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✧ . . . o my enemy, do I terrify?

CAPÍTULO NUEVE
hija de un villano

❝ You should've looked
after her better. You should've
loved her more. ❞

Contrario a la creencia popular, en algún momento Silviana había pensado que se casaría con su primo. El oscuro y hermoso Lucio. Le gustaba, eso lo sabía. Su cabello oscuro y rizado, sus impresionantes ojos azules, y la tranquila seguridad con la que se movía—siempre erguido, como si fuera una estatua de mármol de un dios romano cobrando vida—la habían cautivado desde niña. Lucio era todo lo que un joven patricio debía ser, y todo lo que Silviana admiraba.

Fue durante un verano particularmente caluroso cuando la idea comenzó a germinar en su mente. Ambos habían sido enviados a la villa familiar en el Monte Palatino, un retiro lejos de la política sofocante de Roma y las intrigas que plagaban la corte imperial. La domus era vasta, con jardines llenos de olivos, fuentes y estatuas de mármol de sus ilustres antepasados. Para Silviana, era un paraíso, y para Lucio, era su dominio. Incluso a los siete años, tenía un aire de mando, tomándola de la mano y mostrándole senderos ocultos y arboledas sombreadas como si fuera el dueño del lugar.

Una tarde, bajo el implacable resplandor del sol, Lucio la desafió a trepar uno de los antiguos olivos de los jardines. Él ya lo había escalado con facilidad, su túnica recogida hasta las rodillas mientras se sentaba en lo alto, con una sonrisa arrogante en el rostro.

—Eres lenta, Silviana —la provocó, balanceando una pierna sobre la rama—. Hasta los esclavos de la casa subirían más rápido que tú.

Silviana entrecerró los ojos, su orgullo herido. Agarró la corteza rugosa, el calor de esta quemándole las palmas mientras se esforzaba por trepar.

—¡Ya voy! —gritó, aunque su voz temblaba un poco—. ¡No te rías de mí!

—No me estoy riendo —dijo Lucio, aunque su voz traicionaba su diversión. Cuando finalmente alcanzó la rama donde él estaba sentado, sus brazos temblando por el esfuerzo, él extendió una mano y la ayudó a subir junto a él.

—¿Ves? —dijo, su sonrisa suavizándose en algo más cálido—. Te dije que no era tan difícil.

Se sentaron juntos bajo la sombra moteada de las hojas de olivo, olvidándose del mundo abajo. Lucio sacó una manzana de los pliegues de su túnica y se la ofreció.

—Por tu valentía —dijo con grandilocuencia, como si hubiera ganado una batalla. Ella la tomó con una pequeña sonrisa, el dulzor de la fruta permaneciendo en su lengua.

Permanecieron allí durante horas, hablando de todo y de nada. Lucio le contó historias que había aprendido de su tutor, relatos de las Res Gestae, los logros de sus ancestros. Habló de las hazañas de Escipión el Africano, de los triunfos de César en la Galia, y de las propias conexiones de su familia con el senatus, el Senado. Silviana lo escuchaba con los ojos muy abiertos, su imaginación pintando vívidas imágenes de batallas y glorias pasadas.

—¿Crees que algún día te casarás conmigo? —preguntó de repente, la pregunta escapando de sus labios antes de que pudiera detenerla.

Lucio inclinó la cabeza, considerando sus palabras. Sus ojos azules la estudiaron con una seriedad que hizo que su corazón se acelerara.

—¿Por qué no? —dijo finalmente, su voz práctica—. Eres bonita. Y te quiero.

Ella rió, y él también, aquella risa resonaría en su memoria mucho después de que ese verano terminara.

—Entonces es una promesa —dijo, extendiendo su pequeña mano.

Él la estrechó solemnemente, como si sellara un pacto entre imperios.

—Una promesa —repitió.

