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✧ . . . villain and violent, infant and innocent

CAPÍTULO SIETE
hija de un villano

❝ There are no bargains
between lions and men.
I will kill you and
eat you raw. ❞

Las manos de Silviana temblaban mientras tensaba la cuerda del arco, sus dedos en carne viva por la tensión implacable. El ardor en su piel se extendía desde las palmas hasta los brazos, pero apretó los dientes, negándose a mostrar debilidad.

—Sujétalo firme —dijo la voz de su padre, aguda y autoritaria. Cómodo estaba a unos pasos detrás de ella, con sus penetrantes ojos verdes entrecerrados mientras observaba su postura. Su presencia era abrumadora, una fuerza que parecía llenar todo el patio. Los rizos oscuros de su cabello brillaban bajo la luz del sol, enmarcando un rostro tanto atractivo como aterrador por su intensidad.

Silviana ajustó su agarre, su respiración superficial pero controlada. El objetivo no era más que un simple círculo de madera, pintado con aros toscos y colocado al otro extremo del jardín. Sin embargo, para ella, parecía estar a millas de distancia, inalcanzable.

—Respira, Silviana —dijo Cómodo, acercándose. Su voz se suavizó ligeramente, aunque el filo nunca desapareció—. Un arquero no es nada sin control.

—Estoy respirando —replicó ella, con el tono cargado de frustración.

Él dejó escapar una risa baja, un sonido con un matiz de diversión.

—No lo suficiente. Te estás apresurando. Crees que la fuerza es lo que hace que la flecha vuele con precisión, pero estás equivocada. Es el enfoque. Es la paciencia.

Ella apretó la mandíbula mientras ajustaba de nuevo, la cuerda mordiendo sus dedos. El ardor le hacía lagrimear los ojos, pero parpadeó rápidamente para disiparlo.

—¿Así? —preguntó, con la voz cargada de desafío.

Cómodo se colocó detrás de ella, sus manos sobre las de ella, ajustando su agarre con una gentileza sorprendente. El aroma a romero e incienso lo envolvía.

—Exactamente —murmuró—. Siente la cuerda. La flecha. El momento en que la sueltes debe sentirse como el destino. Como si el objetivo no tuviera más opción que aceptar su destino.

El aliento de Silviana se entrecortó ante sus palabras, el peso de estas hundiéndose en su pecho.

Volvió a tensar la cuerda, sus brazos temblando por el esfuerzo. Las manos de Cómodo permanecieron sobre las suyas, estabilizándola, guiándola.

—Ahora —susurró él, su voz un murmullo bajo en su oído—. Suelta.

La flecha salió disparada de sus dedos, cortando el aire con un silbido antes de golpear el objetivo. Alcanzó el anillo más externo, no perfecto, pero mejor que sus intentos anteriores.

Silviana exhaló bruscamente, dejando caer sus brazos a los costados.

—Fallé —murmuró, con la voz teñida de decepción.

—Acertaste —corrigió Cómodo, colocándose frente a ella y bloqueando su vista del objetivo. Sus ojos verdes se clavaron en los de ella, intensos e implacables—. No se trata de perfección. Se trata de impacto. Recuerda eso.

Silviana frunció el ceño, flexionando las manos mientras intentaba disipar el ardor en sus dedos.

—El impacto no importa si no es en el centro.

Los labios de su padre se curvaron en una sonrisa; depredadora, orgullosa.

—Importa cuando sangran.

Ella se quedó inmóvil ante sus palabras, el peso de estas asentándose pesadamente en su estómago. Cómodo inclinó la cabeza, estudiando su reacción con una expresión inescrutable.

—Lo entenderás algún día —dijo, su tono más suave ahora.

El día que Silviana rompió aguas, el sol brillaba intensamente sobre el Palatino, dorando las imponentes estatuas y los extensos patios de mármol.

Lucila llegó esa mañana, su cabello rubio recogido en un elaborado peinado, su expresión cuidadosamente compuesta en una máscara de serenidad. Había venido a ver a los hijos de su sobrina. Pero las noticias de que Silviana estaba en trabajo de parto borraron incluso el atisbo de sonrisa que había adornado sus labios.

