ʟɪᴀʀ
ʟɪᴀʀ
⫘⫘⫘⫘⫘⫘
La luz de la mañana apenas lograba colarse por las cortinas cerradas de mi apartamento, pero la holopantalla iluminaba la estancia con un resplandor frío y azulino. El sonido de la transmisión retumbaba en el aire y cada palabra que sonaba a través de ella se sentía como un golpe seco en mis oídos.
— Para asegurar la paz y una continua estabilidad… —la voz del Canciller Palpatine resonó de manera esperanzadora y solemne— …la República será reorganizada en el Primer Imperio Galáctico, para que podamos gozar de una paz duradera.
Los aplausos estallaron en la holopantalla. Fue un rugido ensordecedor, una ovación que me heló hasta los huesos. Senadores de todos los rincones de la galaxia se ponían de pie, vitoreando al hombre que acababa de enterrar a la República. Pero no todos. La cámara se deslizaba en ocasiones (como si fuera a propósito) hasta capturar los rostros sombríos de Padmé y Bail Organa mirando al Canciller con decepción.
En ese momento, la transmisión mostró a Palpatine levantando las manos, pidiendo calma:
— Estamos seguros. Estamos protegidos ¡Estamos unidos!
Otro estallido de vítores. Más aplausos. Padmé soltó un suspiro tembloroso a mi lado, sin apartar los ojos de la holopantalla.
— Así es como muere la libertad… —murmuró con amargura— …con un estruendoso aplauso.
Pero apenas la escuché.
Mi mente era un lugar vacío, una maraña de pensamientos que no lograban tomar forma.
No había noticias. De nadie.
Desde anoche, no había sabido nada de Anakin. Ni de Cal. Ni de Obi-Wan. Ni de nadie más de la Orden.
Nada.
Cerré los ojos por un momento, tratando de calmar el temblor en mis manos. Pero no importaba cuánto intentara contenerlo. Algo en mí se había arruinado, y para siempre. Ni siquiera me importaba el dichoso cambio de Estado en la galaxia, ahora solo me importaba saber la integridad de mis seres queridos.
Gracias a eso me di cuenta de que jamás hubiera logrado ser una buena Jedi, independientemente de mi relación con Anakin. El apego por mi gente, el amor y la preocupación que sentía por cada uno de ellos sobrepasaba cualquier Código al que hubiera intentado anexarme.
Padmé suspiró y apagó la holopantalla con un gesto brusco, como si no soportara verla un segundo más. El apartamento quedó en un silencio espeso, roto solo por el sonido de nuestra respiración.
Me quedé inmóvil, con la mirada perdida en el lugar donde antes flotaban las imágenes de la transmisión. Pero yo aún podía verlas, como si estuvieran grabadas en el aire.
— No puedo creerlo… —susurró Padmé, con la voz quebrada.
Se abrazó a sí misma y caminó hasta el ventanal, observando la ciudad que seguía con su rutina como si nada hubiera cambiado. Como si la República no hubiera caído. Como si la Orden Jedi no hubiera sido exterminada. Como si la democracia no hubiera muerto anoche.
— No hay noticias de nadie —continuó, su tono cargado de desesperación—. Nadie ha respondido mis mensajes. Bail dice que Yoda y Obi-Wan se fueron de Alderaan antes de que él regresara. No sé qué está pasando, no sé quién sigue con vida…
Quise decirle algo, cualquier cosa, pero no tenía palabras. Mi garganta se sentía cerrada, como si el más mínimo intento de hablar fuera a hacerme colapsar. Lo único que hacía era mirar el suelo, con la espalda rígida y las manos temblorosas sobre mis piernas.
Padmé se giró hacia mí con el ceño fruncido.
— Helene… —no respondí—. Helene, escúchame —exigió y levanté la vista lentamente, contemplando la expresión de angustia en su rostro—. C3PO me dijo que volcaste la bandeja del desayuno hace unas horas. Tienes que comer algo.
Sentí un nudo en la garganta.
— No puedo…
Padmé se arrodilló frente a mí, sosteniéndome las manos con cuidado.
— Sé que esto es… devastador. —Sus ojos reflejaban un dolor que conocía demasiado bien—. Pero tienes que ser fuerte. No puedes dejar que esto te consuma.
No quería escucharla. No quería pensar. No podía sentir nada más que la sofocante desesperación consumiéndome a pasos gigantes a pesar de mis propios intentos de mantenerla a raya. No solo eran los Jedi. No solo era la caída de la República.
Era Anakin.
Él no estaba aquí.
Anoche lo había sentido tan cerca, tan real en mis brazos, pero ahora parecía que había desaparecido en el vacío. La última vez que nos vimos, sus labios estaban tibios contra los míos, sus manos acariciando mi rostro con ternura. Me había dicho que todo estaría bien.
Pero nada estaba bien.
No sabía dónde estaba.
No sabía qué estaba haciendo.
Sabía que estaba cumpliendo su misión. Sabía que el Canciller lo había enviado a acabar con los separatistas. Pero no podía soportar no tenerlo aquí. No podía soportar la idea de que él estuviera en un lugar remoto de la galaxia, mientras mi mundo se desmoronaba y yo me quedaba sola.
Un fuerte mareo me golpeó y llevé una mano a mi estómago, sintiendo una punzada de náuseas que amenazó con desbordarse. Padmé notó mi gesto y se apresuró a sostenerme.
— Helene, respira —me instó, preocupada—. No puedes dejar que esto te haga daño.
Quería decirle que ya lo había hecho. Quería decirle que sentía que me estaba ahogando en mi propia mente, en mi propia impotencia. Pero todo lo que pude hacer fue cerrar los ojos y dejar que las lágrimas silenciosas rodaran por mis mejillas.