Durante las semanas siguientes, se volvieron inseparables. Lucio le enseñó a lanzar piedras sobre el stagnum, el estanque de reflexión en el peristilo, y a esquivar a los guardias de la casa para saquear la culina en busca de dátiles con miel. Una vez, incluso le permitió sostener un gladius, uno real, prestado de un soldado del séquito de su familia. Ajustó su agarre con una precisión cuidadosa, sus manos estabilizando las de ella.

—Mantén los pies firmes —instruyó, su voz firme—. Si pierdes el equilibrio, lo pierdes todo.

—¿Y si son más fuertes que yo? —preguntó, frunciendo el ceño.

—Entonces los engañas —respondió, una confiada sonrisa iluminando su rostro—. Eso es lo que hacemos: somos romanos. La fuerza no es nada sin estrategia.

Lo había adorado entonces, con la intensidad con la que el corazón de un niño puede quemar con su primera admiración. Imaginó un futuro donde estarían juntos, gobernando su mundo como Augusto y Livia. Pero el sueño fue breve.

Fue hace mucho tiempo. Ya no importaba. Y, sin embargo, Silviana no podía dejarlo ir.

Había demasiadas cosas que no podía soltar: la sangre de su padre manchando sus manos, el calor de su cuerpo desvaneciéndose; los suaves labios de su primo rozando su mejilla en una despedida, sus ojos azules llenos de promesas que nunca podría cumplir; la imagen de su yo más joven, inocente y llena de sueños, antes de que Roma la devorara pedazo a pedazo. Y luego estaba Claudia: la dulce niña que había confiado en ella, quien merecía mucho más que una tumba sin marcar y excusas susurradas.

Silviana cerró los ojos, recostándose contra el frío mármol de su habitación. El tenue murmullo de la ciudad resonaba más allá de las paredes, un recordatorio constante del imperio que había pasado su vida intentando navegar y controlar. Debería haber sido suficiente. Tenía poder, hijos y un esposo que la adoraba a su manera retorcida. Pero las sombras de su pasado se negaban a permanecer enterradas.

Sus dedos trazaron distraídamente el borde de su stola, la seda suave contra su piel. Un recuerdo emergió, involuntario: la voz de su padre, grave y llena de una cruel clase de sabiduría, resonando en su mente: Importa cuando sangran.

Importaba, pensó con amargura. Siempre importaba.

Un aleteo de esclavas se movía a su alrededor, su presencia un susurro eficiente mientras le aplicaban el maquillaje. Un delineador oscuro enmarcaba sus ojos, afilado y audaz, acentuando el azul penetrante de su mirada. El rubor en sus mejillas era sutil, un ligero sonrojo que le daba un aire etéreo, pero sus labios estaban pintados de un rojo profundo y dominante, un recordatorio para todos los que la encontraran de quién era.

—Baje el mentón, Domina —murmuró una de las jóvenes, su voz temblando ligeramente mientras ajustaba el ángulo del rostro de Silviana.

Ella cumplió sin comentario, sus pensamientos lejos. El aroma de pétalos de rosa triturados e incienso llenaba la habitación, mezclándose con el tenue sabor metálico de la pasta de plomo usada para perfeccionar su tez. Odiaba el olor, odiaba el peso del maquillaje en su piel, pero era una armadura necesaria.

—Domina —susurró otra, sosteniendo un espejo de bronce pulido—. ¿Aprueba?

La mirada de Silviana se desvió hacia su reflejo, las líneas afiladas de sus ojos delineados encontrándose con los suyos en el espejo. Sus labios se curvaron en una leve sonrisa: fría, controlada. Intocable.

—Sí —dijo simplemente, su voz tan suave como la seda de su vestido—. Será suficiente.

Las esclavas retrocedieron, inclinándose profundamente mientras Silviana se levantaba de su asiento. Su stola, teñida de un rojo profundo que susurraba riqueza y poder, la seguía mientras se dirigía hacia la ventana. Miró hacia el Palatino, la vasta ciudad bañada en la luz dorada de la tarde. Abajo, las calles estaban llenas de anticipación, los ciudadanos ansiosos por vislumbrar el regreso triunfal del General Acacio de su conquista de Numidia.