—La emperatriz está en la sala de partos —informó un sirviente al recibirla en la villa—. Los médicos ya han sido convocados.

Lucila se detuvo en el atrio, la fresca sombra calmando poco la inquietud que se había instalado en su pecho. Presionó una mano contra su estómago, como si las noticias hubieran alterado algo profundo dentro de ella.

No se demoró mucho. Avanzando por la villa, llegó a la sala de partos, donde la recibieron los sonidos apagados de llantos y pasos apresurados.

Adentro, Silviana yacía en una gran cama dorada, su pálido cabello pegado a la frente por el sudor. Su rostro estaba enrojecido, sus manos aferradas con fuerza a las sábanas de seda mientras otra contracción la atravesaba.

La calma habitual de Lucila se desmoronó al instante. Su ceño se frunció mientras se giraba bruscamente hacia la partera más cercana.

—Revísenla —ordenó, su voz baja pero urgente.

La partera dudó por un brevísimo momento antes de dirigirse rápidamente al lado de Silviana. Esta se aferró al brazo de Lucila, sus nudillos blancos, sus ojos azules abiertos de par en par, llenos de pánico.

—Duele... —jadeó Silviana, sus palabras cortándose en un grito ahogado—. Esto no está bien, no debería...

Lucila apretó más fuerte la mano de Silviana, su propio pulso acelerándose.

—Respira —dijo con firmeza, aunque su voz traicionó un atisbo de inquietud—. Sigue respirando.

El rostro de la partera era una máscara de concentración mientras examinaba a Silviana. Su expresión se oscureció, y alzó la vista hacia Lucila con algo cercano al miedo en los ojos.

La voz de la partera tembló mientras hablaba, dirigiéndose a Lucila pero lo suficientemente fuerte como para que la sala la escuchara.

—El niño está en posición podálica, Domina. Debemos actuar rápidamente.

El estómago de Lucila se hundió, aunque mantuvo su expresión compuesta. Volviéndose hacia Silviana, le apartó un mechón húmedo del rostro con tono firme.

—Silviana, escúchame. Debes mantenerte fuerte. Esto es difícil, pero has pasado por peores.

Silviana gimió, su cabeza agitándose contra las almohadas mientras otra ola de dolor recorría su cuerpo.

—No puedo... —jadeó, sus ojos azules abiertos con terror—. ¡No puedo hacerlo!

—Sí puedes —dijo Lucila con severidad, apretando con más fuerza la mano de Silviana—. Debes hacerlo.

La sala descendió en un frenesi de movimientos mientras las parteras se preparaban para la ardua tarea que tenían delante. La jefa de las parteras dio órdenes, sus manos moviéndose rápidamente para posicionar a Silviana para el parto. La sangre ya manchaba las sábanas debajo de ella, un espectáculo que provocó una aguda inhalación de Lucila.

—Necesitamos girar al niño —dijo la partera con urgencia—. Sujétela firme.

Lucila asintió, su agarre en los brazos de Silviana se tensó

—Concéntrate en mí —ordenó, su voz cortando la niebla del dolor—. Respira, niña. Respira.

Los gritos de Silviana llenaron la sala mientras la partera trabajaba, el proceso extenuante y lento. Sus uñas se clavaron en el brazo de Lucila, su cuerpo temblando violentamente por el esfuerzo.

—Casi lo logro —murmuró la partera, su tono tenso—. Solo un poco más...

La puerta se abrió de golpe de repente, y Geta entró con paso firme, sus ojos color miel estrechándose al ver la escena frente a él. Se quedó inmóvil, su mirada fija en la forma ensangrentada de Silviana, sus gritos desgarrando algo primitivo dentro de él.

—¿Qué está pasando? —exigió, su voz baja y peligrosa mientras se acercaba a la cama.

—El niño está en posición podálica —respondió rápidamente Lucila, su tono firme a pesar del caos—. Está perdiendo mucha sangre.

La mandíbula de Geta se tensó mientras ladraba a las mujeres: —Si muere, las crucificaré a todas.

