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an. ، flower thougts⸺seven ⎰chapter . by cardkgan𓆩﹙𝚠𝚛𝚒𝚝𝚝𝚎𝚗 𝚋𝚢 ┈ 𝚝𝚒𝚗𝚊 𓏲﹚
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El eco del alboroto que broto por el impacto de la muerte de Ser Vaemond, aún recorrían los muros de la Fortaleza Roja, impregnando los pasillos de una tensión casi palpable. Alicent, protectora y estratégica, no había pasado por alto cómo Daella se había quedado unos segundos más observando la terrible escena antes de que ella pudiera apartarla. Y aunque Daella, como todos los presentes, había sido testigo de la brutalidad de la muerte de Vaemond Velaryon, el encierro en sus aposentos no era sólo una cuestión de protección. Alicent lo consideraba una lección: un recordatorio del mundo peligroso y traicionero que rodeaba a su hija y de los límites que debía recordar.
Al llegar a sus aposentos, Daella había suspirado, sabiendo que no sería fácil sobrellevar la quietud de su encierro, sobre todo cuando sus pensamientos permanecían atrapados en el caos de la sala del trono. Su madre le había permitido la compañía de sus sirvientas y libros, pero la sensación de aislamiento le pesaba, como si las sombras de la violencia reciente se hubieran filtrado en cada rincón de su habitación.
Al final de la noche, mientras las velas se consumían, Daella hojeaba distraídamente un libro de relatos antiguos, sus pensamientos regresando una y otra vez a la escena en la corte. Había algo hipnótico en el recuerdo: la tensión en el rostro de su madre, la furia contenida en su padre, y especialmente la sombra oscura de su tío Daemon, cuyas acciones habían sellado el destino de Vaemond en un instante. Había visto a su madre mostrarse serena y fuerte ante la sangre y el caos, pero el temblor apenas perceptible en las manos de Alicent, en el momento en que cubrió sus ojos, revelaba más de lo que cualquier palabra podría decir. Era como si toda esa fortaleza no fuera más que una barrera que, en cualquier momento, podía ceder.
Finalmente, mientras el amanecer empezaba a teñir el cielo de un tono grisáceo, Daella cayó en un sueño ligero y frágil, en el que los ecos de la corte resonaban una y otra vez en su mente.
Hasta que la luz del sol inundó la habitación de la Targaryen al despuntar el alba, envolviendo cada detalle de sus aposentos en un cálido resplandor. Despertó con un ligero sobresalto, como si la misma claridad la hubiera arrancado de los sueños inquietos de la noche anterior. Después de un momento de quietud, sus pensamientos empezaron a acomodarse, recordando el mandato de su madre de permanecer en su cuarto.
Unos suaves golpes en la puerta la hicieron girar hacia el umbral.
⸻Princesa ⸻murmuró la voz cautelosa de su doncella favorita, Lyanna, quien asomaba la cabeza con una expresión amable y un tanto preocupada⸻ La reina Alicent me ha ordenado traerle el desayuno aquí. No desea que... salga aún.
Daella suspiró. Conocía bien la razón: su madre prefería que la calma permaneciera tanto en el castillo como en el ánimo de su hija. Aún así, asintió y aceptó con una sonrisa.
Mientras Lyanna y las otras doncellas disponían la mesa con frutas frescas, pan recién horneado, y un cuenco de miel, Daella se levantó con una languidez casi felina, acomodándose en el asiento junto a la ventana para observar el despertar de Desembarco del Rey. Desde allí, podía ver cómo la ciudad se teñía de tonos dorados y escuchaba el murmullo de la vida comenzando bajo sus pies. La vista la tranquilizaba, pero un anhelo incierto palpitaba en su pecho. A pesar de la bondad de Lyanna y la exquisitez del desayuno, no podía evitar sentirse atrapada.
Lyanna, siempre atenta, notó el desánimo de la princesa y se acercó para preguntarle con suavidad:
⸻¿Os falta algo, princesa? ¿Hay algo que pueda hacer para alegraros?
Daella sonrió apenas, tratando de disimular su frustración.
⸻No te preocupes, Lyanna. Quizás... un poco de paz. Aunque en este momento parece un lujo inalcanzable ⸻murmuró, tomando una uva y llevándola a sus labios con un leve suspiro.
