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♜. 𝔠𝔞𝔭𝔦́𝔱𝔲𝔩𝔬 𝔡𝔬𝔰.

Vanitas apretó la cara contra los barrotes.

Hacía unas cuantas horas se habían llevado a Louis, a rastras, prácticamente. Para eso hicieron falta tres guardias, y varios golpes por el camino, para ascenderlo por la escalera y hacerlo desparecer de su vista. Él había gritado y propinado algunos golpes, pero de nada había servido. También ignoraron sus súplicas, para que lo dejaran en paz.

Agobiado por su nueva situación, esperaba que su nuevo amigo se encontrara bien. Quería creer que se trataba de un malentendido, otra cosa, y que Louis quedaría finalmente libre, sin ser herido. Pero en el fondo, sabía que la respuesta era otra.

No quería hacerle frente, pero conocía a Donatienn y que nunca actuaba para bien de los demás, solo para él de sí mismo. Y teniendo en cuenta eso, Vanitas pensaba que esa sensación de alivio sobre su conversación iba a resultar ser la última.

Se retorcía sus suaves palmas una y otra vez, mientras no dejaba de recorrer los lados de la celda de aquí para allá. Le resultaba demasiado complicado asimilar todo lo que había descubierto; ahora resultaba que el hijo del duque Hammond, Roland, ocupaba su liderazgo e impulsaba una rebelión, haciéndole frente al poder impasible de su padrastro.

Pensar en Roland avivó su esperanza. De repente, la celda le pareció bastante pequeña.

No podía soportar aquel olor a moho y que siempre hubiera insectos como cucarachas, correteando por las noches, sobre las paredes o los barrotes. Ya no podía soportar estar alejado del mundo real. Todo lo que había permanecido aletargado tantos años sobre su corazón, despertó de nuevo sobre su interior. Necesitaba salir, más que nunca.

Alejarse de aquella prisión húmeda y oscura, buscar a Roland y ayudarlo en la revolución.

Casi al mismo tiempo que aquel pensamiento surcaba su mente, de pronto, oyó un grave graznido. Se volvió y distinguió una única urraca posada en la cornisa del castillo. Su brillante pelaje negro resaltaba en ese ambiente tan ennegrecido. Permaneció apostada en su ventana, a través de los barrotes, observándolo por arte de magia.

Atraído, se aproximó a la ventana y la contempló.

Esta batió las alas una vez y las plumas oscuras reflejaron la luz del sol.

—¿Estás tratando de hablarme? —murmuró Vanitas, temiendo que fuese producto de su imaginación—. ¿Qué hacéis aquí, pequeño?

Sin embargo, esa ave parecía mucho más interesada en dar saltos a lo largo de la cornisa hasta el lugar donde el techo de la torre se inclinaba hacia el suelo. Las tejas de madera estaban podridas en algunos puntos y la oscura brea parecía pegajosa por el calor del sol.

Tardó un instante en descubrir el clavo que rodeaba, uno que sobresalía del tejado bajo la ala del pájaro. Estaba en un rincón, a su alcance.

Vanitas impresionado por la aparente ayuda dela ve, extendió un brazo entre los barrotes metálicos y agarró el clavo. Tenía ocho centímetros de longitud y la mitad seguía incrustada en la madera. Lo movió varias veces entonces, hacia adelante y hacia atrás con presión, repitiendo ese movimiento varias veces hasta que quedó flojo.

El pájaro se acomodó sobre el tejado, junto al clavo arrancado, observando cómo él, sonreía victorioso ante su logro con el metal oxidado. Oyó unos pasos apresurados por el pasillo de piedra, junto a los gritos de Louis y, volvió a su cama, viendo cómo se abría la puerta de su misma celda. Los mismos soldados de antes lo dejaron allí tirado, y regresaron por su camino; pero Vanitas no podía dejar de pensar en qué seguía vivo.

Sin embargo, pronto escuchó otros pasos apresurados. Los reconocía a la perfección: Darius se acercaba.

Por lo que se envolvió con la manta, sosteniendo con fuerza el clavo herrumbroso en la mano derecha. Fingió estar dormido, y pudo oír al hombre al exterior de la celda. Esperó un buen rato hasta que decidió mirarlo. Este le regaló una sonrisa torcida y a pesar de su escalofrío interno, decidió mostrar una expresión cansada.