Lucila lo ignoró y rezó a todos los dioses durante lo que parecieron horas.

—Que los dioses sean benditos, es un niño!

Lucila no se acercó al grupo de nodrizas, quedándose al margen con el rostro grave.

Silviana estaba mortalmente pálida, su rostro empapado en sudor, su pecho apenas subiendo y bajando con respiraciones superficiales y desiguales. El corazón de Lucila se encogió al ver a su sobrina, su fuerza agotada, aferrándose a la vida con dificultad. Las parteras se movían frenéticamente a su alrededor, sus manos teñidas de carmesí mientras trabajaban para detener la hemorragia.

El silencio llenó los oídos de Silviana, llenándolos lentamente, como agua.

Sus ojos parpadearon, pesados por el agotamiento y el peso de la traición de su propio cuerpo. La habitación a su alrededor se oscureció, las voces de las parteras desvaneciéndose en un murmullo distante. Era como si el mundo mismo se hubiera retirado, dejándola a la deriva en un vacío silencioso e interminable.

El olor metálico de la sangre permanecía, pero se sentía lejano, como si perteneciera a alguien más. La cabeza de Silviana cayó hacia un lado, y su mirada se posó en los pilares de mármol de la cámara. Los bordes de su visión se desdibujaron, y por un breve momento, vio un río.

Y entonces, lo vio a él.

Su padre.

Estaba justo al otro lado de la orilla, sus oscuros rizos enmarcando un rostro a la vez familiar y perturbador, sus penetrantes ojos verdes fijos en los de ella. Esta vez no había malicia en su mirada, ni locura, solo una calma que nunca había conocido en él durante su vida.

—¿Padre? —susurró, aunque su voz parecía no tener fuerza.

Él no respondió, pero su expresión se suavizó, casi imperceptiblemente. Su presencia se sentía tanto real como irreal, un fantasma de sus recuerdos invocado por la neblina del dolor y la pérdida de sangre.

—Que los dioses sean misericordiosos —murmuró Lucila, su voz temblorosa. Sus manos estaban fuertemente entrelazadas en oración, aunque no se atrevió a acercarse a la cama. Silviana era su último vínculo con su hermano, con su familia, con el pasado que había luchado tanto por proteger. No podía soportar verla desvanecerse.

Geta lanzó una mirada fulminante a las parteras.

—Hagan su trabajo —gruñó, su voz baja y peligrosa—. Sálvenla.

—Ha perdido demasiada sangre —dijo en voz baja una de las mujeres, sus manos temblando mientras intentaba detener el flujo.

—¡Entonces deténganlo! —ladró Geta, su rostro retorcido por la ira y el miedo. Se volvió hacia Lucila, sus ojos color miel brillando de furia—. ¡Que hagan algo!

Lucila ignoró su arrebato, su mirada fija en Silviana. Lentamente, se acercó, apartando a las nodrizas y arrodillándose junto a la cama. Su mano encontró la de su sobrina, fría e inerte, y la apretó con fuerza.

—Silviana —dijo suavemente, su voz firme a pesar del caos a su alrededor—. ¿Puedes oírme?

Los ojos de Silviana se abrieron lentamente, desenfocados y pesados. —Madre... —murmuró, su voz apenas un susurro.

—Eres fuerte —dijo Lucila, apretando su mano con fuerza—. Por favor, no te vayas.

Los labios de Silviana se curvaron levemente, el atisbo más tenue de una sonrisa cruzando su rostro. —El bebé... —susurró.

—Está a salvo —la aseguró Lucila, lanzando una rápida mirada a Geta, quien las observaba intensamente mientras una nodriza atendía al niño cerca de ellos—. Hermoso y fuerte, como su madre.

Las parteras continuaban trabajando, la tensión en la habitación era palpable. El tiempo parecía alargarse, cada segundo una eternidad mientras luchaban por salvarla. Finalmente, la partera principal levantó la mirada, su rostro agotado pero con un destello de alivio.

—La hemorragia ha disminuido —anunció, su voz ronca—. Vivirá.