Se permitió una pequeña, calculada sonrisa. La victoria era un espectáculo, y Roma exigía su parte de él. La llegada de Acacio era una oportunidad para recordar al pueblo la fuerza del imperio, y el lugar de su familia en su corazón.

Un suave golpe en la puerta llamó su atención, y una de sus asistentes entró.
—Domina —dijo la joven, inclinándose profundamente—. Los emperadores y los niños esperan su presencia.

—Muy bien —respondió Silviana, con voz fría. Con un último vistazo a su reflejo en el espejo de bronce pulido, salió de la habitación, su stola ondeando tras ella como un río de sangre.

Al descender los escalones de mármol de la villa, divisó a Geta de pie en el atrio. Su corona de laurel dorada brillaba a la luz del sol, y su capa blanca estaba perfectamente drapeada sobre él. Se giró al oír sus pasos, sus ojos color miel recorriéndola con una mezcla de aprobación y posesividad.

—Llegas tarde —dijo, con un tono mitad en broma, mitad reproche.

—Tenía que asegurarme de lucir como se debe —respondió ella con suavidad, sus labios curvándose en una ligera sonrisa. Su mirada se desvió hacia sus hijos, Marco y Lucio, que estaban cerca, vestidos con versiones en miniatura del atuendo de su padre. Los rizos ardientes de Marco estaban cuidadosamente peinados, y el cabello oscuro de Lucio brillaba con aceite. Aeneas aún no era lo suficientemente grande para este tipo de eventos.

—Están perfectos —dijo suavemente, pasando una mano por el hombro de Marco.

—¿Acaso no lo hacen siempre? —dijo Geta, su tono cargado con un rastro de orgullo.

Antes de que Silviana pudiera responder, un alboroto en la entrada anunció la llegada de Caracalla. Tropezó ligeramente al entrar, sus ojos delineados con kohl abiertos de par en par con emoción. Sus movimientos eran erráticos, casi infantiles, mientras se acercaba con Dundus, el mono, posado en su hombro, chillando y acicalando su cabello rojo.

—¿Ya llegaron? —preguntó Caracalla, su voz más aguda de lo habitual, su mirada recorriendo con rapidez el atrio—. Quiero ver los elefantes. Dijeron que habría elefantes.

—Llegarán pronto —respondió Geta con un tono seco—. Contrólate, hermano.

Caracalla lo ignoró, desviando su atención hacia Silviana. Sus ojos azules, antes afilados y dominantes, parecían ahora algo apagados.

—¿Crees que trajeron bailarinas númidas? Se supone que son hermosas.

La sonrisa de Silviana no llegó a sus ojos.

—Quizá, Antonino. Lo verás pronto.

Caracalla sonrió, una expresión infantil que parecía grotescamente fuera de lugar en su rostro. Juntó las manos con entusiasmo y se acercó a Lucio, su emoción palpable.

Los dedos de Silviana se apretaron ligeramente alrededor del brazo de Geta mientras se inclinaba hacia él.

—Mantenlo vigilado —murmuró con voz baja.

—Siempre lo hago —replicó Geta, con un tono cortante.

El sonido de trompetas resonando a lo lejos señaló la llegada de la procesión. Silviana se enderezó, su mano descansando suavemente sobre el hombro de Marco mientras se dirigían hacia la gran entrada. Las puertas se abrieron de par en par, revelando un desfile de soldados con armaduras relucientes, y en el centro de todo, el General Acacio montado en un magnífico carro dorado. Detrás de él marchaban prisioneros de guerra, animales exóticos y, sí, elefantes adornados con arneses dorados.

