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Capitulo 03. [El artesano del dolor]
El viaje de regreso fue silencioso.
Los chicos de la banda hablaban entre ellos, compartiendo chistes internos y revisando las fotos tomadas en el lago. Sabine se quedó en su esquina del asiento trasero de la van, con los brazos cruzados sobre las piernas y la cabeza recargada en la ventanilla. Cada tanto, el rostro de Tom aparecía en su campo de visión, moviendo los labios al ritmo de una canción o lanzando alguna mirada curiosa hacia ella, pero no dijo nada.
Cuando el vehículo se detuvo en la esquina de su calle, el conductor solo le hizo un leve gesto. Sabine bajó sin decir palabra, con su mochila colgando del hombro.
La calle estaba tan desierta como siempre.
Las luces del edificio parpadeaban y las escaleras seguían cubiertas de grafitis viejos que nadie se molestaba en limpiar. Subió sin hacer ruido, con cuidado en los escalones más sueltos para que no crujieran. Su padre tenía el sueño irregular, y si lo despertaba de mal humor, las consecuencias solían doler durante días.
Abrió la puerta con suavidad y entonces se sorprendió.
El lugar estaba en completo silencio. No había vasos rotos en el suelo. No olía a cigarrillos. La botella de ron no estaba sobre la mesa y lo más extraño: su padre no estaba en casa.
Por un instante, algo parecido al alivio le recorrió el cuerpo.
Se cambió rápido: una camiseta ancha, un pantalón deportivo y el cabello recogido sin pensar. Apenas se tumbó en su colchón, el cuerpo pareció rendirse. Las sábanas estaban frías, pero no le importó.
Cerró los ojos y el mundo la envolvió.
Y entonces... soñó.
¿Era un recuerdo o una reconstrucción? A veces era difícil distinguirlos.
Sabine tenía nueve años. Llevaba un camisón celeste y caminaba por el pasillo con los pies descalzos. El suelo crujía suavemente bajo su paso. La puerta de la habitación de su madre estaba entornada. Una luz tenue salía desde dentro. Sabine empujó despacio.
—¿Mami?
Su madre se giró desde el espejo, sorprendida, pero rápidamente sonrió.
Su rostro estaba pálido. Las ojeras eran profundas. Tenía el cabello recogido con desgano y un cigarro a medio apagar en el cenicero.
—Oh, cariño... ¿qué haces despierta?
—No podía dormir.
Ella asintió. Su voz era suave, cansada.
—Ven...
Sabine se acercó y su madre le tomó la mano, guiándola hasta la cama. Ambas se sentaron juntas, y por un momento, fue como si el tiempo retrocediera. Como si aún existiera un mundo donde su madre sonreía.
Pero entonces, Sabine notó algo.
Una pequeña navaja plateada descansaba sobre la mesita de noche. Apenas visible. O tal vez... había salido del interior de su ropa, y su madre no se había dado cuenta que la había dejado al descubierto.
Sabine no dijo nada. Solo tragó saliva.
—¿Te conté alguna vez la leyenda del fabricante de lágrimas?
Sabine negó con la cabeza, con los ojos abiertos como platos.
—Cuando era más joven, en mi pueblo se contaban muchas historias. Pero la más famosa era esa —dijo su madre, acariciándole el cabello— Hablaba de un lugar muy lejano... donde la gente no podía llorar.
—¿Por qué?
—Porque en ese mundo... no existían los sentimientos. Ni la tristeza, ni la alegría. Todo era correcto, todo era frío.
—Qué feo —susurró Sabine.
—Sí. Muy feo. Pero un día, un artesano llegó a ese lugar. Nadie sabía de dónde venía. Algunos decían que del cielo, otros que del infierno. Pero lo cierto es que él traía consigo una habilidad: podía fabricar lágrimas.
—¿Lágrimas de verdad?
—No. Lágrimas de cristal. Hermosas. Brillantes. Cada una encerraba una emoción real. Dolor. Miedo. Amor. Esperanza. Todo lo que ese mundo no conocía. Y cuando alguien lloraba por primera vez... cambiaba. Para siempre.
Sabine se quedó en silencio, con los ojos muy abiertos.
—¿Y qué pasó con el artesano?
—Desapareció. Pero dejó sus lágrimas escondidas por el mundo. Algunas en ríos. Otras en los árboles. Y muchas en los ojos de personas como tú y yo. Por eso... cuando llores, cariño... no te sientas débil. Porque quizás estás soltando algo que alguien más nunca fue capaz de sentir.
—¿Tú has llorado mucho, mami?
Su madre tardó en responder y cuando lo hizo, su sonrisa se quebró un poco.
—Últimamente... sí. Pero no te preocupes.
—¿Y tú tienes lágrimas de cristal?
Ella la miró con ternura.
Se inclinó para besarle la frente y susurró.
—Tal vez sí. Tal vez demasiadas.
Sabine se movió en la cama.
Un leve sollozo escapó de sus labios cerrados.
Una lágrima real —no de cristal— rodó por su mejilla hasta perderse en la almohada.
Detrás de la puerta, una sombra observaba en silencio.
El marco de la madera crujió.
Era su padre, apoyado contra el marco. Con una botella medio vacía en la mano y la expresión borracha e inexpresiva de alguien que no sabía cómo amar... ni cómo pedir perdón. Observó a su hija dormida y luego, sin decir nada, cerró la puerta.
Una semana después de aquella noche con su madre, Sabine despertó con el sonido de los gritos del vecino. Su madre se había suicidado en la bañera.
