.

Volvió a mirar a través del vidrio, y sus ojos se encontraron con los de Tom.

Él no dejó de tocar, pero le sonrió. No la sonrisa burlona de siempre. Una más suave, real, con algo parecido a complicidad.

Sabine apartó la mirada rápidamente, sintiendo que algo se removía dentro. No podía permitirse ser débil. No ahora.

—Ve a cambiar el perchero de vestuario —dijo Klein suavemente, entendiendo que necesitaba espacio— Los chicos están en modo creativo, y ya sabes cómo terminan después de un ensayo así. Con la ropa empapada y hecha trizas.

Sabine asintió sin decir nada, y se fue sin apurarse, como siempre, con pasos medidos y mirada baja.

Pero mientras caminaba por el pasillo del estudio, aún podía oír los ecos de la voz de Bill resonando al otro lado del vidrio:

"Schrei... so laut du kannst."

Las bolsas estaban organizadas por colores y etiquetas. Sabine se agachaba frente a una mesa metálica doblando camisetas, pantalones, y separando cada prenda en su bolsa correspondiente. A un lado, colgaban chaquetas negras con tachuelas, camisetas gráficas y sudaderas de tallas imposibles. Todo olía a humo, tela húmeda y colonia juvenil.

La habitación estaba en silencio, excepto por el crujido de las perchas y el suave sonido de las cremalleras. Sabine trabajaba con precisión. Como si estuviera armando un rompecabezas. Como si mantener las manos ocupadas pudiera callar las voces de su cabeza.

En la bolsa etiquetada "Tom" metió una sudadera ancha, un pantalón extra grande y una camiseta blanca con dibujos en rojo. "Georg", "Gustav", "Bill"... Una por una, todas quedaron listas para la próxima sesión.

Fue entonces cuando escuchó la puerta abrirse a su espalda.

Se detuvo.
Respiró hondo y sin girarse, supo que eran ellos.

Las voces se elevaron en bromas y risas, acompañadas por el sonido de zapatillas arrastrándose por el suelo y carcajadas espontáneas. Reconoció el tono sarcástico de Tom, el agudo de Bill riendo, y las más graves intervenciones de Gustav y Georg.

Sabine cerró la bolsa con el nombre de Bill y se incorporó con lentitud. Su mirada seguía fija en las bolsas. El pecho le latía con más fuerza.

—Klein dijo que deberían... —empezó a decir, pero su voz se quebró al instante.

Se aclaró la garganta, incómoda.

—Que deberían cambiarse... —repitió más bajo, evitando cualquier contacto visual.

Un silencio breve siguió a sus palabras.Entonces escuchó una voz.
No burlona. No hostil. Solo curiosa.

—¿Tú siempre hablas como si te diera miedo que te escuchen?

Era Tom.

Sabine tragó saliva.
No respondió.

—Oye, tranquilo —dijo Gustav con una sonrisa, tirándole una camiseta a Tom— Deja que respire.

—Solo decía —añadió él, alzando las manos— No es común verla hablar.

—¿Eso te molesta? —preguntó Georg con ironía mientras buscaba su bolsa.

—Al contrario. Me da intriga —respondió Tom, y se acercó un poco más al perchero donde ella aún acomodaba una chaqueta mal doblada.

Sabine, en vez de responderle, se agachó para cerrar la cremallera de la bolsa de Gustav. Los ojos de Tom la siguieron con atención.

—Gracias por las bolsas —dijo Bill, más cortés de lo que ella esperaba.

—No es nada —musitó, sin alzar la vista.

—Sabes —añadió Bill mientras rebuscaba en la suya— me sorprende que trabajes aquí. Pensé que eras menor.

—Tengo catorce.

—¿Ves? Eso explica por qué ni nos miras —rió Georg— Aún estás en modo "odio a todos".

Tom lo empujó suavemente por el hombro.

—Cállate.

Sabine sintió cómo se le tensaban los hombros. No le gustaban las preguntas. No le gustaban los comentarios y mucho menos... sentir que no sabía cómo defenderse.

—Trabajo porque tengo que hacerlo —dijo de pronto, cortando el ambiente.

Su voz sonó firme, directa. Más fuerte que antes y eso sorprendió a los cuatro.

Ella levantó la mirada apenas, lo suficiente para ver cómo todos la miraban. Pero solo Tom sostenía su mirada sin miedo, como si la estuviera esperando.

—Lo haces bien —dijo él, finalmente— Digo... en serio. Siempre tienes todo listo. Todo limpio. Todo en orden.

—Gracias... supongo.

—¿Vas a quedarte para el ensayo de la tarde? —preguntó Gustav con naturalidad mientras se quitaba la camiseta sudada— Klein dijo que repetiríamos tomas.

Sabine negó con la cabeza.

—Solo estoy de paso. Tenía que entregar esto y arreglar unas cosas. Luego me voy.

—¿Nunca te quedas a escucharnos? —preguntó Georg, atándose el cabello con una banda elástica.

—No.

—¿Ni por curiosidad?

Ella se encogió de hombros.

—¿Qué hay de curioso en un grupo de chicos gritando?

Las risas estallaron al instante.

—¡Auch! —rió Bill— Nos acaba de destruir en cinco palabras.

Tom no se rió.
Seguía observándola.

Sabine recogió sus cosas, cruzó la sala y justo antes de salir, escuchó su voz una vez más:

—Sabine.

Ella se detuvo en seco.

—¿Sí?

—Cuando te aburras de no mirar a nadie... mira para acá.

Ella no respondió.
Solo salió.

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