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! knowledge !

. . . "Ah, la dulce Daella Targaryen, una flor marchita en medio de los muros grises de la Fortaleza Roja. Siempre con ese cabello platinado, tan brillante como la mismísima luz de la luna sobre el Mar Angosto, ¿quién no habría notado su peculiar costumbre? Desde niña, todos la vieron con su melena suelta, apenas sujeta por un par de trenzas que, como suaves serpientes, se entrelazaban por detrás de su cabeza. En los festines, gozaba de decorarlo con pequeñas flores, haciéndole honor al significado de su nacimiento. Muchos decían que aquella cabellera libre era un adorno que realzaba su belleza, que la hacía ver más Targaryen que los mismos dragones de Valyria.

Pero en la Fortaleza Roja, donde los susurros corren más rápidos que los cuervos, comenzaron a notarse ciertos cambios. Las trenzas de la princesa empezaron a multiplicarse, su cabello ya no ondeaba libre como antaño. Cada nuevo peinado, cada trenza que añadía a su arreglo, parecía contar una historia que solo los más observadores entendían. Decían que esas trenzas eran un homenaje a las almas que había perdido. Con cada nuevo lazo en su cabello, otro lazo en su vida se deshacía.

Nunca nadie se atrevió a preguntar si tal costumbre era verdad, pues Daella, aunque dulce, tenía una mirada que escondía secretos. Y así, con cada día que pasaba, su cabello iba atándose más y más, como si intentara sujetar los pedazos de un mundo que se desmoronaba a su alrededor. Los rumores crecieron, por supuesto, porque en la corte, ¿qué más se puede hacer sino hablar? Pero, al final, ese misterio de su cabello se convirtió en otro de los secretos que la Fortaleza Roja se llevaría a la tumba.

Tal vez, algún día, alguien encontrará la verdad... o tal vez la respuesta se perdió en el viento, junto con las hebras sueltas del cabello de Daella."

•\Relatado por el bufón de la corte real, Champiñon.





El sol asomaba perezoso en el horizonte, pintando las torres de la Fortaleza Roja con un tenue resplandor dorado. La brisa matutina susurraba entre las banderas de los dragones, acariciando los muros y recordando a todos que el tiempo no se detiene, ni siquiera en la Ciudadela de los Reyes.

En sus días de 17, Daella Targaryen ya no era la niña que corría por los pasillos en busca de aventuras junto a su hermano Aemond o compartiendo miradas silenciosas con Jacaerys Velaryon. Había crecido, y con ella, su comprensión del mundo que la rodeaba. Ahora, cada paso que daba resonaba con la elegancia de una joven que entendía su lugar en la historia, pero también con la tensión de quien conocía los oscuros secretos que acechaban en las sombras.

El retorno a la Fortaleza Roja había sido un golpe para todos, junto a la caida del noble rey Viserys Targaryen, en cual se encontraba ausente en sus cortes debido a su grave salud. La majestad del castillo estaba teñida de sombras, y el aire denso de las intrigas que se gestaban en cada rincón. Pero para Daella, una de las sombras más pesadas era su propio hermano, Aegon, cuya degeneración era cada vez más evidente.

Esa mañana había comenzado como cualquier otra. Daella había realizado su rutina con la disciplina de siempre: una caminata por los jardines, una charla con sus doncellas, y un breve pero significativo tiempo en la capilla, donde rezaba por la paz en sus corazones y la cordura en la corte. Sin embargo, al regresar a su habitación, la escena que la aguardaba hizo que su corazón se encogiera en un torbellino de emociones.

Aegon, su hermano mayor, yacía en su cama, totalmente desnudo, con el rostro cubierto por un desordenado cabello rubio. Su respiración era pesada, producto de la resaca que lo abatía tras otra noche de desenfreno. El hedor a vino y sudor impregnaba la habitación, desapareciendo todo rastro del aroma a rosas que olía siempre la alcoba de la princesa. Las sábanas revueltas hablaban de los excesos a los que Aegon se había entregado.

Daella se encontraba de brazos cruzados, con el ceño fruncido. Llevaba allí largo rato, tratando en vano de despertarlo. Había llamado su nombre una y otra vez, cada vez con más fuerza, pero Aegon apenas respondía con un gruñido o un leve movimiento. La paciencia de Daella se estaba agotando. No era la primera vez que encontraba a su hermano en ese estado; de hecho, había llegado a acostumbrarse a su vida despreocupada, llena de bebida y mujeres.