El pueblo estalló en vítores, sus voces un rugido ensordecedor que reverberaba en el atrio. Silviana se mantuvo erguida, sus ojos azules fijos en el general que se acercaba. Esta era Roma en su máxima expresión, en su forma más teatral, y ella tenía la intención de reclamar su lugar en el corazón de todo.

—Sonríe, querido —murmuró a Marco, su tono impregnado de acero—. Hoy, Roma nos pertenece.

La stola de Silviana brillaba bajo la luz del atardecer, cada pliegue drapeado con la precisión de la pincelada de un artista. La tela, bordada con finos hilos de oro real, parecía ondular con cada movimiento, atrapando la luz como si los mismos dioses la hubieran ungido. Alrededor de su cuello descansaba un pesado torques de oro retorcido, con los extremos rematados en cabezas de león intrincadamente talladas, un símbolo tanto de su fuerza como de su linaje.

Sus muñecas estaban adornadas con brazaletes dorados a juego, grabados con patrones de hojas de laurel, un guiño a la victoria y a la familia imperial. Su cabello, pálido como la luz de la luna, estaba trenzado en una intrincada corona que caía en espiral por su espalda, salpicado con diminutos alfileres dorados en forma de estrellas. Una única diadema descansaba en su cabeza, con delicados puntos que se alzaban como los rayos de Sol Invictus, brillando con rubíes incrustados.

La procesión se acercó más, y la mirada de Silviana se posó en el General Acacio, su figura imponente sobre el carro. Su armadura era un espectáculo, una capa blanca drapeada sobre un hombro, con su coraza grabada con la imagen de un águila agarrando una serpiente.

Los vítores de la multitud se hicieron más fuertes cuando el general bajó de su carro, sus pasos seguros mientras se acercaba a la familia imperial. Se detuvo a una distancia respetuosa, inclinándose profundamente.

—Emperador Geta —dijo, su voz firme, resonando fácilmente por encima del bullicio. Se enderezó, su mirada desviándose hacia el otro gobernante, que estaba justo detrás de su hermano—. Emperador Caracalla.

La postura de Acacio era inquebrantablemente respetuosa mientras continuaba:

—He tomado posesión de Numidia en vuestros nombres —dijo con voz resonante—. Que vuestro dominio eclipse al de todos los emperadores que os precedieron.

La multitud rugió en aprobación, sus voces resonando a través de la gran plaza. La mirada de Silviana se deslizó hacia Geta, quien parecía absorber la adulación con una ligera sonrisa. Dio un paso adelante, su armadura dorada brillando como si estuviera manchada de sangre bajo la luz del sol.

Caracalla se movió inquieto a su lado, su expresión menos compuesta. Sus ojos delineados con kohl se clavaron en Acacio, un destello de algo agudo e inescrutable cruzando su rostro. Entonces habló, su voz cargando un filo de mando a pesar de su deliberada calma.

—Corónalo con laureles, hermano —dijo Caracalla, su tono oscilando entre burla y sinceridad.

Los ojos de Geta se movieron hacia Caracalla, sus labios apretándose brevemente antes de hacer una señal a un asistente que sostenía una corona de laurel dorada sobre un cojín carmesí. El asistente se acercó a Acacio, inclinándose profundamente antes de presentar la corona.

Geta tomó la corona él mismo, avanzando para colocarla sobre la cabeza de Acacio con una precisión deliberada.

La multitud estalló de nuevo, sus vítores un crescendo ensordecedor mientras Acacio inclinaba ligeramente la cabeza, su expresión inmutable pero su porte inconfundiblemente orgulloso.

A medida que los vítores de la multitud se elevaban hasta un trueno ensordecedor, Silviana dio un paso adelante, su stola carmesí capturando la luz mientras se acercaba a Acacio. Su sonrisa era elegante y regia, sus ojos azules afilados mientras se posaban en el victorioso general. Los laureles en su cabeza brillaban bajo el sol, un símbolo tangible de su triunfo.

