ᴇᴠᴇʀʏᴛʜɪɴɢ ᴋɴᴏᴡɴ
ᴇᴠᴇʀʏᴛʜɪɴɢ ᴋɴᴏᴡɴ
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— ¡¿Estás embarazada?!
Padmé se tapó la boca con las manos mientras me miraba entre maravillada y escandalizada. Tuve que hacer grandes esfuerzos para no volver a vomitar ante la dichosa palabra.
Había pasado unos días desde que volvimos a Coruscant y Anakin no tardó en llevarme a la enfermería del Templo Jedi donde un droide médico me examinó durante horas para saber más de mi condición. Aparentemente, sí estaba embarazada, pero no solo eso: tenía un embarazo de riesgo.
Anakin se volvió tan loco al escuchar aquello del pequeño droide que en una ataque de nervios lo destruyó antes de que pudiera revelarnos siquiera el sexo del bebé. Para mí fue lo mejor, no podíamos arriesgarnos a que alguien sustrajera la información de nuestra consulta y se diera cuenta de que habíamos quebrantado el Código Jedi.
Código del que quizás me tenía que despedir muy pronto.
— Según el droide, es un milagro que no haya tenido un aborto —suspiré, mirando brevemente la ligera curva de mi estómago—. Arriesgué mucho mi cuerpo en las misiones, no me he estado alimentado correctamente y he sufrido demasiado estrés últimamente.
La expresión de Padmé se tornó preocupada y miró el bulto bajo mi ropa.
— Sabía que había algo diferente en ti cuando nos vimos —murmuró, levantando los ojos y suavizando sus rasgos hasta formar una diminuta sonrisa—. Tienes un extraño brillo maternal en el rostro.
Fruncí el ceño ante sus palabras.
— En realidad, es grasa facial.
Padmé ignoró mi comentario y acercó su mano a mi vientre hasta posarla cálidamente sobre mi hinchazón. Mi cuerpo se tensó bajo su toque pero ella pareció no darse cuenta a la par que su sonrisa se ensanchaba.
— Esto es maravilloso —dijo, y casi pude haber notado un atisbo de tristeza en su voz—. A mí también me hubiera gustado ser madre, pero el Senado y la galaxia tienen mi completa atención. Llevo meses sin ver a mi familia, ni siquiera podría ocuparme de unos niños yo sola.
Un escalofrío recorrió mi espalda.
«El Senado y la galaxia tienen mi completa atención»
Eso debería estar diciéndolo yo. Helene Shield servía al Senado y protegía a la galaxia. Era una Dama Jedi con un padawan a su cargo y una República que defendía a capa y sable.
Pero ahora eres Helene Skywalker, sirves a tu hogar y proteges tu matrimonio. Eres una esposa con un bebé en camino y una familia que defender con tu vida.
Padmé pareció notar la expresión angustiada en mi rostro por lo que suspiró, alejándose. — No estás contenta…
— ¿Cómo podría estarlo? —pregunté, sintiendo el nudo en mi garganta—. Padmé, he ido en contra del Código Jedi de todas las maneras posibles. El Consejo me quemaría por hereje —apreté las mangas de mi camisa con histeria.
— ¿Y qué vas a hacer? ¿Abortar?
— Ya es demasiado tarde para eso y Anakin enloquecería… —miré hacia otro lado, evitando la perplejidad en su rostro. No necesitaba darle más motivos a mi marido para arrasar con media galaxia.
— ¿Anakin está en contra de que decidas sobre tu cuerpo?
— Está en contra cuando se trata de su hijo —repliqué, recalcando la palabra—. Solo estaría dispuesto a deshacerse del bebé si pone en riesgo mi vida.
Padmé resopló, parecía muy frustrada.
— No es justo para ti —farfulló, frunciendo el ceño—. Pensé que aceptaría cualquier cosa que decidieras tú misma.
— Tiene una… irritante tendencia a querer controlar lo que sucede a su alrededor —respondí, fijando mi mirada en las cadenas esclavistas que habíamos traído de Zygerria y esperando a que Padmé no se diera cuenta de ellas—. Ve al bebé como algo realmente suyo, que debe cuidar y proteger.
— Es tan joven…
— Y yo también —me quejé—, soy una bebé que va a tener otro bebé.
— Helene, tienes 27 años.
— Un embarazo perfectamente adolescente.
