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✧ . . . betrayal can sound like a vow

CAPÍTULO SEIS
hija de un villano

❝ What strange claws are
these scratching at my skin?
I never knew my killer
would be coming from within. ❞

Silviana siempre podía rechazar a su madre, pero no podía escapar de la sangre de su padre.

Corría por sus venas como hierro fundido, implacable e inexorable. Un legado de poder, ambición y ruina: el regalo de Cómodo para ella. Lo sentía cuando su temperamento se encendía, cuando su voz resonaba en la cámara del Senado con autoridad inquebrantable, cuando el peso del imperio presionaba tan fuerte sobre sus hombros que amenazaba con aplastarla. Y en sus momentos más oscuros, susurraba seductoramente, instándola a tomar lo que era suyo, a moldear el mundo a su imagen, sin importar el costo.

Madre —Lucio dijo suavemente, avanzando hacia ella. Su voz tenía ese tono vacilante de un niño que no estaba seguro de su lugar en los pensamientos de su madre—. ¿Estás triste?

Silviana parpadeó, sorprendida por la pregunta.

—¿Triste? No, mi dulce niño. ¿Por qué preguntas eso?

Lucio dudó, sus ojos azules—tan parecidos a los de ella y con la forma de los de su abuelo—examinaron su rostro.

—Te veías seria.

Su expresión se suavizó mientras lo acercaba, pasando una mano por sus rizos.

—No estoy triste, Lucio. Solo... pensando.

—¿En el abuelo? —preguntó con curiosidad.

—Sí —admitió tras un momento, su voz baja—. Pero no solo en él.

Lucio la miró entonces, hermoso e inocente, tan diferente de ella.

—¿Estás preocupada por mi tío?

La sonrisa de Silviana titubeó un instante, aunque rápidamente compuso su expresión. Se agachó ligeramente, quedando a la altura de los ojos de Lucio, y apoyó las manos suavemente sobre sus hombros.

—¿Por qué preguntas eso, pequeño? —preguntó en voz baja, manteniendo la calma a pesar del nudo que se formaba en su pecho.

Lucio se movió, frunciendo el ceño en un gesto de reflexión.

—Papá dice que el tío Antonino no está bien. Por eso vas al Senado por él a veces. Dice que los dioses están enojados con nuestro tío.

El pecho de Silviana se apretó más, pero se obligó a mantener la compostura. Apartó un rizo rebelde de la frente de Lucio, dejando que sus dedos se detuvieran brevemente.

—Tu tío está... cansado —dijo con cuidado, escogiendo sus palabras con precisión—. Y cuando alguien está cansado, debemos ayudarlo. Igual que tu padre y yo nos ayudamos mutuamente.

Lucio pareció considerar esto por un momento antes de asentir, aunque su curiosidad no desapareció del todo.

—¿Eso significa que volverás al Senado pronto? Marco dice que le susurras a papá cuando estás allí. Dice que él te escucha.

Los labios de Silviana se curvaron en una leve sonrisa, aunque su mente ya estaba acelerada.

—Tu hermano exagera —dijo con ligereza, aunque no pudo negar el leve destello de satisfacción que se encendió en su pecho—. Pero sí, iré si es necesario. Es nuestro deber, después de todo.

—¿Alguna vez volverá el tío al Senado? —preguntó Lucio en voz baja, su inocencia cortando el peso de sus pensamientos.

Silviana vaciló, su mirada dirigiéndose hacia la villa, donde Caracalla descansaba en una cámara oscura, su condición empeorando día a día. Él y Geta discutían con más frecuencia ahora.

—Eso espero —dijo finalmente, su voz firme pero teñida de una falsa tristeza—. Pero hasta entonces, tu padre y yo nos aseguraremos de que todo funcione como debe.

Lucio asintió solemnemente, la gravedad de sus palabras asentándose sobre él de una manera que parecía demasiado pesada para sus jóvenes hombros.