Lucila exhaló profundamente, su mano aún aferrada a la de Silviana. Lágrimas amenazaron con escapar de sus ojos, pero las contuvo rápidamente, recuperando su compostura.

Su mirada se posó en el rostro pálido de Silviana, sus facciones suaves y vulnerables de una manera que le recordaba dolorosamente al bebé que había sido.

La amaba con todo su corazón.

La había acunado una vez, la había sostenido en sus brazos cuando era una bebé, en un mundo que aún era amable, antes de que las sombras de Roma se extendieran demasiado y lo devoraran todo. Ahora, aferraba la mano de Silviana como si su toque pudiera anclarla al mundo de los vivos.

Un leve llanto rompió la tensión, agudo e insistente. Lucila giró la cabeza hacia el sonido, y una de las parteras se acercó, sosteniendo un pequeño bulto envuelto.

—Domina —dijo la partera, su voz temblando con una mezcla de asombro y alivio—. Su hijo es fuerte.

Lucila extendió la mano, pero se detuvo, dudando. Ese no era su lugar, no esta vez.

—Déjenla verlo —instruyó suavemente, su voz cargada de emoción. Las parteras llevaron al bebé con cuidado, colocándolo en los brazos de Silviana.

Los párpados de Silviana se abrieron, su mirada desenfocada pero buscando instintivamente. Cuando sus ojos se posaron en el pequeño bulto, algo cambió en su expresión. Exhaló temblorosamente, su mano temblorosa alcanzando para acariciar la suave mejilla de su hijo.

—Un niño —murmuró, su voz apenas audible. La palabra llevaba tanto asombro como agotamiento.

Lucila esbozó una leve sonrisa, su corazón apretándose. —Sí, con cabello rojo. Igual que...

No terminó la frase, no dijo Igual que tu esposo y su hermano. Las palabras no dichas quedaron suspendidas entre ellas, demasiado crudas para pronunciarlas.

La voz de Geta rompió el momentáneo silencio. —Un niño —repitió, su tono entre asombro y orgullo. Su mirada osciló entre el diminuto infante y Silviana, deteniéndose en su rostro pálido y bañado en sudor.

Se acercó, sus movimientos cautelosos, como si temiera perturbar la frágil paz en la habitación. El niño, bien envuelto, emitió un leve gemido mientras la nodriza se lo entregaba. Ahora, Geta estaba al lado de la cama, sosteniendo a su hijo, su expresión una mezcla de triunfo y algo más tierno.

Silviana logró esbozar una débil sonrisa, aunque sus ojos estaban cargados de agotamiento.

—Es hermoso —murmuró, su voz apenas audible.

Geta se arrodilló junto a ella, sus ojos color miel fijos en su rostro. —Se parece a mi —dijo, su voz inusualmente amable. Extendió una mano, apartando un mechón de cabello húmedo de su frente—. Lo has hecho bien, Silviana.

Ella dejó escapar una risa débil.

Lucila, aún de pie cerca, observaba la escena con una expresión agridulce. Su sobrina ya le había dado a este monstruo dos hijos sanos, ¿no era suficiente? No, nunca lo era. No para él.

La mirada de Geta se desvió brevemente hacia Lucila, su mandíbula tensándose.

—Déjanos —dijo bruscamente, su voz recuperando su habitual autoridad—. Ella necesita descansar.

Lucila vaciló un momento, sus ojos dirigidos a Silviana, quien asintió débilmente. A regañadientes, Lucila salió de la habitación, seguida por las parteras.

Una vez que la puerta se cerró tras ellas, Geta volvió toda su atención hacia Silviana. Se inclinó más cerca, su mano descansando suavemente sobre la de ella, que sostenía al bebé.

—Me asustaste —admitió, su voz baja, casi vulnerable.

Los labios de Silviana formaron una mueca, aunque sus ojos permanecieron medio cerrados.

—Yo también tuve miedo.

Geta miró al niño, acunado con cuidado en sus brazos. Sus ojos se suavizaron mientras lo estudiaba, el fuego en su mirada reemplazado momentáneamente por algo más tierno.