Sin embargo, la soledad y el silencio de su encierro pronto la empujaron a buscar distracciones, y los libros acumulados sobre su escritorio llamaron su atención. Eligió uno de sus favoritos, un tomo sobre historias antiguas de Poniente, cuyas páginas contenían tanto belleza como tragedia, y se dispuso a perderse en las historias de reyes y reinas que habían gobernado antes que ella. Pero su mente vagaba más allá de las palabras, buscando respuestas en las sombras de su propio linaje.
Fuera de sus aposentos, el castillo bullía de murmullos. La muerte de Vaemond y la presencia de Rhaenyra y sus hijos habían reavivado los temores y resentimientos más profundos de la corte. Alicent, en sus labores matutinas, continuaba con sus deberes de reina, cada paso y palabra cuidadosamente medidos, pero su mente volvía una y otra vez a Daella. Temía que su hija, observadora y curiosa, estuviera comenzando a entrever los horrores y divisiones de la guerra por la sucesión. Sabía que Daella era compasiva, distinta a sus hermanos, y, en su corazón, temía que esa ternura pudiera hacerla vulnerable.
La corte se encontraba sumida en un estado de inquietud latente, un eco de los eventos que aún resonaba en cada rincón del castillo. La muerte de Vaemond había sido un recordatorio de la fragilidad del orden en Poniente, y los rumores sobre el futuro de la Casa Velaryon llenaban el aire con una tensión sutil. Alicent Hightower, como reina, se movía con elegancia y precisión por los corredores, saludando a aquellos que le ofrecían inclinaciones respetuosas y escuchando atentamente las palabras de los nobles que se acercaban a ella, ansiosos por mostrar su lealtad o por obtener información de primera mano.
Alicent mantenía su rostro sereno, sus movimientos calculados, pero dentro de sí era incapaz de contener el torbellino de pensamientos que le provocaban la presencia de Rhaenyra y sus hijos. El regreso de su antigua amiga y rival había removido antiguas heridas, y la escena de Vaemond en la sala del trono no había hecho más que intensificar sus temores. La reina deseaba proteger a sus hijos, y en especial a Daella, de las luchas y la violencia que se desataban tras los muros. Sin embargo, sabía que no podía detener el inevitable curso de los acontecimientos; solo podía prepararse y preparar a los suyos.
Alicent pasó por el jardín privado, donde algunas flores aún se resistían al clima otoñal. El aroma suave de las hierbas y el murmullo de una fuente cercana le ofrecieron un respiro momentáneo, una pausa en la que pudo ordenar sus pensamientos. En ese momento, vio a uno de los guardias acercarse a ella, quien, con una inclinación, le informó que Aemond había acudido a cumplir con su encargo.
Daella seguía sumida en su lectura, un libro de tantos que brindaba información sobre los dragones, en ese caso, sobre la especie blanca, los que casi parecían trasparentes en el cielo cuando retomaban vuelvo, por más que parecía que conocía a su propio compañero de aventuras, sabía que podía aprender algo nuevo cada día sobre este mismo.
Unos golpes en la puerta la sacaron de su perfecta lectura, la que logro sacarla de los pensamientos externos. Levantó la vista, y con una voz tranquila y serena, permitió la entrada, convencida de que se trataba de Lyanna o, tal vez, su madre. Confiada en que era alguien familiar, no se apresuró a levantarse y se mantuvo sentada en el borde de la cama, sus dedos aún sosteniendo el libro abierto en su regazo.
La puerta se abrió lentamente, y para su sorpresa, no era su madre ni su doncella quien cruzaba el umbral. Aemond entró en la habitación, cerrando la puerta tras de sí con una calma que hacía que la sorpresa en el rostro de Daella creciera. El parche oscuro sobre su ojo y la firmeza en su postura parecían destacar aún más bajo la luz de la mañana, proyectando una figura imponente y serena. Se detuvo a unos pasos de ella, sus manos relajadas pero firmes a los lados, y la miró con su expresión habitual de serenidad impenetrable.
La princesa sintió una mezcla de sorpresa y una extraña incomodidad. No esperaba a su hermano en ese momento, y mucho menos mientras aún llevaba el camisón con el que había dormido, su cabello suelto y algo despeinado por el sueño. Aun así, intentó mantener su compostura y ocultar el pequeño atisbo de nerviosismo que le provocaba tener a Aemond allí, con su presencia firme y la mirada tranquila pero penetrante.