—Espero que mejore —dijo en voz baja.

La garganta de Silviana se apretó, pero logró sonreír, besándolo en la sien.

—Yo también, mi amor. Ahora, vayamos a ver qué ha encontrado tu hermano en los establos.

Mientras caminaban de la mano hacia los establos, los pensamientos de Silviana se desviaron. El Senado, en efecto, había comenzado a notar su presencia cada vez más en los últimos meses. Con Caracalla ausente y Geta a menudo ocupado con asuntos más complejos, había recaído en ella llenar el vacío. Hablaba al oído de Geta, su voz cargada con el peso de la sangre de su padre y su propia ambición calculada.

Algunos senadores murmuraban en desaprobación, otros con sospecha, pero todos tragaban sus acusaciones. Era una línea peligrosa de caminar: afirmarse sin provocar demasiada ira, ejercer poder sin que pareciera que lo estaba arrebatando. Sin embargo, Silviana había aprendido de los errores de su padre. Donde Cómodo había gobernado con brutalidad abierta, ella buscaba gobernar con un dominio silencioso, sus palabras tan afiladas como cualquier espada.

Aun así, algo oscuro burbujeaba dentro de su pecho, una presencia insidiosa que se alimentaba de sus frustraciones y deseos. El Senado, con sus interminables debates y posturas, se sentía como un obstáculo que estaba obligada a tolerar. Su resistencia, por sutil que fuera, encendía en ella un hambre: un anhelo de verdadera autoridad, incuestionable y absoluta. El sueño de su abuelo, Marco Aurelio, de una Roma cooperativa gobernada por un equilibrio de poder, le parecía ahora ridículamente ingenuo. Un sueño, y nada más.

— Cuidado, Lucio —le recordó Silviana con un tono suave pero firme. Dio un paso más cerca, sus sandalias rozando el suelo cubierto de paja—. Asustarás a la yegua si tiras demasiado fuerte.

— No lo haré, madre —respondió Lucio con voz decidida mientras acariciaba el cuello de la yegua. El animal relinchó suavemente, inclinándose hacia su toque.

Marco permaneció cerca del borde del establo, su mirada fija en una figura entre las sombras. Silviana notó su quietud y se giró, frunciendo levemente el ceño. De la tenue luz emergió Claudia, la chica de la Subura que una vez había suplicado a sus pies. Ahora se erguía más recta, vestida con ropa sencilla pero limpia, sus ojos afilados y observadores.

— Claudia —saludó Silviana con suavidad, su voz cargada de una autoridad tranquila—. ¿Trabajas aquí ahora?

La joven inclinó la cabeza en señal de deferencia.

— Sí, Domina. Quería agradecerle por la oportunidad.

— La gratitud no es necesaria —dijo Silviana, acercándose, su voz bajando ligeramente—. Pero la discreción sí.

Claudia asintió, su mirada firme.

— Siempre, Domina.

— Bien —respondió Silviana, mientras su mano rozaba el flanco de la yegua antes de volverse hacia sus hijos. Marco había comenzado una animada conversación con Lucio sobre cuál caballo era el más rápido, su entusiasmo era contagioso. Pero su atención permanecía parcialmente en Claudia, la confianza tácita entre ellas como una corriente silenciosa.

Mientras los niños reían y debatían a cierta distancia, Claudia se acercó a Silviana, su voz apenas un susurro.

— El senador que mencionó la semana pasada... ha estado reuniéndose con alguien en el Foro. Tarde en la noche.

La expresión de Silviana no cambió, aunque su mente corría.

— ¿Qué senador? —preguntó con tono sereno.

— Graco —respondió Claudia—. No confía en usted, Domina. Ha estado hablando en su contra.

Antes de que Silviana pudiera responder, una sombra cayó sobre el establo. El aire se tornó más pesado, y ella lo sintió antes de verlo. Caracalla.

