ᴇᴘɪʟᴏɢᴜᴇ
ᴇᴘɪʟᴏɢᴜᴇ
⫘⫘⫘⫘⫘⫘
Fue el dolor que me atravesó como un rayo desgarrándome desde dentro lo que me despertó.
Mi espalda se arqueó involuntariamente y un grito ahogado escapó de mis labios antes de que pudiera contenerlo. Un dolor agudo, punzante, más intenso de lo que jamás había sentido, me hizo temblar, hasta que sentí mi cuerpo convulsionar por la agonía pura que lo recorrió.
Intenté moverme, pero no pude. Intenté respirar, pero el aire no llegaba del todo a mis pulmones. Mi mente parecía atrapada entre el tormento físico y el recuerdo aterrador de unas manos invisibles cerrándose alrededor de mi garganta.
Anakin.
La imagen se dibujó en mi mente con una claridad desgarradora: su mirada encendida en ira y traición, sus dedos curvándose en el vacío, el peso invisible que había robado mi aliento.
Otra punzada de dolor me arrancó un alarido de la garganta.
Abrí los ojos de golpe.
La luz blanca me cegó, como si mi visión estuviera cubierta por una neblina densa. Parpadeé varias veces, tratando de enfocar, tratando de entender dónde estaba. El techo era blanco, liso, artificial. No era el ardiente infierno de Mustafar. No era la nave de Anakin. No era él.
Escuché voces. Lejanas. Murmullos que no podía identificar, como si estuvieran sumergidos en agua. Mi respiración era errática, entrecortada, un sollozo atorado en mi garganta. Algo no estaba bien. Algo no estaba bien.
Y entonces, lo sentí.
Un líquido caliente deslizándose por mis piernas, empapando mis muslos y la superficie bajo mi cuerpo.
Mi pecho se tensó en puro pánico cuando otra ola de dolor me atravesó desde dentro. Como un cuchillo hincándose en mi abdomen, como si algo estuviera tratando de desgarrarme por dentro. Mi cuerpo se sacudió involuntariamente.
No. No, no, no.
No podía ser.
No podía estar sucediendo.
Mi respiración se volvió un jadeo desesperado mientras una verdad devastadora se instalaba en mi mente, golpeándome con la fuerza de una tormenta.
El bebé quería salir.
Otro grito desgarrador escapó de mi garganta antes de que pudiera contenerlo, arrancado por el dolor insoportable que consumía cada fibra de mi ser. Escuché pasos apresurados, voces más cercanas, pero ninguna de ellas era la que necesitaba.
Ninguna era la de él.
Las lágrimas brotaron de mis ojos sin control. Mi cuerpo estaba helado, tembloroso, sacudido por espasmos que no podía detener.
No estaba preparada. No ahora. No así. No sin Anakin.
— ¡Necesitamos más calmantes! ¡Rápido!
— ¡Su pulso está acelerado, señor, la presión sanguínea es inestable!
Las voces resonaron a mi alrededor como ecos distantes, irreales, pero el dolor era real. Tan real que me estaba consumiendo.
Unas manos firmes se posaron en mis hombros, intentando mantenerme quieta.
— Helene, respira, necesitas tranquilizarte.
Tranquilizarme...
¡¿Cómo demonios iba a tranquilizarme cuando mi cuerpo se partía en dos?!
Cuando él no estaba aquí.
Cuando él me había hecho esto.
Otro grito escapó de mis labios mientras mi vientre se contraía con una intensidad insoportable, mi espalda se arqueó de nuevo contra la superficie en la que estaba tumbada como si hubiera recibido un latigazo.
Las luces sobre mí se volvieron más borrosas. Mi consciencia oscilaba entre la lucidez y la oscuridad, como si estuviera atrapada en un limbo de puro sufrimiento.
Sabía que debía respirar, sabía que debía controlar mi cuerpo, pero todo estaba fuera de mi control.
El dolor me estaba consumiendo viva.
El mundo a mi alrededor se desdibujaba en un torbellino de dolor y sombras. Sentía mi cuerpo ardiendo, desgarrándose desde dentro, pero apenas podía aferrarme a la realidad. Todo era difuso, distante, como si flotara en un océano de sufrimiento del que no podía escapar.
Intenté respirar, pero cada bocanada de aire me quemaba la garganta, reseca por los gritos que había estado soltando sin siquiera darme cuenta. Mi mente era un caos, una tormenta de imágenes y recuerdos fragmentados: Anakin extendiendo su mano, la promesa de una galaxia juntos, su voz diciéndome que me amaba… y luego sus dedos curvándose en el aire, cerrándose alrededor de mi cuello, quitándome el aliento, quitándome todo.
El dolor en mi vientre se intensificó de repente, una presión indescriptible que me arrancó otro grito desgarrador. Sentí más líquido caliente deslizándose entre mis piernas y el terror recorrió mi piel, erizándola.
— ¡Algo va mal, señor! —escuché la voz metálica de un droide—. ¡La paciente no parece tener la energía vital suficiente para sobrevivir!
¿Qué?
La idea de morir me golpeó como un bláster al cuerpo. Quizá debía sentir miedo, pero no sentí nada. Tal vez porque en realidad ya estaba muerta. Mi cuerpo seguía aquí, resistiendo, luchando, pero mi corazón… mi corazón había dejado de latir en el momento en que Anakin dejó de ser Anakin.
Un sollozo desgarró mi pecho, mezclándose con el dolor que me consumía. No podía hacer esto sola. No quería hacerlo sola.