Sin embargo, ese día, algo en su interior se agitó, era un día importante. No podía seguir ignorando lo que su hermano se había convertido, lo que él le estaba haciendo a la familia, a la reputación de los Targaryen. La tristeza se mezclaba con la frustración en su pecho, pero Daella se mantuvo firme, resistiendo la tentación de simplemente irse y dejarlo en ese lamentable estado.

⸻Aegon.⸻ Su voz era una mezcla de autoridad, con una leve nota de súplica.⸻ Estas en mi cama, por los dioses.

Un suspiro frustrado escapó de sus labios. Quería borrar esa escena de su vista lo antes posible, antes de que su madre se enterara y cargara, una vez más, con el peso de las acciones incoherentes de su hijo mayor.

Aegon apenas respondió con un gruñido, su cuerpo permaneciendo inerte bajo las sábanas revueltas. Daella estaba a punto de resignarse cuando las grandes puertas de la alcoba se abrieron de golpe, revelando la imponente figura de la reina Alicent.

Entró con determinación, las puertas golpeando contra las paredes de piedra, y su mirada ardía con una mezcla de furia y decepción. Ser Harrold Westerling la había informado discretamente de un nuevo incidente relacionado con su hijo mayor, y esta vez, la paciencia de Alicent había llegado a su límite.

Sin perder un segundo, se dirigió hacia la cama donde Aegon permanecía, con Daella aún a su lado.

⸻¡Aegon!

Exclamó Alicent, su voz firme y autoritaria resonando en la habitación. El príncipe se removió medio dormido sobre la suave cama, sus oídos captando apenas la lejana voz de su madre.

⸻Por Dios, ya levántate.⸻la reina hacía lo posible para que sus gritos solo se oyeran dentro de las cuatro paredes, cuidando, como siempre, las acciones discretas. Sus manos tomaron los extremos de las sábanas blancas, arrancándolas de golpe y revelando el cuerpo desnudo de Aegon.

Aegon, confundido, se revolvió una vez más, ya con sus ojos entrecerrados, intentando acostumbrarse a la luz que se filtraba desde el gran balcón.

⸻Madre, ¿qué sucede? ⸻murmuró, sus ojos volviendo a cerrarse, tapandose y ignorando completamente la presencia de su madre y su hermana. Sabía lo que vendría después: las palabras de reprimenda, las súplicas para que cambiara su comportamiento. Pero Aegon ya había oído todo eso antes. Para él, las palabras de su madre eran como un eco distante, carente de significado. Se limitó a gruñir y se dio la vuelta.

Alicent, sin embargo, no se dejó intimidar.

⸻¿Qué sucede? ¿Qué sucede? ⸻repitió con indignación⸻ ¿Es todo lo que puedes decir?

⸻¿Acaso pasó algo?

Aegon permaneció indiferente, su mente aún nublada por el alcohol de la noche anterior. Para él, estas recriminaciones eran tan habituales como el amanecer, y su madre, por más que intentara disciplinarlo, no podía salvarlo de sí mismo.

⸻Dyana, la joven sirvienta ⸻insistió Alicent, su voz temblando levemente.

Daella observó la escena en silencio, su lugar en la habitación apenas iluminado por la luz que se colaba a través de las cortinas. Su expresión se mantuvo imperturbable, pero en su interior la tristeza y la frustración crecían. Sabía que su hermano era un caso perdido, pero la impotencia de su madre también la afectaba profundamente. Sin embargo, en ese momento, las palabras de Alicent parecían rebotar contra una pared invisible, incapaces de penetrar la coraza de desdén que Aegon había construido a su alrededor.

⸻Por los dioses, Aegon, la que hiciste que huyera de tu compañía.

Alicent se quedó allí, de pie, mirando a su hijo con una expresión de dolor y rabia. Una vez más, su intento de corregir a Aegon había fracasado, y en su corazón, temía lo que el futuro le depararía a su familia si las cosas no cambiaban.

⸻Solo nos divertíamos… ⸻Aegon murmuró después de unos segundos fallidos de seguir durmiendo, incorporándose lentamente, frotándose los ojos con gruñidos de molestia⸻. Ella no tenía por qué molestarse por eso.