—General —dijo, su voz suave y medida, con suficiente calidez para sugerir una familiaridad que era más estratégica que personal—. Roma te debe mucho hoy.

Acacio se volvió hacia ella, inclinando ligeramente la cabeza, aunque sus ojos amables no vacilaron al encontrarse con los de ella.

—Domina —respondió, su tono deferente pero firme—. Soy yo quien está en deuda con Roma... y con la familia imperial.

La sonrisa de Silviana se amplió, aunque su mirada permaneció fría.

—Tu triunfo en Numidia habla mucho de tu dedicación. Dime, ¿cómo encontraste la provincia? ¿Es realmente tan indómita como afirma el Senado?

Los labios de Acacius se curvaron en una leve sonrisa, aunque su tono permaneció respetuoso.

—Indómita, sí, pero no ingobernable. Su gente es resiliente, Domina, y la tierra es dura, pero rica en potencial. Una mano firme, debidamente guiada, la traerá completamente al abrazo de Roma.

Ella inclinó la cabeza, su expresión contemplativa.

—Una mano firme, sin duda. ¿Y qué hay de los locales? ¿Os recibieron como liberadores... o como conquistadores?

Acacius vaciló, un destello de algo inescrutable pasando por su rostro.

—Como conquistadores —admitió—. Lucharon, y fueron valientes.

Todos comenzaron el lento movimiento hacia el Palatino, la grandeza del momento proyectando largas sombras bajo la luz dorada de la tarde. Silviana caminaba con gracia medida, su stola carmesí ondeando tras de sí. Sus hijos, con los ojos abiertos de asombro por el espectáculo del día, la siguieron de cerca al principio, pero se detuvieron cuando las imponentes puertas se alzaron ante ellos.

Lucio tiró de su manga, sus ojos azules llenos de curiosidad.

—¿Mater, vamos contigo?

Ella se detuvo, su mano acariciando ligeramente sus oscuros rizos, una leve sonrisa asomando a sus labios.

—No esta vez, mi amor —dijo suavemente—. Tú y Marco irán al jardín. Las nodrizas se quedarán con ustedes.

Marco frunció el ceño, aferrándose a su túnica.

—Pero quiero quedarme contigo.

Silviana se agachó ligeramente, tomando el rostro de Marco entre sus manos.

—Tu padre, tu tío y yo debemos hablar de cosas que te parecerían terriblemente aburridas —dijo, su tono ligero y burlón—. Ve ahora, y te prometo que tendremos tiempo juntos después.

Con un asentimiento reticente, Marco permitió que las nodrizas lo guiaran junto con Lucio hacia el jardín. Silviana se enderezó, su mirada siguiendo a los niños mientras desaparecían entre el verde exuberante antes de volverse hacia los hombres que la esperaban.

Geta estaba de pie con los brazos cruzados, sus ojos color miel fijos en ella con una leve impaciencia. Caracalla, en contraste, se movía inquieto, sus ojos delineados con kohl saltando entre Acacio y ella, con un destello de celos evidente en su expresión.

—¿Vamos? —dijo Silviana con suavidad, avanzando para unirse a ellos.

Acacio caminó a su lado mientras entraban en el Palatino, sus botas pulidas resonando contra los pisos de mármol. La grandeza del interior los envolvía: un mundo de frescos dorados, columnas imponentes y el leve aroma a incienso que flotaba en el aire.

—Confío en que tu tiempo en Numidia te preparó para Roma —dijo Silviana a Acacio, su tono casual pero cargado de significado.

Acacio inclinó la cabeza, su expresión pensativa.

—La conquista enseña muchas cosas, Domina. Pero Roma sigue siendo la mayor maestra de todas.

Geta dejó escapar un leve bufido, sus labios curvándose en una sonrisa sardónica.

—Entonces tendrás mucho que aprender aquí, general. Las lecciones de Roma rara vez son amables.