— ¿De qué susurran? —preguntó él, con un tono peligrosamente ligero mientras entraba al establo. Sus ojos azules, afilados y penetrantes, recorrieron a Claudia antes de posarse en Silviana.

— Nada que te interese, hermano —respondió Silviana con calma, su voz una máscara de serenidad—. Claudia solo me estaba informando sobre los caballos.

Los ojos de Caracalla se oscurecieron, su mirada alternando entre Silviana y Claudia con una creciente sospecha que parecía enroscarse dentro de él.

— ¿Los caballos? —repitió, su voz baja y cargada de veneno—. ¿Me tomas por un tonto?

La expresión de Silviana no vaciló, aunque su pulso se aceleró.

— No me atrevería, Antonino —dijo con firmeza, acercándose ligeramente a Claudia, que permanecía en silencio, inmóvil, con la cabeza inclinada.

Caracalla soltó una risa áspera, el sonido resonando con fuerza en el espacio cerrado del establo.

— ¿Crees que no veo lo que pasa aquí? Susurrando en rincones, conspirando con sirvientes de la Subura. —Dio un paso más cerca, su presencia era una sombra amenazante—. ¿Crees que estoy ciego ante tus maquinaciones?

— Nada —dijo firmemente, colocándose entre él y Claudia—. Necesitas calmarte, Antonino. Esto no es...

— ¡No me digas que me calme! —rugió Caracalla, su voz temblando de furia. Su mano se alzó de repente, agarrando a Claudia del brazo y arrastrándola hacia adelante. La joven gritó, sus ojos abiertos de par en par, alternando la mirada entre los dos hermanos.

—¡Déjala ir! —exclamó Silviana, su calma habitual desmoronándose mientras avanzaba hacia él. Pero Caracalla la empujó con una fuerza sorprendente, apretando aún más su agarre sobre Claudia.

El agarre de Caracalla sobre Claudia se intensificó mientras la miraba con furia, su pecho subiendo y bajando al ritmo de sus emociones desbordadas. La tensión en el establo era tan espesa que parecía imposible respirar, y Silviana podía sentirla presionándola como un yugo invisible.

—¡Antonino, basta! —ordenó ella con voz firme—. La estás asustando.

—¡Debería tener miedo! —replicó Caracalla, su voz quebrándose—. Si es leal a ti, entonces es leal a tus mentiras.

Claudia gimió, su miedo palpable, pero sus grandes ojos castaños buscaron a Silviana, suplicantes en silencio. Silviana dio un paso adelante, sus manos levantadas en un gesto conciliador.

—No ha hecho nada malo —dijo con firmeza—. Estás dejando que tus emociones te dominen.

Pero la mente de Caracalla se desmoronaba, alimentada por su amor obsesivo hacia ella y su paranoia.

—¿Y crees que puedes controlarme? —ladró, dirigiendo su mirada fulminante hacia Silviana. Su agarre sobre Claudia se aflojó levemente mientras gesticulaba con su mano libre, y en ese momento, la joven intentó escapar.

Todo sucedió en un instante: Claudia tiró de su brazo, torciéndose para liberarse, pero tropezó hacia atrás. Su pie se enganchó en el borde del abrevadero y, con un grito ahogado, cayó. Caracalla, intentando sostenerla, perdió el equilibrio y chocó contra el poste del establo, la gladius en su mano desplazándose al intentar estabilizarse.

Un sonido seco y desgarrador resonó en el establo cuando Claudia impactó contra el suelo. La hoja la rozó en un costado, no muy profundamente, pero lo suficiente para hacerla colapsar. Su respiración se volvió entrecortada y superficial.

—¡Claudia! —gritó Silviana, corriendo hacia ella.

Caracalla quedó inmóvil, su rostro pálido mientras miraba a la joven en el suelo, la gladius temblando en su mano.

—Yo no... —balbuceó, su voz apenas audible—. Fue un accidente.