No dejó nota.
No dejó nada.
Solo el recuerdo de una historia y la certeza de que las lágrimas, a veces, no salvan. A veces... solo duelen.
. . .
La luz de la mañana entraba tenue por la ventana de la cocina. Sabine se lavaba las manos con agua fría y enjabonaba los platos del desayuno, mientras un programa infantil sonaba a bajo volumen desde la vieja televisión que colgaba de una esquina.
No había ruidos en el resto del apartamento. La puerta del cuarto de su padre estaba entreabierta, la cama intacta, y su chaqueta no estaba colgada. Había salido de nuevo sin decir nada o quizás... ni siquiera había vuelto.
Sabine suspiró.
Acomodó el último plato en el escurridor metálico y se limpió las manos con un trapo húmedo. Se puso las pantuflas, que ya estaban viejas y deformadas por el uso, y caminó hasta la sala. Fue entonces cuando se escucharon los golpes.
Ella se congeló.
Tres toques. Firmes. No agresivos, pero inesperados.
Se acercó a la puerta y miró por la mirilla.
No podía ser...
Deslizó el seguro y giró la perilla con lentitud.
—Hola —dijo una voz con esa mezcla de arrogancia natural y desparpajo típico en él— No sabía si estabas despierta.
Sabine entrecerró los ojos. Allí estaba, con su ropa habitual: pantalones enormes que apenas se sostenían en la cadera, una camiseta de alguna marca urbana y una sudadera negra colgando de un solo hombro. Las rastas sueltas le caían por el rostro y traía un ligero olor a colonia, tabaco y algo dulce.
Tom Kaulitz. En su puerta.
¿Era una broma?
—¿Qué quieres? —preguntó ella de inmediato, sin molestarse en disimular su incomodidad.
Él levantó las manos como si se rindiera.
—Vengo en paz. Lo juro.
Sabine no respondió. Solo arqueó una ceja.
—Me dio tu dirección Klein —añadió Tom rápidamente— Dijo que vivías cerca y que te pasara esto.
Le extendió una carpeta doblada. Ella la tomó, y dentro encontró un par de hojas impresas: el horario de ensayos de la próxima semana, más unas notas del director del video.
—¿Podías haberlo mandado por correo? —dijo ella, sin dejar de mirarlo.
—Sí. Pero me dio curiosidad.
—¿Curiosidad?
Tom se apoyó en el marco de la puerta, cruzando los brazos.
—Sí. Eres la única que no nos habla. Ni nos mira. Ni se ríe cuando Bill hace sus imitaciones horribles.
—Tal vez porque no me parecen graciosas.
—Tal vez —dijo él, encogiéndose de hombros— O tal vez solo no quieres que la gente se te acerque.
Sabine sintió cómo algo dentro se le tensaba.
—¿Y eso qué te importa?
—Nada. Solo... lo noté.
La tensión quedó flotando en el aire por unos segundos. Tom bajó un poco la mirada, pateando con la punta de su zapato el borde del felpudo viejo que decía "Willkommen", aunque las letras ya estaban borradas por el tiempo.
—¿Siempre estás sola?
La pregunta la desconcertó.
—¿Perdón?
—No te vi con nadie en la grabación. Ni en la van. Ni ahora. Siempre estás sola.
—¿Y eso qué? —repitió, molesta.
Tom la miró. Esta vez sin sonreír. Como si no le hablara desde la burla, sino desde un lugar más serio.
—No sé. Me pareces diferente. Todos quieren algo. Ser vistos. Ser escuchados. Tú... solo estás ahí. Como si no quisieras que te notaran.
Sabine tragó saliva. No sabía si responderle con sarcasmo o con la verdad. No sabía por qué él estaba ahí, ni por qué una parte de ella no había cerrado la puerta aún.
—¿Tienes madre? —preguntó, de pronto.
Tom parpadeó.
Ella misma se sorprendió por la pregunta. Había salido sola.
—No. Digo... sí. Pero... no vivimos con ella. Mis padres están separados desde que éramos bebés. Vivimos con nuestro padrastro. —Hizo una pausa— Aunque él tampoco está mucho.
Sabine asintió despacio.
—¿Tú?
Ella bajó la mirada.
Luego alzó el rostro y sus ojos tenían una dureza nueva.
—Murió cuando yo tenía nueve.
—Vaya... —susurró él.
—No tienes que decir nada —añadió ella rápidamente— No estoy buscando compasión.
—No era compasión.
Tom se giró un poco, como si estuviera por irse. Pero se detuvo y la miró otra vez.
—Sabes... cuando alguien no quiere que lo conozcan... es porque tiene cosas que los demás podrían usar en su contra. ¿Cierto?
Sabine no dijo nada. Solo lo observó. Con un leve nudo en el estómago. Como si él acabara de leer una parte de su alma sin permiso.
—No soy tan idiota como parezco, Sabine —dijo él finalmente— Tal vez... no te entiendo. Pero quiero.
Y entonces, sin esperar respuesta, se alejó por el pasillo. Sabine lo miró desaparecer. La carpeta aún en sus manos. Las palabras de su madre flotando en su cabeza como ecos lejanos.
"...el fabricante de lágrimas encerraba emociones para infectar a quienes no sabían sentir..."
Y cerró la puerta con suavidad.
➤¿Les gusto este nuevo capitulo? Adapte un poco la leyenda original a mi manera espero que les haya gustado.
➤Hice otra portada espero les guste.
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