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ғᴇᴀʀs ᴀɴᴅ ᴛᴇᴀʀs











ғᴇᴀʀs ᴀɴᴅ ᴛᴇᴀʀs
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— ¿Vas a dejar la Orden y yo soy el último en enterarme?

— La Maestra Ti aún y Aayla aún no lo saben…

— Entonces, ¿es verdad? ¿vas a dejarme?

Miré con un nudo en la garganta a mi padawan mientras él me veía tal vez de la misma forma. No mucho después de haberme desahogado en los brazos de Kit, subí rápidamente a la habitación de Cal y agradecí que su compañero se encontrara en una misión: no me apetecía que nadie nos encontrara a los dos llorando a moco tendido.

Me costaba sostenerle la mirada a mi calabaza: sus ojos estaban cristalizados, brillaban por las lágrimas que empezaban a asomarse y no por esa chispa traviesa que siempre había tenido y que, de cierta manera, me recordaba a Anakin. No parecía enojado, pero sí triste, cosa que me partía aún más el corazón.

— Nunca voy a dejarte —aseguré, apretando las mangas de mi capa con los puños—. Nunca voy a dejarte, calabaza —repetí, rogando porque reconociera la sinceridad en mi voz—. Siempre que me necesites estaré ahí y lo sabes, pero ahora… las cosas han cambiado.

Cal ladeó la cabeza, frunciendo el ceño como si estuviera tratando de entender mis palabras.

— ¿Cambiado cómo?

Abrí la boca, pero las palabras se atascaron en mi garganta. ¿Cómo se suponía que iba a decirle esto? ¿Cómo se suponía que iba a explicarle que mi vida ya no giraba en torno a la Orden Jedi, sino a algo mucho más grande?

— Bueno… hay cosas que ya no puedo hacer como antes —empecé, escogiendo con cuidado cada palabra—. Mis prioridades han cambiado, y aunque me gustaría quedarme aquí y seguir entrenándote, ya no es una opción para mí.

Cal me miró fijamente, como si intentara descifrar algún código oculto en mis palabras. — No lo entiendo.

— Es complicado…

— Entonces explícamelo —pidió, con urgencia en su expresión—. Porque hasta donde sé, estabas bien, todo estaba bien, y de repente decides dejar la Orden y ni siquiera tienes el valor de decírmelo antes que a los demás. ¿Acaso hice algo mal?

Ese golpe me alcanzó directo en el pecho.

— No, jamás —di un paso hacia él, tomando su brazo—. No es por ti, calabaza. Eres el mejor padawan que la Fuerza podría haber puesto en mi camino.

— Entonces dime por qué —insistió, con la voz casi quebrada.

Mi garganta se cerró.

Sabía que tenía que decirlo.

Tenía que encontrar la manera de explicarle lo que ni siquiera yo había terminado de asimilar del todo.

— Es que… —Apreté los labios, buscando las palabras adecuadas—. Algo cambió. Algo dentro de mí.

Cal me miró con el ceño fruncido.

— ¿Qué?

Tragué saliva.

— Mi cuerpo… no es el mismo de antes. Y eso significa que tengo que dejar de pelear, al menos por un tiempo.

— Maestra, ¿te estás muriendo?

— ¿Qué? ¡No!

— Entonces, ¿qué tienes? ¿Una enfermedad rara? ¿Una maldición Sith? ¿Un bicho asesino dentro de ti?

Bueno… técnicamente…

Me llevé una mano a la frente y solté un suspiro largo.

— No es nada de eso, Cal. No me voy a morir.

— ¿Entonces qué pasa?

Me costó horrores mantenerme seria cuando, por un instante, me imaginé su reacción cuando lo entendiera por completo. Respiré hondo y empecé a explicarlo con más calma:

— Mi cuerpo está… cambiando porque hay algo dentro de mí que está creciendo. Algo que no estaba ahí antes.