⸻Madre me ha enviado. ⸻dijo Aemond con una voz serena, aunque había un tono de autoridad que ella percibió, como si más que un simple mensaje, fuera una especie de mandato⸻ Desea que te prepares y vistas. Puedes salir de tus aposentos.
Daella asintió en silencio, sintiendo su pecho oprimido por una mezcla de alivio y recelo. No sabía qué más decir. La figura de su hermano allí, observándola, la hacía sentirse expuesta de una forma que no alcanzaba a comprender. Los ojos de Aemond no se apartaban de ella, y en esa quietud, había una intensidad que la hacía sentir como si él estuviera midiendo cada una de sus reacciones, como si quisiera asegurarse de que, tras el encierro, ella estuviera realmente bien.
⸻Gracias, Aemond. ⸻murmuró, logrando mantener su voz firme a pesar de la inquietud que le provocaba su presencia.
Aemond no respondió; su única reacción fue un leve asentimiento de cabeza, pero sus ojos continuaban fijos en los de ella. Era como si, en ese silencio, compartieran un entendimiento tácito, algo que iba más allá de las palabras, como si él quisiera transmitirle que estaba allí, observándola y protegiéndola.
Cuando Daella se movió ligeramente, sintió el peso de su mirada, como si él no quisiera perderse ni un solo detalle de sus gestos. Se sintió incómoda y, a la vez, inexplicablemente tranquila, una dualidad que solo Aemond parecía provocar en ella.
Finalmente, Aemond se giró hacia la puerta, rompiendo el extraño silencio que se había instalado entre ambos. Con la misma calma con la que había entrado, salió de la habitación, cerrando la puerta con suavidad, sin mirar atrás.
Daella se quedó sola, sus pensamientos revoloteando en su mente como hojas al viento. Se levantó de la cama y se dirigió hacia su tocador, donde comenzó a peinar su cabello y a prepararse para enfrentar el nuevo día. Pero la sombra de la presencia de Aemond permanecía allí, imperturbable, en algún rincón de su mente.
Con la ayuda de Lyanna, quien ante el llamado de la princesa, no tardo en presentarse en sus aposentos, Daella eligió un vestido en tonos suaves de azul celeste, adornado con bordados en hilo plateado que delineaban flores y estrellas a lo largo de las mangas. El color resaltaba la delicadeza de su piel y el brillo natural de su cabello, peinado de custumbre con las características trenzas juntadas por detras de su cabezs, cayendo el resto en ondas hasta su cintura. Los detalles del vestido evocaban la tranquilidad y el misterio de la noche, un reflejo de su personalidad soñadora y gentil. A su cuello llevaba una fina cadena con un pequeño colgante de cristal, un regalo de su madre que apreciaba profundamente, y completaba su apariencia con una capa ligera en un tono lavanda.
Terminados los últimos detalles, salió de sus aposentos para recorrer los jardines de la Fortaleza Roja. El viento era fresco, y la fragancia de las flores otoñales impregnaba el aire, mezclándose con el aroma salado del cercano mar. Disfrutaba de esos momentos de soledad en los jardines, donde podía dejar que sus pensamientos vagaran sin censura.
Mientras caminaba lentamente por el sendero de piedras, sus pensamientos volvieron inevitablemente a Aemond. Su visita matutina seguía inquietándola. Era extraño cómo sus caminos, que una vez fueron tan unidos, habían tomado rumbos tan diferentes. En su infancia, Aemond había sido más que un hermano: había sido su compañero de juegos, su confidente, a comparación de sus otros hermanos. Había algo protector en él, incluso cuando eran niños, una lealtad que le daba a Daella una seguridad única. Solían escaparse al patio trasero de la fortaleza para compartir historias, exploraciones infantiles y risas sinceras, sin olvidar ese dia que Daella le conto su secreto, y le permitio conocer un dragón aún más de cerca. La complicidad entre ambos era algo que nadie parecía poder romper.
Pero entonces ocurrió aquella noche en Driftmark, un suceso que cambió todo para ambos. El incidente con su ojo había sido un golpe brutal para toda la familia, pero especialmente para Aemond. Daella recordaba su mirada llena de furia y dolor cuando regresaron, su rostro transformado, y cómo su vínculo comenzó a resquebrajarse. Aunque Daella intentó acercarse a él tras el accidente, Aemond parecía haber erigido una muralla entre ambos. Desde entonces, algo en él había cambiado profundamente. Se convirtió en alguien más introspectivo, serio, como si la pérdida de su ojo hubiera dejado una marca no solo física, sino también en su espíritu. Era casi como si una parte de su infancia hubiera quedado enterrada en aquel instante, y Aemond se hubiera transformado en un hombre distinto, alguien distante y difícil de descifrar.