— Anakin… —supliqué, con mi voz quebrándose con cada intento desesperado de llamarlo—. Anakin… Por favor…
Necesitaba sentir su mano en la mía, escuchar su voz murmurándome que todo estaría bien, que esto era solo un mal sueño. Necesitaba que me sostuviera, que me salvara.
Pero él no estaba.
El dolor se volvió insoportable, como si me estuvieran arrancando las entrañas, y esta vez mi cuerpo entero se arqueó en la camilla. Escuché un grito ahogado, apenas consciente de que era mío.
— Helene, debes aguantar —una voz rompió el torbellino de sufrimiento que me envolvía. Obi-Wan.
Apenas podía verlo a través de mis párpados entrecerrados, pero reconocía su tono de angustia. Él quería que viviera.
Yo no.
— Anakin —seguí llamándolo, ignorando todo lo demás. Ignorando la voz de Obi-Wan, ignorando el sonido de los monitores, ignorando la advertencia de los médicos. Lo único que importaba era él.
Él tenía que venir. Él tenía que estar aquí.
Pero no lo estaba.
El dolor se disparó de nuevo, como una cuchilla abriéndose paso dentro de mí, y un escalofrío me recorrió al sentir cómo algo en mi interior se desgarraba. Contuve un gemido de dolor mientras las voces alrededor se volvían más frenéticas.
— ¡El bebé está saliendo!
Intenté gritar otra vez, pero el aire me falló. Mi garganta ya no respondía.
Un espasmo sacudió mi cuerpo de arriba abajo cuando sentí el frío del instrumental médico contra mi piel. El mundo se volvió un remolino de agonía insoportable mientras las manos expertas de los droides trabajaban en mí, sacando lentamente la vida que había llevado dentro. Las sombras comenzaron a tragarse mi visión y el tiempo se ralentizó.
Podía sentirlo. Podía sentir cómo lo sacaban de mí.
Cada fibra de mi cuerpo se desgarraba con un dolor inhumano, algo tan profundo y abrasador que pensé que me partiría en dos. Quería gritar, pero mi voz ya no respondía. Mi cuerpo ya no era mío, solo un recipiente roto que luchaba por traer a la vida lo único que me quedaba de él.
Escuché murmullos apresurados. Vi las sombras moviéndose a mi alrededor. Sentí manos expertas manipulándome, extrayendo algo de mis entrañas con un cuidado preciso y mecánico. Y entonces… Un sonido rompió el aire.
Un llanto.
Un grito agudo y desesperado. Una súplica de vida que resonó en la habitación como una ráfaga de aire fresco. Pero yo no podía respirarlo. Me perforó los oídos, me sacudió el alma. Era tan fuerte, tan insoportable. Quería taparme los oídos, suplicar que lo hicieran callar, porque mi mente solo podía pensar en Anakin.
Anakin, Anakin, Anakin.
Mi corazón lo llamaba, incluso ahora, incluso después de todo. Lo buscaba en cada rincón de la Fuerza, en cada latido de dolor. Él debía estar aquí. Él debía sostener mi mano, besar mi frente, susurrarme que lo había hecho bien.
Pero no estaba.
El llanto continuó. Más fuerte. Más cercano. Una figura se materializó junto a mí. No fue Anakin. Fue Obi-Wan.
Mi mente tardó en reconocerlo. Mi visión era borrosa, mis pensamientos confusos, pero cuando parpadeé lentamente, lo vi con claridad. Obi-Wan estaba sosteniendo algo.
Un bulto envuelto en telas blancas.
— Es un niño, Helene.
Su voz era suave, cansada. Triste.
Algo dentro de mí se quebró. Un niño.
Nuestro hijo.
El calor me recorrió el pecho como un destello de luz en mitad de una tormenta. Un recuerdo cruzó por mi mente, tan vívido que casi lo sentí.
«Íbamos a llamarte Luke si hubieras sido un niño»
La letra de mi madre biológica. Su voz imaginaria resonando en mi memoria. Luke.
Significaba "luz".
La única luz que quedaba de Anakin en mí.
Mi labio inferior tembló cuando volví la mirada al bebé en los brazos de Obi-Wan. La vida que había traído al mundo, lo último que mi marido me había dejado antes de… antes de perderlo.
Obi-Wan, con extrema delicadeza, inclinó la cabeza del niño hacia mí, acercándolo lo suficiente para que pudiera verlo: era pequeño, tan pequeño como el tamaño de una pluma, con una nariz igual a la de su padre y una mata de cabello rubio que se pegaba a su frente entre la sangre.
— Luke… —susurré, apenas más fuerte que un aliento.
El bebé, mi hijo, mi Luke, continuaba llorando, ajeno a la tormenta que nos rodeaba. A la pérdida. A la guerra. A lo que su padre había hecho.
Pero era real. Era mío.
Y, por primera vez desde que mi mundo se desmoronó, algo dentro de mí no se sintió completamente vacío.
El alivio apenas había comenzado a instalarse en mi pecho cuando una nueva punzada de dolor me atravesó sin piedad.
No. No otra vez.
Mi cuerpo entero se sacudió, cada músculo tensándose, cada nervio encendiéndose con una agonía insoportable. Más gritos escaparon de mi garganta antes de que pudiera contenerlos. El sonido mecánico de un droide se filtró entre mis jadeos ahogados.
— El siguiente ya viene, señor.
¿Siguiente?
¿El siguiente qué?
Mi mente se tambaleó. Todo mi ser se congeló en el pánico absoluto. No podía ser.
Intenté incorporarme, pero mi cuerpo no me obedeció. Otro. Había otro.
Mi respiración se volvió errática. Mi pecho subía y bajaba sin control. No estaba preparada para esto.
— Helene, tienes que seguir empujando.