Cal me observó fijamente, y vi cómo sus engranajes mentales intentaban procesar la información. Luego, su rostro se descompuso en puro horror.

— Oh, por la Fuerza. Es un parásito, ¿verdad? ¡Cómo esa holopelícula que vimos el mes pasado! ¡Un maldito parásito gigante se está alimentando de ti!

Cerré los ojos y apreté el puente de mi nariz.

— Cal…

— ¡¿Por eso te sientes débil?! ¡Oh cielos, esto es horrible! ¿Cómo no te has arrancado eso de encima ya?

— No puedo arrancarlo de encima, Cal.

— ¡¿Por qué no?!

— Porque es un bebé.

Silencio.

Total y absoluto.

Cal pestañeó.

— ¿Un… qué?

— Un bebé —repetí.

Vi cómo su mente trabajaba a toda velocidad, conectando las piezas poco a poco. Su expresión pasó de la confusión, al desconcierto, al asombro… hasta que finalmente, sus ojos se agrandaron con absoluto pánico.

— ¡¿Tienes un bebé dentro?!

— Sí, Cal, estoy embarazada.

Mi padawan abrió la boca, la cerró, la volvió a abrir… pero ninguna palabra salió de ella. Pasaron unos segundos, hasta que finalmente habló:

— Pero… pero los Jedis no pueden tener hijos.

— No pueden.

— Entonces ¿cómo…?

Lo miré seriamente.

— Cal…

— ¿Maestra?

— Es hora de tener esa charla —puntualicé, haciendo que sus ojos se abrieran con horror.

Cal agitó su cabeza repetidamente mientras se soltaba de mi agarre y retrocedía hasta su cama. — ¡No, ni hablar! ¡Suficiente tuve con vuestra noche de bodas!

Me reí ligeramente a pesar del nudo en mi garganta, recordando la desastrosa escena de ese día. Él se dejó caer en su cama, boca arriba, mirando el techo.

— Esto… esto es demasiado para procesar —dijo, con voz apagada—. No puedo. Mi cerebro explotó.

Me senté a su lado y llevé mi mano a su cabello anaranjado, que me había fascinado desde el primer momento en el que lo conocí: después de que me nombraran Dama Jedi, en los pasillos del templo, mientras él huía de Windu y yo de Anakin.

— No voy a dejarte, Cal —susurré—. Pero necesito hacer esto.

Él no respondió de inmediato.

Finalmente, exhaló un suspiro largo y pesado.

— ¿Voy a ser un hermano mayor?

Sonreí con tristeza.

— Sí, calabaza. Lo serás.

Cal giró la cabeza para mirarme y vi una mezcla de emociones cruzando su rostro. Con un resoplido, se cubrió los ojos con un brazo y murmuró: — De todos los malditos destinos, a mí me tocó el más raro de todos.

Aunque no lo dijera, supe que, sin importar cuánto intentara convencerlo de lo contrario, en el fondo de su corazón, Cal siempre pensaría que lo estaba abandonando.

Y eso me arruinaba por dentro.

No dejé de acariciar su cabello, un gesto que rara vez hacía con él y sólo cuando se encontraba enfermo o inconsciente. Estaba dejando atrás a una parte de mi corazón, a la persona que me enseñó a madurar, a quién me hizo sentir lo que era el amor antes que Anakin.

Mordí mi labio inferior con tanta fuerza que casi podía saborear la sangre entre mis dientes. No quería llorar pero lo estaba haciendo y que Cal no siguiera hablando me indicaba que también lo hacía en silencio.

El silencio entre nosotros se volvió espeso, cargado de todo lo que no nos atrevíamos a decir en voz alta. Acaricié su cabello con dedos temblorosos, intentando memorizar cada peca en su rostro, cada pequeña señal de que aún estaba aquí, conmigo. Pronto, no sería así. Pronto él volvería a la guerra y estaría la más terrorífica posibilidad de que no volviera.