El niño se movió, sus pequeños dedos curvándose contra la tela del envoltorio. Su oscuro cabello rojo captó la tenue luz que se filtraba por las ventanas, un contraste llamativo con el verde profundo de sus ojos.

—Necesitará un nombre —dijo ella, su voz cada vez más débil.

—Lo tendrá —concedió él, su mirada volviendo al bebé. Su expresión se contrajo ligeramente ante la debilidad en la voz de Silviana.

—Eneas —murmuró ella finalmente, su tono lleno de una mezcla de ternura y fatiga.

Geta se quedó junto a ella, sus ojos color miel trazando los delicados rasgos de su esposa y de su recién nacido. Aurelio, con su oscuro cabello rojo y su mirada verdosa, era frágil, con sus diminutas manos flexionándose como si intentaran alcanzar el mundo.

—Deberías dormir —murmuró Geta, su tono bajo pero firme. Se inclinó y presionó un beso en su sien.

Silviana ofreció una leve sonrisa, el agotamiento visible en la palidez de su rostro.

—¿Vendrás? Más tarde.

Los ojos de Geta se cerraron brevemente, pero apartó un mechón suelto de cabello de su frente.

—Mañana. Por ahora, descansa.

Lanzó una mirada hacia la partera que esperaba junto a la puerta y asintió con un movimiento brusco.

—Cuídalos —ordenó, su voz cargada de autoridad—. Y no la molesten a menos que sea absolutamente necesario.

Con una última mirada prolongada, Geta salió de la habitación, su capa dorada ondeando tras él.

Los ojos de Silviana se cerraron lentamente, el peso del día arrastrándola hacia un sueño intranquilo. Las parteras trabajaban en silencio, sus movimientos cuidadosos mientras atendían al bebé y se aseguraban de que la habitación permaneciera en calma.

Ella soñó con su padre, vivo y sano, y el recuerdo de su rostro volvió a ella.

El silencio de la noche se rompió con el leve crujido de la puerta de la cámara. Una sombra se deslizó dentro de la habitación, larga y deliberada, el suave roce de las sandalias contra el mármol delatando la identidad del visitante antes de que su rostro emergiera de las sombras.

Caracalla se detuvo junto a su cama, sus ojos azules brillando con una emoción demasiado compleja para nombrarla. Su mirada se dirigió al bebé, acunado en la cuna, su pequeño cuerpo subiendo y bajando con cada respiración.

Se acercó más, sus manos cruzadas detrás de la espalda mientras estudiaba al infante.

—Es bonito —dijo suavemente, su voz casi reverente.

Silviana se removió al escuchar su voz, sus ojos abriéndose lo suficiente para ver su silueta.

—Antonino —murmuró, su voz ronca por el sueño—. ¿Qué haces aquí?

—Quería verte —respondió simplemente, su mirada finalmente encontrándose con la de ella—. Y a él.

—Está dormido —dijo ella, su tono agudo a pesar de su fatiga—. Y tú también deberías estarlo.

Los labios de Caracalla se torcieron en una leve sonrisa, casi infantil, aunque no alcanzó sus ojos.

—No podía dormir —admitió en un tono tranquilo —. Creí que morirías.

Silviana suspiró, el peso del día presionando pesadamente sobre ella. Se movió ligeramente, tratando de incorporarse, pero un dolor agudo en su costado la hizo gemir. La mano de Caracalla salió disparada, sosteniéndola antes de que pudiera caer de nuevo.

—Con cuidado —murmuró, su voz suave—. Ya has hecho suficiente por hoy.

Ella sostuvo su mirada, sus ojos azules buscando en su rostro algún rastro del hombre que una vez conoció. Parecía cansado, más de lo habitual. El leve brillo de sudor en su frente y las sombras bajo sus ojos insinuaban el peaje que su cuerpo estaba pagando. Aun así, había una sinceridad en su expresión que la detuvo.

—¿Por qué estás aquí realmente, Antonino? —preguntó, su tono cansado pero firme—. No estoy de humor para acertijos.

Él vaciló, su mirada desviándose hacia el bebé.

—He estado pensando —dijo finalmente, su voz baja—. Nunca me diste la oportunidad de disculparme. Por lo que hice a... a esa chica.