Padmé no dudó ni un segundo en rodearme con los brazos y abrazarme con fuerza. No dijo nada más, solo me sostuvo con todo el cariño que podía ofrecer, como si su propia alma entendiera lo rota que estaba la mía. Hundí el rostro en su hombro, sintiendo cómo mi cuerpo temblaba de la cabeza a los pies. No podía parar. No podía calmarme.
Era demasiado.
No supe cuánto tiempo nos quedamos así, pero el silencio fue interrumpido por un pitido repentino que nos hizo levantar la cabeza a ambas. Padmé se separó con suavidad y tomó el pequeño aparato de su mesa, frunciendo el ceño al ver la notificación en la pantalla.
— ¿Quién es? —pregunté con un hilo de voz, sintiendo que aún me faltaba el aire.
Ella abrió los ojos con sorpresa.
— Es la nave de Obi-Wan —susurró perpleja, el latido de mi corazón se detuvo por un momento—. Está pidiendo permiso para aterrizar.
La exaltación me golpeó como un relámpago.
— ¿Aquí? —Mi voz se alzó con el miedo enredándose dentro de mí. Padmé asintió, pero vi la misma tensión en su rostro.
— No puede estar aquí —balbuceó, insegura—. Si los clones lo encuentran…
Tomé una bocanada de aire. Si Obi-Wan se había arriesgado a venir significaba que tenía noticias importantes. Mi garganta se secó.
— Déjalo aterrizar.
Padmé dudó por unos segundos pero finalmente asintió extendiendo la mano para presionar la autorización en el aparato. A través del ventanal, vimos la nave de Obi-Wan descender con rapidez y aterrizar en el balcón. No tardó en salir.
Cuando cruzó el umbral de mi apartamento, me di cuenta de su aspecto: Su túnica estaba sucia, sus ropas rasgadas y el agotamiento era evidente en cada línea de su rostro. Pero estaba vivo.
Padmé corrió hacia él sin dudarlo y lo envolvió en un abrazo. —Gracias a los dioses.
Obi-Wan cerró los ojos un momento, correspondiendo el abrazo. Pero cuando se separaron, su mirada se posó en mí. Por un instante, sus ojos reflejaron un alivio sincero, pero pronto se oscurecieron con preocupación.
— Helene…
Cruzó la distancia que nos separaba y me abrazó con un cuidado especial. No supe qué decir. El calor de su abrazo trajo consigo un alivio momentáneo, pero también un miedo profundo. No sabía que estaba haciendo aquí, ni porqué su presencia en la Fuerza estaba especialmente perturbada conmigo.
— Temí que estuvieras en peligro —murmuró, haciéndome fruncir levemente el ceño.
— Ya no soy una Jedi… —respondí con inseguridad.
Obi-Wan se apartó solo lo suficiente para mirarme directamente a los ojos.
— Eso no importa —negó con la cabeza—. Tú eres una usuaria de la Fuerza. Es posible que también los estén persiguiendo, incluso si no pertenecen ninguna asociación.
Mi respiración se entrecortó. No lo había pensado hasta ahora. Creía que la purga solo era contra los Jedi, pero… ¿Podría estar en peligro también?
No, de ser así Anakin lo habría sabido y no se hubiera separado ni un milímetro de mí.
Obi-Wan se dejó caer pesadamente en una de las sillas, con el rostro agotado y sombrío. Padmé y yo lo seguimos, sentándonos frente a él, aunque yo apenas podía sentir mis piernas. Todo esto parecía una pesadilla de la que no podía despertar.
Él suspiró, como si estuviera reuniendo fuerzas para hablar.
— Los clones… —comenzó, con la voz ronca—. Nos traicionaron.
Inhalé profundamente.
—¿Cómo? —preguntó Padmé, aunque su expresión sugería que ya sabía la respuesta.
— Fue Lord Sidious —continuó Obi-Wan, y sus ojos nos recorrieron a ambas con gravedad—. El Canciller Palpatine.
Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Padmé cerró los ojos con un gesto de frustración y dolor.
— Lo sabía… —susurró—. Siempre supe que había algo en él, algo oscuro.
Yo apenas podía seguir respirando. La sangre se me heló en las venas mientras el nombre de Palpatine reverberaba en mi cabeza. ¿Cómo había sido tan estúpida como para no darme cuenta? La mirada de traición de Dooku cuando le ordenó a Anakin que lo matara… Su conocimiento de nuestro matrimonio y mi embarazo… Su interés por controlar lo que hacíamos los Jedi…
Lord Sidious.
El Canciller de la República.
El hombre en quien Anakin confiaba.
Sentí que el suelo bajo mis pies desaparecía.
— Maldita sea… —Mis dedos se aferraron al borde de la mesa con fuerza, tratando de anclarme a la realidad.
Siempre supe que había algo inquietante en Palpatine, algo que me hacía sentir intranquila cada vez que hablaba con él. Mi estómago se revolvió con náuseas al pensar en mi marido. Anakin había estado a su lado todo este tiempo. Había confiado en él, lo había seguido… lo admiraba.
El miedo se deslizó dentro de mí como un veneno, quemándome desde adentro.
¿Hasta qué punto había estado enredado en esta telaraña?
Obi-Wan continuó, ajeno a mi espiral de pánico: — Los clones tenían órdenes de exterminarnos. Algo que al parecer estaba programado en ellos desde el principio. Una Orden secreta que ni siquiera nosotros conocíamos.
Padmé llevó una mano a su boca, horrorizada. Yo solo sentía un vacío frío y desesperante en el pecho.
Habíamos sido marionetas.
— El Templo Jedi fue completamente destruido —siguió Obi-Wan—. Y no sé cuántos lograron escapar.
Mi voz salió quebrada cuando me obligué a hablar: — ¿Sabes de los supervivientes?
Obi-Wan bajó la mirada, sus facciones marcadas por el dolor.
— Solo el Maestro Yoda —dijo finalmente—. Él está vivo.
Solo el Maestro Yoda.