A pesar de su distanciamiento, Daella sentía que aún quedaba algo de aquel vínculo, una conexión que, aunque silenciada, no estaba del todo rota. Había momentos, como aquella mañana, en que podía percibir algo en su mirada, una especie de preocupación o cuidado oculto tras su expresión severa. Sin embargo, esa sensación siempre era fugaz, como si él se esforzara en ocultarla, en mantener la distancia que había impuesto entre ambos.
Un sonido de pasos en el camino la sacó de sus pensamientos.
Al girarse, reconoció al caballero Ser Godwin, quien hacía la ronda de vigilancia cerca de los jardines. Él le ofreció una leve reverencia y una sonrisa amigable.
⸻Buenos días, princesa Daella. ⸻saludó, con una inclinación respetuosa.
Daella le devolvió la sonrisa, agradecida por la pequeña interrupción en sus pensamientos.
⸻Buenos días, Ser Godwin. ¿Cómo ha sido la guardia esta mañana? ⸻preguntó con cortesía.
⸻Bastante tranquila, gracias a los Siete ⸻respondió él⸻La paz es un privilegio en estos tiempos... aunque no dura mucho.
Sus palabras resonaron en ella, y por un instante, compartieron una mirada comprensiva, casi melancólica. La paz en la Fortaleza Roja era una ilusión, algo que podían fingir pero que, en el fondo, todos sabían que era efímero. Daella, en particular, sentía que la calma era frágil, una delgada capa que ocultaba algo más oscuro y peligroso.
Se despidió del guardia y continuó su camino, decidida a perderse en la serenidad del jardín. Sin embargo, cada paso la sumía más en su reflexión sobre Aemond y la compleja relación que compartían. Quizá había una parte de ella que anhelaba recuperar a su hermano, aquella cercanía que alguna vez compartieron, pero otra parte también comprendía que el hombre que él era ahora no deseaba, o no podía, regresar a ese tiempo.
Recordó también cómo él, desde el incidente en Driftmark, se había convertido en alguien temido y respetado por todos. Su destreza con la espada, su inteligencia afilada, y la intensidad en su mirada habían creado una reputación formidable. Daella sabía que Aemond la observaba de cerca, tal vez de una forma que ni ella misma lograba entender completamente. Había notado su vigilancia discreta en varias ocasiones, sus ojos siguiendo cada uno de sus movimientos en la corte. Aunque sus miradas ya no compartían la misma complicidad de antes, sentía que él estaba siempre pendiente de ella, como si su protección se hubiera convertido en una especie de deber silencioso.
Se detuvo frente a una fuente de mármol, cuya superficie reflejaba los rayos del sol en destellos dorados, y tomó un respiro profundo, dejando que el murmullo del agua le brindara un instante de paz. Pero incluso allí, sola y rodeada de la naturaleza, sentía la sombra de Aemond cerca, como una presencia constante que nunca la abandonaba.
Quizá no podía definir lo que él sentía o por qué parecía tan atento a sus pasos, pero había algo en esa observación continua que no lograba sacudir. A veces se preguntaba si Aemond la miraba con nostalgia de aquellos días perdidos, o si su mirada llevaba otro tipo de emociones, más intensas y menos familiares. Daella prefería no explorar esas posibilidades; no quería complicar más la relación que ya de por sí estaba llena de silencios y sombras.
Finalmente, dejando que el sol acariciara su rostro, decidió apartar esos pensamientos y concentrarse en el presente. Pero en su corazón, sabía que Aemond siempre sería una presencia constante en su vida, una figura imponente, marcada por el pasado y el incierto futuro que aguardaba a ambos.
Daella, perdida en sus pensamientos, sumergía la mano en el agua de la fuente de mármol, observando las ondas suaves que se formaban con sus movimientos. La serenidad del lugar, rodeado de arcos y enredaderas, era un escape temporal de la tensión que parecía.
El perfume de flores cercanas llenaba el aire, y Daella, distraída, no escuchó los pasos ligeros que se acercaban hasta sentir una suave presión en el lado derecho de su cabeza. Sobresaltada, se llevó la mano a la oreja y palpó una flor delicada, fresca y de un tono rosado vibrante. Girándose, sus labios se curvaron en una sonrisa al encontrarse con Ser Edric.