Silviana se arrodilló junto a Claudia, presionando las manos contra la herida. La sangre se filtraba entre sus dedos mientras levantaba la vista hacia Caracalla, con sus ojos azules llameando de furia.

—Busca ayuda —ordenó con voz temblorosa.

Caracalla vaciló, su cuerpo rígido por el impacto del momento.

—Silviana, yo no quería...

—¡Ahora! —gritó, su voz rompiendo su estupor.

Él se dio la vuelta y salió tambaleándose del establo, llamando a los guardias mientras Silviana trabajaba frenéticamente para detener la hemorragia. Lucio y Marco aparecieron en la entrada, sus pequeños rostros pálidos de preocupación.

—¿Madre? —preguntó Marco con voz temblorosa.

—Quédense atrás —dijo Silviana con dureza, suavizando su tono al añadir—: Todo está bien. Quédense juntos.

Lucio dio un paso al frente, sus ojos azules brillando con determinación.

—¿Qué pasó?

—Fue un accidente —respondió ella, su voz quebrándose levemente—. Busca a tu padre. Dile que venga rápido.

Lucio asintió y corrió hacia la villa mientras Marco se quedó inmóvil en su lugar. Silviana miró a Claudia, quien la observaba con ojos vidriosos.

—Quédate conmigo —susurró Silviana—. La ayuda está en camino.

Momentos después, Geta y Caracalla regresaron con guardias a su lado. La expresión de Geta se oscureció al contemplar la escena, sus ojos pasando de Claudia a Caracalla.

—¿Qué hiciste? —demandó con dureza.

—¡No fue mi culpa! —gritó Caracalla, su voz desesperada—. Ella cayó, yo...

—¡No ahora! —ladró Silviana, concentrada en Claudia—. Necesitamos ayudarla.

Geta se arrodilló junto a Silviana, sus ojos miel evaluando la situación con frialdad. Presionó una mano contra el costado de Claudia, intentando detener la hemorragia mientras Silviana trataba de estabilizarla. La respiración de la joven era débil, su rostro pálido y perlado de sudor.

Caracalla se mantuvo cerca, con las manos temblorosas.

—No quería que esto pasara —murmuró, su voz casi inaudible—. Silviana, sabes que no...

Ella no respondió, concentrada en el pulso cada vez más débil de Claudia. Su mente corría, calculando las consecuencias de ese momento, el precario equilibrio que había luchado por mantener ahora tambaleándose al borde del colapso.

Los ojos de Claudia revolotearon, sus labios moviéndose como si quisiera hablar, pero ningún sonido salió.

—Es demasiado tarde, Silviana —la voz de Geta rompió el tenso silencio.

Silviana levantó la cabeza bruscamente, sus ojos azules brillando con ira e incredulidad.

—¡No! Podemos salvarla.

Geta negó con la cabeza, su expresión un máscara de pragmatismo frío.

—Ya se está yendo. Incluso si trajéramos a todos los médicos de Roma, no cambiaría el resultado.

Las lágrimas ardieron en las esquinas de sus ojos, pero se negó a dejarlas caer.

—No podemos simplemente dejarla morir.

Geta se puso de pie, sus manos manchadas de sangre.

—No dejaré que su muerte nos destruya —dijo con firmeza—. El Senado ya observa cada movimiento que hacemos. Si se enteran de esto, si saben que una sirvienta de la Subura estuvo involucrada, surgirán preguntas.

La mandíbula de Silviana se tensó, su mano aún aferrándose a la de Claudia.

—¿Entonces lo escondemos? ¿Esa es tu solución?

—Sí —respondió con crudeza—. Diremos que cayó, se rompió el cuello en un trágico accidente. Los guardias se encargarán del cuerpo, y nadie hablará de esto otra vez.


Caracalla dio un paso adelante, su rostro pálido y marcado por la culpa.

—Ella no debía morir —dijo, su voz temblando—. Silviana, te juro que...