—¿Te he despertado? —Fue lo que preguntó, para introducir la llave en el candado y entró en el calabozo. Otra vez, invadiendo su espacio personal.

Vanitas, con movimientos imperceptibles, colocó el clavo entre dos dedos, dejando sobresalir la punta afilada y algo oxidada. Sus ojos se fijaron de inmediato en que dejaba la puerta de la celda abierta, su vía de escape.

—¿Por qué habéis entrado? —preguntó el chico, desconcertado de verlo tan cerca.

Darius inclinó la cabeza y lo observó desde su posición.

Parecía embelesado, de alguna extraña y atormentada manera. Vanitas permaneció con el rostro impasible, intentando averiguar qué razón lo traería hasta aquí.

—Mi rey no me o permite, por supuesto... —explicó Darius—, ya sabéis que os quiere sólo para él.

Vanitas se incorporó sobre sus codos, algo inquieto, por lo que optó por mostrarse miedoso; sabiendo por dónde iban las intenciones del soldado.

—Nunca sé qué pensar de él, me da miedo —dijo.

Vanitas contempló el rostro del hombre adulto; no había cambiado desde que lo recordaba de pequeño. Su piel morena no había envejecido en absoluto, y tenía una nariz aguileña y el pelo oscuro, perfectamente cortado y con varios mechones sueltos por su rostro de diamante.

En realidad, por los pocos soldados que veía de vez en cuando y que permanecían cómo estaban, daba por sentado que ningún soldado del rey Donatienn hubiera envejecido nunca.

Darius se acercó a él y se apoyó  en el borde de la cama. Vanitas sintió que su lado se hundía, por el peso del hombre. Entonces al verlo tan de cerca, el chico de cabellos azabaches recogió sus piernas hasta su estómago, elevándose un poco; todavía mantiene su puño cerrado, aun así, pegado a su cuerpo junto a su cintura.

—No te preocupes, mi querido Vanitas —susurró él y, alargando la mano, rozó su brazo—. Nunca más estarás aquí dentro. —El hombre llevaba puesto su habitual uniforme de cuero con cuello alto y en aquel momento estaba tan cerca de él, que Vanitas podía ver su reflejo borroso sobre la piel lustrosa.

Apretó con más fuerza el clavo oxidado entre sus dedos, cuando su agarre se aplacaba con más fuerza sobre su brazo.

—¿Qué quiere de mí el rey? —Se atrevió a preguntar, alzando los ojos hacia él.

Darius desatendió su brazo para acariciarle los pómulos. Él trató de no poner una cara de total disgusto y de repente, vio cómo el hombre bajó la mano hacia su cintura para desenfundar algo tan rápidamente que Vanitas tardó sólo un instante en darse cuenta de qué se trataba.

—Tu corazón —respondió él, aferrando con fuerza una daga.

A Vanitas casi le da un infarto al descubrir que el hombre en realidad venía a asesinarlo; entonces, miró el brillante filo y levantó el puño sin pensarlo dos veces; sin dudarlo, sujetando el clavo con firmeza, le golpeó en la cara con intención de hacerle mucho daño. Lastimosamente, el hombre era mucho más alto y solo logró clavarlo cerca de sus labios por el interior de su mejilla; aun así, trató de arrastrarlo con fuerza.

Entonces un horroroso y profundo corte se abrió cerca de los labios de Darius y la sangre le goteó por la cara hasta por debajo de la barbilla. Al ver cómo el hombre entre un quejido bajo intentó agarrarle de los cabellos, Vanitas se ocupó de alzar sus dos piernas y darle bajo la barbilla. El hombre cayó sobre la cama hasta rodar al suelo y el chico se apresuró en arrebatarle las llaves del cinturón, para correr hacia la puerta con el corazón desbocado.

Una vez fuera, cerró la celda con fuerza y echó la llave, justo cuando el hombre con bastante sangre sobre el rostro y en parte, algo irreconocible, saltaba sobre él. Rápidamente se apartó para correr hacia la celda de Louis, su compañero de prisión.

Revolvió las llaves y probó la primera del manojo, pero no consiguió abrirla. Lo intentó con la siguiente y con la siguiente, pero seguía fallando. Sus dedos temblaban con fuerza y por detrás, Darius gritaba como un animal desbocado:

—¡Guardias! ¡Guardias! —gritaba, tras los barrotes en los que aparecía su cara ensangrentada.

Vanitas miró dentro de la celda de Louis, ignorando al hombre que aruñaba tras de sí, y se quedó completamente horrorizado. Acurrucado al fondo había un anciano con el rostro consumido por la edad y una áspera cabellera gris que a duras penas llegaba a sus hombros.

La ropa que llevaba era la de Louis, la que recordaba haber visto antes de que se lo llevasen; tenía sus mismos ojos dorados, pero estaba irreconocible. Afectado por el paso de la edad y era lo que más le confundía.

—Márchate —le urgió él, acercándose a Vanitas y tomó su mano—. Vete sin más, por favor. De otro modo, nunca lo conseguirás, príncipe.

Vanitas trató de encontrarse a sí mismo, porque sus palabras sólo confirmaban lo que temía.

—Louis... No puedo dejarte aquí, no puedo...

Pero el anciano, ahora que estaba claro de que era Louis, negó nuevamente. Mirando a su espalda, agarró sus manos. Eran callosas y arrugadas, pero Vanitas se mantuvo a su lado.

—Vete, Vanitas. Tú tienes una oportunidad ahora.

Y entonces, Vanitas apretó las manos del hombre y depositó las llaves en ellas. Luego, sin miramientos, se volvió hacia la estrecha escalera de caracol que descendía hasta el cuerpo principal del castillo. Bajó en espiral, saltando los escalones de dos en dos, sintiéndose más y más mareado a cada tramo que daba. Siguió escuchando los gritos de Darius en algún lugar por encima de su cabeza incluso desde los últimos escalones, donde casi se desplomó en el suelo.

Se tomó unos segundos para respirar profundamente; nunca le había dolido tanto el pecho.

La tercera planta del castillo se encontraba en silencio. Las ventanas estaban cubiertas con gruesas cortinas y en la pared del fondo, descansaba un elaborado armario de madera. Conocía cada una de aquellas estancias como si fueran suyas, así que elaborando las memorias de su cabeza, se dirigió hacia el extremo final del ala, pero justo en ese momento dos guardias con las espadas desenvainadas subían por la escalera.

Sabían que se había escapado, Vanitas pudo verlo en sus ojos.

—¡Cogedle! —gritó uno de ellos mientras corrían hacia él.

Vanitas no lo pensó dos veces, con las suelas desgastadas de sus zapatos, se metió prisa para escapar hacia la escalera y cerró el pestillo de la puerta tras de sí. No miró atrás, sabía que si lo hacía, se acabaría todo. Los soldados entonces arremetieron contra la puerta de madera, que crujía con cada una de sus violentas embestidas.

Tenía que llegar hasta el patio, esa era la única salida.

Podría así levantar el rastrillo y escapar, igual que todas las veces en los que se lo había imaginado en su cabeza; corrió con todas sus fuerzas para llegar al final de la escalera. Allí entonces, franqueó la puerta de golpe y salió al exterior. No podía creer lo lejos que había llegado, de verdad.

Parecía un sueño.

La luz era tan intensa que le hizo daño de los ojos, aún así; no era como mirar a través de unos barrotes en una celda. Inmediatamente, se puso la mano en el rostro para protegérselos del sol.

Hacía tanto tiempo que no estaba al aire libre que le resultaba casi imposible soportarlo, aunque tenía ganas de llorar, se obligó a acostumbrarse por su falta de tiempo, al mismo tiempo que escuchó pisadas a su espalda. Varios guardias habían abandonado el salón del trono en dirección al patio. Había al menos diez, todos ataviados con la misma armadura negra y amarga.

El chico miró hacia el ala este de la fortaleza, donde se encontraba el rastrillo, pero dos hombres cabalgaban ya en dirección a él desde los puestos de guardia en la puerta de acceso. No tenía escapatoria.

Se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. Apretó una mano sobre su corazón y, entonces, escuchó un leve graznido. La urraca de antes que había visto a través de su ventana estaban en el patio, volando en círculos a escasos metros de su cabeza. Parecía algún tipo de señal y después de lo que había pasado en la celda, sintió que tenía que seguirla.

Descendió en picado y voló con prisa hacia el extremo oeste del patio, guiándolo, justo donde los arbustos de flor aparecían marchitos y parduscos. Vanitas no lo pensó mucho hasta seguirlo, porque sabía qué era lo correcto.

Los guardias se aproximaban y los dos jinetes se encontraban casi sobre él. Pero no pensó en dudar ni en un segundo; no podía permitírselo.

Vanitas observó lo cerca que estaba de llegar al muro de piedra y entonces, miró hacia abajo y se dio cuenta, por fin, de lo que querían enseñarle. Allí, bajo los mustios arbustos, se encontraba la entrada de las cloacas del castillo. Era un agujero bastante grande y suficiente para deslizarse a través de él.

La urraca de antes desapareció y Vanitas se agachó, se arrastró de lado por el suelo de piedra y se lanzó hacia el interior de la cloaca sin miramientos. Permaneció allí unos instantes, con los dedos aferrados al borde del sumidero, antes de dejarse caer. Apenas podía respirar mientras se precipitaba hacia la oscuridad, pero se negó a ceder porque no estaba cumpliendo su sueño y en parte del de Louis, como para rendirse ahora.

Nada más adelantarse varios pasos, al segundo, fue barrido por la corriente de agua. Muy por encima de él, un guardia trataba de introducir el cuerpo en el agujero para seguirlo, pero era demasiado estrecho; por suerte, él había cabido por su delgadez natural.

—¡Abrid las puertas! ¡El príncipe se ha escapado! —gritó un guardia por arriba, y el eco de su voz se expandió por el túnel mientras él se deslizaba hacia el exterior.

Al pasar junto al muro, Vanitas alargó los brazos para agarrarse, pero estaba cubierto de algas viscosas. La piedra se encontraba tan resbaladiza que no pudo aferrarse y resbaló un par de veces. Después de tantos años encerrado, era normal que no tuviese mucha fuerza, le habían pasado factura, pero aún así, pataleó todo lo que pudo, luchando contra la corriente.

Agitó los brazos como un loco, o un pato mareado más bien, pero logró mantenerse estable. Sin embargo, a medida que el túnel se estrechaba, el agua lo iba sumergiendo como una amenaza. Desapareció momentos más tarde, bajo el lodo espumoso y el mundo entero se volvió negro; estaba saboreando su libertad a duras penas.

El agua lo arrastró hacia una maldita tubería, sí, y sus escasos movimientos para mantenerse a flote se vieron afectados por lo estrechez que resultaba nadar por allí. Su cuerpo se encogió lo máximo posible, tratando de no hundirse en el proceso, más temía quedarse atascado en cualquier momento. Eso, por supuesto, supondría un fin a su escapada.

Momentos después, para su alivio, el túnel se acabó y Vanitas salió a aguas abiertas,sintiendo por fin brazos y piernas libres de ataduras. Tenía los pulmones a punto deestallar. Resultaba una misión imposible respirar, necesitaba desesperadamente coger aire.

Alzó la vista hacia la superficie delagua, a unos seis metros por encima de él. Se sentía demasiado débil y los pulmones le ardían. Sin querer detenerse por mucho más tiempo, agitó los brazos hasta que la superficie del agua estuvo a unos centímetros de distancia, en donde pudo abrirse caminohacia el exterior.Tomó una bocanada de aire. Resultó excitante, y vespertino para su alma. Nunca se había movido tanto en mucho tiempo.

A lo lejos, oyó el sonido de los cascos de los caballossobre la piedra. Los soldados acudían en su busca. Miró hacia la playa, que estaba aunos treinta metros de distancia. El castillo se hallaba enclavado en la ladera de unacolina, sobre la costa, junto a un acantilado cubierto de árboles y arbustos. Nadóhacia la playa, agradecido de recibir un poco de ayuda de las olas del mar. Después de todo, cansado como estaba, no creía llegar mucho más lejos.

 La orilla aparecía salpicada de grandes rocas grisáceas distribuidas en hileras:formaban un enorme laberinto que se extendía por toda la playa. Vanitas las alcanzó, tosiendo brevemente y cuando el pasadizo se bifurcó, no supo qué camino tomar. Sus recuerdos infantileseran menos claros y dudó.

No obstante, tenía que decidirse rápido por lo que optó por seguir a la derecha. Le temblaban las manos. Estaba a punto de rodear una esquina cuando un leve graznido llamó su atención. Se volvió, sintiendo su cabello húmedo pesarle en la espalda. Resultó que la urraca de antes estaba mirándolo, expectante, desde el camino de la izquierda y su corazón se abrumó.

De alguna manera, sabía que podía confiar en aquel pequeño, por lo que realmente agradecido, lo siguió por la playa, serpenteando entre las enormes rocas hasta que el sendero desembocó en la arena. Entonces, a unos pocos metros de distancia, recostado en la orilla, había un hermoso caballo blanco, con las crines también blancas. Vanitas nunca había visto un caballo en aquella postura, como si estuviera esperando a que subiera a su lomo. Todo resultaba tan confuso y abrumador, que se quedó pasmado unos segundos.

Pero el ruido de los cascos se aproximaba, y tuvo que despertar de su ensoñación.

—¡Allí! —voceó un hombre.

Vanitas alzó la vista hacia el borde del acantilado, con expectación y miedo.

Entre los árbolessurgieron los dos primeros soldados a caballo; uno de ellos lo señalaba con una dagade plata. El muchacho no dudó: corrió hacia el caballo sin espera y se subió de un salto. Elanimal se levantó sin agitarse, como si de verdad lo hubiera estado esperando, y empezó a galopar por la playa rocosa.

Corría junto a la orilla, con las olas rompiendo a su lado, mientras Vanitas no dejaba de mirar hacia atrás, con el pelo revuelto en una oscura maraña. Los ojos leescocían del aire salino del océano. El ejército de su padrastro, Donatienn, descendió rápidamente delacantilado y comenzó a aproximarse. No vio a Darius por ninguna parte.

La urraca se desvió a la derecha, de nuevo hacia el interior, y el precioso caballo seinternó en el espeso bosque tras ella. El ejército persiguió a Vanitas entre laarboleda, sin embargo. Incansable, impaciente o, quizás temiendo las consecuencias de no atraparlo.

Atravesaron un pequeño bosquejo para acercarse a la aldea, pero Vanitas no la reconoció. Con su madre en vida, no solía salir del castillo y mucho menos visitar a los aldeanos. En ella, muchas de las casas eran montones deescombros calcinados, había otras cerradas con tablones y el antiguo pozo del centrodel pueblo estaba sellado.

El caballo siguió galopando y pasó rápidamente junto al edificio quemado de lo que podría haber llegado a ser una escuela. Al final del camino, unos niños salieron de una casa que tenía unos enormesagujeros en el techo de paja. Vanitas trató de detener a su montura, por puro tacto, pero este senegó en redondo. Cuando se aproximaron, vio que había pánico en los ojos deaquellos niños y que estaban tan delgados que parecían esqueletos. Uno tenía la narizensangrentada; otro estaba tan débil que estaba casi en los huesos.

Pero se movieron rápidamente para apartase de su camino y mientras lo contemplaban, con extraña curiosidad. Vanitas lo dejó atrás al adentrarse a un nuevo bosque que se extendía frente a él, pero a medidaque el caballo avanzaba, encontraba cada vez menos y menos árboles entre los queocultarse. Estaba al descubierto, galopando sin descanso.

En un claroantes repleto de frondosos árboles había solo tocones podridos y hierba carbonizada.La muerte y la destrucción lo asolaban todo. El reino era una mera sombra de lo quehabía sido. El joven, estupefacto, mantenía los ojos en el pájaro que lo guiaban y vio cómocoronaban una colina. Más allá de la pronunciada pendiente, se extendía un muro deviejos árboles cuyos troncos tenían casi dos metros de anchura. Vanitas tragósaliva. Lo reconocía incluso desde la lejanía.

El Bosque Oscuro.

Había oído hablar de él cuando era un niño. Su madre solíacontarle historias sobre la magia que albergaba: plantas que se enredaban en laspiernas, extrañas criaturas que habitaban en el subsuelo y arenas movedizas que setragaban a personas enteras. Nadie había regresado con vida de este.Miró hacia atrás y descubrió que el ejército de Donatienn estaba ascendiendo la colina; en unosminutos lo habrían alcanzado, estaba seguro de ello. Por lo que espoleó al animal, pero este dudó, vacilante antelos gigantescos árboles que se alzaban ante ellos.

El bosque se encontraba sumido enuna densa niebla que se deslizaba entre los troncos. Obviamente cualquier se lo pensaría dos veces antes de entrar; además, era imposible distinguir lo quehabía a dos metros de distancia.

—Vamos, por favor —susurró, acariciando el cuello de su montura con dulzura. Pero la ansiedad lo mataba por dentro.

Se adentraron por puro milagro en el bosque y la bruma las envolvió. La urraca de antes había desaparecido entre la espesa nube blanca. Vanitas alzó los ojos hacia las ramasde los árboles.

Allí arriba oyó extraños pájaros cuyos chillidos guturales leprovocaron escalofríos. El caballo avanzaba lentamente y el chico, con las manostemblorosas, dejó escapar un profundo suspiro. Los ecos de los hombres de Donatienn sedesvanecieron a su alrededor. Solo oía la presencia del Bosque Oscuro y sustenebrosos rumores.

El caballo dio un paso, luego otro y, de repente, el terreno cedió bajo sus patas. Selevantó de manos y lanzó a Vanitas por los aires. El muchacho golpeó el suelocon fuerza y jadeó de dolor. Cuando levantó la vista, con rostro molesto, el animal había desaparecido entre laniebla.

Permaneció tumbado un instante, tratando de recuperar el aliento. La tierra sobrela que se encontraba estaba empapada y el espeso musgo comenzó a deslizarse sobresus dedos, como si intentara engullirlos. No le gustó aquella sensación. A unos metros de distancia, escuchó laspisadas sobre el fango de los hombres que se abrían camino a través del bosque. Lloró por haberlos infravalorado, sin embargo, impulsado por eso, se levantó y empezó a alejarse, incapaz de ver siquiera el suelo que pisaba.

Corrió más deprisa al escucharlos más de cerca, con la respiración entrecortada, tratando deescapar de ese maldito ejército. Trató de acomodarse las sucias ropas que se le enganchaban con ramas caídas, cuando un pie se le enganchó en la raíz de un árbol gigantesco y voló por los aires. Aterrizó con un golpe seco sobre una zona cubierta desetas anaranjadas y rojizas. Maldijo no haberlo visto antes.

Allí, una nube de polen se levantó a su alrededor. El pegajoso polvo amarillo cubriócada centímetro de su piel y no tardó en darse cuenta de que algo terrible iba asuceder. Ese era el tipo de cosas de las que debía huir de inmediato, pero antes de hacerlo, de repente se notó mareado y se le nubló la vista. Luego se puso en pie para huir, tembloroso, y elBosque Oscuro le resultó más extraño incluso que antes. Los árboles parecíanamenazadoras figuras encapuchadas que la acechaban para llevarla de regreso alcastillo.

«No deberías haberte acercado, querido», murmuró un árbol mientras unade sus ramas se alargaba hasta acariciarle la mejilla.Otro renqueó hacia él, que intentó apartar de un ligero manotazo, pero falló en el intento. De repente veía doble.

«Mirenlo que tenemos aquí. Un príncipe». Se inclinó hacia él y Vanitas pudo ver suoscuro rostro, dibujado con un hacha sobre la corteza.

—¡Alejaos de mí, bestia! —respondió entre dientes. Tenía la boca llena de aquel infamepolen amarillento, lo sentía en la lengua—. ¡Dejadme tranquilo!

Sin embargo, el bosque se iba cerrando y había negros murciélagos volando encírculos a su alrededor. Pudo ver sus colmillos y sus bocas ensangrentadas mientrasaleteaban delante de ella. También le pareció ver al propio Louis, que lo miraba con ojos desencajados y una sonrisa perlada de dientes negros. La culpa lo invadió.

—¡No, por favor...! —gritó Vanitas al verlos descender, a todas esas sombras y criaturas desconocidas, para perseguirlo hacialas profundidades del denso bosque.

Pero se sentía demasiado mareado y parecía tener el cuerpo lastrado con piedras.Luchó por mantener los ojos abiertos al tiempo que seguía avanzando, lejos de toda aquella locura. Unos segundos después, se desplomó y el polen mágico la sumióen un extraño y pesado sueño. En donde sus peores pesadillas se ocuparon de martillearle la cabeza, destrozando ese dulce sabor de libertad que había experimentado por pocos segundos.

🍎🕊

ELSYY AL HABLA (!)
muchas gracias por su apoyo.

aquí hemos traído un nuevo capítulo y me complace anunciar que estoy cada vez más y más enamorada de este bebé de ojos azules. el siguiente cap ya es desde la perspectiva de noé y escrito por mi bestie, ando emocionada.

nos veremos pronto, ¡mis manzanitas!

🍎🏹

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