⸻Piensa en la pena por tu esposa, por tu hermana en cuya cama yaces, ¡por mí! ⸻Los ojos de Alicent se llenaron de lágrimas de frustración⸻. ¿Cómo puedes seguir comportándote así, en especial en un día como este?

Frustrado, Aegon se incorporó de golpe, sus ojos aún sensibles a la luz.

⸻¿Qué día es ho…?

Pero no terminó la frase. El golpe de su madre, una cachetada que le hizo girar la cabeza, lo tomó por sorpresa.

Desde su rincón, Daella apretó los labios, sus manos se entrelazaron con fuerza mientras su corazón latía con una mezcla de compasión y resignación. Observaba todo con una expresión inalterable, como si fuera una testigo muda de una tragedia que se repetía una y otra vez. Sabía que nada de lo que sucediera en esa habitación cambiaría la naturaleza de su hermano, pero aun así, el dolor en el rostro de su madre la afectaba más de lo que estaba dispuesta a admitir. En silencio, se mantuvo firme, observando cómo su familia se desmoronaba un poco más con cada palabra, con cada gesto.

La acción de Alicent había dejado atónito a su hijo. Aegon, con un gesto de desdén, intentó sujetar su mejilla donde el ardor renacía, mientras la respiración agitada de la reina resonaba en la ahora silenciosa habitación. Alicent se incorporó, dejando escapar unas palabras cargadas de vigor y desesperanza.

⸻Tú no eres hijo mío.

La declaración, cruel y llena de una tristeza reprimida, resonó en la estancia. Alicent se dirigió entonces, irónicamente, hacia donde estaba su preciada hija. Antes de permitirle salir, un Aegon tembloroso y expuesto, con la dignidad hecha pedazos, habló.

⸻Yo no pedí esto. He hecho todo lo que me has pedido

Su voz era un murmullo, cargado de un dolor profundo. Su mirada, herida, se clavaba en su madre, incapaz de alzarla hacia su hermana menor, la siempre correcta y perfecta Daella Targaryen, la hija responsable que se erigía como el pilar de la familia.

⸻He tratado de... ⸻Aegon sujetaba la sábana que cubría su cuerpo, su voz quebrada por el sollozo contenido⸻. He tratado, pero nunca seré suficiente para ti y para padre.

Alicent Hightower cerró los ojos con resignación. Las puertas de la alcoba volvieron a abrirse, y un pesado silencio inundó el ambiente. Daella giró sobre su lugar, encontrándose con la inocente y curiosa mirada de su hermana menor.

Helaena se posicionó a un lado de Daella, su presencia tan ajena al eje tenso que yacía en la habitación, que casi parecía un espejismo de serenidad. La dulzura en su voz rompió el silencio.

⸻¿Han visto a Dyana? Ella debe vestir a los niños.

Por un instante, el contraste entre las dos hermanas y el ambiente oscuro y sofocante de la habitación fue abrumador. El silencio que siguió a la entrada de Helaena permitió a Alicent observar a sus hijas juntas, y en su mente, se dibujó una comparación inevitable.

Ambas vestían con una elegancia sencilla pero inmaculada, sus cabellos platinados recogidos en peinados similares que resaltaban su delicadeza. La luz que entraba por el gran balcón las envolvía en un aura casi celestial, haciendo que resaltaran en medio de la penumbra y el caos. A los ojos de Alicent, Daella y Helaena eran como dos joyas preciosas, una visión de dulzura y pureza en un mundo cada vez más marcado por las atrocidades.

Alicent sentía un profundo orgullo y una triste melancolía al mismo tiempo. Sus hijas siempre habían sido educadas, obedientes, cumpliendo con cada deseo y mandato sin quejarse. A diferencia de su hermano mayor, quien parecía empeñado en desafiarla a cada paso, Daella y Helaena eran su consuelo, su ancla en una realidad que a menudo le parecía imposible de soportar.