—¿A quién juras, Antonino? —replicó Silviana con dureza, su voz cortando la de él—. ¿A mí? ¿A los dioses? ¿Crees que les importa tu remordimiento?

Caracalla retrocedió como si la hubiese golpeado, sus labios se separaron como para responder, pero las palabras no salieron. Bajó la mirada al cuerpo inmóvil de Claudia, sus hombros hundiéndose bajo el peso de su culpa.

Geta puso una mano firme en el hombro de Silviana.

—No puedes salvarla ahora —dijo en voz baja.

El corazón de Silviana se encogió al escuchar esas palabras, su determinación flaqueando. Lentamente, soltó la mano de Claudia, el calor ya desvaneciéndose de los dedos de la joven. Se levantó, fijando la mirada en el suelo, como si el peso de lo ocurrido fuera demasiado para soportarlo.

—Hazlo —dijo finalmente, su voz apenas un susurro—. Haz que parezca un accidente.

Geta asintió hacia los guardias, quienes se apresuraron a levantar el cuerpo de Claudia. Silviana se dio la vuelta, incapaz de mirar mientras la sacaban del establo. Caracalla se quedó allí, con los ojos azules fijos en el rostro de Silviana, buscando algún rastro de perdón.

Pero ella no lo miró. En su lugar, pasó junto a él, con pasos firmes y una expresión impenetrable.

El silencio que siguió fue ensordecedor. El establo, que momentos antes había estado lleno de murmullos y movimiento, ahora se sentía pesado con un peso no dicho. Silviana giró hacia sus hijos, sus ojos grandes e inocentes mirándola fijamente.

—Lucio, Marco, —dijo con voz suave pero firme—. Volvamos a la villa.

Marco agarró su mano con fuerza, sus pequeños dedos temblando.

—¿Ella va a estar bien? —preguntó en un susurro apenas audible.

Silviana forzó una sonrisa, inclinándose para pasar una mano por sus rizos rojizos.

—Estará bien —mintió suavemente—. Pero debemos dejar que los adultos se encarguen.

Lucio, más mayor y perceptivo, frunció el ceño pero no dijo nada. Se acercó a su hermano, tomando su mano como para tranquilizarlo en silencio. Silviana se irguió, su corazón dolido ante la confianza en los jóvenes rostros de sus hijos.

—Vamos —dijo con un tono más firme. – Es hora de irnos.

Mientras caminaban fuera de los establos, la luz del sol le resultó dolorosamente brillante. Silviana mantuvo la cabeza en alto, con un agarre firme en la mano de Marco, aunque cada paso se sentía más pesado que el anterior. Al llegar a la villa, condujo a sus hijos a sus habitaciones, sus manos temblando ligeramente mientras los dejaba bajo la protección de los pretorianos que vigilaban afuera.

—Quédense aquí —dijo suavemente, pasando una mano por los rizos oscuros de Lucio y besando la frente de Marco—. Volveré pronto.

—¿Lo prometes? —preguntó Marco con una voz pequeña.

—Lo prometo —respondió, su sonrisa tensa. Permaneció un momento más, su mirada fija en ellos, antes de finalmente darse la vuelta y salir de la habitación.

El camino hacia los aposentos privados de Geta se sintió interminable, su mente era un torbellino de emociones que no podía desenredar por completo. Dolor, culpa, ira, todo se agitaba dentro de ella, amenazando con consumirla. Para cuando llegó a su puerta, su compostura estaba desmoronándose.

No se molestó en tocar; abrió la puerta para encontrarlo de pie cerca de la ventana, su laurel dorado brillando bajo la luz del atardecer. Se giró al escucharla entrar, sus ojos color miel entrecerrándose ligeramente al captar su expresión.

—Silviana —dijo en voz baja, acercándose a ella—. ¿Qué haces aquí...?

