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✧ . . . the hearts are broken, dove

CAPÍTULO TRECE

hija de un villano

❝ Stronger than lover's
love is a lover's hate.
Incurable, in each, the
wound they make. ❞

Silviana y Caracalla nunca habían peleado, no de verdad.

Ni una sola vez en sus vidas.

Pero siempre hay una primera vez para todo.

Caracalla estaba sentado en el gran salón por la tarde, con la mirada fija en la escena que se desarrollaba ante él. Geta, siempre el padre devoto cuando el público lo requería, sostenía a Eneas en alto, con una expresión engreída mientras la corte estallaba en aplausos educados. La mano de Caracalla se tensó alrededor de su copa, el delgado metal doblándose ligeramente bajo la fuerza de su agarre.

Observaba cómo Geta arrullaba al bebé, su tono empalagoso y jactancioso, el cuadro perfecto del orgullo paternal. Eneas se retorció, dejando escapar un pequeño llanto, pero Geta solo rió, acercando al niño más a su rostro en una muestra de afecto que hizo que el estómago de Caracalla se revolviera.

Debería haber sido él.

El pensamiento se abrió camino al frente de su mente, no deseado pero innegable. Eneas no era su hijo, el único del que estaba absolutamente seguro que no lo era. Los otros hijos de Silviana llevaban su sangre, sus rasgos ocultos bajo el nombre de Geta, pero Eneas... Eneas era diferente. La prueba del reclamo de Geta. Un pequeño recordatorio viviente de lo que a Caracalla le había sido negado.

Desvió la mirada, con la mandíbula apretada mientras apuraba el resto de su vino. El resentimiento ardía intensamente en su pecho, y se obligó a concentrarse en la mesa frente a él. Pero inevitablemente, su mirada volvió a Silviana.

Estaba sentada cerca de Geta, con la postura perfecta, su expresión indescifrable mientras observaba a su esposo con su hijo. Sus manos descansaban en su regazo, elegantes y serenas, pero Caracalla la conocía lo suficiente para ver la tensión en sus hombros, el leve destello de preocupación en sus ojos. No estaba complacida.

Él tampoco.

El llanto de Eneas se hizo más fuerte, rompiendo los aplausos y las risas dispersas. La sonrisa de Geta vaciló, y con un movimiento rápido, le devolvió el bebé a Silviana. Ella aceptó a su hijo sin dudar, acunándolo cerca mientras murmuraba palabras suaves para calmarlo. La garganta de Caracalla se tensó ante la escena, la familiar punzada de anhelo y frustración devorándolo.

Se levantó de golpe, el movimiento atrayendo algunas miradas curiosas. Ignorándolas, salió del salón, sus pasos rápidos y decididos. No le importaba a dónde iba; solo necesitaba escapar del peso asfixiante de sus pensamientos.

Pero Silviana lo encontró primero.

Estaba en un rincón apartado, la tenue luz proyectando sombras en las paredes de piedra. El sonido de los pasos de Silviana resonó suavemente mientras se acercaba, con Eneas acunado con seguridad en sus brazos. Se detuvo a unos pocos pasos de distancia, con una expresión cautelosa pero serena mientras lo observaba.

—Te fuiste sin decir una palabra —dijo Silviana, con una voz calmada pero inquisitiva, libre de acusación aunque con un aire inconfundible de curiosidad.

Caracalla exhaló bruscamente, sus labios formando un puchero exagerado. En otro tiempo, semejante dramatismo habría provocado una risa de ella.

Ahora, solo le valió un suave movimiento de cabeza, aunque no pudo reprimir del todo la tenue sonrisa que se asomaba en sus labios.

—Ven aquí —dijo ella, dando un paso más cerca, con un destello de picardía en los ojos—. Necesitas sostenerlo.

Antes de que Caracalla pudiera objetar, Silviana colocó cuidadosamente a Eneas en sus brazos. Él se quedó inmóvil, dejando escapar un jadeo sorprendido mientras miraba al pequeño bulto que ahora le confiaban. Sus hombros se tensaron, y sus manos torpes lucharon por mantener al bebé seguro.

—¿No podías advertirme primero? —exclamó, con un tono que oscilaba entre el pánico y la indignación—. ¡No sé lo que estoy haciendo!

—Eso está más que claro —replicó Silviana con sequedad, cruzando los brazos mientras lo observaba luchar por encontrar una posición adecuada.