La voz de Obi-Wan se abrió paso entre el caos de mi mente. Me aferré a ella y cerré los ojos con fuerza, sintiendo mis entrañas arder. Mis huesos parecían querer romperse, mi piel abrirse en mil pedazos. No podía. Pero tenía que hacerlo.
Luchando contra el miedo que me ahogaba, reuní las fuerzas que me quedaban y empujé.
Dolor. Gritos. Agonía.
No supe cuánto tiempo pasó, pero al final, sentí que algo más salía de mí. Un vacío se instaló en mi vientre y después hubo un silencio. Hasta que…
Otro llanto.
Diferente.
Más agudo, más suave, más delicado.
Mi pecho se estremeció. Otro bebé.
— Es una niña.
La voz metálica del droide flotó en el aire antes de que se acercara a mi lado sosteniendo otro pequeño bulto en sus brazos de hierro.
Una niña.
Mi niña.
«Anakin, tenemos una hija...»
Mi mente vagó de nuevo, perdida entre el dolor y los recuerdos. Entonces, algo regresó a mí:
«Las leias son flores fuertes, hermosas y permanentes. Nunca las verás marchitarse»
Las leias, la flor típica de Alderaan. Nunca se marchitaban. Resistían el frío, la lluvia, el viento, el dolor… Fuerza y belleza en su estado más puro.
Así quería recordar a mi hija. Así quería que el mundo la recordara.
Mis labios temblaron y apenas pude susurrarlo:
— Leia.
La pequeña Leia seguía llorando, pero su llanto se sintió como un eco de algo más grande. Como una promesa de que, sin importar lo que pasara, ella también resistiría. Quise sonreír.
El frío comenzó a instalarse en mí.
Al principio, fue un escalofrío que me recorrió los brazos, como si alguien hubiese abierto una ventana a un vacío helado. Pero luego se extendió. Como tinta derramándose sobre un lienzo, oscureciendo todo a su paso. Mi pecho subía y bajaba con dificultad, cada aliento más entrecortado que el anterior.
Algo andaba mal.
— ¡Su ritmo cardíaco está descendiendo, señor!
— ¡La estamos perdiendo!
Las voces mecánicas de los droides se alzaban en alerta, pero yo apenas podía entenderlas. Intenté moverme. Intenté inhalar con más fuerza. Intenté agarrarme a algo, a lo que fuera, pero mi cuerpo ya no respondía. Era como si se estuviera rindiendo.
Un nuevo grito de Leia atravesó el aire. Luke también sollozaba.
Mis hijos.
No los escuché con claridad. Mi oído parecía ahogarse en un sonido hueco, como si estuviera bajo el agua. Las sombras en mi visión se extendían cada vez más.
— ¡Helene, no cierres los ojos!
Obi-Wan.
Giré los ojos con esfuerzo, apenas capaz de ver su rostro. Estaba pálido. Estaba asustado.
La idea me resultó extraña y casi me reía por lo graciosa que era. Obi-Wan Kenobi no se asustaba.
— No te rindas —me lo pidió—, por favor.
No quise hacerlo. Pero ya no quedaba nada en mí. Mis pensamientos se hundieron en un mar oscuro, lejos, lejos, cada vez más lejos de la luz.
Entonces lo entendí.
Estaba muriendo.
Una lágrima caliente resbaló por mi mejilla. No quería. No quería morir. Pero algo dentro de mí ya lo sabía. Anakin me lo había quitado todo. Me había sostenido con la Fuerza. Me había apretado con la Fuerza. Y con ello, me había arrancado la vida.
Un sollozo escapó de mis labios.
La pena me quemó desde dentro, más profunda que cualquier herida, más hiriente que cualquier golpe. ¿Así terminaba todo?
Yo lo amaba.
Dioses, lo amaba más que a nada en esta galaxia.
¿Pero qué quedaba de nosotros?
Mis labios temblaron y con las fuerzas que me quedaban, me giré hacia Obi-Wan.
— Protégelos —pedí en hilo de voz, sin dejar de escuchar sus llantos cada vez más lejanos—. Por favor, protégelos.
Obi-Wan me miró suplicante.
— Helene…
Lo detuve, obligándolo a verme. No había tiempo para mentiras:
— Escóndelos.
Él lo entendió.
Vi cómo sus ojos se llenaban de tristeza, cómo su pecho se alzaba en una respiración rendida.
Pero no pudo decirme que no.
Un nuevo frío se instaló en mis extremidades. La oscuridad me llamaba. Mis párpados pesaban como el plomo. La voz de Obi-Wan sonó desesperada. Me aferré a ella por un segundo más.
Pero ya era tarde. La oscuridad me alcanzó.
Y entre las sombras, casi como un sueño, vi su rostro.
Anakin.
Mi Anakin. Mi ángel.
O al menos, la imagen de él que aún quedaba en mi corazón.
Hermoso. Lleno de vida. Con esos ojos que antes eran la luz de mi universo.
Mis labios apenas pudieron formar las palabras.
— Te amo, Anakin.
Entonces...
El aliento se escapó de mi cuerpo.
No sentí frío.
No sentí calor.
Era como si la temperatura ya no existiera, como si estuviera suspendida en un espacio sin tiempo, sin dirección, sin nada. Solo una calma artificial, tibia y dorada, que no pertenecía al mundo real.
Y no dolía.
No dolía nada.
No había un peso aplastando mi pecho, ni un ardor sofocante cerrando mi garganta, ni el desgarrador vacío de mi vientre. Mi cuerpo, que antes había sido un campo de batalla, un amasijo de carne fracturada y terminaciones nerviosas gritando por misericordia, ahora flotaba en una ligereza imposible.