La información cayó sobre mí como una roca aplastante. Sabía que Cal estaba vivo (o eso quería creer) y escondido, pero no se lo dije. Confiaba en Obi-Wan, pero la seguridad de ese chico era una prioridad demasiado mayor como para arriesgarla.
— ¿Nadie más? —insistió Padmé, aferrándose a una mínima esperanza.
Obi-Wan negó con la cabeza.
— No lo sé —respondió con sinceridad—. No he tenido contacto con nadie más.
El aire pareció espesarse en mis pulmones. Cerré los ojos con fuerza, intentando no dejarme arrastrar por la desesperación. Los Jedi estaban muertos. El Templo había sido arrasado. Palpatine era un Sith. Y Anakin…
Me llevé una mano temblorosa a mi vientre. ¿Dónde estaba Anakin en todo esto?
Obi-Wan no siguió hablando. Todo lo que había ocurrido parecía haber caído sobre sus hombros, encorvándolos, robándole el brillo de sus ojos. Apenas unos días atrás, el hombre que tenía frente a mí seguía siendo el General Kenobi, el Maestro Jedi honorable y sabio que lideraba la guerra con su inquebrantable sentido del deber. Ahora solo parecía un hombre derrotado.
Finalmente rompió el silencio.
— Esta madrugada… —hizo una pausa, como si le costara recordar—. El Maestro Yoda y yo regresamos al Templo.
El Templo Jedi. El lugar que había sido mi hogar por años. El corazón de la Orden.
Padmé y yo lo escuchamos sin atrevernos a interrumpir. Obi-Wan cerró los ojos un momento antes de continuar.
— Cuando entramos, lo vimos todo. Los cuerpos estaban esparcidos por todas partes —su voz se quebró apenas, pero se recompuso rápidamente—. Los Maestros. Los Caballeros. Los jóvenes padawans… hasta los iniciados.
Padmé se llevó otra mano a la boca, horrorizada. Yo solo sentía un nudo en el estómago.
Los niños.
Obi-Wan bajó la mirada, incapaz de sostener nuestras miradas. — Fuimos a la Cámara de Meditación.
Algo en su tono hizo que mi corazón se detuviera un segundo.
Lo miré fijamente, sintiendo un pánico repentino.
— Obi-Wan… —susurré.
Él levantó los ojos y supe que lo que iba a decirme sería lo peor de todo.
— La encontré ahí —confesó en voz baja—. A Shaak Ti.
Un latido ensordecedor golpeó mis oídos.
— No… —murmuré, sintiendo cómo el mundo entero se resquebrajaba.
— Estaba en posición de meditación —continuó Obi-Wan con suavidad, aunque también parecía costarle decirlo—. Pero su herida… La habían atravesado con un sable de luz. Por la espalda.
El aire se fue de mis pulmones.
Todo mi cuerpo se entumeció.
— No… —repetí, sin poder asimilarlo.
Padmé, con el rostro lleno de tristeza, me abrazó con fuerza. Pero yo no podía respirar. No podía pensar. No podía hacer otra cosa que repetir en mi mente, una y otra vez, que la Maestra Ti estaba muerta.
Shaak Ti.
Mi maestra.
Mi mentora.
La mujer que había sido como una madre para mí.
«Hija mía…»
Las lágrimas brotaron sin control mientras me llevaba las manos a la boca, ahogando un sollozo desgarrador.
— ¿Y Anakin? —preguntó Padmé con voz temblorosa, acariciando mi espalda en un intento por consolarme.
La pregunta hizo que mi llanto se detuviera por un segundo. Yo no había podido siquiera pensar en él. No después de esto.
Obi-Wan no respondió enseguida y ese silencio me hizo temblar. Padmé lo notó también.
— Obi-Wan… —insistió, entre preocupada y desconcertada—. ¿Dónde está?
Un mal presentimiento se alojó en mi pecho y el miedo me envolvió como un manto cuando no respondió. En cambio, respiró hondo y soltó: — Hemos visto las grabaciones del Templo.
Padmé se tensó. Yo sentí la sangre abandonar mi rostro.
— Vimos quién llevó a cabo la masacre —murmuró, desviando la mirada hacia otro lugar. Mi pulso se aceleró aún más y Obi-Wan continuó con una voz tremendamente desgarradora—. Vimos como Sidious nombraba a un nuevo aprendiz después de que mataran a Mace Windu, para acabar con la Orden.
El silencio fue sepulcral. Ninguna de nosotras dijo nada y mis manos, unidas a las de Padmé, temblaron. Una sofocante lucha se batalló en mi interior, queriendo saber el nombre y a la vez no.
Entonces, con una tristeza insondable en su voz, Obi-Wan pronunció las palabras que más temía:
— Fue Anakin.
Todo mi mundo se desplomó.
En ese instante, el apartamento pareció cerrarse a mi alrededor. Las palabras de Obi-Wan fueron como una sombra fría arrastrándose por mi piel, ahogándome en una verdad que mi mente se negó a aceptar.
—No —mi voz salió temblorosa—. No, eso no es verdad.
Obi-Wan no se inmutó. Su rostro estaba marcado por el agotamiento, sus ojos reflejaban un dolor profundo, como si cada palabra que hubiera pronunciado lo estuviera destruyendo también.
— Helene… —Padmé dio un paso hacia mí, pero retrocedí, sacudiendo la cabeza con fuerza.
— ¡Mientes! —espeté, sintiendo cómo la desesperación me quemaba desde dentro—. ¡Anakin jamás haría algo así! ¡Él nunca… nunca…!
Pero Obi-Wan no se apartó. No intentó suavizarlo.
— Lo vi con mis propios ojos —su voz era baja, pero totalmente segura—. Las grabaciones…
Negué con más fuerza, con tanta desesperación que sentí un mareo.
— No es cierto.
— Mató a todos, Helene.
— No.