—Esto no tiene gracia —espetó él, aunque las comisuras de sus labios se torcieron en una sonrisa involuntaria. Justo a tiempo, logró sostener la cabeza tambaleante de Eneas, y sus movimientos se volvieron más cuidadosos a medida que el instinto comenzaba a surgir. Por un momento, su expresión de pánico se suavizó, su atención completamente centrada en la pequeña y frágil figura en sus brazos.

—¿Y bien? —preguntó Silviana tras unos segundos, inclinando la cabeza mientras lo estudiaba.

Caracalla levantó la mirada, con la confusión escrita en su rostro.

—¿Y bien qué?

—¿Qué piensas? —lo instó, señalando a Eneas con un movimiento de cabeza, su tono impregnado de un sutil orgullo. No era una alabanza directa, pero tampoco estaba muy lejos de serlo.

Caracalla inclinó la cabeza, entrecerrando los ojos como si inspeccionara algo extraño.

—Es... rojo. Arrugado. Honestamente, un poco raro. Pero, ¿acaso no lo son todos los bebés?

Silviana arqueó una ceja, con su voz teñida de fingida ofensa.

—¿Raro?

—Todos lo son —insistió Caracalla a la defensiva, mirando hacia abajo justo cuando Eneas dejó escapar un chillido de protesta. El sonido lo tomó por sorpresa, y una risa inesperada escapó de él: corta, incómoda, pero genuina. Su expresión endurecida se suavizó, y por un breve momento, pareció casi tranquilo—. Bueno, no importa. El próximo no será raro.

Silviana parpadeó, desconcertada.

—¿Próximo?

—Nuestro próximo bebé —dijo Caracalla como si fuera lo más natural del mundo—. Nos aseguraremos de que sea pelirrojo y de ojos azules. Como nosotros.

Silviana sintió un escalofrío asentarse profundamente en su estómago, un peso frío que se negaba a levantarse. Evitó encontrarse con su mirada, sus dedos alisando nerviosamente un pliegue invisible en la tela de su estola. En cambio, se enfocó en Eneas. El bebé se movió, su diminuto puño agitándose brevemente antes de aferrarse a la manga de Caracalla, un gesto simple e inocente que la ancló por un instante.

Su mente divagó contra su voluntad. ¿Crecería Eneas sintiendo la forma en que su tío lo miraba, no con amor ni cariño, sino con algo más cercano al desdén? ¿Notaría el filo calculador en la mirada de Caracalla, la evaluación fría que reemplazaba cualquier calidez? El pensamiento la dejó inquieta, una punzada aguda que enterró bajo años de calma ensayada.

La mano de Caracalla se movió, sus dedos rozando su barbilla mientras inclinaba su rostro hacia él.

—¿Qué pasa? —preguntó, su voz afilada pero teñida de algo más suave—. ¿Qué te preocupa?

—Nada —respondió demasiado rápido, la mentira deslizándose de sus labios sin convicción. Sintió cómo sus ojos se estrechaban, la intensidad de su mirada despojándola de sus defensas con una facilidad desconcertante.

—No me mientas —dijo, su tono más frío ahora, cada palabra deliberada—. Me miraste hace un momento... como si tuvieras miedo. Miedo de que pudiera castigarte por decir que no.

—¡No lo hice! —replicó ella, el tono más alto de lo que pretendía. Se arrepintió al instante.

—Sí lo hiciste —insistió Caracalla, sus labios curvándose en una tenue sonrisa sin humor—. No me insultes fingiendo lo contrario. Te conozco mejor que eso.

El aire entre ellos se espesó, la tensión presionándole el pecho. Por un momento, ninguno se movió. Eneas dejó escapar un pequeño llanto, su voz rompiendo el silencio como un cristal al estrellarse. Silviana ajustó su posición, sus movimientos mecánicos mientras intentaba calmar al niño.

—Yo solo... —comenzó, su voz vacilante bajo el peso del momento—. No lo sé. Suena tonto cuando intento decirlo en voz alta.

La mandíbula de Caracalla se tensó, pero no la interrumpió. En cambio, permaneció en silencio, su expresión indescifrable, esperando a que continuara.

—El último parto fue... difícil —admitió en voz baja, su tono firme pero impregnado de una vulnerabilidad inquebrantable—. No me arrepiento, pero temí por mi vida. Y la idea de tener que pasar por eso otra vez... —Se detuvo, sacudiendo la cabeza como si intentara ahuyentar el pensamiento.