Cal parpadeó varias veces, como si intentara retener sus lágrimas. Pero no podía engañarme. Lo conocía demasiado bien.

— No sé cómo va a ser todo sin ti —susurró, sin mirarme.

Mi corazón se estrujó en mi pecho.

— Vas a estar bien.

— No lo sé.

— Lo sé yo —aseguré con firmeza—. Eres más fuerte de lo que crees, calabaza. Lo has sido desde el momento en que te conocí —apreté los labios, forzándome a sonreír—. He hablado con el Consejo para que te asignen a la Maestra Ti para completar tu entrenamiento.

Él apretó la mandíbula, conteniendo un sollozo que se quedó atascado en su garganta.

— La Maestra Ti no eres tú —murmuró.

Mis labios temblaron, y una lágrima rodó por mi mejilla antes de que pudiera evitarlo.

— Siempre voy a estar contigo —prometí, colocando una mano sobre su pecho—. Aquí. No importa dónde vaya, siempre seré tu maestra.

Él cerró los ojos con fuerza, como si eso pudiera hacer que la realidad desapareciera.

— ¿Cómo se supone que debo seguir adelante?

— No es una despedida, Cal —respondí en voz baja—. No lo es.

Pasaron unos segundos en silencio que se me hicieron eternos al no obtener alguna respuesta de su parte. Finalmente, se volvió hacia mí y me envolvió en un abrazo desesperado, aferrándose a mi túnica como si temiera que me desvaneciera en el aire. Yo le correspondí con la misma intensidad, sintiendo su cuerpo temblar contra el mío.

— No quiero que te vayas, maestra —susurró, con la voz rota.

— Lo sé.

— Ni siquiera sé qué voy a hacer sin ti.

— Vas a seguir creciendo, Cal. Vas a seguir entrenando, peleando, haciendo chistes malos en medio de las misiones…

— ¿Mis chistes son malos?

Sonreí entre lágrimas.

— A veces.

Escuché su risa entrecortada contra mi hombro, seguida de un sollozo ahogado.

— Puedo ir a verte siempre que esté en Coruscant, ¿verdad?

— Siempre.

— ¿Aunque tenga que escaparme del Consejo?

— Cal…

— Vale, vale, sólo digo que si lo hiciera, no sería mi culpa, sino la de la Fuerza guiándome hacia ti.

Reí suavemente y lo apreté con más fuerza.

— Si alguna vez me necesitas, si alguna vez sientes que todo es demasiado… búscame, ¿de acuerdo? No importa dónde esté. No importa lo que pase.

Cal asintió contra mi hombro, su respiración entrecortada.

— No voy a decir adiós —susurró—. No puedo.

— Porque no es un adiós.

Nos quedamos así por un largo rato, simplemente sosteniéndonos el uno al otro. Yo quería grabarme su presencia en mi alma, porque dejarlo atrás era lo más difícil que jamás había tenido que hacer.

Después de unos minutos, él fue el primero en separarse, limpiándose el rostro con la manga de su túnica. Me miró con los ojos enrojecidos, pero con una chispa de determinación en ellos.

— Prométeme que serás feliz.

— Haré mi mejor esfuerzo —susurré.

Asintió lentamente, tomando aire.

— Entonces… cuídate, maestra.

— Cuídate, calabaza.

Una última sonrisa, un último vistazo a esos ojos llenos de dolor y amor incondicional. Y entonces, di un paso atrás. Y otro.

Y, con el corazón destrozado, me obligué a salir de la habitación sintiendo su mirada arder en mi espalda mientras me marchaba.

Bajé por las escaleras, evitando todo tipo de contacto visual con el resto de Jedis que pasaban a mi alrededor. Ni siquiera me importó haber creído ver al Maestro Vos (el ex maestro de Aayla) mirándome con interés, desde el pasillo de arriba. Mi mente estaba pérdida en lo que acababa de hacer y en lo vacía que me sentía.