Ella rodó los ojos con diversión pero yo no lo encontraba del todo gracioso: nunca había tenido ese instinto maternal que todas las mujeres debían tener supuestamente desde muy jóvenes, siempre lidié con los pequeños del templo de maneras poco éticas y Cal casi se me moría tropecientas veces… ¿Cómo diablos iba a encargarme de un hijo?
— Sabes que tendrás mi apoyo, ¿verdad? —dijo, acercándose más a mí—. Y el de Shaak Ti, y el de Cal, el de Obi-Wan… —Me estremecí de nuevo y esta vez sí lo notó—. No se lo has dicho a nadie más, ¿cierto?
— Lo descubrí hace tan solo unos días y aún pienso en intoxicarme con carne de Bantha podrida para solucionar el problema. ¿Cómo puedes pensar que se lo he dicho a alguien más?
Me lanzó un golpe en la nuca e ignoró mi quejido. — No bromees con eso.
— No era broma —mascullé, frotándome la zona dolorida—. Tendré que dejar la Orden Jedi cuando se enteren. No pueden tener una carga más en la guerra.
— No pueden arriesgarse a ponerte en peligro a ti o al bebé —corrigió ella con rapidez.
Hice una mueca. — ¿Podemos dejar de decir la palabra “bebé”? No me siento muy cómoda con ello.
— ¿Prefieres “el regalito de Anakin” entonces?
— “Parásito” está mejor.
Padmé suspiró y cruzó los brazos, mirándome con desaprobación.
— No seas cruel, Helene.
— ¡No estoy siendo cruel, es la verdad! —repliqué con amargura—. Esto es un desastre y lo sabes.
Ella negó con la cabeza, con esa expresión serena y firme que usaba cuando trataba con políticos tercos.
— No es un desastre. Es un desafío, sí, pero no imposible de superar.
Bufé y me dejé caer sobre el respaldo del sofá, ocultando el rostro entre las manos.
— Padmé, no puedo hacer esto —murmuré en voz baja—. No sé cómo ser madre. No sé cómo no ser Jedi.
— No tienes que saberlo todo de inmediato —respondió, tomando mis manos con afecto—. Pero tienes que decidir qué quieres hacer ahora. ¿Se lo dirás al Consejo?
La miré como si me hubiera sugerido lanzarme al Sarlacc voluntariamente.
— ¿Quieres que me ejecuten en la Plaza Central? Porque eso es lo que harían.
Padmé me miró en silencio, pero vi en sus ojos que tampoco creía que el Consejo fuera a ser piadoso si se enteraban.
— No puedo seguir con misiones por mucho tiempo —dije, masajeando mis sienes—. Y tarde o temprano, alguien lo va a notar.
— ¿Anakin ha dicho algo sobre eso?
Rodé los ojos.
— Anakin dice muchas cosas. La mayoría son chorradas. Pero sí, básicamente quiere que me quede en casa tejiendo mantas mientras él termina la guerra y luego deja la Orden para que seamos una familia feliz en las montañas de Alderaan.
Padmé parpadeó un par de veces antes de sonreír suavemente.
— Bueno… al menos tiene un plan.
— Es un maldito cuento de hadas —me quejé—. Nada de lo que dijo va a pasar. Y lo peor es que se ilusiona con ello. ¿Cómo le voy a hacer entender que eso no es posible?
— Quizás sea posible —dijo ella con calma—. Tal vez no exactamente como lo imagina, pero pueden encontrar la manera.
Negué con la cabeza, sintiendo como todo aquello me aplastaba.
— Si la guerra no nos mata, el Consejo lo hará. Y si no lo hacen ellos, alguien más encontrará la forma: Dooku ya tenía pensado en usar mi embarazo para beneficiarse de Anakin. No hay futuro para esto, Padmé.
Mi amiga no respondió enseguida. Su mirada se tornó pensativa, como si estuviera considerando todas mis palabras. Finalmente, apretó sus manos entre las mías.
— Helene… ¿Qué dice tu corazón?
Abrí la boca, pero nada salió.
Porque no lo sabía. Porque todo en mi interior estaba hecho un caos de miedo, rabia y dudas. Porque, por primera vez en mi vida, no tenía una respuesta.
— No sé qué dice mi corazón —contesté finalmente. Era la maldita verdad.
No quería ser madre. No quería perder todo lo que había construido en la Orden Jedi. No quería que mi vida se convirtiera en una pesadilla… pero tampoco quería perder a Anakin. Quería ser feliz con él, sin importar cómo.
Y si eso significaba dejarlo todo atrás… ¿realmente podría hacerlo?