—Si tuvieras otro hijo —dijo Caracalla, con la voz neutral pero la mirada aguda.

—Sí —susurró Silviana, la palabra pesada al salir de sus labios—. Si tuviera otro hijo. No quiero morir.

El silencio que siguió fue denso y opresivo, ninguno dispuesto a ceder. El peso de sus palabras flotaba entre ellos, no dicho pero innegable.

Caracalla exhaló bruscamente, su mirada pasando de Eneas de vuelta a ella.

—Piensas demasiado —dijo finalmente, con la voz lo suficientemente suave como para desconcertarla—. Siempre lo has hecho. Siempre planeando, siempre preocupándote.

—¿Y eso cómo es un defecto? —replicó ella, su tono más afilado de lo que pretendía—. Alguien tiene que pensar en el futuro. Alguien tiene que prepararse para lo que viene...

—Cuando te ciega a la verdad —la interrumpió, con la voz firme—. Que ser la madre de mi hijo te daría todo lo que mereces. Seguridad. Protección. Poder. A mí. Igual que antes.

Su respiración se entrecortó ligeramente al oír sus palabras, y lo miró fijamente, buscando en su rostro algo que no podía nombrar.

La sonrisa de Caracalla regresó, más suave esta vez, aunque con el mismo trasfondo peligroso.

—Te haría mía —dijo simplemente, como si la verdad fuera tan sencilla.

Silviana negó con la cabeza, su garganta apretándose mientras trataba de encontrar su voz.

—No puedo —susurró, las palabras temblando con algo más que una simple negativa—. No quiero.

Su respuesta quedó suspendida en el aire, frágil pero decidida, mientras la distancia entre ellos se hacía más grande, imposible de ignorar.

Caracalla apretó la mandíbula, sus nudillos blanqueándose mientras ajustaba su agarre sobre Eneas. El bebé se movió en sus brazos, dejando escapar un sonido suave y respirado que rompió el tenso silencio. Caracalla bajó la mirada hacia el niño, su expresión suavizándose momentáneamente antes de volver a Silviana, con una intensidad renovada.

—¿No quieres? —repitió él, su voz baja y peligrosa—. ¿O no puedes?

Silviana vaciló, su garganta apretándose ante el peso de su pregunta.

—Ambas cosas —respondió finalmente, su voz más baja pero no menos resuelta—. Hablas del pasado como si pudiéramos simplemente regresar a él, pero las cosas han cambiado, Caracalla. Sabes que han cambiado.

—Han cambiado porque tú lo permitiste —soltó él, con una dureza en su voz que lo sorprendió incluso a sí mismo. Ajustó a Eneas de nuevo, acunándolo más cerca, como si la presencia del niño pudiera de algún modo anclarlo.

—Tú elegiste esto. A él. Y ahora actúas como si yo fuera quien rompió lo que teníamos.

—Basta —dijo ella firmemente, dando un paso adelante, sus ojos chispeando—. No lo tergiverses. No elegí nada. Hice lo que tenía que hacer, por mis hijos. Por su futuro.

—¿Y qué hay de mi futuro? —La voz de Caracalla se elevó, su ira ardiendo como una chispa sobre yesca seca—. ¿Qué hay de nosotros?

—No hay un nosotros —respondió Silviana, con la voz temblorosa pero decidida—. No más.

Las palabras quedaron entre ellos como una espada, afiladas e implacables. Por un momento, Caracalla pareció a punto de desmoronarse bajo su peso, pero en lugar de eso, sonrió. Una curva fría y amarga de sus labios, que no alcanzó sus ojos.

—De acuerdo —dijo, con un tono glacial—. Si eso es lo que te has convencido de creer, que así sea.

Silviana se estremeció, su compostura resquebrajándose por un instante. Caracalla notó aquel destello de vulnerabilidad, pero retrocedió instintivamente, el movimiento tan automático como respirar. Los viejos hábitos eran difíciles de romper. En su juventud, la ira de su padre siempre había llegado con el peso de los golpes, y el retroceder había sido su única defensa.

Pero esto era diferente. La ira de Silviana no era física, pero no por ello menos sofocante. Su presencia, normalmente cálida, ahora era fría e inflexible, su mirada encontrándose con la suya con desafío y algo más. Algo que se sentía mucho como dolor.