Pero…
No tenía que sentirme así.
La paz que me envolvía no era natural. No después de lo que había ocurrido. No después de haberlo perdido todo.
Intenté recordar.
Pero la memoria era escurridiza, un espectro que se deslizaba entre los recovecos de mi mente como agua entre los dedos. Había algo ahí, una sombra densa y oscura, algo horrible que había sucedido y que mi subconsciente intentaba protegerme de revivir.
Y vi su rostro.
Sus ojos de fuego, devorándome con un resentimiento que jamás había visto en ellos. Su mano extendida en el aire, como si sostuviera mi propia existencia entre sus dedos. Su voz escupiendo acusaciones llenas de veneno, su ira derritiendo el aire a nuestro alrededor, la Fuerza quebrándose como un cristal a punto de estallar.
Mi vida robándome la vida.
Quitándome la última chispa de aliento, sin siquiera darse cuenta de lo que hacía, sin ver realmente a la mujer que estaba matando con sus propias manos.
Un escalofrío me recorrió, a pesar de que mi cuerpo ya no podía temblar.
Yo…
Yo había muerto.
El pensamiento me golpeó como un martillo en la cabeza, sacudiendo cada fibra de mi conciencia. No había vuelta atrás. No había más oportunidades, más caminos, más intentos de arreglar todo lo que se había roto.
Estaba muerta.
Mi respiración -o lo que fuera que tenía en este lugar- se entrecortó mientras mis ojos recorrían el sitio en el que me encontraba.
Columnas. Enormes, inmaculadas, de un blanco casi cegador que se alzaba hasta el techo infinito. Se extendían en todas direcciones, como pilares de un sitio divino, perdiéndose en un horizonte que no existía. El suelo era de mármol brillante, reflejando una luz plateada que no tenía fuente visible.
Y aun así…
Lo conocía.
No de la forma en la que recordamos un lugar visitado, sino de la manera en la que los sueños nos susurran fragmentos de algo que nunca vivimos, pero que sentimos como si fuera nuestro.
Un reflejo de algo olvidado.
Intenté moverme, buscar respuestas, gritar. Pero antes de que pudiera hacer nada, una voz rompió el silencio:
— ¿Eres un ángel?
Me giré tan rápido que mi equilibrio vaciló.
Ahí lo vi.
Por un momento, mi mente se negó a comprender lo que tenía ante mis ojos, como si el simple hecho de aceptarlo pudiera romper alguna regla cósmica del universo.
Pequeño, de cuerpo delgado, con el cabello dorado algo enmarañado y unos ojos azules que parecían devorarlo todo. Su túnica Jedi, de un color beige desgastado, colgaba sobre su diminuta figura con pliegues arrugados por el uso. Sus botas estaban cubiertas de barro, y su rostro, ligeramente sucio, reflejaba una expresión de curiosidad infinita.
Un torrente de emociones chocó contra mí, ahogándome sin piedad. No necesitaba más para saber quién era.
Lo conocía.
Cada parte de mi alma lo reconocía.
— ¿Qué?
Su cabeza se ladeó con un gesto inquisitivo.
— Un ángel. He oído hablar de ellos a los pilotos del espacio profundo, son los seres más hermosos del universo.
Mi estómago se contrajo con fuerza.
Era su voz.
Dioses, era su voz.
No la de un hombre quebrado por la guerra, no la de un monstruo devorado por su propia furia, no la de un amante roto por el miedo.
Era él.
Antes de todo.
Antes de la tragedia. Antes de la sangre, del sufrimiento, de las promesas rotas y los caminos separados.
Anakin Skywalker.
El niño esclavo de Tatooine. El mismo que una vez soñó con ser libre. El mismo que una vez creyó que podía salvar a todos.
Mi garganta se apretó con una presión insoportable. No respiré. No podía respirar. La escena era demasiado familiar. Las palabras eran demasiado reales.
Y de repente, sentí que la realidad entera se quebraba a mi alrededor, que el tiempo se había torcido en un bucle imposible, arrastrándome a una memoria que nunca debería haber vuelto a vivir.
Antes de que pudiera detenerme, las palabras salieron de mis labios, como un reflejo imposible de reprimir:
— ¿Estás… ligando conmigo?
Por primera vez, el niño pareció genuinamente desconcertado.
Parpadeó un par de veces, como si intentara descifrar si hablaba en serio o no. Y en el segundo en el que la duda cruzó su expresión, supe que había sido un error decirlo.
Algo no estaba bien.
Algo no encajaba en todo esto.
El aire se sintió más denso, más pesado, como si una sombra invisible se arrastrara por el ambiente, observando cada uno de mis movimientos con un interés enfermizo.
Entonces, otra voz resonó en el aire.
— Qué interesante ver cómo empezó todo...
El mundo entero pareció detenerse.
Mi piel se erizó.
Cada músculo de mi cuerpo se tensó con un miedo instintivo pero no me giré. No podía. Porque sabía exactamente a quién pertenecía esa voz.
Un escalofrío recorrió mi espalda, helando cada fibra de mi ser. Por un momento, quise quedarme así, inmóvil, aferrada a la idea de que si no me giraba, si no confirmaba lo que mis sentidos ya sospechaban, nada de esto sería real. Podría aferrarme a la ilusión de que todo era un sueño, un retazo distorsionado de la memoria enredado en la bruma de la muerte.
Pero mi cuerpo ya se movía antes de que mi mente pudiera decidirlo.
Me giré con torpeza, con la certeza de que lo que viera me arrancaría el aire de los pulmones, y así fue.
Allí, de pie entre las columnas eternas, con la misma presencia que siempre había tenido, estaba Shaak Ti.