— Incluso a los niños.
La habitación giró. El aire abandonó mis pulmones con un golpe seco, como si me hubieran arrancado el aliento de golpe. Me tambaleé hacia atrás, sintiendo que la realidad se desmoronaba a mi alrededor, fragmentándose en mil pedazos imposibles de juntar.
Los ojos de Anakin.
Su mirada la última vez que lo vi: oscura, deshonesta, intranquila.
La desesperación en su voz. La impotencia en sus gestos. Todos estos días.
El horror me golpeó como una ola ardiendo.
Mi estómago se contrajo con violencia, y un grito desgarrador se atoró en mi garganta. Mis piernas cedieron y caí de rodillas, sintiendo cómo la desesperación me hundía en un abismo sin fin.
— No… no, no, no… —Mis dedos se clavaron en mi piel, arañándome los brazos con una fuerza inhumana—. No puede ser… no puede ser…
Padmé se lanzó hacia mí, agarrando mis manos con fuerza.
— ¡Helene, basta!
Pero yo no podía parar. No podía respirar. No podía soportarlo.
Me arranqué la piel, sintiendo el ardor de mis uñas abriéndose paso entre mis propios brazos. Quería sentir algo. Cualquier cosa que no fuera este vacío, este dolor que me rompía desde dentro.
— ¡DETENTE! —Padmé me sujetó más fuerte, temblando, con los ojos llenos de lágrimas.
Pero no podía.
Anakin.
Anakin.
Mi Anakin.
Matando niños.
Sangre en sus manos.
No. No. No.
Un alarido de agonía escapó de mis labios, un sonido tan desgarrador que ni siquiera lo reconocí como mío.
Obi-Wan se arrodilló a mi lado con un rostro atormentado por lo que estaba viendo, pero manteniendo la calma.
— Lo siento, Helene. Lo siento de verdad.
Esas palabras.
Y yo ya no quise existir.
El mundo se sentía borroso. Lo que había dicho Obi-Wan seguía flotando en el aire, como si mi mente se negara a darles sentido.
— Las grabaciones… —mi voz tembló, sintiendo que cada latido de mi corazón dolía más que el anterior.
Obi-Wan asintió con gravedad, con la expresión más sombría de lo que jamás la había visto.
— Vimos todo. Desde el momento en que entró en el Templo hasta… hasta el final.
No.
— No —Mi propia voz sonó ajena, como si no me perteneciera.
— Anakin… —Obi-Wan tragó con dificultad, como si lo que iba a decir le supiera a veneno—. Le pidió a Sidious que lo ayudara a salvarte. Lo llamó maestro.
Mi respiración se cortó.
Sentí un tirón brutal en mi vientre, como si mi propio cuerpo se negara a asimilar lo que acababa de escuchar. Mi mente, que segundos antes flotaba en la negación absoluta, ahora se aferraba con desesperación a esas palabras.
Anakin… lo hizo por mí.
Mi Anakin… cayó por mí.
Me temblaron las manos, y mis rodillas amenazaron con ceder. Si no hubiera estado apoyada en la mesa, habría colapsado ahí mismo.
— No… —Mi garganta se cerró—. No puede ser.
—Lo siento, Helene.
Mi pecho subía y bajaba en un ritmo errático, y apenas me di cuenta de que estaba presionando una mano contra mi vientre. El movimiento del bebé dentro de mí me sacudió como un relámpago. De repente, la habitación dejó de ser un cúmulo de ruido sin sentido.
Volví a ver los ojos cansados de Obi-Wan, la forma en que Padmé se llevaba una mano a la boca, con su propia desesperación reflejada en su rostro.
Todo se volvió demasiado real.
Demasiado.
— Yo… —Intenté hablar, pero mi voz se quebró—. Yo no…
Obi-Wan suspiró pesadamente.
— Siempre lo supe.
Levanté la cabeza lentamente, sin comprender.
— ¿Qué?
Su expresión se suavizó, pero no de una forma reconfortante. — Siempre supe que había algo entre ustedes dos.
Mi cuerpo entero se tensó.
— No…
— Y de alguna manera, lo confirmé con tu salida de la Orden.
Padmé pestañeó, aturdida. — Tú…
— No pensé que las cosas entre ambos hubieran llegado tan lejos —Obi-Wan suspiró, llevándose una mano a la babilla—. Si tan solo Anakin me lo hubiera contado… Si tan solo hubiera confiado en mí para explicarme lo que sucedía…
No podía procesarlo.
No podía.
Mi cabeza zumbaba, mis ojos ardían, y mi corazón se rompía a un nivel que nunca creí posible. Obi-Wan dio un paso hacia mí, sus manos se posaron firmes pero cuidadosas sobre mis hombros, como si intentara evitar que me desmoronara. Entonces lo dijo:
— Anakin es el padre, ¿no es así?
Mis labios se separaron, pero el silencio fue mi única respuesta. No hacía falta decirlo. Ni siquiera me molesté en fijarme en el detalle de que en mi colapso había dejado caer la capa que cubría mi barriga. Obi-Wan lo vio en mis ojos, en mi postura, en la forma en que seguía aferrándome a mi vientre sin darme cuenta.
Y con la tristeza más sincera que había escuchado en mi vida, susurró:
— Lo siento mucho.
No dije nada. Él se apartó con pesadez, como si su propio cuerpo estuviera cansado de sostener todo el peso de la realidad. Su mirada se endureció con determinación cuando nos observó nuevamente. — Tengo que ir tras él.
Aunque supe lo que significaban esas palabras antes de que pudiera terminarlas. La furia se encendió en mí como una chispa en pólvora.
— ¿Para qué? —Mi voz se quebró, pero la ira la mantuvo firme—. ¿Para matarlo?
Obi-Wan cerró los ojos por un instante, como si estuviera reuniendo fuerzas para decirlo.
— Debo detenerlo.