— No tienes que tomar una decisión ahora —me calmó Padmé con suavidad—, pero sí necesitas aceptar la realidad. Este bebé existe, Helene. Está ahí, creciendo dentro de ti.
Mi atención volvió a deslizarse inconscientemente hacia mi vientre. La ligera curva que se estaba formando era una prueba irrefutable.
— ¿Y si no soy buena en esto? —pregunté, con un hilo de voz que lamenté en seguida.
— Nadie sabe ser padre hasta que lo es —respondió—. ¿Tú crees que mi madre supo desde el principio cómo criarnos a mí y a mi hermana? Claro que no. Aprendió con el tiempo, igual que lo harás tú.
Fruncí el ceño.
— No me compares con tu madre. Yo nací de una que cayó en depresión después de dar a luz y me entregó a los Jedi nada más se lo pidieron.
— Tu madre era muy joven cuando se quedó embarazada —replicó Padmé—. Y estoy segura de que, si estuviera aquí, te diría lo mismo que yo: puedes hacer esto, porque lo harás mejor que ella.
Mi respiración tembló.
— ¿Y si no quiero?
— Pero sí quieres.
La miré con incredulidad.
— ¿Perdona?
— No quieres ser madre —concedió ella—, pero sí quieres a Anakin. Y quieres una vida con él. ¿Me equivoco?
No respondí.
— Helene, eres una de las personas más valientes que conozco —prosiguió Padmé—. Sabes que el Consejo nunca permitirá que sigas con esto. Tarde o temprano, te descubrirán. Y cuando eso pase, en lugar de colgarte por los tobillos en la Plaza Central, ¿qué crees que harán?
Tragué saliva, sintiendo mi estómago revolverse.
— No me dejarán quedarme —admití.
— Exacto. Entonces, tendrás que decidir qué es lo que más importa para ti.
El silencio se alargó entre nosotras.
Sabía que tenía razón. No podía seguir aferrándome a una vida que, tarde o temprano, se derrumbaría.
Y, por más que me aterrara admitirlo, ya había tomado una decisión.
Suspiré profundamente y cerré los ojos.
— Voy a dejar la Orden Jedi.
Padmé no pareció sorprendida.
— ¿Lo harás?
— Es lo mejor… —me obligué a decir.
«Para Anakin» pensé, sintiendo otro nudo amargo en la garganta.
Porque todo esto lo hacía por él. Porque lo amaba demasiado como para dejarlo atrás.
Y ahora, sin importar lo que pasara, no había vuelta atrás.
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Las enormes puertas del Consejo Jedi se alzaban ante mí como las puertas al infierno.
Sentía el corazón golpeándome el pecho con tal fuerza que estaba segura de que podría desplomarme en cualquier momento. Mis manos estaban frías y húmedas, y el estómago me daba vueltas como si acabara de tragarme un enjambre de mynocks.
Solicitar una audiencia privada había sido un error. Un error monumental.
Tal vez aún estaba a tiempo de salir corriendo. Decir que todo había sido un malentendido. Fingir que solo quería poner una reclamación por la escasez de leche azul sin lactosa. O, mejor aún, alegar que Dooku me había lavado el cerebro y necesitaba urgentemente una terapia en Kamino para recuperar mi estabilidad mental.
Respiré hondo, tratando de calmarme. Nada de eso funcionaría. Sabía perfectamente que, en cuanto hablara, no me quedaría de otra que confesar. Mi futuro como Jedi terminaría en cuanto cruzara esa puerta.
Las bisagras rechinaron y las puertas se abrieron lentamente.
— Entra, Maestra Shield —la voz de Mace Windu retumbó en mis oídos, y casi sollocé al darme cuenta de que pronto dejaría de escucharla todos los días.
Mis piernas flaquearon, pero me obligué a dar un paso adelante. Luego otro. Y otro más. El interior de la cámara estaba iluminado con la luz dorada del atardecer, filtrándose por los enormes ventanales. Las sombras de los Maestros Jedi se proyectaban sobre las paredes, haciéndolos parecer aún más imponentes de lo que ya eran. Sentí el peso de todas sus miradas sobre mí.
Obi-Wan estaba allí.
Mi garganta se cerró cuando sus ojos se fijaron en los míos con curiosidad y un deje de preocupación.
«Por favor, no me odies» quise decirle.
Pero las palabras murieron en mi boca.
Miré hacia otro lado y mi corazón dio otro vuelco al divisar el asiento que solía ocupar Shaak Ti, ausente. Sabía que mi maestra se encontraba en alguna misión fuera del Borde Exterior, pero con el agobio del embarazo ni siquiera me había detenido a preguntar por ella o saber si necesitaba que enviara a Anakin para que la ayudara.