Mi maestra.
La voz de la razón que me había sostenido cuando el miedo me paralizaba, la mano firme que me había empujado más allá de mis propios límites, la mirada serena que siempre, siempre encontraba la verdad en medio del caos.
Y sin embargo, verla ahora, tan real, tan tangible… me resultaba incomprensible.
Mi cerebro luchaba por procesarlo, por unir la imagen de la togruta de piel escarlata y marcas blancas, sus largos montrals y lekku adornados con el patrón azul característico de su especie, con la idea de que ella no debería estar aquí.
Porque ella también había muerto.
— ¿Maestra? —mi voz se quebró, como si la palabra se astillara en mi garganta antes de salir.
Shaak Ti me miró con la misma expresión tranquila que recordaba, como si todo esto fuera perfectamente natural, como si no hubiéramos pasado un tiempp separadas por la cruel mano del destino.
— Hola, hija mía —Su tono era cálido, sereno. El mismo de siempre.
Y eso fue lo que hizo que todo mi control se desmoronara.
Porque era imposible.
No tenía sentido que estuviera aquí, hablándome con la misma calma con la que solía reprenderme cuando intentaba escabullirme de mis entrenamientos, con la misma dulzura con la que me corregía cada vez que mi temperamento me hacía perder la paciencia.
Esto no era real.
No podía ser real.
Pero ella estaba allí.
De pie frente a mí..
Y yo ya no pude resistirlo.
Un sollozo desgarrado escapó de mis labios, rompiendo la barrera que había contenido mi tormento hasta ahora.
Mis pies reaccionaron antes de que mi mente pudiera analizarlo, lanzándome hacia ella con la desesperación de una niña pequeña buscando refugio en la única persona que podía hacer que todo estuviera bien.
Corrí.
Corrí sin pensar, sin frenar, con el corazón golpeando salvajemente contra mi pecho, con cada emoción atormentada explotando en mis venas.
Shaak Ti abrió los brazos justo en el instante en que mi cuerpo chocó contra el suyo. Y entonces todo desapareció.
La angustia, el miedo, el dolor insoportable que había marcado mis últimos momentos en el mundo de los vivos… todo se desvaneció en el momento en que sus brazos me rodearon con esa firmeza tranquila que recordaba tan bien.
Me aferré a ella con desesperación, sintiendo la suavidad de sus túnicas Jedi bajo mis dedos, notando la calidez de su piel contra la mía, hundiendo el rostro en su pecho como si pudiera fundirme con su existencia y esconderme de todo lo que dolía.
Y lloré.
Lloré como nunca lo había hecho.
No fueron lágrimas silenciosas ni sollozos contenidos. Fueron gritos ahogados, gemidos desgarradores, un torrente de llanto incontrolable que sacudió mi cuerpo entero.
Shaak Ti no dijo nada. No me apresuró. No intentó calmarme con palabras vacías. Simplemente me sostuvo.
Sus manos pasaron con suavidad por mi espalda, en un gesto tranquilizador que recordaba vagamente de las pocas veces que mi miedo infantil me había hecho buscar consuelo en ella. Sus dedos acariciaron mi cabello con la misma ternura con la que lo hacía cuando era más joven, cuando, a pesar de sus intentos de mantenerme a raya, me permitía encontrar en ella la figura materna que nunca había tenido.
— Oh, Helene… —murmuró con suavidad, su voz vibró en mi oído mientras me mecía ligeramente, como si de verdad pudiera protegerme de todo lo que había sucedido.
Pero no podía. Nadie podía. Porque ya estaba muerta. Y todo lo que alguna vez amé se había ido.
Me aferré a ella con más fuerza, temiendo que si la soltaba, si me separaba aunque fuera un centímetro, también desaparecería.
— N-No entiendo… —logré balbucear entre sollozos, mis dedos se enterraron en sus ropas como si pudiera anclarme a su presencia—. No entiendo qué está pasando…
Shaak Ti suspiró suavemente y, con una delicadeza maternal, tomó mi rostro entre sus manos, obligándome a mirarla. Sus ojos oscuros, llenos de sabiduría y compasión, recorrieron cada centímetro de mi expresión deshecha.
— Estás a salvo, Helene.
Quise creerle.
Por primera vez en mucho tiempo, quise creer en algo.
Pero la seguridad de sus palabras no podía borrar lo que había ocurrido, no podía cambiar la realidad de que mi vida se había apagado en una camilla fría, con el corazón latiendo cada vez más lento hasta detenerse por completo.
— ¿Qué está pasando? —murmuré con la voz rota, mis dedos aferrándose aún a sus muñecas, como si necesitara su contacto para no perderme en la nada—. ¿Por qué estamos aquí?
Shaak Ti sonrió, con esa expresión serena que siempre había usado cuando quería que entendiera algo por mí misma. Sus pulgares acariciaron mis mejillas con ternura, limpiando el rastro de mis lágrimas sin prisa, como si tuviéramos todo el tiempo del universo.
Tal vez lo teníamos. Tal vez la eternidad no era más que este momento suspendido entre el dolor y la calma.
Durante unos instantes, me limité a mirar a Shaak Ti, esperando respuestas que aún no llegaban. Mi pecho subía y bajaba con respiraciones irregulares, sintiendo todavía el ardor en mi garganta tras el llanto desgarrador que había soltado en vida. Pero mi maestra no se apresuró a hablar.
Simplemente me observó con paciencia, con esa expresión tranquila y sabia que siempre había tenido, como si supiera que, tarde o temprano, entendería por mí misma.
No lo hice.
No entendí nada.