Esto no debería ser así. Ser madre es algo maravilloso para una mujer.

Mi labio tembló cuando ese pensamiento cruzó por mi mente. ¿Por qué yo no lo sentía de esa manera? Amar a Anakin era lo mejor que podía haberme pasado en la vida: me sentía libre, me sentía mi propia persona, me sentía completa.

¿Qué estaba mal?

Vislumbré la salida del templo a unos metros de mí y avancé, dispuesta a dejar este lugar para el resto de mi vida.

Sin embargo, algo me detuvo.

Fue como si unas voces apenas audibles llegaran a mis oídos y me obligaran a girar levemente mi cabeza hacia un lado:

Para mi conmoción, al otro lado del Templo se encontraba un niño rubio, de ojos azules contemplando a una muchacha de cabello negro que parecía ser unos años mayor que él. Vi como sus labios se movían para decirle algo mientras ella se acercaba a él y se agachaba ligeramente para quedar a su altura. Me sorprendió el parche de bacta que tenía en su hombro, cubriendo alguna herida.

«¿Eres un ángel?»

«¿Qué?»

«Sí, he oído hablar de ellos a los pilotos del espacio profundo. Son los seres más hermosos del universo»

«¿Estás ligando conmigo niño?»

Sollocé sin poder evitarlo. Las lágrimas empañaron mi visión y no fui capaz de ver nada más. No sabía que iba a suceder una vez que cruzara esas puertas, no sabía si me esperaba un camino lleno de leias o de desgracias. Pero si estaba segura de una cosa.

Mi vida apenas estaba comenzando.






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2 MESES DESPUÉS




La noche había caído sobre Coruscant, y la ciudad nunca se veía más abarrotada. Luces cegadoras titilaban por todas partes, las naves y los speeders surcaban el cielo como un enjambre inagotable de insectos mecánicos y el bullicio incesante llegaba como un maldito martillo al balcón en el que me encontraba, mirando el panorama desastroso con el ceño fruncido.

— Maldito capitalismo tecnológico —murmuré, cruzándome de brazos—. ¿Cómo hemos podido vivir aquí tanto tiempo sin volvernos locos?

No esperaba respuesta, pero mi humor estaba por los suelos, y eso significaba que ni siquiera la vista más impresionante de la galaxia podía calmar mi malestar.

— Demasiado ruido, demasiadas luces, demasiadas… cosas —bufé, haciendo un gesto amplio con la mano—. Y para colmo, huele a chatarra quemada. Perfecto, voy a vomitar.

— Te ves tan… hermosa cuando te quejas.

El sonido de su voz fue como un rayo de electricidad recorriéndome la columna. Me giré de inmediato, con los ojos muy abiertos, y ahí estaba él: Anakin, apoyado en el marco de la puerta con una sonrisa ladeada y ese brillo encantador en la mirada que parecía adorar cada átomo de mí, sin disimularlo.

Fruncí más el ceño.

— No empieces.

— ¿No empiece qué? —preguntó, acercándose a mí con esa maldita seguridad que me sacaba de quicio y me derretía al mismo tiempo.

— Con tus mentiras —resoplé, agitando una mano en su dirección—. No estoy hermosa, Skywalker. Estoy hinchada, lenta y pesada como un maldito bantha.

Mi marido soltó una carcajada baja y atrapó mi mano en la suya, llevándosela a los labios.

— Estás exagerando, ángel.

— No lo estoy —farfullé, despreciándolo con la mirada—. Hoy casi me caigo tratando de recoger un datapad del suelo. ¿Sabes lo humillante que es eso? R2 se partió los circuitos de la risa.

Él sonrió, sin soltarme la mano.

— Lo que sé es que sigues siendo la mujer más increíble que he visto en mi vida.