El silencio era frágil, roto solo por el suave balbuceo de Eneas en los brazos de Caracalla. El sonido, pequeño y delicado, parecía más fuerte de lo que debía ser, llenando el espacio entre ellos como una acusación. Caracalla apretó ligeramente su agarre sobre el bebé, sus dedos rozando el cabello suave del niño, como si el simple acto pudiera anclarlo en un momento que rápidamente se desmoronaba.

Los ojos de Silviana bajaron, de Eneas al borde de la fuente, demasiado cerca para su tranquilidad. La tensión en su rostro era sutil pero inconfundible. Sus labios se apretaron, su mirada oscilando entre el miedo y la determinación.

A Caracalla le tomó un segundo darse cuenta de lo que estaba pensando. Y cuando lo hizo, el aire pareció abandonarlo. Su estómago se retorció, su mente rechazando la implicación. Sus ojos se movieron hacia Eneas, y un destello de horror se asomó en su expresión.

—¿Crees que podría lastimarlo? —La pregunta salió de sus labios, áspera y rota, sin filtro. El tono de su voz fue suficiente para asustar al bebé, y Eneas dejó escapar un agudo y lastimero llanto que resonó en el patio, cortando el momento como un cuchillo.

Caracalla se balanceó ligeramente, intentando calmar al bebé con un movimiento instintivo, pero antes de que pudiera lograrlo, el sonido de pasos deliberados y medidos sobre la piedra señaló otra presencia.

Geta.

La llegada de su hermano se sintió inevitable, tan indeseada como una sombra al mediodía. Caracalla no necesitó mirar para sentir el peso de la mirada de Geta, pesada y evaluadora. Era un escrutinio que había soportado toda su vida, pero nunca había quemado tanto como ahora.

—Dámelo, hermano —dijo Geta con suavidad, su voz pulida, casi gentil, pero cargada con algo más afilado. Algo que cortaba—. Estás asustando al niño.

Los llantos de Eneas se hicieron más fuertes, sus diminutos puños agitándose con desesperación descoordinada. Silviana, incapaz de soportar el sonido, dio un paso adelante. Sus movimientos fueron lentos, deliberados, sus brazos extendidos en un gesto destinado a calmar tanto al niño como al hombre.

—Caracalla —dijo con suavidad, su voz firme pero con un borde de acero debajo—. Por favor. Déjame tomarlo.

Caracalla no se movió. Su agarre sobre Eneas no vaciló, incluso cuando el bebé se retorció en sus brazos, sus llantos elevándose en tono y volumen. Sus ojos se movieron entre Silviana y Geta, sus pensamientos corriendo, sus emociones un caos enredado que no podía desentrañar. Había ira, sí, pero también dolor. Y algo más. Una nota débil pero innegable de traición.

Eneas dejó escapar otro suave llanto, y Geta dio un paso más cerca, sus movimientos medidos pero insistentes. A pesar de su reciente imprudencia—la forma en que había tratado a su hijo como un juguete apenas unas horas antes—ahora se conducía con un aire de calma practicada, como si solo él pudiera restaurar el orden al caos.

—Vamos, Caracalla —dijo Geta, extendiendo la mano en un comando silencioso—. Basta ya. Lo estás alterando.

Caracalla lo odiaba en ese momento. Odiaba la forma en que su hermano lo miraba, como si ya fuera culpable. Odiaba que no hubiera otra alternativa. Nunca lastimaría a su sobrino, nunca. La idea era abominable, impensable. Pero el hecho de que su hermano creyera lo contrario, aunque fuera por un instante, lo desgarraba por dentro. Abría un agujero profundo, una herida cruda y supurante que amenazaba con consumirlo.

No entregó a Eneas. En cambio, el dolor lo llevó a retroceder, su cuerpo moviéndose sin pensar, el instinto tomando el control. Rodeó la fuente, colocando el borde de mármol entre él y los demás, mientras el bebé seguía llorando en sus brazos.

—¡Hermano! —la voz de Geta se elevó con fuerza, un gruñido de autoridad y exasperación que cortó la tensión como un látigo. Su tono llevaba todo el peso de una orden, y Caracalla conocía bien ese tono. Era la voz de alguien que esperaba ser obedecido.

Pero Caracalla no estaba listo para rendirse. No todavía. No ante Geta. No ante nadie.