Hablando de Anakin, mi marido no me acompañaba esta vez. De hecho, ni siquiera tenía idea de lo que estaba haciendo: el Canciller parecía necesitarlo más que yo en estos momentos. Así que ya podía oler la exagerada discusión que me esperaba cuando se enterara de que había desobedecido su orden de salir del apartamento mientras él no estaba.
— ¿Y bien?
La voz de uno de los maestros devolvió a la realidad. Tragué en seco sintiendo como todo a mi alrededor daba vueltas y mi firma en la Fuerza flaqueaba. Las ganas de vomitar que me abrumaron de repente fueron tan grandes que tuve la sensación de que expulsaría al parásito por la boca, pero fue así. Respiré profundamente.
— He solicitado una audiencia porque… Deseo renunciar a la Orden Jedi.
El silencio que se extendió en la sala fue peor que una bomba de gas.
Sentía cada latido de mi corazón rebotando en mis sienes, una cacofonía ensordecedora que hacía que la presión en mi pecho se volviera aún más asfixiante. Todos los Maestros Jedi me observaron, algunos con el ceño fruncido, otros con expresión completamente inescrutable. Kit fue el primero en reaccionar:
— Helene… ¿estás bromeando?
No pude mirarlo a los ojos.
Inspiré con fuerza, cuadré los hombros y me obligué a mantener la compostura. Plo Koon había inclinado ligeramente la cabeza en mi dirección, como si no estuviera seguro de haber oído bien. Ki-Adi-Mundi entrecerró los ojos desde su figura holográfica, claramente desconfiado. Saesee Tiin frunció el ceño con desaprobación y Windu… Windu parecía querer enterrarme viva en ese preciso instante.
— He tomado una decisión. La Orden Jedi contará siempre con mi apoyo, pero ya no deseo formar parte de ella.
— ¿Ocurrió algo con el Conde Dooku durante tu misión? —me preguntó Depa Billaba, de repente—. ¿Ha influenciado de alguna manera en tu mentalidad?
— No, claro que no —mentí descaradamente. De hecho, Dooku era el causante de esto.
— Entonces, ¿qué? —exigió Kit, mirándome como si hubiera perdido la cabeza—. Has vivido aquí toda tu vida, sirviendo a la República. La Orden es tu hogar. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
Kit tenía razón: la Orden siempre fue mi hogar.
Pero ya no lo era.
— Simplemente… —tragué saliva, sintiendo la presión de todas las miradas sobre mí—. Ya no tengo fuerzas para seguir luchando. No puedo continuar con esto. Lo he dado todo a la Orden Jedi, a la República… y ya no tengo más que dar —La mentira salió más fluida de lo que esperaba—. No busco otra causa que seguir —continué, con mi voz casi quebrándose—. Solo quiero vivir una vida tranquila. En Alderaan.
Kit me miraba horrorizado, como si no pudiera creerlo. Yoda entrecerró los ojos y ladeó la cabeza, analizando cada movimiento de mi cuerpo con una expresión que me puso aún más nerviosa.
— Tranquila, una vida en Alderaan dices querer… —murmuró—. Extraño, esto me resulta.
Windu, en cambio, me miró totalmente indignado:
— Esto es inaceptable —habló, elevando su tono de voz—. Helene Shield, la Orden Jedi te ha dado todo. No puedes abandonarnos en medio de la guerra.
Mis manos comenzaron a temblar, pero apreté los puños para disimularlo.
— Sé que parece egoísta, Maestro Windu, pero… he pasado mi vida sirviendo a la República y al Consejo. Solo quiero vivir en paz.
— La paz no es algo que se encuentra huyendo de tus responsabilidades —intervino Ki-Adi-Mundi.
— Mi deber ha terminado.
— Aún hay una guerra en curso.
— Me niego a luchar más.
— No lo entiendo… —murmuró Kit, negando con la cabeza, sus tentáculos se agitaron con frustración—. Esto no es algo que tú dirías, Helene. ¿De verdad piensas renunciar a todo? ¿A todo por lo que Shaak Ti te ha entrenado?
No supe qué responder a eso. Sentí como mi corazón se estrujaba aún más y la incomodidad en la sala se hizo tangible. Obi-Wan seguía en silencio. Era extraño. Lo conocía lo suficiente para saber que, si no estaba hablando, era porque estaba observando. Analizando.