Solté un gruñido y aparté la mirada, fingiendo que sus palabras no me habían afectado. Pero lo hicieron. Y él lo sabía.

Anakin no dijo nada más. Simplemente se acercó hasta que su cuerpo quedó pegado al mío, envolviéndome con su calor. Sus manos, cálidas y seguras, se deslizaron con delicadeza por mi cintura antes de posarse sobre mi vientre, que ya había comenzado a notarse considerablemente, bajo el fino camisón de dormir con perlas que Padmé me había regalado.

— No estás hinchada, ángel —murmuró, su pulgar dibujó pequeños círculos en mi barriga—. Estás creando vida.

Sentí un nudo en la garganta. Bajé la mirada y vi cómo sus manos cubrían la curva de mi abdomen, como si tratara de proteger algo precioso, algo que significaba todo para él.

— Es un milagro —continuó, con la reverencia que siempre había escuchado en su voz—. Nuestro milagro.

Cerré los ojos y solté un suspiro tembloroso.

— No me siento así.

— No importa cómo te sientas —dijo con suavidad, inclinando su rostro hasta que su frente tocó la mía—. Sigues siendo la mujer más hermosa de la galaxia.

Solté una risa. — No digas tonterías.

— No son tonterías —insistió—. Te he visto en la guerra, desafiando la muerte y provocándome mil infartos con un sable en la mano. Te he visto enfrentarte a todo un batallón de separatistas sola, sin pestañear. Te he visto reír en medio del caos y sostener a los tuyos cuando todo parecía perdido. Pero esto… —presionó un poco más sus manos sobre mi vientre—. Esto es diferente. Esto es…

— ¿Qué? —susurré, sin poder evitar que se ablandara mi voz mientras lo veía.

Anakin tragó saliva y sonrió, sus ojos azul tempestad observándome de maneras que traspasaba cualquier poder que tuviera la Fuerza sobre la galaxia.

— Es amor puro.

Se inclinó y besó mi frente. No supe qué me conmovió más, si la dulzura de su gesto o la devoción en su mirada. Su cabello dorado cayó cosquilleó mi rostro, sus labios rozaron mi piel con una ternura infinita, y mi corazón se apretó dentro del pecho.

Sin pensarlo, mis dedos se hundieron en sus rizos y lo sostuve ahí, como si el simple hecho de soltarlo pudiera hacerme pedazos.

— Aún me sigo sintiendo demasiado grande —susurré con un suspiro.

Él se separó y me regaló una sonrisa pícara.

— Te haré más grande con el siguiente.

— Skywalker —gruñí, golpeándolo mientras se reía entre dientes. Pero lo decía en serio, mi barriga había crecido bastante en los últimos dos meses. Incluso para un embarazo común.

Pero como nunca antes había estado embarazada mejor no opino.

Anakin levantó la cabeza de mi vientre y me miró con curiosidad, como si acabara de recordar algo.

— ¿Por qué estabas tan malhumorada hace unos minutos?

Me removí incómoda y desvié la mirada hacia el enorme panorama que mostraba la ciudad de Coruscant en toda su caótica y luminosa gloria.

— Estaba mirando esta… maldita pesadilla de ciudad. Es un asco. Está abarrotada, es ruidosa, huele a aceite quemado y a metal recalentado… Y ni siquiera hay un maldito árbol de verdad en kilómetros a la redonda.

Anakin soltó una carcajada suave y negó con la cabeza.

— Lo dices como si nunca hubieras vivido aquí.

— He vivido aquí. Y la he odiado cada segundo.

— No parecías tan amargada cuando te escapabas por las noches con Aayla y Kit para ver carreras de speeders —replicó con una sonrisa burlona.

Ni siquiera me esforcé en preguntarle cómo demonios sabía algo que hacía con mis amigos cuando aún éramos adolescentes.

Bufé y lo miré con el ceño fruncido.

— Eso es diferente. En ese momento no estaba… —Me detuve y pasé las manos por mi rostro—. No estaba atrapada.