Mientras observaba a sus hijas, una parte de Alicent deseaba poder refugiarse en esa dulzura, olvidar, aunque solo fuera por un momento, las preocupaciones que la agobiaban. Daella, con su serenidad y responsabilidad, se destacaba no solo como una hija ideal, sino como un recordatorio constante de lo que podría haber sido Aegon, si tan solo hubiera seguido el mismo camino. Y Helaena, con su dulzura y sus curiosas preguntas, aportaba una ligereza que le hacía recordar un tiempo más simple, cuando sus hijos eran solo niños y sus mayores preocupaciones eran simples desobediencias.

Pero la realidad era ineludible. Aunque sus hijas resplandecían con una bondad innata, el peso de los pecados y las fallas de sus hermanos varones ensombrecía incluso esos momentos de belleza. Alicent sabía que no podía protegerlas del todo, y ese pensamiento era un dolor sordo que se aferraba a su corazón.

Alicent se acercó a ellas, sus pasos apenas resonando sobre el suelo de piedra. Cuando llegó a su lado, la reina se inclinó ligeramente y, sin mediar palabra, abrazó a Daella y Helaena.Las envolvió en un abrazo cálido y protector, como si quisiera resguardarlas de las sombras que se cernían sobre su familia. Sentirlas tan cerca, tan puras y alejadas de las imperfecciones de sus hermanos, le trajo un momento de consuelo en medio de la tormenta que se avecinaba.

Finalmente, con un suspiro, la reina se separó de sus hijas, su rostro suavizándose ligeramente. Tomó a Helaena de la mano, y ambas se retiraron de la habitación en silencio, dejando tras de sí una atmósfera cargada de emociones contenidas.

Daella permaneció en su lugar, observando cómo la puerta se cerraba suavemente detrás de su madre y su hermana. El silencio que siguió fue pesado, casi tangible, como si la habitación misma contuviera la respiración, temerosa de romper la calma frágil.

Aegon, aún parado a un lado de la cama, con la sábana a medio cubrir su cuerpo, no se atrevió a moverse. Sentía la mirada de su hermana menor sobre él, una mirada que no podía esquivar. Se encontró con los ojos de Daella, y por un momento, ambos se quedaron en silencio, midiendo la distancia que los separaba, una distancia mucho más grande que la física.

Daella pudo ver lo que Aegon intentaba ocultar: sus ojos estaban enrojecidos, vidriosos, con rastros de lágrimas que no se había permitido derramar en presencia de su madre. En su mirada había una mezcla de vergüenza, dolor y una vulnerabilidad que rara vez mostraba. Era como si, por un breve instante, se desmoronara la fachada de despreocupación que solía llevar consigo, y Daella pudiera ver al verdadero Aegon, aquel que estaba perdido y quebrado bajo el peso de las expectativas y sus propios demonios.

Pero mientras lo observaba, algo más comenzó a crecer en el interior de Daella. Recordó las atrocidades que su hermano solía cometer, la crueldad que había mostrado hacia la joven sirvienta esa misma mañana. La compasión que inicialmente sintió se mezcló con un profundo rechazo, una repulsión por el hombre en que Aegon se había convertido. No podía permitir que esa vulnerabilidad momentánea la cegara ante lo que él realmente era, ante las acciones que no podían ser perdonadas.

Su postura, que había comenzado a suavizarse, volvió a endurecerse. Daella enderezó su espalda, su mirada se tornó más fría, y el rastro de empatía en sus ojos desapareció, reemplazado por una determinación implacable. Aegon necesitaba ser confrontado, y si su madre no podía hacerle frente, entonces ella lo haría.

⸻Vístete.

No necesitaba decir más; su tono era suficiente para transmitir la seriedad de la situación.Aegon, al escuchar la dureza en su voz, se tensó. Levantó la mirada, encontrándose con los ojos de Daella, que ahora lo miraban con una mezcla de desaprobación y fuerza inquebrantable. No había compasión en ellos, solo el juicio que él sabía que merecía.

Incapaz de responder, asintió débilmente y se apartó, aún sosteniendo la sábana contra su cuerpo. Daella se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta, su postura erguida y su andar decidido. No había lugar para la piedad en su corazón, no después de todo lo que había presenciado.

Aegon la observó mientras se alejaba, el nudo en su garganta apretándose aún más. La vergüenza y la sensación de insuficiente en el centro de su pecho lo inundaba, la escena de sus perfectas hermanas con su madre una vez más lo había humillado.

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cortito pero ya empezamos
con el salto en el tiempo !!!

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