Él le devolvió la sonrisa, su expresión fácil y amistosa. La figura de Edric parecía resaltar en el patio; llevaba el cabello un poco desordenado y, aunque su atuendo no era tan formal como el de los otros hombres, conservaba un aire atractivo y desenfadado. Vestía una túnica de tonos oscuros, casi grisáceos, algo gastada, lo que acentuaba su aspecto rústico y propio de alguien que pasaba horas junto a criaturas indomables. Las mangas de su camisa estaban remangadas, revelando las marcas y callos de su trabajo, y en su expresión descansaba la madurez de alguien que había visto más de lo que contaría.
⸻¿A quién le has quitado una flor, Ser Edric? ⸻preguntó Daella, manteniendo el tono ligero, aunque la atención que él le prestaba, con esa intensidad silenciosa, era inusual.
⸻A nadie ⸻respondió con una leve inclinación de cabeza-. Creí que le sentaría bien a la dama más hermosa de la Fortaleza. ⸻El comentario se acompañó de una pequeña sonrisa, que no era más que una sombra de las palabras juguetonas.
Daella sonrió, desviando la mirada por un momento, con las mejillas suavemente sonrosadas.
⸻ ¿Tienes el día libre? ⸻preguntó, mirándolo de reojo.
⸻Así es. ⸻respondió él, adoptando una pose relajada junto a la fuente, aunque sus ojos no dejaban de observarla⸻ Pensaba cabalgar un poco fuera de la Fortaleza. A veces es bueno alejarse del bullicio... si la compañía es la correcta. ⸻La última frase la pronunció sin perder ese tono casual, aunque el brillo en sus ojos traicionaba la calma de sus palabras.
Ella levantó la vista, captando en su mirada una invitación tácita que la llenó de una mezcla de curiosidad y ligera inquietud. Aunque había conocido a Edric durante toda su vida, y sus visitas a la fosa de dragones los habían unido en una amistad improbable y profunda, a veces había en él una seriedad que ella no terminaba de descifrar.
⸻¿Sugieres que me escape? ⸻preguntó, alzando una ceja, fingiendo sorpresa.
⸻Sólo si tienes el valor para ello ⸻replicó él, su sonrisa desvaneciéndose un instante, como si le hubiese recordado lo vulnerable que era ahora en ese mundo de decisiones ajenas.
Ambos compartieron una mirada que dijo más de lo que cualquiera de los dos habría admitido en voz alta. Daella sabía que él tenía algo que nunca terminaría de confesarle, y Edric, que su vínculo con ella era un riesgo que podía costarle mucho en el futuro.
Finalmente, con un pequeño suspiro, ella dijo:
⸻Te haré compañía, entonces. Aunque no prometo ser la compañía "correcta" de la que hablas.
Daella asintió suavemente, y antes de prepararse para salir, decidió que debía informar a su madre. Con la prudencia que Alicent siempre había procurado inculcarle, sabía que, a pesar de su deseo de un respiro de la Fortaleza Roja, no podía simplemente desaparecer sin avisar.
Regresó a sus aposentos, tomando un pergamino y pluma. La carta, escrita en letras elegantes y cuidadosas, decía:
"Querida madre.
He decidido salir a dar una cabalgata tranquila en las afueras de la Fortaleza. Estaré en compañía de un caballero para asegurarme de que todo transcurra sin sobresaltos. No pretendo ir lejos ni demorarme demasiado. Por favor, no te preocupes; regresaré antes de que el sol comience a descender.
Con amor, Daella."
Dobló la carta y la selló con cera, marcándola con el pequeño sello que llevaba con sus iniciales. Luego llamó a Lyanna, su doncella de confianza, y le entregó la carta.
⸻Llévala a mi madre. Que sepa que estaré bien y que regresaré antes del anochecer.
Lyanna, siempre dispuesta y leal, tomó la carta con una leve reverencia y salió rápidamente para cumplir el encargo.
Daella entonces se dirigió a sus aposentos para cambiarse. Optó por una prenda sencilla, pero refinada, en tonos azulados y plateados que se movían con suavidad al caminar, un atuendo que reflejaba su elegancia sin ser demasiado llamativo para una salida discreta. Al fin, recogió su cabello en una trenza suelta, permitiendo que algunos mechones enmarcaran su rostro de forma natural.