Y eso solo hacía que mi ansiedad se intensificara.
Windu, en cambio, no era de los que analizaban en silencio.
— ¿Y qué piensas hacer fuera de la Orden? —demandó con dureza—. No eres una civil, eres una Jedi. Y no puedes simplemente decidir que ya no lo eres.
Sentí un nudo formándose en mi garganta.
— Puedo y lo haré.
— Helene… —Kit me miró, y esta vez no había enfado en su expresión, solo un dolor profundo que me hizo tambalearme un poco—. No hagas esto. Piénsatelo bien.
Tuve que hacer un esfuerzo titánico para no quebrarme en ese momento.
— Lo siento —murmuré.
Miré a Yoda, quien seguía observándome con atención. Miré a Windu, cuyo rostro reflejaba pura indignación. Miré a Kit que me veía con tristeza.
Y finalmente, miré a Obi-Wan.
Él no dijo nada. Solo me sostuvo la mirada con esa intensidad tranquila y calculadora que siempre tenía cuando intentaba descifrar algo.
Y tuve la horrible sensación de que ya lo había hecho.
Un silencio denso cayó sobre la sala hasta que la pregunta que más temía rompió el aire:
— ¿Y qué pasará con el Padawan Kestis? —preguntó Plo Koon con serena gravedad.
El golpe fue inmediato.
Mi estómago se hundió y mi pecho se contrajo como si algo invisible me oprimiera con fuerza. La imagen de Cal apareció en mi mente: su expresión emocionada cada vez que aprendía algo nuevo, su testarudez para dejarme sola en las misiones, la forma en que me veía con absoluta admiración cuando creía que no me daba cuenta.
Lo estaba abandonando.
Dejé escapar un tembloroso aliento e hice acopio de todas mis fuerzas para no derrumbarme ahí mismo.
— Quisiera… —Mi voz se quebró. Me aclaré la garganta—. Quisiera que la Maestra Ti completara su entrenamiento.
Si iba a dejarlo, lo haría en manos de quién confiaría mi vida y la suya sin lugar a dudas. Después de todo, Shaak Ti había sido su segunda maestra todo este tiempo. Quise creer que ambos encontrarían en el otro lo que les faltaría de mí.
No podría mirarlos a los ojos.
No podía enfrentar la verdad de lo que estaba haciendo.
Nadie habló de inmediato, pero podía sentir la tensión en el aire. Incluso Kit dejó de cuestionarme. Todos lo entendieron.
Lo que más me dolía no era dejar la Orden.
Era dejar a quienes amaba por alguien a quién amaba aún más.
Yoda cerró los ojos, como si estuviera contemplando algo más allá de la sala. Luego, con voz pausada, sentenció:
— Si esto, de verdad deseas… aprobada tu solicitud queda.
Otro nudo ardiente se formó en mi garganta.
Sentí un vacío insoportable dentro de mí, como si algo esencial en mi ser acabara de romperse para siempre.
Pero en lugar de romperme, en lugar de caer de rodillas ante ellos, incliné la cabeza en señal de respeto.
— Gracias, Maestro Yoda —susurré, con todo el dolor del mundo.
Nadie respondió y cuando me di la vuelta para marcharme, sentí sus miradas quemándome la espalda. Mi vida como Jedi había terminado. Y aún no sabía si podría vivir con ello.
Cuando salí al pasillo, escuché de inmediato unas rápidas pisadas a mis espaldas y no necesité girarme para saber de quién se trataba. Inhalé profundamente y cerré los ojos, tratando de reunir la mayor resistencia posible mediante la Fuerza para no quebrarme.
— No lo entiendo.
Su voz me hizo abrir los ojos de nuevo y giré lentamente mi cuerpo para verlo. Kit se veía con un semblante receloso, aunque podía distinguir claramente el dolor tras su mirada. No dije nada y simplemente me abalancé sobre él para envolverlo con mis brazos.
Kit, para mi sorpresa, no me rechazó y apretó su agarre en mi cuerpo. Una mano se posó en mi cabeza mientras la otra se aferraba a mi espalda. Yo ya no podía contener las lágrimas en mis ojos y dejé escapar un tembloroso sollozo sobre su hombro.
— Lo siento —logré decir con voz temblorosa—. Lo siento mucho…
Él no dijo nada y supe que ya se había dado cuenta de que mi decisión estaba siendo empujada por algo más, algo que era no mejor revelar.
— Lo sé.
Y permanecí allí, llorando a moco tendido. Despidiéndome de lo único que siempre había conocido.
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