— ¡Quieres matarlo! —grité, sintiendo mi garganta desgarrarse.
— Helene…
— No puedes hacerle esto. —Mi cuerpo temblaba de rabia y desesperación—. ¡Él no es un asesino! ¡Él no es un monstruo!
— Vimos las grabaciones —La voz de Obi-Wan adquirió algo de dureza, pero seguía hablándome con paciencia—. No hay excusas para lo que hizo. Debo pararle los pies ahora.
Padmé intervino con su rostro surcado por lágrimas. —Por favor, tiene que haber otra forma. Él… él sigue siendo Ani.
— Ya no lo es —Obi-Wan desvió la mirada, como si no quisiera vernos a los ojos.
— No puedes hacer esto —repetí, pero mi voz se debilitaba.
No podía permitirlo. No podía dejar que se enfrentaran.
Pero… ¿dónde estaba él?
Mi mente se puso en marcha, a pesar del caos que me consumía. Sidious… Separatistas… Mustafar.
El recuerdo de la transmisión de Cal se coló en mi mente como un trueno en la tormenta. Él había visto una base separatista en el centro de Mustafar y Palpatine había enviado a Anakin a acabar con los líderes separatistas.
El sueño que había tenido ayer regresó a mi mente y me estremecí. Anakin estaba ahí.
Pero pensaba decírselo. No lo traicionaría. No importaba lo que dijera. No dejaría que lo mataran. Tenía que saber la verdad por mi propia cuenta.
Obi-Wan nos miró por última vez, con la fatiga y el dolor marcados en su rostro.
— Por favor, tengan cuidado.
Padmé asintió débilmente. Yo no dije nada.
Solo lo vi marcharse, sintiendo que la sombra de la tragedia caía sobre todos nosotros.
⫘⫘⫘⫘⫘⫘
El rugido de los motores envolvió el hangar cuando subí a la nave, con el corazón latiéndome tan fuerte que sentía que iba a romperme el pecho. Me había negado a la oferta de Padmé de ir con ella, de llevar a su equipo de seguridad conmigo o de aceptar cualquier medida sensata. No podía arriesgarme a confiar en nadie. No podía permitir que alguien más intentara matarlo.
Me desplomé en el asiento del piloto, con las manos temblorosas sobre los controles. C3PO se acomodó torpemente en el asiento copiloto, y L0LA zumbó detrás mía de manera inquieta. No me importó. Nada me importaba, excepto llegar a Mustafar. Excepto encontrar a Anakin.
Sentí una suave presencia en la Fuerza rozando la mía pero la aparté de mi mente. No tenía tiempo para distracciones, no cuando mi mente desesperada solo podía concentrarse en una cosa: traer a mi marido de vuelta.
El resplandor de los motores iluminó la oscura inmensidad del espacio cuando mi nave dejó atrás la atmósfera de Coruscant. Las estrellas se estiraron en líneas blancas cuando salté al hiperespacio, y la sensación de movimiento me dejó con un mareo momentáneo.
Mi cuerpo me suplicaba descanso. Me ardían los ojos por haber llorado tanto, mis extremidades se sentían pesadas y mi vientre, tenso e incómodo, parecía recordarme que no debía estar haciendo esto. Pero no me detuve. No podía.
— Milady, si me permite decirlo, no creo que esto sea prudente —la voz de C3PO a mi lado con nerviosismo —. Viajar sola en su estado es... altamente imprudente.
No le respondí. Me concentré en el vacío del espacio frente a mí, en la forma en que las luces del hiperespacio se mezclaban en un vórtice infinito.
— Si necesita descansar, puedo programar el piloto automático —insistió—. Tal vez solo unos minutos...
No. No podía descansar. No cuando cada vez que cerraba los ojos veía el Templo en llamas. No cuando sentía el eco de la Fuerza retorciéndose en agonía dentro de mí.
Mis manos se aferraron a los controles con más fuerza. La voz de Obi-Wan seguía resonando en mi cabeza. Inspiré hondo, sintiendo cómo la culpa y la rabia me carcomían desde dentro. Todo lo que había perdido, todo lo que había cambiado, todo lo que se había derrumbado... todo había sido por él.
¿Y qué haría cuando lo viera?
No tenía una respuesta. No sabía qué creer. No sabía quién era mi marido ahora.
Pero iba a encontrarlo. Costara lo que costara.
El tiempo pareció disolverse en el hiperespacio. No supe cuántas horas habían pasado, cuántos minutos de silencio pesado soporté mientras mi mente se llenaba de pensamientos caóticos. Solo cuando la nave comenzó a desacelerar, mi pecho se encogió con una oleada de inquietud.
Mustafar.
El planeta apareció ante mí como un pozo de sombras y llamas, una pesadilla viviente tal y como la que había tenido ayer. El paisaje ardiente, los ríos de lava que brillaban como cicatrices de fuego en la oscuridad, la atmósfera llena de cenizas… Algo en mi interior se revolvió con una violencia insoportable.
Mis manos temblaron cuando ajusté los controles para el aterrizaje. Apenas podía respirar. La nave descendió con torpeza, y cuando finalmente tocó tierra, me aferré al borde de la consola, sintiendo que mi pecho se colapsaba.
Y entonces la vi.
La nave de Anakin.
El impacto me golpeó tan fuerte que me mareé. Mi visión se volvió borrosa, mi respiración se detuvo en seco. Él estaba aquí. Él estaba aquí.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Me levanté de golpe, casi tropezando con mis propios pies, y abrí la rampa de inmediato. El calor sofocante me golpeó como una pared de piedra, pero no me importó.
En la distancia, una figura oscura se movió con rapidez hacia mí.
Mis rodillas casi cedieron.
Era él.
Corrí.