Caracalla soltó una risa corta, su voz teñida de burla.

—La amabilidad está sobrevalorada. Lo que importa es la fuerza. —Lanzó una mirada afilada a Acacio—. Al menos has demostrado tener eso.

Acacio respondió con un asentimiento medido, su mirada firme.

—La fuerza por sí sola no construye imperios, César. La sabiduría y la unidad son igual de esenciales.

La tensión entre los tres hombres era palpable, pero Silviana, siempre la diplomática, intervino con suavidad.

—Sabiduría, fuerza, unidad... Todo lo que Roma aprecia. No olvidemos lo que hoy estamos aquí para celebrar.

Pasaron por el gran atrio hacia un salón más íntimo, sus altos muros adornados con mosaicos que representaban las victorias de Roma. El aire se volvió más pesado, más personal.

Cuando las pesadas puertas de la cámara privada se cerraron con un resonante golpe, la mirada de Silviana recorrió la sala, evaluando la tensión como si fuera un ser vivo. Se colocó junto a Geta, su stola carmesí captando la luz como una llama. Su presencia era deliberada, cada movimiento calculado para exigir atención.

Geta, de pie, alto y altivo, cruzó los brazos, sus ojos color miel brillando con la agudeza de una espada.

—En honor a tu conquista, habrá juegos en el Coliseo —dijo, su tono cargado con el peso de un decreto imperial.

Acacio inclinó la cabeza, su expresión compuesta pero cautelosa.

—No necesito juegos en mi honor. Servir al Senado y al Pueblo de Roma es suficiente honor.

—Eres demasiado modesto, Acacio —replicó Geta suavemente, sus labios curvándose en una leve sonrisa, casi depredadora—. No le queda a un general como tú.

La mirada de Silviana se deslizó hacia Acacio, su voz cortando la tensión como un látigo.

—La humildad puede ser una virtud, pero en Roma rara vez se recompensa. ¿Negarías al pueblo su espectáculo?

Acacio vaciló, su mandíbula tensándose antes de responder.

—La gloria es vuestra, Domina, no mía. Solo pido un poco de descanso de la guerra, para estar con mi esposa.

Caracalla, que había estado apoyado contra una columna con fingida indiferencia, se enderezó de repente, sus ojos azules entrecerrándose.

—Sí. Tu esposa —dijo, su voz goteando burla—. Recuerda los privilegios que le hemos concedido. ¿Dónde está ahora, ignorando tal ocasión?

La mirada de Geta se dirigió hacia su hermano.

—Aún quedan victorias por venir —continuó Geta, enfocándose nuevamente en Acacio—. Aún queda Persia por conquistar... e India.

La compostura de Acacio flaqueó ligeramente, un destello de desafío cruzando su rostro.

—¿No tiene Roma ya suficientes bocas que alimentar?

Caracalla dio un paso adelante, su voz elevándose con fervor.

—¡Pueden alimentarse de guerra! —Sus ojos brillaban con una intensidad salvaje, el kohl manchado alrededor de ellos solo enfatizando su energía errática.

El ambiente se volvió más pesado cuando Geta tomó la espada de un guardia, manejándola con un movimiento deliberado. Se acercó a Acacio, colocando la parte plana de la hoja suavemente sobre el hombro del general, en un gesto que era a la vez bendición y advertencia.

—Tus triunfos serán celebrados como un tributo a la grandeza del pueblo romano—dijo Geta, su voz baja y medida, aunque sus ojos perforaban a Acacio con una amenaza no dicha.

—Debe haber juegos—intervino Caracalla, su voz insistente.

Geta asintió levemente, su mirada nunca abandonando a Acacio.
—Habrá juegos.

Acacio inclinó la cabeza, sus movimientos rígidos pero respetuosos.