Su expresión cambió. Algo se suavizó en sus ojos mientras me tomaba de las manos y las apretaba con calidez.

— No lo estarás por mucho tiempo. Lo sabes, ¿verdad? —Lo miré en silencio, incapaz de responder—. En cuanto termine la guerra —continuó con certeza en su voz—, dejaré la Orden. Nos iremos lejos de aquí, a Alderaan.  A la finca de tus padres, que sigue allí, intacta, esperándote.

Mis labios se entreabrieron, pero no supe qué decir.

— Bail Organa me conseguirá un puesto en su cuerpo de seguridad —siguió Anakin, con una sonrisa casi infantil—. Dijo que cuando estuviera listo, podré trabajar protegiendo a la familia real.

Mis ojos se abrieron con sorpresa.

— ¿Bail Organa te dijo eso?

— Padmé se lo pidió por mí hace unas semanas —admitió—. Pero no quería decírtelo hasta estar seguro —Su pulgar acarició el dorso de mi mano y su sonrisa se hizo más tierna —. Vamos a tener una vida, ángel  Una vida de verdad.

Sentí un nudo en la garganta.

— Entonces…  ¿Está decidido? ¿Viviremos en Alderaan?

— Sí. Nuestro hijo crecerá corriendo por las montañas, le enseñaré a ganarse la vida como mecánico o guardia, lo guiaremos por el buen camino de la Fuerza… —Se inclinó un poco más hacia mí—. Será feliz, ángel. Vamos a ser felices.

— Espera, espera, espera —dije, alzando una ceja con diversión—. ¿"Nuestro hijo"?

Anakin parpadeó, como si no entendiera a qué me refería.

— Sí, nuestro hijo.

Me crucé de brazos y ladeé la cabeza.

— Y dime, oh, gran profeta, ¿cómo es que estás tan seguro de que será un niño?

Él abrió la boca… pero no encontró una respuesta. Frunció el ceño, como si la idea de que pudiera ser una niña jamás hubiera cruzado por su mente.

— Bueno, yo… —se frotó la nuca—. Es decir…

Me mordí el labio para contener la risa.

— Anakin… sabes que podríamos tener una niña, ¿verdad?

Mi marido se quedó completamente en silencio. Se le podía ver el procesamiento mental en tiempo real.

Y entonces, algo cambió.

Sus ojos se agrandaron apenas, como si acabara de recibir una revelación divina. Su expresión de confusión se transformó, poco a poco, en algo completamente distinto.

— Una niña… —susurró, para sí mismo.

— Sí… —sonreí con diversión—. Podría ser una niña… —repetí con el mismo dramatismo.

Anakin no se movió ni dijo nada durante unos segundos.

Y, ante mi total asombro, una sonrisa enorme comenzó a formarse en su rostro. No una sonrisa cualquiera, sino una radiante, brillante, tan brillante como el cielo nocturno del planeta.

— Una niña —repitió, esta vez con una risa nerviosa.

Arqueé una ceja, extrañada, y asentí.

— Una niña —susurró otra vez—, como tú.

Sentí cómo mi corazón se detenía un segundo.

Anakin se agachó a la altura de mi abdomen y presionó suavemente su frente contra mi vientre, envolviendo mi cintura con sus brazos.

— Una niña tan hermosa como tú —murmuró, sonriendo contra mi piel—. Con tus ojos. Con tu sonrisa. Creo que ahora no hay nada en esta galaxia que desee más que eso.

No pude evitarlo. Me incliné y lo besé.

Fue un beso desesperado, lleno de todas las emociones que contenía, de sueños que nunca me había atrevido a imaginar. Anakin me rodeó con los brazos y me sostuvo como si tuviera miedo de que en ese momento desapareciera.

Y por primera vez en mucho tiempo, creí en sus palabras.

Quizás sí, después de todo, podríamos ser felices.