Antes de que pudiera terminar, cruzó la habitación y rodeó su cuello con los brazos, enterrando su rostro contra su pecho. El gesto repentino pareció tomarlo por sorpresa, pero después de un momento, él la rodeó con sus brazos, sujetándola con fuerza.

—No puedo hacer esto —susurró, su voz ahogada contra él—. No puedo seguir fingiendo que todo está bien.

Geta apretó su abrazo, descansando suavemente su mentón contra la coronilla de su cabeza.

Ella se apartó ligeramente, sus ojos azules buscando su rostro, la frustración brillando en su mirada.

—Claudia confiaba en mí.

—Y tú hiciste lo que tenías que hacer —respondió Geta, su tono medido, casi clínico—. Caracalla perdió el control, sí, pero pudo haber sido peor. Aún te escucha, te respeta. Eso es algo raro, Silviana. Deberías estar agradecida por ello.

—¿Agradecida? —repitió, su voz afilada—. ¿Por qué? ¿Porque no me destruye de la misma manera que destruye todo lo que toca? ¿Porque me respeta lo suficiente como para mantenerme viva?

Geta suspiró, sus manos descansando en sus hombros.

—Sé que suena insensible, pero tienes que ver el panorama completo. La muerte de Claudia, por trágica que sea, te mantiene por encima de toda sospecha. Le recuerda dónde están los límites.

Sus manos se posaron protectoras sobre su vientre, un instinto que no podía reprimir.

—Estoy cargando otro de tus hijos, Geta. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que Caracalla decida que eso también es una amenaza? ¿Cuánto tiempo antes de que cruce una línea que ni siquiera yo pueda perdonarle?

Los ojos color miel de Geta se oscurecieron, y sus manos descendieron para tomar las de ella, su calor anclándola.

—No lo hará —dijo con firmeza—. No mientras yo esté aquí. No mientras tú tengas el poder que tienes.

La risa de Silviana fue amarga, inclinando ligeramente la cabeza hacia atrás como si el peso de sus palabras amenazara con desgarrarla.

—¿Poder? —escupió, sus labios curvándose en una sonrisa desprovista de humor—. ¿Qué poder?

Poder. Probó la palabra como si fuera ceniza en su lengua, un cruel recordatorio de lo precaria que era su posición. Caracalla la amaba, sí, pero la amaba como un puño, como una hoja presionada contra su garganta. No era amor como otros lo conocían; era una obsesión impregnada de posesión, un hambre que devoraba y destruía en igual medida.

Su voz temblaba con ira mientras se apoyaba contra el pecho de Geta, sus dedos aferrándose a su túnica.

—No entiendes a Caracalla como yo lo hago —susurró con fiereza—. Me destruiría, destruiría a este niño, solo para hacer que las sombras en su mente se calmen por un momento.

Las manos de Geta subieron hasta su rostro, obligándola a mirarlo a los ojos.

—Entonces que lo intente —dijo, su tono mortalmente calmado—. Que diga y clame todo lo que quiera. Me tienes a mí, Silviana.

Su respiración se cortó cuando sus dedos rozaron su mejilla, su toque reconfortante y sofocante a la vez.

—¿Y cuándo dirija su espada hacia ti? —preguntó, su voz quebrándose—. ¿Qué será de mí entonces?

Él se quedó en silencio, sin saber qué decir.

Silviana lo miró, su pecho subiendo y bajando con respiraciones agitadas. Por un momento, el silencio entre ellos fue ensordecedor.

Buenas, buenas.

Este es un capítulo fuerte pero necesario para el desarrollo de personaje de todos. La sífilis y el envenenamiento por plomo no ocurren de la noche a la mañana y yo quería reflejarlo de una forma lenta. ¿Qué opinan?

Les aviso que la votación tendrá lugar el 1 de enero en mi canal de difusión para darle tiempo a más personas de unirse y que puedan votar porque yo no soy como mis locos pelirrojos y sí valoro la democracia.

Los quiero ;)

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