No pensé en nada más. No en el aire abrasador que me quemaba la piel, ni en la presión insoportable en mi vientre, ni en el peligro que debía significar este lugar. Solo sentí el latido frenético de mi corazón, el impulso visceral de alcanzarlo, de tocarlo, de asegurarme de que era real.
Sus brazos se abrieron un segundo antes de que me lanzara contra él.
El impacto fue brutal. Me aferré a su túnica con fuerza, sintiendo su calor, su olor, su presencia envolviéndome. El mundo entero desapareció cuando su abrazo me atrapó, cuando sus manos me sostuvieron con desesperación.
Mi respiración se quebró, sollozos silenciosos escapando de mis labios contra su cuello.
— Anakin…
No sabía qué decir. No sabía qué sentir.
Solo sabía que estaba en sus brazos. Y que, por un instante, todo el infierno a mi alrededor dejó de importar.
Los brazos de mi marido seguían rodeándome con fuerza, como si temiera que me desvaneciera en cualquier momento. Pero incluso en su abrazo, mi cuerpo se estremecía con un miedo que no podía ignorar.
— Reconocí tu nave desde lejos —susurró en voz baja, sus labios rozaron mi cabello con suavidad mientras lo acariciaba—. Tranquila, mi amor. Estás temblando.
¿Y cómo podría siquiera no hacerlo? Me separé apenas, lo suficiente para ver su rostro, y mis manos se aferraron a su túnica con más desesperación. No podía soltarlo. No podía arriesgarme a perderlo. No a él.
— ¿Qué haces aquí, ángel? —preguntó con cariño, aunque su tono tenía un filo que no pasé por alto..
Mi garganta se cerró.
— Estaba preocupada por ti —hablé casi sin voz, mirándolo como si tratara de ver a través de él—. Obi-Wan… Obi-Wan me dijo cosas horribles…
El cuerpo de Anakin se tensó al instante. Su expresión se endureció con un destello peligroso en los ojos y tragué saliva. Solo recordaba haberlo visto muy pocas veces así… Dos de ellas: cuando los weequays nos torturaron y Savage Opress se ocupó de casi enloquecerme.
— ¿Qué te dijo?
Mi corazón golpeaba con tanta fuerza que me dolía el pecho.
— Dijo… dijo que te habías unido al Lado Oscuro —mi voz tembló, pero lo peor aún no había salido. Anakin bajó la cabeza, centrándose en observar mi vientre—. Que asesinaste a los Jedi… a todos los Jedi.
Cada palabra se sintió como un puñal desgarrándome la piel, como un golpe seco en el pecho.
— Incluyendo a los niños —susurré.
Y entonces lo vi.
Una sombra de algo parecido a satisfacción cruzó su rostro, y por un segundo fugaz, sus labios esbozaron… una sonrisa.
La sangre se me heló en las venas.
Mi cuerpo entero se tensó como una cuerda a punto de romperse. No podía haber visto bien. No podía.
Mis manos subieron hasta su rostro, sosteniéndolo con una súplica desesperada en los ojos.
— Dime que es mentira —supliqué con firmeza—. Por favor, Anakin. Dime que Obi-Wan miente. Dime que no hiciste nada de eso. Dime que es un error, que hay una explicación. ¡Dímelo y juro por la Fuerza que te creeré!
Él me sostuvo la mirada, su expresión oscura, impenetrable. No había rastro de culpa en sus ojos. Solo una determinación férrea, imparable.
— Obi-Wan quiere ponerte en mi contra… —fue todo lo que dijo.
Su respuesta no fue un no.
Mi pecho se oprimió con tanta fuerza que sentí que me faltaba el aire. El silencio entre nosotros se sintió como un vacío abismal, una grieta que se abría en el suelo bajo mis pies. Lo miré con desesperación, con el alma hecha trizas, buscando algo, cualquier rastro del hombre que amaba en esos ojos oscuros.
— Obi-Wan no me está poniendo en tu contra —susurré, sintiendo como las lágrimas volvían a nublar mi campo de visión—. Tú lo estás haciendo.
Anakin entrecerró los ojos, y por primera vez, el amor en su mirada se sintió opresivo, sofocante.
— No sabes lo que dices —su voz fue un murmullo contenido—. He hecho todo esto por nosotros, ángel.
Mi estómago se revolvió.
— ¿Por nosotros? —repetí con incredulidad, sintiendo un escalofrío recorrer mi espalda—. ¡¿Cómo puede ser esto por nosotros, Anakin?¡Has masacrado a nuestra familia! ¡A nuestros amigos! ¡A nuestra gente!
Él frunció el ceño, apretando su mandíbula.
— Eran débiles.
Mi respiración se detuvo.
— No… —negué con la cabeza, retrocediendo un paso.
Anakin no intentó detenerme. — Eran un obstáculo. El Consejo, los Jedi… todo era una mentira, Helene. Una ilusión.
Las palabras me arañaban la garganta.
— Nosotros éramos Jedi —escupí, sin poder creer lo que escuchaba.
— ¡No! —rugió de repente, y su grito hizo temblar la Fuerza a nuestro alrededor, incluyéndome a mí—. Ellos nunca confiaron en mí. Me retuvieron, me limitaron, nos quisieron separar. Pero ya no más. Ahora tengo el poder que necesito.
Sentí que mis rodillas flaqueaban.
— ¿El poder que necesitas? —lo miré incrédula.
— Para salvarte.
Su respuesta me dejó sin aire.
— No… —susurré con los labios temblorosos. Negué rápidamente con la cabeza, apretando tanto sus brazos que así me aseguraba de que le dolerían—. No, Anakin. No puedes justificar esto por mí. ¡No puedes hacer esa mierda!
Pero él tomó mi rostro entre sus manos, acunándolo con esa misma convicción en sus ojos que siempre había tenido cuando creía estar en lo correcto.
— Claro que puedo —afirmó—. No voy a perderte como perdí a mi madre. No voy a dejar que nadie te arrebate de mí.