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Me removí entre las sábanas con pesadez, despertando poco a poco debido a una extraña perturbación en la Fuerza y a la maldita incomodidad de mi camisón.

Gruñí entre dientes cuando sentí una de las perlas bordadas en el escote presionándome justo en la clavícula. Por todos los cielos, ¿en qué estaba pensando Padmé al regalarme algo tan bonito pero tan molesto para dormir?

Suspiré con resignación y me giré con la esperanza de acomodarme mejor y, de paso, acurrucarme contra Anakin. Extendí la mano, esperando encontrar el cuerpo cálido y familiar de mi marido junto a mí.

Pero mis dedos solo tocaron el colchón frío y vacío.

La perturbación aún seguía vibrando en el aire. Fruncí el ceño, tratando de concentrarme en su origen, pero entonces sentí un golpe seco en el vientre que me sacó un quejido.

— ¡Por los pelos de Windu! —gruñí, llevando ambas manos a mi abdomen.

Otra patada respondió a mi exasperación, como si el pequeño demonio dentro de mí se estuviera divirtiendo en esa mansión que había creado. Entreabrí los labios en un siseo y otro pensamiento cruzó por mi mente.

— Te vas a parecer a tu padre, ¿verdad? —susurré con resignación.

Porque claro que lo haría. Era inquieto, no me dejaba dormir y ya me estaba causando problemas antes de nacer. Sí, definitivamente, este niño (o niña) heredaría la infinitamente molesta genética de Anakin Skywalker.

Solté otro suspiro y, sin muchas ganas de seguir soportando mi incomodidad acostada, me incorporé con cuidado. Deslicé los pies fuera de la cama y me puse de pie, sintiendo el fresco del suelo contra mi piel desnuda. Salí del dormitorio con pasos sigilosos, siguiendo la perturbación que aún flotaba en el ambiente. 

Entonces lo vi.

Anakin estaba en la sala, de espaldas a mí, con la luz de la luna filtrándose a través del ventanal y envolviéndolo por completo. Su bata oscura caía floja sobre sus hombros, apenas cubriendo su cuerpo desnudo. El plateado resplandor de Coruscant resaltaba cada línea de su musculatura, cada sombra de su silueta.

Permanecía inmóvil, con los puños cerrados y la mirada perdida en la ciudad, como si ni siquiera hubiera notado mi presencia.

Me acerqué a él en silencio, descalza, dejando que la penumbra me envolviera. Aún adormilada, me pasé una mano por la cara, intentando disipar la neblina del sueño mientras lo observaba.

— Ani… —murmuré con voz ronca por el sueño—. ¿Por qué te has levantado?

No obtuve respuesta.

Fruncí el ceño, deteniéndome a unos pasos de él. La tensión en sus hombros era evidente, sus nudillos pálidos por lo fuerte que cerraba los puños y evitaba mirarme. Algo estaba mal.

— Anakin —insistí con más firmeza, esta vez apoyando una mano en su espalda—. ¿Qué te pasa?

Sentí el leve estremecimiento de sus músculos bajo mi palma antes de que soltara un suspiro lento y pesado. Pasaron unos segundos antes de que hablara con una voz más baja de lo habitual.

— He vuelto a tenerlas.

Me tomó un momento entender a qué se refería.

— ¿Pesadillas? —pregunté, suavizando el tono.

Él asintió, sin apartar la vista de la ciudad.

— Como las de antes… cuando soñaba con mi madre —Sus palabras flotaron en el aire, pesadas, casi dolorosas y permanecí en silencio—. Cuando la veía sufrir antes de que siquiera ocurriera.

Me tensé.

No quería preguntarlo. No quería saber la respuesta. Pero lo hice de todos modos.

— ¿Qué ves en ellas, Anakin?

Él tardó en responder. Y cuando lo hizo, su tono era vacío, como si le costara decirlo en voz alta:

— Te veo a ti.