—Como lo ordenen—dijo, retrocediendo tres pasos antes de girarse y salir de la cámara. Su rostro no traicionaba emoción alguna, pero mientras descendía las escaleras del palacio, su desdén era inconfundible. La grandeza que lo rodeaba le resultaba sofocante, y el peso de la corrupción de Roma se cernía sobre él como un manto de plomo.

Detrás de él, la cámara quedó en un tenso silencio, roto solo por la voz de Silviana, suave pero cortante.

—Presionas demasiado —dijo, sus ojos azules fijos en Geta.

—Y no lo suficiente—murmuró Caracalla, su mirada pasando de su hermano a Silviana. Su expresión se suavizó brevemente al detenerse en ella, una extraña mezcla de anhelo y frustración cruzando su rostro antes de volverse.

Geta sonrió, su mano aferrándose al puño de la espada que había tomado prestada.

—El pueblo tendrá sus juegos —dijo, su tono despectivo—. Y Acacio aprenderá que Roma no recompensa la debilidad.

Silviana no dijo nada, su mirada siguiendo la figura que se alejaba de Acacio. Sus pensamientos giraban, una mezcla de cálculo e inquietud revolviéndose en su pecho.

La noche llegó rápidamente, y con ella, su tía.

La cámara estaba opresivamente silenciosa, salvo por el ocasional crujido de las antorchas que iluminaban las paredes de mármol. Lucilla permanecía en el centro de la habitación, su porte regio e inquebrantable a pesar de la tensión que impregnaba el aire. Las horquillas doradas en su cabello brillaban bajo la luz parpadeante, un contraste agudo con la stola azul oscuro que caía elegantemente hasta el suelo. A su lado, Silviana permanecía un paso detrás, radiante con una stola blanca reluciente, el sutil bordado de laureles brillando como estrellas en la penumbra.

Geta se levantó de su asiento, sus movimientos deliberados mientras inclinaba la cabeza hacia Lucilla.

—Eres una invitada de los emperadores, mi señora—dijo, su voz suave, medida.

Los labios de Lucilla se curvaron levemente, aunque no era exactamente una sonrisa.

—¿Una invitada? —repitió.

Caracalla soltó una carcajada desde donde estaba recostado.

Silviana le lanzó una mirada afilada, sus ojos azules estrechándose.

—Una invitada estimada —murmuró, su tono cortante pero calmado.

Lucilla se enderezó, su mirada fría e imperturbable.

—¿Por qué estoy aquí?

Geta dio un paso adelante, sus ojos color miel fijos en ella.

—Mi hermano y yo tenemos una propuesta que hacerte —dijo suavemente.

Lucilla permaneció en silencio, aunque su mirada aguda pasó de un hombre al otro, una tormenta formándose detrás de su exterior calmado.

—Somos gemelos, como sabes —continuó Geta, una leve sonrisa curvando sus labios—. Como nací primero, soy el emperador.

Caracalla se incorporó, sus movimientos lentos, deliberados, como un depredador que rodea a su presa.

—Yo soy el emperador —dijo, su voz subiendo con un filo agudo—. Debí ser concebido primero.

La sonrisa de Geta no vaciló.

—Yo fui el primero en salir del vientre.

—Y yo fui el primero en ser concebido—replicó Caracalla, su sonrisa feroz—. Porque fui el último en salir, seguramente demostrando mis derechos.

Silviana exhaló con fuerza, su paciencia agotándose.

—Basta—dijo, su voz cargada de autoridad que hizo que ambos hombres se detuvieran—. Quizás Roma se beneficie más de escuchar la propuesta en lugar de esta... discusión infantil.

La mirada de Geta se posó en ella, sus labios tensándose brevemente antes de inclinar la cabeza.

—En el tiempo de tu padre —dijo, girándose hacia Lucilla—, un emperador que carecía de un hijo adoptaba a uno como heredero.

Los ojos de Lucilla se entrecerraron, su expresión helada mientras comenzaba a comprender.

—¿Qué es lo que quieren?