— Maestra… ¿Dónde estamos?
Shaak Ti inclinó ligeramente la cabeza y sus montrals proyectaron una sombra suave sobre su rostro.
— En ninguna parte —me respondió con simpleza
Fruncí el ceño.
— Eso no tiene sentido.
— No necesitas que lo tenga.
Apreté los labios, intentando procesar sus palabras sin éxito.
— ¿Quieres decir que… —empecé de manera suave, como si me fuera a despertar en cualquier momento—... este lugar no existe?
— Existe tanto como cualquier otro. Pero no tiene un propósito.
Volví a mirar a mi alrededor. Las columnas altísimas que nos rodeaban parecían extenderse hasta el infinito, perdiéndose en la nada. No había un suelo real, ni un cielo definido, solo un vasto espacio vacío que se extendía sin principio ni fin.
Era como si la Fuerza hubiera creado este sitio solo para abandonarlo después.
— Hay muchos espacios como este. —continuó Shaak Ti, con una voz tan suave que apenas podía escucharla—. Son los ecos de la Fuerza, fragmentos de existencia sin una función específica. No son para los vivos ni para los muertos. Solo… son.
— ¿Y por qué estamos aquí?
Mi maestra esbozó una leve sonrisa.
— Tal vez porque la Fuerza aún no ha decidido qué hacer contigo.
— No puede ser —negué, sintiendo mi piel erizarse—. Estoy muerta, lo sentí. Mi alma dejó mi cuerpo al completo.
Ella no respondió de inmediato. Se limitó a mirarme con una expresión inescrutable, lo que me hizo darme cuenta de algo más.
El pequeño Anakin había desaparecido.
Mi mirada recorrió el espacio en busca de él, sintiendo una punzada de inquietud al no encontrarlo. ¿Cuándo se había ido? No lo había visto marcharse, no había sentido su ausencia hasta ahora. Era como si nunca hubiera estado allí.
Tragué saliva y volví la vista a Shaak Ti, pero ella no parecía preocupada por la repentina desaparición del niño.
— Ven —me pidió con suavidad, ofreciéndome su brazo.
Dudé un segundo antes de entrelazar mi brazo con el suyo. Comenzó a caminar a un ritmo lento, y yo la seguí sin oponer resistencia. El sonido de nuestros pasos reverberó suavemente en el espacio vacío, aunque no había suelo en el que deberíamos haberlos escuchado.
— ¿Sabes qué es lo curioso de la muerte? —preguntó tras unos segundos de silencio.
— ¿Que te recibe un tipo idéntico a Obi-Wan?
— Que nunca es el final —se contestó a sí misma, ignorando mi respuesta.
Un amargo suspiro escapó de mis labios.
— Claro que lo es.
— Solo para los que quedan atrás.
No pude evitar sonreír con ironía.
— ¿Eso te dijiste a ti misma cuando moriste?
Sentí su mirada sobre mí, aunque yo seguí observando el vacío. No estaba enfadada. Es más, parecía casi satisfecha de que sacara a relucir su muerte sin echarme a llorar. Todavía.
— No —admitió sin rastro de ofensa en su tono—. Yo también creí que lo era.
Asentí, sintiendo que la tristeza volvía a apoderarse de mí poco a poco. — Supongo que tenía que pasar tarde o temprano.
— ¿Tu muerte?
— La tuya.
Mis pasos se volvieron más pesados, y mi garganta se cerró como si la angustia me estrangulara desde dentro.
— Yo no estaba allí —murmuré, sintiendo cómo la culpa volvía a instalarse en mi pecho como una garra afilada—. No supe lo que pasó hasta que fue demasiado tarde.
Shaak Ti no dijo nada, permitiéndome hablar.
— Vi el Templo incendiarse cuando Anakin… cuando él… —tragué saliva, sin poder terminar la frase—. Obi-Wan nos dijo que te había encontrado muerta.
Mi voz se rompió en la última palabra. Aquel recuerdo me cayó encima con brutalidad. La imagen de mi hogar en llamas, de cuerpos esparcidos en los pasillos, de una matanza despiadada. De lo que Anakin había hecho.
De lo que mi marido había hecho.
El amor de mi vida.
El padre de mis hijos.
Mi asesino.
— No supe cómo reaccionar —continué, sintiendo que las lágrimas volvían a llenar mis ojos—. No podía procesarlo. No podía creerlo. No podía creer que él… —sollocé sin llegar a terminar mis palabras—. Él sabía cuánto significabas para mí.
Shaak Ti apretó mi brazo con delicadeza, en un gesto de consuelo silencioso.
— No debes atormentarte con eso, Helene.
— ¡Claro que sí! —solté con un nudo en la garganta, parándome en seco y obligándola a detenerse también.
Mi cuerpo entero había comenzado a temblar. No sabía si era por la ira, la impotencia o el dolor. Tal vez era una combinación de las tres. Las lágrimas empezaron a caer sin control por mis mejillas, calientes y amargas, mientras mi labio inferior temblaba con la fuerza de todo lo que intentaba contener.
Shaak Ti me dejó llorar.
Me dejó liberar todo lo que había estado acumulando durante tanto tiempo. Hasta que, finalmente, cuando las fuerzas me abandonaron y todo lo que quedó en mí fue una tristeza sofocante, su voz se alzó de nuevo, serena y firme:
— Él ya no es el niño que conocimos, Helene.
Cerré los ojos con fuerza.
Porque lo sabía. Porque no necesitaba que me lo recordara.