Al reunirse nuevamente con Edric en los establos, su corazón se sintió un poco más ligero, anticipando el breve escape de la rutina que él le ofrecía. Edric ya tenía listos dos caballos: uno negro como la noche para él y otro gris claro, elegante y dócil, para Daella. Al verla acercarse, él asintió con una sonrisa aprobatoria.
⸻Listo el caballo para una princesa en busca de aventura. ⸻dijo, ayudándola a montar con un gesto protector.
Desde una ventana estrecha en uno de los pasillos superiores de la Fortaleza Roja, una figura observaba atentamente la quietud que se extendía sobre los jardines. La brisa del mediodia movía las hojas y acariciaba las fuentes, mientras unos pocos sirvientes cruzaban discretamente los caminos, terminando sus tareas antes de que el castillo despertara por completo. En este rincón apartado, la calma era inusual, como si el tiempo se detuviera brevemente para los ojos que observaban en la penumbra.
Jacaerys Velaryon se apoyó contra el marco de la ventana, entrecerrando los ojos para seguir el movimiento que había captado su atención. Desde que habían regresado a Desembarco del Rey, él había intentado, con poco éxito, mantener la guardia alta y su distancia de cualquier distracción que pudieran ofrecerle los Targaryen de la Fortaleza. Sus pensamientos solían girar en torno a las amenazas que representaban Aegon o Aemond, a quienes observaba con cautela y, sobre todo, con una resistencia endurecida por los recuerdos de Driftmark.
Sin embargo, aquella mañana, algo había cambiado. Entre la maraña de pensamientos y la constante tensión de su regreso, una imagen inesperada se había colado en su campo de visión, y era una visión que no había esperado ver. Sus ojos siguieron la figura grácil de Daella, quien se dirigía hacia los establos con una suavidad que le daba un aire casi etéreo en contraste con las pesadas sombras de piedra de la Fortaleza. La ropa que llevaba era diferente de la de sus hermanos; carecía de los tonos que solían definir la lealtad de su familia y, en cambio, usaba colores delicados, suaves, que la hacían destacar en medio del gris del amanecer. Jacaerys entrelazó los dedos, aún apoyado en el marco, con una curiosidad que intentaba racionalizar.
Con una ligera inclinación de cabeza, él continuó observando cuando otra figura se unió a ella en los establos. La de un hombre, alguien que parecía hablarle con confianza, hasta con cierta familiaridad que lo hizo entrecerrar los ojos. Desde la distancia, no podía escuchar las palabras que intercambiaban, pero sus posturas y expresiones hablaban por sí solas: Daella sonreía de un modo que él no había visto antes, y el hombre, cuya vestimenta más desaliñada contrastaba con su porte caballeresco, parecía compartir aquel instante de cercanía.
Con cada paso que daban, la curiosidad de Jacaerys crecía. Observó cómo Daella y aquel hombre, en lugar de tomar el camino más directo y visible que los llevaría a salir por la puerta principal, optaron por otro sendero más discreto, en dirección opuesta. Parecía claro que aquella salida era deliberada, cuidadosamente planeada para evitar que alguien los notara. Al menos, a alguien que no estuviera atento como él en ese instante.
Aunque sabía que sus ojos deberían estar fijos en otras preocupaciones, no pudo evitar seguir observando mientras sus figuras se alejaban cada vez más. Una vaga incomodidad empezó a formarse en su pecho. Era una mezcla de curiosidad y cierta incomodidad que no sabía bien cómo interpretar. Sabía muy poco de Daella, aparte de las historias y prejuicios que le susurraban sus pensamientos cada vez que veía a Aemond o Aegon, pero esta escena, en particular, desafió su percepción de ella. ¿Qué hacía en compañía de un hombre fuera del castillo, y por qué con tanto cuidado de no ser vista?
Finalmente, cuando los dos desaparecieron por el sendero, dejando sólo una sombra que se desvanecía en la distancia, Jacaerys se apartó de la ventana, mordiéndose el interior de la mejilla con una expresión pensativa. Había algo en ese intercambio, en esa salida cuidadosamente oculta, que continuaría resonando en su mente a lo largo del día. Y aunque intentara convencerse de que no era de su incumbencia, no podía ignorar la sensación de que había algo más detrás de la sonrisa de Daella, una suavidad que no correspondía con los preceptos que él había establecido en su mente sobre los Hightower.
¿Que piensan sobre el galán no galán de Ser Edric? me gustaría leerlos.
!!!
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