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Capitulo 02. [Durch den monsun]
El reloj marcaba las 5:43 de la mañana.
Sabine se deslizó por el pasillo de su casa con los zapatos en la mano, los pies descalzos tocando el suelo frío. Sabía exactamente dónde pisar para no hacer crujir las tablas. El aire olía a alcohol barato y a encierro. Desde el sofá, los ronquidos de su padre marcaban un ritmo irregular que confirmaba que seguía dormido. La botella medio vacía seguía tirada en el suelo, testigo mudo de otra noche de olvido.
Llegó a la puerta. Contuvo el aliento mientras giraba la cerradura con lentitud, empujando con cuidado para no hacer ruido.
La puerta se cerró tras ella.
Sabine soltó el aire y por un instante, respiró de verdad.
El cielo aún estaba oscuro, pero en el horizonte el azul comenzaba a aclararse. Cruzó la calle con pasos firmes mientras se ponía los zapatos, sin mirar atrás. Una van blanca la esperaba a pocos metros. El conductor la saludó con un gesto breve. Ella respondió con otro igual de escueto antes de subir.
—Buenos días... —susurró.
Atrás, las voces eran otra cosa. Risas, bromas, frases sueltas.
—¡Te dije que ese pantalón parecía que peleó con una licuadora, Tom!
—Y ganó —respondió el aludido con una sonrisa burlona.
—No puedo creer que Bill haya tardado veinte minutos en el delineado y aún así se vea como si lo hubiera hecho en la oscuridad.
—¡Oye!
Sabine se sentó en la fila delantera, sin voltear. No era parte de su círculo, ni pretendía serlo. Sabía su lugar: la chica del vestuario. Invisible.
Veinte minutos después, la van se detuvo junto a un lago bordeado por árboles frondosos. El aire olía a humedad y tierra mojada. El equipo de producción ya estaba allí, descargando cámaras, luces, trípodes, mientras el director discutía algo con su asistente.
—¡Chicos! —gritó el director— ¡Vamos! ¡A cambiarse! Empezamos con la primera toma en media hora.
Sabine bajó sin hacer ruido. Su chaqueta negra con botones oscuros se movía con el viento. Sus botas brillaban un poco con el rocío de la mañana, y el contraste con sus medias grises la hacía parecer una figura salida de un sueño melancólico. Su cabello suelto le caía por los hombros, enmarcando un rostro neutral. Inalterable.
Se dirigió a la parte trasera de la furgoneta, donde ya estaban los estuches de instrumentos. Abrió el del bajo y lo sacó con cuidado. Caminó hacia Georg, quien estaba cerca de una roca, mirando su celular. Se lo entregó sin decir palabra. Él la miró brevemente, asintió y siguió en lo suyo. Nada más.
Luego volvió por la guitarra.
La de Tom.
Él estaba recostado contra un árbol, mirando al cielo con los brazos cruzados detrás de la cabeza. Cuando ella se acercó, giró la cabeza. Sus ojos se encontraron por un segundo.
El mismo chico.
La misma expresión confiada.
La sonrisa torcida que parecía siempre al borde de una burla.
Sabine le extendió la guitarra.
Tom la tomó, rozando sus dedos solo por accidente. O no.
—Gracias —dijo él, sin dejar de mirarla.
Ella no respondió. Se dio la vuelta y volvió al área técnica. No necesitaba hablar con él para saber quién era. Ya lo había clasificado en su mente.
Pronto, el rodaje comenzó.
La primera toma fue sencilla: la banda caminando hacia la cámara en fila, bajo los árboles, con el lago detrás. Cada uno con su look inconfundible. Bill al frente, delineado dramático, chaqueta de cuero, pantalones desgarrados y mirada intensa. Tom con su camiseta negra, jeans anchos y la guitarra colgando con descuido perfecto.
Sabine observaba desde un costado, con los brazos cruzados y la espalda apoyada contra un árbol. No hablaba con nadie. Solo miraba.
—¡Corten! Vamos otra vez. Más energía Gustav. Bill, más mirada a cámara. Tom, menos distraído.
El proceso se repetía. Una y otra vez. Tomas largas. Tomas cortas. Planos cerrados del rostro de Bill. Tomas desde el suelo de Gustav golpeando la batería. Tomas de Tom girando la guitarra al final del estribillo.
Sabine no apartaba la vista.
Cada movimiento estaba lleno de algo que ella no tenía.
Libertad. Voz. Presencia.
Durante un descanso, Bill se acercó a una de las cámaras para revisar su imagen. Georg y Gustav compartían una bebida energética sentados en una piedra. Tom, en cambio, caminó lentamente hacia donde ella estaba.
Se detuvo a un metro de distancia. No dijo nada al principio. Solo la miró.
Sabine giró apenas el rostro, lo suficiente para notarlo, pero no para darle más atención de la necesaria.
—¿Siempre tan callada o solo conmigo? —preguntó él, con una sonrisa perezosa.
Ella lo miró por un segundo. Lo suficiente para que sintiera el peso de su silencio.
—Solo con la gente que no me interesa.