— ¿Qué has hecho? —sollocé, con el corazón en la garganta—. ¿En qué te has convertido?
— En alguien lo suficientemente fuerte para protegerte.
— ¡No es protección, Anakin! —grité, con la furia y la impotencia mezclándose dentro de mí—. ¡Es miedo! ¡Te han convertido en algo que no eres por miedo!
Sus manos tomaron mi rostro con más Fuerza, dejándome ver motas doradas en sus ojos. — No sabes de lo que hablas. ¡Soy más poderoso de lo que cualquier Jedi ha imaginado jamás!
Las palabras cayeron como un yunque sobre mi pecho. La desesperación me asfixiaba. No podía perderlo. No así.
Tomé su rostro con ambas manos, sosteniéndolo con la súplica más dolorosa que había salido de mis labios.
— Vámonos —murmuré con voz rota—. Olvida todo esto, Anakin. Vámonos lejos. Podemos estar juntos, tener la familia que siempre quisiste. Podemos criar a nuestro hijo. Solo nosotros —Mi pulgar acarició su mejilla con ternura, con amor, como siempre hacía para calmarlo después de que algo saliera mal en una misión—. Déjalo todo atrás, por favor.
Por un instante, un brevísimo instante, creí ver algo titilar en su expresión.
Duda.
Un atisbo del hombre que amaba.
Pero se desvaneció en un suspiro. Sus ojos brillaron con un fervor casi febril, la diversión en su rostro me hizo paralizar al completo, como si nada de lo hubiera hecho le pesara encima.
— No lo entiendes. Ya no tenemos que escondernos, ángel —aseguró, y en su voz había una emoción exaltada, como si finalmente todo tuviera sentido—. He traído la paz a la República. Nosotros hemos ganado.
— ¿Paz?
Anakin asintió con fervor.
— He puesto fin a la guerra. Los separatistas han sido eliminados, la Orden Jedi ya no existe —Sus ojos miraron directamente a los míos, y la vi, esa chispa de locura en ellos que había estado buscando durante tanto tiempo. Anakin sonrió como si también se hubiera dado cuenta él mismo—. Nada podrá separarnos ahora, ángel.
Quise decir algo, cualquier cosa, pero estaba atrapada en el torbellino de palabras que escapaban de sus labios con una pasión que me resultaba aterradora.
— Anakin…
— Soy más poderoso que el Canciller. Puedo derrocarlo y lo haré pronto —me aseguró, acercando su rostro al mío con emoción—. Juntos podemos gobernar la galaxia. Hacer que las cosas sean como queremos —Anakin deslizó sus manos enguantadas hacia mi cuello y me miró con amor—. Y tú estarás siempre a mi lado. Como durante trece años lo he planeado.
Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza.
— ¿Anakin? —pregunté, retrocediendo temblorosa.
— Solo tú y yo —afirmó, con su mirada brillando de emoción—. Nadie podrá detenernos. Podemos hacerlo mejor que ellos, mejor que la Orden, mejor que la República corrupta. Seremos felices, Helene. Lo juro.
Y entonces, extendió su mano hacia mí.
Me quedé en silencio mirándola,
Era mi marido. Mi amor. Mi todo.
Si tomaba su mano, si daba un paso hacia él, si aceptaba… no perdería nada más.
Nada.
Mi respiración se volvió errática.
Anakin me miraba con amor, con devoción absoluta. Era el mismo hombre que había besado bajo la luz de los soles gemelos en Tatooine, el mismo que había reído conmigo en la oscuridad de nuestro escondite secreto en Coruscant, el mismo al que había entregado mi corazón, el mismo desvergonzado que estuvo planeando que fuera suya desde el primer momento en el que me conoció.
Si lo seguía, si lo amaba lo suficiente… ¿podríamos estar bien?
Mi mano tembló cuando la extendí lentamente hacia la suya. Su expresión se iluminó con esperanza y mis dedos apenas rozaron los suyos, quedándose inmóviles.
Entonces, una voz tronó detrás de mí.
— ¡Helene! ¡No lo hagas!
Me giré en un sobresalto con el corazón golpeando en mi pecho. Obi-Wan estaba de pie sobre la rampa de mi nave, con su túnica ondeando con el viento ardiente de Mustafar. Su expresión era sombría y grave mientras nos miraba. El mundo pareció crujir bajo mis pies.
Me volví hacia Anakin con el alma encogida. Su mirada ya no era cálida. Se había oscurecido mirándolo.
El horror me golpeó con la fuerza de una tormenta cuando me di cuenta y alejé rápidamente mi mano de la suya.
¿Qué había estado a punto de hacer?
Mi extremidad temblorosa cayó a un lado de mi cuerpo, fría, como si toda la sangre se hubiera drenado de mis venas. El corazón me martilleaba en el pecho con violencia, y el nudo en mi garganta se apretó tanto que apenas podía respirar.
¿Cómo pude haber…?
Miré a Anakin, a su expresión sombría, al brillo fiero en sus ojos, y una oleada de terror me recorrió de pies a cabeza. Estaba irreconocible. Su mandíbula estaba tensa, la piel pálida bajo el resplandor anaranjado de la lava ardiente, y la sombra de su figura, alargada y distorsionada sobre la roca volcánica, me pareció la de un villano.
— No… —musité asustada y rota.
Mi pecho subía y bajaba frenéticamente mientras el peso de la realidad me azotaba como una corriente imparable.
Había estado a punto de unirme a él. A todo esto. A su locura.
Mis ojos ardieron, y antes de poder detenerlo, rompí en llanto.
— Anakin… —balbuceé entre sollozos, incapaz de contener el temblor en mi cuerpo—. Por favor.
Pero él no me miraba.