La respiración de Silviana se detuvo, el recuerdo del cuerpo sin vida de Claudia destellando ante sus ojos. Su mirada se endureció y retiró la mano que había descansado cerca de Caracalla.

—¿Esa chica? —repitió, su tono afilado, cortando el silencio de la habitación como una hoja—. Su nombre era Claudia. Tenía un nombre, una familia. Era más que "esa chica".

Caracalla se estremeció, sus ojos azules nublándose con una mezcla de culpa y frustración.

—Lo sé —dijo en voz baja, su voz temblorosa—. Sé su nombre.

—Bien —espetó Silviana, su voz baja pero feroz—. Deberías saberlo.

El silencio entre ellos era pesado, lleno del peso de las palabras no dichas. Los hombros de Caracalla se encorvaron ligeramente, su postura habitualmente orgullosa flaqueando. Pasó una mano por sus ya despeinados rizos, sus movimientos lentos y deliberados.

—No quise hacerlo —dijo finalmente, su voz apenas un susurro—. Fue un accidente, Silviana. Lo juro.

—¿Un accidente? —repitió amargamente, sus manos cerrándose en puños a sus costados—. ¿Crees que eso cambia algo? ¿Crees que eso borra lo que hiciste? ¿Lo que tuve que hacer para cubrirte?

—Sé que no lo hace —admitió, su mirada cayendo al suelo—. Pero quería que lo supieras. Que supieras que yo... que lo lamento.

Silviana lo miró fijamente, su pecho apretándose mientras observaba al hombre roto frente a ella. Sus ojos azules brillaban con lágrimas no derramadas, sus pómulos angulosos marcados por una expresión de derrota.

—El arrepentimiento no la trae de vuelta —dijo, su voz suave pero inflexible—. Y no cambia el hecho de que podrías hacerlo de nuevo. Que podrías.

La mirada de Caracalla se alzó hacia la suya, y por un momento, algo salvaje brilló en sus ojos. Pero se desvaneció tan rápido como apareció, reemplazado por una tristeza casi insoportable.

—No te haría daño —dijo, su voz quebrándose—. A ti no. Nunca.

La respiración de Silviana se detuvo, su resolución tambaleándose por un breve instante. Desvió la mirada, sus ojos cayendo sobre la cuna donde el bebé dormía.

—No soy yo quien me preocupa —murmuró, su voz apenas audible.

Caracalla siguió su mirada, su expresión contrayéndose al mirar al bebé.

—Nunca le haría daño —dijo firmemente, su tono estable a pesar de la agitación en sus ojos—. Lo sabes.

—¿De verdad? —preguntó ella, su voz un susurro—. Porque ya no sé de qué eres capaz.

Él no respondió de inmediato, su mirada fija en el bebé. Cuando finalmente habló, su voz era tranquila, casi suplicante.

—Solo quería que supieras que lo siento. Por todo.

Silviana cerró los ojos, el peso de sus palabras presionando sobre ella.

—Vete a dormir, Antonino —dijo finalmente, su voz desprovista de emoción—. Y no lo despiertes de nuevo.

Él dudó, como si quisiera decir más, pero finalmente asintió. Levantándose, lanzó una última mirada prolongada antes de dirigirse hacia la puerta.

—Buenas noches, Silviana —dijo suavemente.

Y entonces se fue, dejándola sola en la tranquila habitación con nada más que el sonido de la respiración de su hijo y el eco de sus palabras.

Buenas, buenas.

Este capítulo fue para introducir al baby, el cual tendrá un papel relevante en uno de los eventos canónicos de Silviana. También quise que mi chamaca pudiera ver a su papá, ya saben, una típica referencia de Gladiador.

La encuesta del final ya comenzó y me sorprendió la cantidad de personas que quieren a Caracalla tiesos, pero bueno, yo hago lo que me pidan lol. Si quieren salvarlo, todavía están a tiempo JAJAJA. Solo van a tener una semana para votar a su favor porque ya estoy llegando al final de la película y ya saben... alguien tiene que morir.

Saquen sus teorías y comiencen las apuestas.

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