El mundo pareció inclinarse bajo mis pies.

— ¿A mí?

— Muriendo.

Mi respiración se atascó en mi garganta.

Anakin finalmente se giró para mirarme, y la expresión en su rostro me dejó sin aliento. Sus ojos reflejaban algo que rara vez veía en él: puro, absoluto terror.

— No sé cómo ocurre —continuó, con la mandíbula apretada—. Solo veo que… agonizas. Me llamas, dices mi nombre, pero no puedo alcanzarte. No puedo hacer nada.

No pude moverme ni tampoco hablar para tranquilizarlo.

Solo sentía la frialdad recorriendo mi columna, una sensación sofocante que me oprimió el pecho. Un escalofrío recorrió mi columna y apoyé una mano en mi vientre, reflexionando lo que había dicho.

Tragué saliva, intentando asimilar sus palabras mientras el silencio entre nosotros se volvía denso, casi asfixiante. La perturbación en la Fuerza revoloteaba débilmente a mi alrededor, como una señal lejana de su angustia.

— Anakin… —Mantuve la voz suave, obligándome a respirar profundamente antes de continuar—. Solo son sueños.

— No lo sabes.

— No lo sabemos —lo corregí, alzando una mano para rozar su brazo con suavidad—. Has estado bajo demasiada presión últimamente. La guerra, la Orden, mi embarazo… Tu mente está agotada, cariño.

Mi intento de razonar con él no tuvo el efecto que esperaba. En lugar de relajarse, su expresión se endureció aún más.

— No es solo agotamiento, Helene. Lo sentí. Era real.

— ¿Como lo fue con tu madre? —susurré.

Anakin entrecerró los ojos y su mandíbula se apretó con fuerza. Sabía que había tocado una herida aún abierta, pero tenía que hacerle ver que las pesadillas no siempre eran visiones.

— ¿Y si esta vez sí puedo evitarlo? —preguntó apenas en un murmullo.

— ¿Y si no hay nada que evitar? —repliqué—. ¿Y si solo son tus miedos reflejándose en tus sueños?

Lo sentí vacilar.

Se pasó una mano por el rostro, exhalando un suspiro tembloroso, como si quisiera creerme, pero no pudiera.

— No quiero perderte.

— No vas a perderme.

No estaba segura de quién intentaba convencerse más.

La pesadilla lo había afectado profundamente, y aunque mi instinto me decía que no debía preocuparme, la manera en que él lo decía, la absoluta convicción en su voz, sembraba otro escalofrío en mi cuerpo.

Pero no podía permitir que se dejara consumir por el miedo.

Llevé ambas manos a su rostro, obligándolo a mirarme a los ojos.

— Eh, estoy aquí —le aseguré con firmeza—. Estoy viva. Estoy contigo.

Sus pupilas se dilataron y, por un instante, creí que iba a decir algo más, pero en lugar de eso, soltó un suspiro y dejó caer la frente contra la mía. Su piel estaba cálida.

— No quiero que nada nos pase —murmuró.

— Y nada nos pasará.

Un temblor recorrió su espalda cuando envolví mis brazos a su alrededor, atrayéndolo contra mí.

Me abrazó con fuerza, enterrando su rostro en mi cuello mientras yo cerraba los ojos y me balanceaba ligeramente, como si intentara calmar no solo su angustia, sino también la mía. De nuevo, solo existimos los dos. Su mano descendió lentamente hasta mi vientre, acariciándolo con delicadeza. Entonces, como si nuestro parásito sintiera su presencia, una suave patadita golpeó contra su palma. Anakin se quedó inmóvil.

Y luego, muy despacio, una sonrisa apareció en su rostro.

— Nuestra bebé —susurró, con una chispa de alegría.

El miedo no desapareció por completo, pero en ese momento, supe que el amor que sentía por nosotros era más fuerte.

O eso quería creer.

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