Su atención estaba clavada en Obi-Wan, cuya figura permanecía inmóvil en la rampa de la nave. Su postura era firme, pero en su rostro no había rabia ni desafío, solo un pesar silencioso, una resignación que me heló hasta los huesos. No sabía en qué momento me había seguido, ni cómo me había encontrado, pero ahora estaba allí, y el aire a nuestro alrededor había cambiado.
La atmósfera vibró, no solo en el espacio entre nosotros. Sino en la Fuerza.
Lo sentí en mi piel, en mi sangre. La energía alrededor de Anakin se agitó como un incendio, crepitante, sofocante. El calor abrasador de Mustafar se intensificó hasta que fue casi insoportable, pero supe que no tenía nada que ver con el planeta.
Era él.
Anakin estaba ardiendo.
— No… —murmuré con un jadeo entrecortado.
Mi instinto me gritaba que corriera. Pero no lo hice.
Di un paso adelante.
— Anakin, por favor, detente —rogué con todas las fuerzas que podía haber acumulado—. Vámonos de aquí.
Nada. No hubo un cambio en su expresión, ni siquiera un parpadeo. El aire del planeta pronto me asfixió.
— Por favor, no tienes que hacer esto —sollocé, intentándolo de nuevo—. ¡Ven conmigo!
El fuego reflejado en sus pupilas me hizo estremecer.
—Aún podemos irnos, juntos. Podemos encontrar otro camino. Podemos ser una familia, tú, yo… —Mis manos volaron hacia mi vientre, en un gesto instintivo, para captar su atención—. Y el bebé.
No se inmutó. No lo hizo. Seguía mirando a Obi-Wan con una rabia ensordecedora en sus ojos, una que estaba aumentando lentamente.
— Te lo ruego —dije con desesperación, sintiendo mi corazón desmoronarse—. No sigas ese lado.
El aire crepitó, la lava siseó en la distancia. El calor se hizo insoportable y mi mundo se quebró cuando no respondió.
— ¡Por favor! —grité con desesperación, reuniendo mis últimas fuerzas—. Sabes que estás yendo por un camino que no puedo seguir… por favor, vuelve —me acerqué aún con las lágrimas nublando mi visión—. ¡Anakin, te necesito! ¡Te amo!
No supe qué esperaba que hiciera con esas palabras. Tal vez que se detuviera. Que me mirara. Que se diera cuenta de que esto no era él. De que aún quedaba algo del hombre que me había amado con desesperación.
Pero entonces la expresión de Anakin se retorció.
Su mirada se endureció, y de pronto su rostro se crispó con una rabia contenida, una furia que me hizo retroceder con un escalofrío cuando me miró con violencia en los ojos.
— ¡MIENTES!
El grito fue un latigazo contra mi piel, un puñal atravesando mi pecho.
Retrocedí un paso, helada, con la sangre congelándoseme en las venas. Su respiración era pesada, su pecho subía y bajaba de manera errática. Sus ojos, azules como siempre, ahora parecían fríos e inhumanos.
Y lo supe.
Con un dolor abrasador, lo supe.
Lo había perdido.
El aire se pronto volvió irrespirable. No era solo el calor sofocante de Mustafar, ni la ceniza que flotaba en el ambiente como una neblina infernal. Esto era diferente. Era una opresión real, algo invisible que se cerraba sobre mi garganta con la fuerza de una garra de duracero.
Mis ojos se abrieron de par en par en un jadeo ahogado. Mis manos volaron a mi cuello por puro instinto, buscando algo que no estaba ahí, intentando apartar lo que no podía tocar. Mi pecho se estremeció en un intento desesperado de tomar aire, pero nada entró. Solo un vacío desgarrador, solo el pánico arañando mis entrañas.
No… no…
Anakin tenía su brazo extendido hacia mí, con sus dedos curvados en un agarre invisible.
Mis pies dejaron de tocar el suelo sin que me diera cuenta, elevándome unos centímetros sobre la tierra rocosa, suspendida en el aire por una fuerza que no podía ver. Mi pulso latía con violencia en mis sienes, la presión en mi garganta se hizo más intensa. Un espasmo me recorrió el cuerpo, la falta de oxígeno convirtiendo mi piel en hielo y fuego a la vez.
— ¡Estás con él! —bramó Anakin, lleno de una furia que nunca antes había dirigido hacia mí.
Intenté negar con la cabeza, pero apenas podía moverme.
— No… —quise decir, pero mi voz no era más que un susurro ahogado.
— ¡Lo has traido para que me matara! —rugió. Sus ojos ardían con un fuego dorado, una intensidad que me aterrorizó hasta lo más profundo de mi alma—. ¡Traidora!
No. No, no, no.
La desesperación se enredó en mi pecho como una serpiente de hielo.
No podía decirle que no era cierto. No podía explicarle, suplicarle que me creyera.
No podía… no podía respirar.
La Fuerza se comprimió a mi alrededor como un muro aplastante, opresivo, imparable. Mis pulmones ardían. Mi cuerpo temblaba. La visión comenzó a nublarse en los bordes, cada latido de mi corazón resonaba en mis oídos como el eco de una guerra perdida.
— ¡Anakin, suéltala!
La voz de Obi-Wan llegó como un trueno lejano.
Parpadeé, pero el mundo a mi alrededor era borroso. Todo estaba comenzando a mezclarse.
Mi cabeza latió con fuerza, un dolor punzante que se extendía por mi cráneo. Mis extremidades se sintieron pesadas, mi cuerpo dejó de responderme. Apenas pude alzar una mano hacia Anakin, un último intento, un ruego silencioso.
«Por favor…»
Pero su agarre no cedió.
Todo empezó a oscurecerse.
Un manto negro cubrió los bordes de mi visión, tragándose los colores, las luces, todo.
Pero justo antes de que la oscuridad me reclamara, vi algo.
Un destello.
Un destello de horror cruzando el rostro de Anakin.
Un instante de vacilación.
De arrepentimiento.
Pero ya era demasiado tarde.
Y luego, la nada.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro