06
S U K U N A
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Rochelle corre tras Sukuna con sus tacones, y al cruzar un angosto pasillo, hacia la habitación del tributo, lo toma de la mano. Este se gira con un estruendoso chirrido de sus zapatos bajo el pulido suelo, y la mira con una expresión iracunda.
—¡Te lo dije Rochelle, esto ha sido porque trajiste esa maldita carta aquí! —vocifera el de ojos rubíes.
La morena retrocedió un poco al verlo gritar tan de cerca. Sukuna sabía perfectamente que lo que decía no tenía sentido, y que solo era la rabia queriendo expresarse con cualquier tontería. Rochelle, por otro lado, estaba muy al tanto del mal carácter que a veces propinaba a ser del joven, pero sabía sobrellevarlo.
—Sukuna, sabes perfectamente que traer la carta, no tiene nada que ver con lo sucedido en la cosecha. Aunque no estemos seguros, ni siquiera tenemos la certeza de que... —el agarre brusco del más alto y la forma en que la adentró a la habitación, cerrando la puerta, hizo que se estremeciera—. ¡Sukuna!
Replicó la de morena piel, al ver como él la había encerrado en el cuarto, cortando su diálogo de golpe. Por supuesto, ambos eran conscientes de que nadie debía escucharlos. Entonces, Sukuna crispó sus manos y elevó su barbilla de forma amenazante.
—Dame la carta —señaló con un tono grave.
Ella apretó el borde de la manga de su camisa, dónde aún llevaba guardada dicha.
—No, Sukuna. Esto es lo único que dejaron tus padres sobre tu origen y la explicación a lo que pasó, no puedo permitirlo.
Él, consecuentemente, apretó sus puños, incapaz de hacer nada con la rabia que lo había atrapado entre sus fauces ardientes. —¡¿Por qué de entre todas las personas que podían estar en mis malditos juegos, tenía que ser alguien como él?!
Rochelle apretó sus manos, y frunciendo su expresión, podía entender lo que cruzaba su desalentado corazón. —Pase lo que pase, y sea quien sea, yo estaré a tu lado, kuna. Puedes desahogarte todo lo que necesites, porque aquí estoy. Junto a ti.
Cerrando sus ojos con fuerza, Sukuna respiró hondo, unas cuántas veces, para con ello, acudir a los brazos la chica, con la intención de abrazarla. Las manos grandes temblaban tras el calor de la ropa, en la piel morena.
—Lo siento roch, no quería gritarte —soltó, clavando estas últimas en la ceñida espalda.
La chica mostró aflicción ante las reacciones del chico, y comprendiendo el manojo que debería estar experimentando, lo abrazó también. Sentía que podía escuchar sus pulsaciones; su bombeo danzante, herido, apagado, atormentado.
Rochelle había leído y releído muchas veces su rostro y su cuerpo, como las frases que le gustaban en los libros. Pero, sobre todo su rostro. Lo repasaba, pensando bien en lo que callaba; lo que ocultaba.
Aquel que durante las transmisiones se había enturbiado. Denotando cómo en sus ojos rojos toscano había constatado la alarma que tan a menudo encontraba en sus presas; en los cervatillos del bosque que se ofrecían para ser su cena.
Sabía que detrás de toda aquella ira, había un terrible miedo por haber encontrado al joven de tan idéntico rostro al suyo.
Despacio, Rochelle veía si tentando el tiempo, este relajaría su temple y su corazón agitado.
¿Qué debía hacer Sukuna ante el inesperado desespero que surcaba su cuerpo? ¿Abrir al mar la estancia de la muerte? ¿O enterrarse entre la arena y probar que fue agua este humano desierto? Con destiempo, hundió más su rostro entre el hueco del cuello y hombro en la morena; recargando mucho de su peso en ella.
Queriendo calmar la ansiedad que surcaba sus venas ardientes, pensó en ella, en la chica bajo sus brazos mientras se aferraba más a su menudo cuerpo. Queriendo estrecharla con toda su fuerza, queriendo borrar la amarga sensación de la que estaba siendo caracterizado; y de la que siempre pensó, que nunca sería testigo y poseedor.
El nombre de Rochelle no significaba la totalidad de la persona que ella era, pero si algo de lo que pudo aferrarse mucho tiempo. Recordaba que este venía de Francia, y como según había leído, significaba "pequeña roca" o "grito de guerra". No podía gustarle más su origen. Pero, no sólo era eso.
Ella no sólo era un nombre. La memoria visual era mucho más importante para él. De lo que había visto de ella y de cómo la veía cada día.
Aspirando el aroma que desprendía su piel y su cabello rizado, un olor a jacintos, aquel que siempre había sido suyo, logró relajar la ansiedad en su estómago y el nudo atascado en su garganta. No quería que las emociones relacionadas a un ser que no le importaba, hicieran de él, su tarde de juegos.
Tras un letargo tiempo, en el que ambos se arrullaron y acariciaron la espalda, Sukuna se separó, esta vez con una expresión más calmada.
A veces sentía que no eran más que amonitos fantasmas, que una vez fueron libres, y ahora no eran más el recuerdo de lo que alguna vez fueron.
Cómo si ella le hubiera leído el pensamiento, escuchó sus siguientes palabras:
—A lo mejor este año nos toca la época rebelde que vivieron los del pasado. Y el que ambos estéis en los juegos, es una señal —bromeó.
—Ni lo menciones —respondió Sukuna, fingiendo disgusto. Rochelle, al contrario, se ríe por su cambio de expresión, y dice que está feliz de la vida tranquila que han tenido ambos.
Sukuna sonríe, ahora más tranquilo y se rasca la nuca con disimulo, mientras la ve sonreír.
El preludio de la noche se abrió con suelos lodosos y un viento helado que enmascara de un velo gris toda la zona a través de los cristales. Dónde dormirían no eran habitaciones muy glamurosas, ya que esas serían las de mañana, pues estas eran de paso, con lo justo y necesario.
Como bien decía la carta, justificando la razón de su enojo y desasosiego, entre las letras de tinta negra, se explicaba claramente que la familia de Sukuna lo había abandonado. Sus padres biológicos habían decidido venderlo, y con el dinero que les habían entregado los agentes de la paz, fue entregado a una familia del distrito dos.
En la carta se explicaba que lo habían hecho por la necesidad; por el deber y por la obligación. Habían previsto tener un pequeño retoño más, pero para cuándo se les avisó de que serían gemelos; decidieron vender a uno. Se justificaban diciendo que tendría una vida mejor de la que podría obtener en el distrito que vivían —el cuál, nunca se le fue expresamente implícito—, pero tras las transmisiones y sus imaginaciones, siempre supo que era uno de los últimos distritos. Ahora aclarado: el doce.
Le dijeron que siempre tendría a su hermano gemelo en algún lugar del país, y que si el destino así lo quería; algún día se volverían a encontrar. También le contaban que tenía un hermano mayor, de cabello oscuro, distinto al suyo rosado; así que, recordando al de la transmisión que gritaba el nombre del otro, supuso entonces que ese era su otro hermano.
—Sois extraños, kuna. No te dejes carcomer más por esto; mi intención al traer la carta, era únicamente que olvidarás y perdonaras a tus padres por esto. Pero obviamente, jamás había imaginado algo así, y no es tu obligación explicarle o incluso hablar con él —señaló la morena al verlo.
Tras pensarlo un rato, Sukuna meditó con que roch tenía razón, eran extraños. Dos completos ajenos a la realidad contraria. Sabía que tampoco se forzarían a llevarse bien, en unos juegos dónde su destino era la vida o la muerte de uno solo. Carecía de sentido mezclar las cosas inmiscibles.
Dejando un suspiro pesado, se recostó en la cama que había. —Quiero descansar. Olvidemos esto, y hagamos cómo que nunca ha pasado.
—Si es lo que quieres, entonces lo haré —respondió ella, recostándose a su lado. Acomodando su cabello rizado, de un color chocolate; se miraron infinitamente.
La mirada cítrica de Rochelle tenía el espesor de una maleza. Él era quien lo quemaba todo en su interior. Absolutamente todo. Le salpicó un poco de la nieve de Rochelle, en plena época de calor, aunque los copos de cristal fueran invisibles.
Era como si se acercasen por la ventana, entraban con quietud y, al posarse sobre su cabello adquirían la consistencia de la materia oscura. Qué frágil era él, y que bella era ella.
Rochelle, era todo lo que Sukuna necesitaba para calmar su fuego, y no incendiar a todos a su alrededor.
La luz tenue empezó a entrar por las ventanas; el Capitolio tenía un aire brumoso y encantado. Le gustaba aquella sensación. Con el zarandeo de su brazo, se desperezó y observó a la joven morena, con sutiles rayos de sol tras su espalda.
Finalmente, dejando atrás aquel embolsamiento en sus oídos, Sukuna oyó su dulce voz.
—Despierta, kuna. Hoy es un día muy importante.
Quizá, solo por unos instantes, el chico olvidó dónde estaba y lo que había pasado la noche anterior. Intentó imaginar cómo podía existir alguien como ella; quien pese a sus propios arrebatos y gritos de la noche, aún se quedaba a su lado, y seguía cuidando y tratándolo con aquel cariño.
—Ya voy, roch —dijo él, viendo cómo ella se alejaba—. ¿No hay un besito de buenos días?
Escuchó su risa y una sonrisa suave esbozó sus propios labios.
Rascando sus ojos, se irguió sobre su codo. Notó como la morena se le quedó observando un rato desde su lugar; llevaba una blusa y pantalones de jean, con unos zapatos bajos. Estaba con ropa cómoda aquella mañana también.
Viendo a través de la ventana, afirmó que el sol ya estaba apareciendo. Aunque no era más que una esfera redonda y brillante, los humanos siempre habían sido fanáticos de mirarlo para iniciar sus días.
Él tampoco era que supiera mucho del sol, o en todo caso, del universo y la astronomía; pero, sí conocía la melodía de un ángel. Cuándo Rochelle cantaba haciendo el desayuno, para seguido, darle algún sermón caliente sobre los agentes de la paz, que tanto ambos odiaban. Ella era un universo que debía proteger de la basura espacial y el roce del humano.
Mirando por la ventana, le daba cierta gracia que afuera hubiera sol, pues él aún seguía vistiendo de cenizas.
No se creía merecedor de la calidez del sol, ni de su gentilidad en sus manos.
Esta vez, tras la ducha que no se dio la pasada noche, aprendiendo un poco de los botones tan distintos que había y disfrutando de un agua caliente; decidió ponerse una camisa sin mangas roja, y unos pantalones sueltos con unos zapatos cortos, que no necesitaban calcetines.
Sukuna rascaba su algo largo cabello rosa, pensando que tampoco valía esmerarse mucho, ya que su estilista era al final quien decidiría cómo iba verse aquel día, después de pasar primero por el Centro de Renovación; dónde le quitarían las ropas y lo usarían como muñeco de pruebas. Para las ceremonias de inauguración de aquella noche.
Tras salir del compartimento y desayunar un plato con huevos, jamón y montones de panes untados de muchas cremas, junto a un jugoso zumo de naranja con pequeños trozos de hielo flotando en su color ocaso, se dedicó a observar a Rochelle. Quién estaba solamente tomando una taza de chocolate.
—¿No vas a tomar nada más, mentora? —bromeó. Sabían que estaban únicamente ellos dos, y que Uraume no tardaría en llegar, por lo que se extralimitaba un poco con sus bromas mientras podía.
Ella rodó sus ojos, y tomando un panecillo de mermelada, según había leído en un pequeño cartel que indicaba su nombre, le hizo un amague de que tomaría eso y que se quedase contento.
—Ya no tienes que estar tan nerviosa, roch. Ese viejo de arrugas ya no está, ahora solo estaremos los tres junto a los estilistas —continuó él.
—Eso es lo que me preocupa —respondió ella—. Tengo que ser más controladora con lo que hacéis y, no puedo permitirme ningún error. Ninguno que os conlleve a la muerte.
Sukuna le regaló una mirada tenue y, tragando algunos de sus panes, se dejaba perder vagamente entre ella y el color frío de la sala. Habían muchas mesas, limpias y decoradas de manteles blancos, con brocados del Capitolio. Todo recogido en bandejas de plata. Ahora que veía a su alrededor, se dio cuenta de que era muy extraño que solo estuvieran ellos dos.
Irrumpiendo sus pensamientos, llegó Uraume con una camisa suelta y unos pantalones holgados. Llevaba su cabello rojizo de media melena atado en una coleta. Eso le llevó al recuerdo de cuándo su pelo, originalmente blanco, desapareció cuándo ella se lo tiño.
—Buenos días —escuchó de sus labios coral, iluminados en su piel tan blanco.
Rochelle le sonrió y la llamó más rápido con la mano. —Ahora que el acompañante del Capitolio ya no está con nosotros, seréis mi completa responsabilidad. Todo irá a su tiempo, y en lo que debéis centraros ahora, es en el encuentro con vuestros estilistas. Como ya sabéis, primero entraréis al Centro de Renovación. Puede que no os guste lo que os hagan allí dentro, pero tratad de aguantar lo mejor posible. Estoy segura de que será rápido.
Sukuna se inquirió sobre ello, pero prefirió no preguntar sobre lo que les harían en aquel sitio. Si la morena había podido aguantarlo al año anterior, significaba que él también podría hacerlo.
—¿Y después? —preguntó la joven de cabello rojo y pestañas blancas, mientras tomaba chocolate y se adueñaba de unos bollos redondos con azúcar por encima.
—Los estilistas. Cada uno tiene uno personal, sin embargo, son compañeros. Así que vuestros trajes para esta noche serán parecidos. Mantendrán el mismo diseño.
—Cierto..., la ceremonia de inauguración es esta noche —secundó Sukuna, tomando otro de esos bollos de Uraume. Ella le regaló una sonrisa suave y él simplemente asintió—. Tendremos al frente a todos esos idiotas, alabando nuestros culos.
Rochelle no pudo evitar reír ante aquello, por lo que el chico de cabellos rosas la vio algo cohibido. Siempre le gustaba hacerla reír con sus "sutiles" comentarios. Uraume también secundó la risa, y aquel ambiente se llenó de suavidad.
—Escúchenme bien —inició la morena, llamando su atención de nuevo.
Rochelle ya sabía bien de lo que estaban hechos lo troncos sabios y maduros al frente suyo; por lo que no debía necesariamente, matarse con explicaciones. Ambos, tanto Sukuna como Uraume estaban en forma.
—Cuando les atiendan los estilistas, ya todos sabrán lo atractivos que son. Pese que somos uno de los distritos más avanzados, aún así, tratan a todos por igual. Por lo que, no tratéis de resistiros a todo lo que os hagan allí dentro. Sed amables y dejad atrás ese cejo fruncido —apostilló la morena, señalando especialmente al varón—. Tenemos que conseguir patrocinadores que os puedan salvar el culo en la arena.
Explicó ella con palabras parecidas a las antes pronunciadas por el único hombre en la sala.
Sukuna no pudo evitar esbozar una sonrisa al oírla hablar así.
—Eso dalo por hecho, roch —contestó Ryomen—. Daremos nuestro mejor esfuerzo, ¿no es así, Uraume?
Ella guardó algunos de sus cabellos rojos tras su oreja y asintió con la misma ferocidad. —Soy consciente de lo malo que puede ser el Capitolio.
Con la morena al parecer más contenta, Sukuna decidió tomarse un trozo de pastel que había cerca. Quería saciar esos nervios de su estómago, y relamiendo sus labios, le dio un buen bocado.
Ciertamente, Sukuna era un hombre bastante poluto y sin vello destacable en su cuerpo, lampiño en otras palabras. Por eso había sido tan fácil realizar aquellos tatuajes por todo su cuerpo.
Por ende, era muy grato para los estilistas; pues estos bailaban sobre una pata al ver tanta piel hermosa; como la del culito de un bebé. Ese adjetivo le resultó extraño para cuándo uno de ellos, específicamente una mujer con pelo color verdoso, se lo soltó, con las mejillas coloreadas. Sin embargo, lo tomó gustosamente.
Le agradecían que fuera uno de aquellos pocos tributos sin vello relativo. Y se dedicaron a exfoliarlo y lavar su piel varias veces. —Es tan gratificante no haber tenido tanto trabajo contigo, Ryomen —le decían canturreando, con aquellos tonos agudos y siseos agotadores.
Quizá restregarle tantas veces con la esponja arenosa le había irritado vagamente. Además de eso, limaron sus uñas y le depilaron las cejas —realmente no muy pobladas, ni siquiera poseía entrecejo—, después otro de ellos, un hombre de cejas arqueadas y tatuajes azules, quién no había dejado de admirar sus músculos, le untó por todo el cuerpo una crema que acabó por quemar su piel, para después calmarla instantáneamente.
Observando las paredes y el piso, todo de un blanco perlado, escuchó cómo le hablaban.
—Sentimos haberte podido hacer daño —musita la mujer de cabellos verdes y ojos oscuros.
Sukuna, tal cómo le dijo Rochelle, sonríe. —No se preocupen. Casi ni sentí dolor con esas manos tan angelicales que tienen.
Casi le pareció escuchar una pequeña gloria en los labios de la mujer y el hombre, parecido a un jadeo enamorado, de esos que haces cuándo tienes para comer lo que tanto esperabas. Sabía que les había subido el ego con el comentario; después de todo, ¿A quién no podría gustarle un piropo de un hombre que lejos estaba de parecer pordiosero?
Sus risas suaves y escandalosas, algunas avergonzadas, hicieron que devolviese una sonrisa. Eran una panda de bobos, pero Sukuna no los odiaba; después de todo no eran más que personas, crecidas en un lugar en el que debían actuar de aquella forma.
Además, sentía que no parecían del todo... falsos, y mucho menos creídos ante su posición.
Mientras untaban de crema sus manos, escuchó cómo el hombre le hablaba nuevamente, creía que se llamaba Jasper.
—Nosotros también tratamos a Rochelle, tu mentora, el año anterior. Es gratificante ver que al igual que ella, también seáis lampiño.
Vale. Quizá Sukuna no esperaba oír aquella... privacidad de su compañera. Pero le gustó saberlo. Tampoco era que se hubiera indignado al escuchar que fuese una mujer con vello; pero al escuchar cómo ellos le habían confesado que era todo lo contrario; una mujer sin vello, lampiña. Le hizo sonreír ladinamente, más bien, le hizo esbozar una sonrisa tonta.
La mujer de cabellos verdes, llamada Octavia se dio cuenta de su gesto amable. —¡Oh! —escuchó provenir de sus labios verdes—. ¿También la vanagloriáis al ser una vencedora? ¿O acaso esa dulce sonrisa esconde algo más allá?
Para cuando Sukuna borró ese rastro de su expresión y quiso fulminarla allí mismo; vio como su compañero le pegaba un codazo y le decía: —¡No digáis sandeces! ¡Estaba muy claro que ella amaba a su compañero de los juegos y cuándo murió, fue cuándo se hizo cargo de aquel niño, que murió por su falta de atención al alrededor!
Sukuna tenía muy claro algo. El Capitolio y la gente que vivía allí, eran personas fuera de lo común, crecidas entre riquezas y vastos poderes. Era normal que tuvieran aquellos pensamientos. Era lo normal.
Aún así sintió un terrible repudio en su corazón, y las arcadas de vómito amenazaron con salir, sino hubiera sido porque supo contenerse. Por un lado, su anterior enojo se justificaba con que, cómo bien sabía, nadie, absolutamente nadie del Capitolio debía saber nada sobre las personas que te importaban. Era peligroso.
Por el otro, no podía creer cómo los de aquel lugar hablaban de los juegos como la comidilla del día. ¿Pensaban que Roch había matado a aquellas personas porqué había estado enamorada de su compañero, y tras perder al pequeño de doce, cayó en la desesperación?
Imposible.
Eran incapaces de entender el corazón tan bondadoso y gentil que había en la chica. Quién había reaccionado de aquella violenta forma por ser testigo de la muerte frente a sus ojos; testigo de las injusticias y la horrible falta de humanidad que ahondaba en el cargo de los juegos. Y no podía creer que pensasen esas cosas de ella; ya les gustaría verlos a ellos entre la vida y la muerte. Siendo testigos de la muerte de otro humano frente a ellos.
Su expresión adusta y fuera de sonrisas pareció que logró callar finalmente al equipo de preparación. Le dijeron que buscarían a su estilista, pues ya estaba más que preparado y cómo conejillos asustados de su mirada rojiza, salieron despavoridos.
Dejándolo solo en aquella sala tan reflectante y sin la bata que apenas había vestido en algunos momentos; tal y cómo había venido al mundo para que otro idiota viniese a verlo encuerado.
No le daba vergüenza, después de todo, estos seres eran de todo, menos humanos.
No le habían contado nada sobre su estilista, más que era uno de los mejores, más nuevos y más creativos de todo Panem. Lo único que no le habían tocado de su aspecto y, que suponía que hacían todos los del equipo de preparación, era dejarle el cabello tal y cómo estaba. Después de todo, imaginaba que si tenía que elegir atuendo y maquillaje, el cabello también estaba ligado.