Los pretorianos llegaron rápidamente al borde del seto al escuchar el altercado. Geta levantó un dedo en su dirección para mantenerlos a distancia. Su otra mano permanecía extendida hacia su hermano, mientras Silviana comenzaba a llorar.

—Realmente crees que podría lastimarlo, ¿verdad? —murmuró Caracalla, con un tono peligrosamente suave.

Levantó a Eneas hasta su nariz, oliendo ese dulce aroma de bebé que alguna vez había sentido en Lucio y Marco. El niño seguía llorando, su rostro rojo como un tomate, y el sonido pareció activar un instinto paternal profundo en Geta, que luchaba por no lanzarse a recuperar a su hijo. Pero no podía hacer movimientos bruscos. No cuando creía que Caracalla podía volverse inestable en un instante.

La voz de Caracalla rompió el silencio de nuevo, aguda con amargura.

—Ojalá pudiera —dijo, sus palabras impregnadas de autodesprecio—. Ojalá fuera todo lo que piensas que soy. Ojalá pudiera darte la razón, porque tú siempre tienes razón, querido hermano. ¿No es así? Siempre.

Geta dio un paso tentativo hacia adelante, su tono suavizándose en una súplica.

—Eres mi hermano. Suéltalo.

Las manos de Caracalla temblaron mientras finalmente encontraba la mirada de Silviana, con los ojos llenos de lágrimas. Su expresión era cruda, sin defensas, no enojada ni acusadora, pero cargada de un dolor que parecía reflejar el suyo. Por un momento, vaciló, atrapado bajo el peso de su silenciosa comprensión. Lentamente, con reticencia, comenzó a extender a Eneas hacia ella.

Silviana se movió rápidamente, sus brazos alcanzando al bebé, acunándolo contra su pecho como si quisiera protegerlo de todo el caos que lo había rodeado. Lo sostuvo con fuerza, sus manos temblando ligeramente mientras murmuraba palabras tranquilizadoras contra su suave cabello rojizo.

Los pretorianos se relajaron visiblemente, sus manos dejando las empuñaduras de sus espadas mientras la tensión en el patio comenzaba a disiparse. Pero el abismo emocional entre los tres permanecía, vasto e imposible de cruzar.

Caracalla quedó inmóvil por un momento, sus hombros subiendo y bajando con cada respiración laboriosa. Luego, sin decir una palabra, se giró y comenzó a caminar hacia las sombras del sendero bordeado de setos. Su voz, amarga y cortante, se alzó sobre su hombro.

—Disfruten de su perfecta pequeña familia —escupió—. Espero que valga lo que han tomado.

Desapareció en la oscuridad, sus pasos desvaneciéndose en la distancia. Silviana y Geta permanecieron juntos en el pesado silencio que siguió, la tensión persistiendo como humo tras un incendio.

La respiración de Silviana se atascó en su garganta, y presionó una mano contra su pecho como si intentara calmarse. Siempre había temido que algo así pudiera pasar, aunque nunca se permitió creer que realmente sucedería. El pensamiento había sido una sombra distante, un temor intangible que había apartado. Pero ahora estaba aquí: real e innegable.

Era como ver a Ícaro caer, impotente ante lo inevitable, sabiendo que las advertencias habían sido ignoradas. Caracalla siempre había sido atraído por el peligro, imprudente e inflexible, como si la destrucción estuviera tallada en su destino. Había intentado guiarlo, suavizar sus aristas, pero ahora se preguntaba si alguna vez había sido suficiente o si él simplemente había elegido caer.

Eneas se movió en sus brazos, sus pequeños dedos rozando su clavícula. El toque inocente la ancló, devolviéndola al presente. Miró al bebé, su rostro finalmente en paz a pesar de la tormenta que lo había rodeado. Él merecía algo mejor que esto. Todos lo merecían.

Su resolución se endureció, su mente enfocándose en lo que debía hacerse. Silviana dio un paso adelante y pasó suavemente a Eneas a uno de los asistentes que había llegado a su lado. Sus manos se demoraron sobre el niño un momento más de lo necesario, renuente a dejarlo ir.

—Llévenlo con su nodriza —dijo en voz baja, con un tono firme a pesar de la agitación en su pecho—. Asegúrense de que lo cuiden bien.

Geta se movió como si fuera a hablar, pero Silviana lo silenció con una sola mirada. Sus ojos, rojos por el llanto, ardían con una determinación tranquila. No habría debate. No ahora. No cuando el daño ya estaba hecho.