—Que nos adoptes —dijo Caracalla, una sonrisa malvada extendiéndose por su rostro—. Como tus hijos.

Por un momento, Lucilla lo miró, su incredulidad tan afilada que podría cortar mármol. Luego soltó una suave risa sin humor.

—Hablan en serio—dijo, aunque la pregunta sonaba más como una acusación.

—Muy en serio—respondió Geta, su tono suave, casi persuasivo—. A cambio, disfrutarías de mayores privilegios, más libertad...

—¿Libertad? —La risa cortante de Lucilla lo interrumpió—. ¿Para qué? ¿Para ver cómo desmantelan Roma pedazo a pedazo?

—Y ahora no tienes hijos propios —añadió Caracalla, su voz volviéndose venenosa—. ¿Tu hijo murió, no es así?

El aire en la cámara se volvió frío, y Silviana dio un paso adelante, colocándose sutilmente entre Caracalla y su tía.

—Antoninus —dijo suavemente, su tono una advertencia silenciosa.

—Y ya has pasado la edad de tener hijos —continuó Geta, ignorando el cambio en la sala.

—Pero no indeseable—añadió Caracalla.

La mano de Lucilla se tensó a su lado, pero su voz permaneció firme.

—Quieren que la hija de Marco Aurelio les otorgue algún tipo de dignitas —dijo, su tono impregnado de desprecio. —¿Acaso mi sobrina no es suficiente para este propósito?

La voz de Silviana cortó la tensión, calmada y deliberada:

—Es una oferta que vale la pena considerar, tía —dijo, sus ojos azules encontrándose con los de Lucilla—. Nos daría más seguridad.

Lucilla se giró hacia su sobrina, su mirada suavizándose brevemente antes de endurecerse de nuevo.

—Necesitaré tiempo para considerar esto.

Geta dio un paso más cerca, su voz bajando hasta convertirse en un murmullo.

—Tenemos solo unos días antes de que comiencen los juegos. Tu presencia solo traería mayor gloria al general Acacio... y a Roma.

Lucilla se irguió, su mirada fija en la de él.

—El general Acacio no busca la gloria. La gloria lo busca a él. Lucha en sus guerras para servir a Roma, no para servirles a ustedes.

—El pueblo te ama—dijo Geta, su tono volviéndose más frío—. Debes honrarlos con tu presencia en los juegos.

Los labios de Lucilla se curvaron en una leve y amarga sonrisa.

—En el momento en que un hombre pierde la vida, ya no es un juego.

La sonrisa de Caracalla se ensanchó, sus ojos azules brillando con algo oscuro y retorcido.

—O el mejor juego de todos.

La mirada de Silviana se posó en Caracalla por un momento, su expresión indescifrable. Luego se volvió hacia su tía.

—No convirtamos esto en un espectáculo —dijo en voz baja—. Tendrás tu tiempo para pensar.

—Vete libremente o ve en cadenas—advirtió Geta en un tono quieto.

Lucilla lanzó una mirada a los tres antes de soltar una carcajada seca.

—Tomaré las cadenas.

Lucilla inclinó la cabeza, con la espalda recta, y se dio la vuelta para caminar hacia la puerta. Silviana la siguió un paso detrás, su stola arrastrándose como rayos de sol sobre el frío suelo de mármol. Mientras las puertas se cerraban tras ellas, los dos hermanos quedaron en silencio, la tensión entre ellos tan espesa como las sombras que llenaban la cámara.

Geta fulminó con la mirada la espalda de la mujer mayor.

—Entonces, serán cadenas.

Buenas, buenas.

Feliz Navidad, gladiadores. Espero que tengan una bonita noche, es un honor tenerlos aquí conmigo, disfrutando de este viaje.

Las votaciones se cierran mañana, pero creo que ya sé cómo va la cosa. Realmente ya casi acabo de escribir el fic, así que esperen actualizaciones constantes. 💋

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