En la desnudez de su cuerpo, sentado en la camilla de un papel azulado, se pasó los dedos por el pecho. Mientras acariciaba las líneas negras que bajaban por sus pectorales. Los tatuajes se apretaban alrededor de sus bíceps y se deslizaban por sus abdominales. Rodeaban sus hombros como halos sobre la cabeza de un ángel, con puntos en el centro y en sus muñecas también. Su torso inferior ya no vestía de ellos, pero por otro lado, las líneas descendían por la parte trasera de su cuello y por sus omóplatos como ramas de azabache, en trazos precisos.
Se acarició su nuca algo pensativo, sujetando con fuerza las puntas de su algo largo cabello rosado. Su color natural. Con un chisteó de lengua, recordó el rostro de Yuji Itadori, al que se negaba de llamar su hermano gemelo. Con su mismo cabello.
La puerta se abrió y por ella entró un hombre, quizá rondaba los treinta. Pero lo sorprendente era lo normal que se veía. Sin aquellas alteraciones quirúrgicas o maquillajes horribles. Tenía una piel blanca, su pelo era algo largo, pero tampoco podía distinguirlo debido al moño en que estaba atado; oscuro. Camisa y pantalones sencillos. Ojos café y cejas negras. Más que unos anillos dorados en sus dedos, y las uñas pintadas de negro, no había nada destacable en su aspecto. Nada parecido a los demás ciudadanos del Capitolio.
—Buenos días, Sukuna. Soy Suguru, tú estilista —le dice con un tono suave.
Sukuna no perdió tiempo y le soltó aquello que estaba martilleando su cabeza.
—Me da igual lo que quieras ponerme; pero quiero que cambies mi color natural de cabello. No quiero este rosa asqueroso —solicitó Sukuna de forma imperiosa, y con tic nervioso en sus labios. Cerca de su arco de Cupido.
Suguru Geto, el estilista, observó con detenimiento el cuerpo del sujeto, ignorando aquella impertinencia tan hostil ante su saludo. Tanto su musculatura cómo sus tatuajes; adheridos a la piel descubierta. Eran ciertamente atractivos. Los de su rostro eran probablemente los que más llamaban su atención, líneas fijas, rectangulares sobre sus pómulos y el tabique de la nariz. Con un extraño rombo en el centro de su frente. Ya los había visto en las grabaciones, pero verlos en la vida real, daba mucha mayor presencia.
—Atenderé como pueda tu petición, pero por el momento, levanta, necesito verte —pidió. Tras que el tributo acatase en silencio, observó como el estilista caminaba a su alrededor, viéndolo al completo desnudo. Tomando nota de cada centímetro, curva y músculo—. ¿El que quieras cambiarte el pelo, tiene algo que ver con el tributo del distrito doce?
Era verdad que ahora, quizá Sukuna sentía algo de cohibición ante sus partes desnudas e íntimas, sobre todo tras sus largas miradas; sin embargó, se mantuvo firme. Seguidamente, pensó en qué probablemente, aparte del equipo de preparación, el estilista de Rochelle también la vio desnuda...
—¿Fuiste el estilista de Rochelle, la anterior vencedora de mi distrito? —inquirió, cerrando la tapa de sus pensamientos intrusivos e ignorando su pregunta sobre aquel horrible ser.
Geto sonrió ante el tributo descarado e impertinente que lo acompañaba en la sala. —¿Por qué debería contestar, si vos obvias mis preguntas también?
Sukuna chistó.
—No es por él. Quiero un cambio.
—No creo que otro color en vuestra raíz os caiga mal, pero tengo una idea mejor respecto a tu petición. Por otro lado, no. No fui su estilista. Este es mi primer año.
Sukuna no prestaba atención a los estilistas de todos los años, pero sabía que algunos llevaba gran parte de su vida en eso. Geto tomó en cuenta su mirada ensombrecida al escuchar su respuesta.
—Sólo os vemos desnudos para tomar las medidas precisas de vuestros cuerpos y curvas. No hay nada morboso en eso. No te preocupes por quién llegase a ser el estilista de tu... amiga. Está prohibido que les hagamos algo a los tributos.
—No me preocupo —respondió de forma hosca—. Pero gracias...
—Parece que tenemos un fortachón de corazón tierno —bromeó el de cabello azabache—. Entonces, vístete. Ponte esa bata y vamos a hablar un rato.
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¡Nuevo capítulo yeiii! Ya vamos viendo más cosas y conociendo a nuevos personajes, juju.
Gracias por leer, no olviden dejar sus comentarios, votos y compartir con sus amigos para que llegue a más personas.
Amo demasiado a Sukuna y Rochelle.
¡All the love, Ella!
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