Sin decir una palabra a su esposo, Silviana se dio la vuelta y se alejó, sus pasos rápidos y decididos mientras dejaba atrás el silencio arruinado. Subió las escaleras hacia sus aposentos privados, las luces de las antorchas a lo largo de las paredes de mármol proyectando largas sombras. Una vez dentro, cerró la pesada puerta detrás de ella y se apoyó contra ella por un breve momento, sus dedos presionando contra sus sienes. Su mente era una tormenta, pero sabía una cosa con absoluta claridad: tenía miedo.

Se enderezó y se movió hacia el centro de la habitación, su mirada recorriendo el espacio familiar. Siempre había sido un lugar de retiro, de consuelo, pero esa noche se convertiría en algo completamente diferente. Sus ojos aterrizaron en el cofre de la esquina, con bordes de hierro desgastados pero firmes. El cofre que guardaba las cosas de su padre.

—Tráelo aquí —ordenó con brusquedad, sorprendiendo al sirviente que acababa de entrar para encender las lámparas. El joven dudó un momento, confundida por la repentina demanda, pero la expresión de Silviana no admitía discusión.

—Ahora —añadió, con un tono tan firme como el acero.

El sirviente se apresuró a obedecer, y en cuestión de minutos el cofre fue colocado frente a ella, sus bisagras antiguas crujiendo mientras se abría. Silviana se arrodilló y levantó la tapa, revelando el blanco reluciente de la antigua armadura de su padre. Sus dedos rozaron las intrincadas tallas de laureles y águilas, su corazón apretándose ante los recuerdos que despertaba.

—Llamen al herrero —dijo, con la voz más baja ahora, pero no menos autoritaria—. Díganle que traiga sus herramientas y venga de inmediato.

El sirviente vaciló de nuevo, claramente inseguro.

—Domina, la hora...

—Ahora —espetó Silviana, cortándole la palabra—. Y traigan también a la costurera. Las correas deben ajustarse.

El muchacho salió corriendo para cumplir las órdenes, dejando a Silviana sola con el peso de su decisión. Levantó la coraza del cofre, sosteniéndola a la luz de las lámparas. Era demasiado ancha para su cuerpo, pero no le importaba. Haría que le quedara. La haría suya.

Al dejar la pieza a un lado, su mente comenzó a llenarse de planes. La furia de Caracalla había trazado una línea en la arena, una que ya no podía ignorar. Si él buscaba el caos, ella respondería con orden. Si él traía furia, ella le respondería con resolución.

Su padre siempre decía que la armadura era un escudo, no solo para el cuerpo, sino también para el alma. Esa mañana, Silviana tenía la intención de poner esa creencia a prueba.

El herrero llegó primero, su rostro aún enrojecido por el sueño, pero con las herramientas en mano. La costurera llegó poco después, cargando rollos de correas de cuero y gruesas agujas. Silviana estaba junto a la coraza, ya despojada de sus ropas elegantes y vestida con una sencilla túnica de lino. Sus ojos eran fríos, enfocados y autoritarios.

—Esta armadura perteneció a mi padre —dijo, dirigiéndose directamente al herrero—. Ahora la usaré yo.

El herrero vaciló, su mirada recorriendo el brillante bronce blanco con cuero y luego regresando al esbelto cuerpo de Silviana.

—Domina, esto fue forjado para un hombre. El peso...

—No es asunto tuyo —lo interrumpió bruscamente—. Harás que me quede.

El herrero inclinó la cabeza en señal de asentimiento y dio un paso adelante, colocando sus herramientas en el suelo de mármol.

—Tomará tiempo, Domina.

—Tienes hasta el anochecer —respondió ella, con un tono que no dejaba espacio para la negociación—. Las correas deberán acortarse, los hombros estrecharse. El peso puede distribuirse por mi cuerpo. Y si necesitas reformarla, lo harás. Cueste lo que cueste.

La costurera se movió junto a él, desenrollando el cuero y midiendo a Silviana con manos rápidas y precisas. La rodeó como una artista preparando una estatua para un lienzo, murmurando notas para sí misma mientras marcaba dónde necesitaban ajustarse las placas.

—Sostén la coraza contra ella —ordenó Silviana, volviendo su mirada hacia el herrero. Él obedeció, colocando cuidadosamente la armadura frente a su cuerpo. El cuero blanco brillaba bajo la luz titilante, las intrincadas tallas de laureles y dioses proyectando sombras en el suelo. El peso era inmenso, incluso en sus manos, pero Silviana no se inmutó.