Tom ladeó la cabeza, divertido.
—Eso suena como un desafío.
—Eso suena como tu problema —respondió ella sin alterarse.
Y volvió a mirar hacia el set, ignorándolo.
Tom se quedó en silencio unos segundos más. Luego, soltó una risa baja.
—A ver cuánto aguantas sin hablarme.
—Probablemente más de lo que tú puedes aguantar sin presumir —murmuró ella, sin mirarlo.
Él se alejó.
Pero no dejó de sonreír.
Y aunque Sabine fingiera indiferencia, su corazón iba más rápido de lo normal.
No porque Tom le gustara.
Sino porque alguien la había visto. Aunque fuera para provocar.
El sol comenzaba a ascender por encima de las copas de los árboles cuando el director dio la señal: era hora del cambio de vestuario.
—¡Vamos, vamos! Todos al tráiler. Esta parte es clave. Mientras Bill canta, quiero que ustedes estén tocando en medio de la lluvia. Y necesito que parezca que están sintiendo la canción, no solo tocándola. Quiero emoción. Quiero drama.
Los técnicos empezaron a mover los equipos. Un grupo se encargaba de montar los soportes para las mangueras y los efectos de lluvia artificial, mientras otro organizaba las luces para dar un brillo más frío y melancólico a las siguientes tomas.
Sabine se acercó al perchero improvisado donde había dejado las bolsas con la ropa. Todo estaba etiquetado con cinta adhesiva negra y nombres escritos con marcador plateado.
El director levantó la voz.
—Tom, ve con la chica del vestuario. Sabine, ¿cierto? Necesita darte tu ropa nueva.
Sabine apenas giró el rostro.
Tom, en cambio, sonrió como si le acabaran de dar un premio.
—Con gusto —respondió él, dirigiéndose hacia ella con paso relajado, como si no hubiera prisa en el mundo.
Sabine sostuvo la bolsa frente a él, sin mirarlo a los ojos.
—Aquí está lo que debes ponerte —dijo con tono seco— La camiseta, los pantalones y una muñequera limpia. Todo está por tallas.
Tom tomó la bolsa, pero no se fue.
Se quedó allí, observándola.
—¿Y no vas a decirme que me va a quedar bien? ¿O al menos que me veré mejor que los demás?
Sabine rodó los ojos, sin molestarse en ocultarlo.
—Y te recomendaría soltarte las rastas. Si te van a mojar, así no terminas oliendo a perro mojado.
Tom abrió la boca fingiendo indignación, pero luego soltó una carcajada.
—¿Siempre eres así de simpática o solo cuando estoy cerca?
—Solo cuando alguien me habla sin que le haya pedido la hora.
Él la miró un momento más y finalmente se alejó, aún sonriendo.
Cuando regresó, Tom ya vestía la camiseta de "Vols" marrón y anaranjada, con los jeans sueltos, tal como estaba en la imagen. Se había soltado las rastas y ahora su cabello caía en mechones pesados sobre su rostro, húmedo por el rociador que ya había empezado a funcionar a baja presión para preparar el ambiente.
Georg afinaba su bajo mientras Gustav golpeaba la batería de prueba. Bill revisaba las letras con el director.
La atmósfera se sentía diferente.
Más tensa.
Más viva.
Las luces azules y blancas encendieron el lago como si el mundo se hubiera cubierto de hielo. Las gotas artificiales comenzaron a caer desde lo alto, empapando la escena.
—¡Grabando en 3... 2... 1... acción!
Bill levantó la vista y comenzó a cantar.
"Durch den Monsun, hinter die Welt..."
La voz atravesó el aire como una herida abierta.
Gustav marcaba el ritmo como si sus baquetas fueran prolongaciones de su alma. Georg se balanceaba con el bajo, conectado con cada nota. Tom, mojado por completo, tocaba con los ojos entrecerrados, el cabello pegado al rostro y los dedos firmes sobre las cuerdas.
Sabine, bajo un pequeño toldo de lona, los observaba.
Pero esta vez... no con indiferencia.
Había algo magnético en ese momento.
La canción no hablaba de ella, pero la entendía.
No era solo una banda de chicos gritando sobre amor y lluvia.
Era un grito de algo más. De lo que se pierde. De lo que uno desea con desesperación. De escapar.
"Ich will durch den Monsun..."
"Hinter die Welt, ans Ende der Zeit..."
El agua les caía como un bautismo.
No de fe, sino de inicio.
Era la primera vez que Sabine veía a alguien transformarse frente a sus ojos.
Tom, el chico engreído y provocador, ya no era solo eso.
Era un adolescente empapado, tocando como si nadie más existiera.
Como si cada nota fuera lo único que lo mantenía cuerdo.
Cuando la última estrofa terminó, la cámara giró sobre ellos y el director gritó:
—¡Corte! ¡Eso es! ¡Eso es lo que quería!
Los aplausos estallaron en el equipo técnico. Algunos de los chicos levantaron los brazos, celebrando. Bill sonreía con los dientes apretados, emocionado. Georg chocó puños con Gustav. Tom giró sobre sus talones, respirando agitado, y cuando vio a Sabine en la esquina, solo le hizo un gesto leve con la cabeza.