El silencio se extendió entre nosotras mientras continuábamos avanzando, nuestros pasos resonando en el vacío sin origen ni destino. No había horizonte, no había direcciones, solo aquella inmensidad etérea que nos envolvía, impasible ante nuestra existencia. La presencia de Shaak Ti a mi lado era lo único que me anclaba, lo único que me hacía sentir que todavía quedaba algo de realidad en este lugar.
Pero la realidad… era cruel.
Anakin ya no era ese niño de Tatooine que soñaba con ser un gran Jedi. Ya no era el padawan insistente y testarudo que me sacaba de quicio. Ya no era el guerrero que había luchado a mi lado tantas veces, protegiéndome con una devoción que iba más allá del deber.
Ya no era el hombre que amé.
— Lo hizo por miedo.
La voz de Shaak Ti me sacó de mis pensamientos. Giré el rostro hacia ella y encontré su mirada calmada, como si ya hubiera reflexionado sobre todo esto mucho antes de que yo llegara aquí.
— El miedo consume —continuó, con una calma inquebrantable—. El miedo convierte lo más hermoso en oscuridad. Lo envenena todo.
Bajé la vista, sintiendo que mi pecho se comprimía con una presión insoportable.
— Sabía que tenía miedo. —murmuré, sintiendo otro nudo formarse en mi garganta—. Lo vi en él tantas veces… y aún así no hice nada.
Shaak Ti me miró con la misma tranquilidad de siempre, pero esta vez percibí un dejo de tristeza en su expresión. No dejé que hablara mientras me desahogaba en mi propia contra.
— Podría haberlo detenido —seguí, casi con desesperación—. Podría haber encontrado la manera de asegurarle que lo que temía nunca iba a suceder. Que jamás lo dejaría, que encontraríamos una manera de arreglarlo juntos. Podría haber luchado más, podría haber…
Me mordí el labio con fuerza, sintiendo las lágrimas ardiendo en mis ojos. Pero Shaak Ti negó suavemente con la cabeza.
— No puedes pensar en lo que pudo haber sido.
— ¡Pero es la verdad! —exploté, con la voz temblando por la frustración—. ¡Se supone que estaba destinada a cambiarlo! ¡La Hija me lo mostró! ¡Sabía que él marcaría un antes y un después en la galaxia, y aún así no hice nada para evitarlo!
Mi maestra guardó silencio por un momento, dejándome sin interrupciones. Cuando volvió a hablar, su tono fue más suave que nunca:
— Helene, no hay un solo destino.
— Ya he tenido la posibilidad de cambiar el mío y no lo he logrado —espeté, con la amargura mezclándose entre mis lágrimas silenciosas.
— Las visiones que te enseñó La Hija en Mortis solo mostraron posibilidades —me corrigió con paciencia—. Hay muchos destinos y el que no hayas podido evitar uno, no significa que puedas cambiar los otros.
— Aún así, podría haber hecho más.
Shaak Ti exhaló un leve suspiro y posó una mano en mi brazo, deteniendo nuestro paso. Cuando volví la mirada hacia ella, su expresión se había suavizado aún más, casi con un dejo de tristeza.
— ¿Crees que podrías haber cambiado lo que llevaba dentro de su corazón?
Abrí la boca para responder, pero me detuve. La verdad era que… no estaba segura.
¿Realmente habría bastado con mis palabras? ¿Con mi amor? ¿Con mi presencia?
Shaak Ti no esperó a que respondiera.
— Tú no le diste ese miedo, Helene.
Sus palabras me atravesaron como una daga. Porque yo… Yo sentía que sí.
— No es tan simple. —susurré.
— Lo es.
Me mordí el interior de la mejilla con fuerza. Quería discutirlo. Quería decirle que no, que si no hubiera estado en su vida, si nunca se hubiera enamorado de mí, él nunca habría temido perderme, y nada de esto habría sucedido. Pero las palabras murieron en mi garganta.
Porque si eso era cierto… Si yo era el origen de su miedo…
Entonces también lo era de su odio.
Entonces también lo era de su caída.
La angustia me llenó por completo, asfixiándome como un veneno que no dejaba espacio para respirar. Me llevé una mano al pecho, como si pudiera sostener el dolor con los dedos, pero era inútil.
La culpa no tenía forma.
Solo me quemaba desde dentro.
No supe cuánto tiempo pasamos en silencio. Pero Shaak Ti me dejó estar. Me dejó sentirlo todo. Y cuando finalmente volví a hablar, mi voz fue un murmullo quebrado:
— Los dejé solos.
Ella no preguntó a quién me refería.
— Luke… Leia… —sentí mi labio inferior temblar—. Obi-Wan apenas puede protegerse a sí mismo del Imperio. ¿Quién los va a cuidar ahora?
Un nudo se formó en mi garganta al recordar sus rostros, sus pequeños cuerpos frágiles sobre mí mientras los veía por primera y última vez.
En las visiones… Mi hijo tenía mis ojos.
Mi hija tenía los suyos.
Tragué saliva con dificultad, sintiendo que la desesperación se apoderaba de mí.
— Están solos —susurré, con una ola de desesperación arrasando mi interior—. Están solos, maestra…
Yo los dejé solos. Yo los dejé indefensos.
Un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo.
Shaak Ti no habló, pero su mirada lo decía todo. No había juicio en sus ojos, ni reproche, ni condescendencia. Solo la infinita serenidad de alguien que comprendía mucho más de lo que yo jamás podría. La Fuerza la envolvía de manera casi maternal, como si se tejiera alrededor de ella con un propósito tan natural como el respirar. Era así como siempre la había recordado. Era así como siempre la había admirado.
— La Fuerza no ama a uno más que a otro, Helene —habló haciendo que la mirara con el ceño fruncido, sin comprender. Ella esbozó una pequeña sonrisa casi imperceptible—. Muchos creen que, al ser Anakin Skywalker el hijo más cercano a la Fuerza misma, por ello tenía un destino único, insuperable.
No pude evitar la sensación de vacío en mi estómago. Sí. Todos lo creían. Todos lo habían creído desde el primer momento en que Qui-Gon Jinn lo trajo ante el Consejo, con su presencia ardiendo en la Fuerza como una llamarada imposible de ignorar. Anakin, el niño nacido sin padre. Anakin, el portador del cambio. Anakin, la promesa de un equilibrio que nunca llegó.
— Pero la cercanía no significa favoritismo —continuó Shaak Ti, con una seguridad que me inquietó—. No significa que él sea el único al que la Fuerza ha mirado con atención.
Algo se agitó dentro de mí.
— ¿Qué estás tratando de decirme?
Shaak Ti no respondió de inmediato. En cambio, extendió su mano y la colocó sobre la mía, con una delicadeza que me dejó sin aliento.
Fue entonces cuando lo sentí.
La Fuerza.
Fluyendo.
Palpitando.
No como un río sereno.
No como un susurro en la brisa.
Sino como un latido.
Como algo vivo.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.
— ¿Lo sientes? —preguntó mi maestra. Su voz se escuchó casi lejana, dándome la sensación de estar en una cueva. Tragué saliva con dificultad.
Era imposible no sentirlo. Era imposible no entender lo que me estaba mostrando.
La Fuerza no me había soltado.
La Fuerza aún me sostenía.
— Tienes una elección —susurró Shaak Ti.
Mi garganta se cerró.
De repente, me sentí incapaz de respirar, incapaz de pensar en algo más allá de sus palabras.
Mis manos temblaron ligeramente cuando entrelacé mis dedos con los suyos, aferrándome a su toque con más desesperación de la que quería admitir. Mis pensamientos se arremolinaron con violencia, arrastrándome a una memoria enterrada en lo más profundo de mi corazón.
«Solo tienes una vida, Helene, así que vívela»
Ese recuerdo era un golpe en el pecho.
Porque yo había olvidado lo que significaban esas palabras. Yo había olvidado que era mi vida la que importaba
Shaak Ti me tomó del rostro con ambas manos y me obligó a mirarla a los ojos.
— Es tu decisión.
Mi labio inferior tembló.
Es mi decisión.
No un regalo.
No una orden.
No un destino.
Sino una elección.
Mis ojos se clavaron en los de mi maestra, intentando encontrar una respuesta en ellos.
Pero Shaak Ti no dijo nada más. No insistió. No presionó. Solo me dejó decidir. No necesitaba decir en voz alta lo que estaba sintiendo. Lo sabía. Lo sabía.
Podía sentirlo en el temblor de mis manos. En la opresión de mi pecho. En el vacío frío que habitaba en mi estómago, envolviendo mis entrañas en un letargo inquebrantable.
Mi corazón estaba roto.
Roto de una manera tan completa, tan absoluta, que no quedaban piezas lo suficientemente intactas como para sostenerme si regresaba.
Porque, si regresaba…
¿Quién iba a ser?
¿Quién iba a quedar de mí?
El amor que había sentido por Anakin había sido una llama abrasadora, devorándolo todo a su paso, dejándome convertida en un campo de cenizas sobre el que no podía crecer nada más. Él lo había sido todo. Mi amor, mi ruina, mi destino. La razón por la que luché, la razón por la que respiré, la razón por la que mi vida se llenó de sentido… y la razón por la que terminó.
Anakin Skywalker me había amado con la desesperación de un hombre que no conocía otra forma de amar, con la ferocidad de alguien que nunca entendió el significado de la pérdida. Me había tomado, me había hecho suya, me había deseado con la locura de un huracán que no podía detenerse.
Pero al final…
Me había destruido.
Así que, ¿para qué regresar?
¿Qué me quedaba, si lo único que alguna vez me sostuvo me había arrebatado la vida con sus propias manos?
Mi cuerpo se tensó.
Mis dedos, aún entrelazados con los de Shaak Ti, temblaron ligeramente.
Mi maestra no dijo nada. No intentó convencerme. No intentó decirme que estaba equivocada. Solo me miró.
Su expresión era tranquila, pero en su mirada había un entendimiento tan profundo, tan absoluto, que casi dolía sostenerle la mirada.
Ella lo sabía.
Sabía lo que estaba pensando.
Sabía lo que estaba sintiendo.
Y aún así, supe que estaba orgullosa de mí.
Lo supe en la forma en que sus labios se curvaron apenas en una pequeña sonrisa.
Lo supe en la calidez de su toque, en la dulzura con la que me apretó la mano.
Y, sin embargo, no era suficiente.
No lo era.
No podía serlo.
Porque Shaak Ti no era quien me necesitaba.
Mi mente se llenó de imágenes de mis hijos.
Luke.
Leia.
Los había dejado solos.
Los había traído al mundo solo para dejarlos atrás.
Los había condenado a crecer sin su madre, a vivir con la sombra de una historia que los marcaría para siempre.
Y, de repente, entendí.
Entendí que siempre había puesto mi destino en manos de otros.
El Consejo.
Los Jedi.
Anakin.
Siempre había creído que la Fuerza tenía un propósito para mí.
Que todo lo que hacía, que todo lo que me pasaba, era porque debía ocurrir.
Pero ahora…
Ahora tenía una elección.
Por primera vez en mi vida, la decisión era mía.
No de la Fuerza.
No de los Jedi.
No de Anakin.
Solo mía.
Por primera vez, elegí yo.
Y entonces…
Desperté.
FIN #1
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