La costurera se agachó y recorrió con sus manos la parte inferior de la coraza, midiendo dónde caía el borde contra las caderas de Silviana.

—Deberá quedar más alto, Domina, para que puedas moverte libremente. La integraré a una de tus stolas.

—Hazlo —respondió Silviana. No moriría indefensa.

El herrero tomó un pequeño martillo y unas tenazas, comenzando con cuidado a trabajar en los hombros. El sonido del metal golpeando metal resonó en la cámara, rítmico y deliberado. Silviana permaneció perfectamente inmóvil, con los brazos a los lados, mientras la costurera ajustaba las correas de cuero, colocándolas alrededor de sus hombros y cintura para probar su ajuste.

—¿Estás segura de esto, Domina? —preguntó suavemente la costurera, su voz vacilante mientras ataba una correa contra la espalda de Silviana.

—Nunca he estado más segura —respondió Silviana, con un tono firme—. No volveré a ser impotente.

Las horas pasaron mientras el herrero reformaba la armadura, martillando y doblando el metal hasta que se ajustó más estrechamente a su figura. La costurera trabajó junto a él, cosiendo nuevas correas y acolchados para equilibrar el peso contra su cuerpo. Silviana soportó cada ajuste sin una sola queja, su mirada imperturbable mientras trabajaban.

Finalmente, con los primeros indicios del amanecer filtrándose por las altas ventanas, tanto la costurera como el herrero se esfumaron.

Cuando quedó sola, Silviana se colocó frente al espejo nuevamente. El cuero brillaba como antes, pero ahora era inconfundiblemente suyo. Los laureles permanecían, pero ahora se entrelazaban con las enredaderas de plata, sus líneas afiladas suavizadas pero no menos imponentes. Las ramas de olivo en las hombreras brillaban, sus bordes captando la luz, y las alas de las águilas parecían extenderse hacia afuera, como si estuvieran listas para volar.

Se integraba perfectamente con su stola blanca, como si siempre hubiera sido parte de ella. El delicado trabajo de cuero bajo el bronce blanco reflejaba los pliegues de la prenda, lo suficientemente suave como para caer sobre sus caderas, pero aún firme para sostener el peso del metal sobre él.

La coraza en sí llevaba cambios sutiles. Los grabados de dioses y laureles se suavizaban en líneas más femeninas, las ramas de olivo grabadas se fundían con el bordado de la falda de cuero que colgaba debajo. Cada segmento metálico del faldón caía en una precisión escalonada, barriendo como el dobladillo de seda de un guerrero. Incluso los flecos—blancos delicados con hilos de plata—daban la ilusión de tela en lugar de una armadura endurecida.

A primera vista, parecía una noble vestida con una finura ceremonial, lista para una procesión triunfal. Pero una inspección más cercana revelaba la verdad: el bronce blanco pulido podía soportar el filo de cualquier asesino.

Silviana exhaló profundamente y se giró hacia la mesa. Sus ojos se posaron en la daga, pequeña y discreta, un relicario entre las herramientas que alguna vez empuñó su padre.

Con pasos medidos, se acercó y la tomó. El peso en su mano era reconfortante. Su mirada volvió a la armadura, y con dedos firmes buscó el lugar que había indicado al herrero dejar oculto. Una suave abertura a lo largo del borde de cuero—deliberada, casi invisible—la esperaba ahora. Con cuidado, deslizó la daga en su interior, asegurándola contra su muslo. La hoja oculta descansaba allí como una vieja compañera, un secreto que nadie más conocería.

Se giró de nuevo hacia el espejo, alisando con la palma el cuero que cubría su pecho. La ilusión estaba completa.

Silviana alzó el mentón, su mirada firme e implacable.

Que la consideraran frágil. Que creyeran que podía romperse.

Cuando llegara el momento, descubrirían la verdad.

Hola, hola.

Me alegra que estén conmigo y la historia en este nuevo año. Silviana es mi baby girl, y uff, su arco de personaje ya está comenzando.

Ella siempre ha sido más intelectual, muy tranquila, pero pronto todo eso se romperá como porcelana.

¡Muchas gracias!

El regalito de hoy es cap del fic de Caracalla y Cómodo 🥹

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