Como si dijera:
¿Viste eso?
Ella no respondió. Solo lo miró.
Un poco más de lo que debería.
El último acorde resonó en el aire como un eco detenido en el tiempo y luego, lentamente, todo volvió a moverse.
Las cámaras se apagaron. Los focos comenzaron a bajarse. Los técnicos desconectaban cables con el agua escurriendo por sus ropas. El director daba instrucciones rápidas mientras revisaba la cinta grabada en una pequeña pantalla portátil.
Sabine se apartó, como siempre, hacia el costado.
No por timidez, sino por costumbre.
A lo lejos, los chicos reían. Gustav se sacó la camiseta mojada, Georg se secaba el cabello con una toalla, y los gemelos posaban para unas fotos improvisadas junto al lago. Bill tenía el delineado corrido, pero seguía dándolo todo. Tom hacía poses ridículas, lanzando agua al aire, mientras uno de los asistentes les gritaba que no se empaparan más.
Ella se quedó observando desde una sombra, el cuerpo medio cubierto por su chaqueta y los ojos detrás de su flequillo húmedo.
Fue entonces cuando sintió una presencia a su lado.
—Buen trabajo hoy, señorita Wilson.
La voz grave, con ese acento de Berlín cargado de paciencia y edad, le resultaba familiar y reconfortante. Giró el rostro y encontró al señor Klein, su jefe.
Canoso, siempre vestido con ropa de campo a pesar de trabajar en la industria musical. Un hombre de pocas palabras, pero de esas que pesan.
—Gracias —respondió Sabine, encogiéndose de hombros— No fue nada.
Él sonrió, mirando hacia los chicos.
—No digas eso. Fuiste eficiente. Precisa. Y no se te olvidó ni un solo accesorio. Créeme, eso es raro.
—Solo hago mi trabajo —murmuró ella, bajando la mirada.
—Y lo haces bien. Pero no es eso lo que quería decirte.
Sabine alzó la vista, curiosa.
—Míralos —dijo él, señalando con un leve gesto a la banda— Se están divirtiendo. No lo dicen, pero están nerviosos. Es su primer video. Su primer intento serio. Y tú... tú te mantienes lejos. Siempre tan... ausente.
—No es mi lugar —respondió ella, rápidamente.
—¿Y por qué no?
Sabine se quedó en silencio.
—Georg y Gustav tienen dieciséis y diecisiete —continuó Klein— Y los gemelos cumplirán quince en septiembre. Tú tienes catorce, ¿cierto?
Ella asintió con una expresión neutral.
—Entonces no están tan lejos. Son de tu edad. Sería bueno que hables con personas de tu edad, Sabine. Ya pasas demasiado tiempo entre adultos como yo, ancianos que se quejan del café frío y los dolores de espalda.
Eso la hizo sonreír por primera vez en el día.
—Le agradezco que se preocupe por mí, señor Klein. De verdad... lo aprecio.
Él se acomodó la gorra.
—A veces, no es que la gente no quiera acercarse. Es que no sabe cómo.
—Y a veces —respondió ella, bajando la voz— es mejor que no lo hagan.
Klein la observó un momento más, pero no presionó. Le dio una palmada suave en el hombro y se fue hacia los técnicos que cargaban los estuches de cámaras.
Sabine se quedó ahí, respirando hondo. El viento agitó su cabello y secó algunas gotas que aún quedaban sobre su mejilla.
Caminó lentamente hacia donde estaba el perchero, a guardar algunas piezas del vestuario. Mientras doblaba la camiseta que Georg había usado, notó algo que no esperaba.
Tom estaba solo.
Sentado en una piedra, guitarra en el regazo, ya sin sonreír.
No estaba posando, ni bromeando. Solo estaba allí. Mirando el agua como si pensara demasiado.
Sabine dudó.
Podría irse. Fingir que no lo vio.
Podría quedarse lejos. Como siempre.
Pero algo en lo que le había dicho Klein le picaba por dentro.
A veces, no es que la gente no quiera acercarse.
Es que no sabe cómo.
Así que caminó despacio. Tom no se movió, pero giró levemente la cabeza cuando la oyó acercarse.
—¿Qué? ¿Vienes a decirme que no me moje más? —preguntó él con voz baja, sin mirarla directamente.
—No.
—¿Entonces?
—Solo vine a guardar esto —dijo, mostrando la muñequera mojada que él había usado.
Se hizo un breve silencio.
—¿Qué haces cuando no trabajas? —preguntó él de pronto.
Sabine parpadeó. No esperaba una pregunta así.
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—Una normal. No todo el mundo vive en un escenario.
Ella pensó en su casa. En su padre. En las noches sin dormir. En la sangre seca bajo la manga. En los platos sin lavar y respondió con sencillez:
—Sobrevivir.
Tom la miró por fin. No con burla. No con picardía.
—Eso suena más difícil que ensayar cinco horas seguidas.
Sabine no respondió.
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