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🌿✨ 𓄴 SEMPITERNO presents to you
▬ ▬▬ Chapter Thirty-eight

          ❝an endless dream ❞ 

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Victoire estaba segura de dos cosas.

¿La primera? Que mataría a Percy en cuanto lo tuviera enfrente.

¿La segunda? Que la guerra con el ejército del titán estaba a la vuelta de la esquina.

El hijo de Poseidon y Daphne llevaban un día completo desaparecidos. Tori y Annabeth por poco se vuelven locas al no encontrarlos por ningún lado del campamento.

Esa misma noche Victoire apenas y pudo dormir por la preocupación, sin contar aquella extraña sensación en el cuerpo que no quiso comentarle a nadie, pues ni ella misma sabría cómo explicar; había sentido como si todo el cuerpo le ardiera, más tampoco podía decir que había sufrido dolor alguno.

Había sido algo muy raro, pero estaba segura de que esa sensación no tenía nada que ver con ella, sino con Percy. Razón suficiente para que se preocupación aumentará más.

Al día siguiente Victoire estaba segura de que tenía que ir a buscarlo, por lo que se encontraba discutiendo con Quirón al respecto en el porche de la Casa Grande cuando Annabeth llegó agitada a dónde estaban y les dijo que Percy la había llamado y le había dejado un mensaje un tanto inquietante.

"Urgente, el Olimpo corre peligro esta noche. Reúne a todo el campamento y traelos al Empire State. Es hora"

Percy

Pd. Daphne está conmigo.

—¿En el Empire State? ¿Todos?¿Estás segura de eso? —le preguntó Quirón a Annabeth cuando esté les leyó el texto de Percy.

Annabeth asintió.

—Bien, no hay tiempo que perder —se apresuró a decir Tori—. Si Percy quiere que vayamos es porque algo grande está pasando, ¿No?

—Tienes razón, pero estaríamos dejando el campamento indefenso. —comentó Annabeth.

Ambas voltearon a ver a Quirón, esperando su opinión. El parecía estar meditando las opciones. Sin embargo, terminó asintiendo y se giró a verlas.

—Den la alarma. Quiero a todo el mundo en la colina Mestiza armados y listos en veinte minutos.

—Pero Quirón...

—Percy conoce el riesgo de abandonar el campamento, y más Daphne, no lo pedirían si algo no estuviera bien en la ciudad —dijo—. Creo que el momento ha llegado, debemos apresurarnos y acompañarlos.

Ambas no necesitaron oir más. Dieron la señal en el campamento, alertaron a todo el mundo de que debían estar en la colina Mestiza en veinte minutos y se fueron a preparar ellas mismas.

Ahora viajaban a la ciudad en las tres furgonetas del campamento. Iban a llegar al puente de Queens cuando el teléfono de Annabeth sonó. Quirón le lanzó una mirada inquisitiva pero Annabeth hizo como si no lo hubiera visto y contesto.

—¿Hola? —Tori se acercó a ella para lograr escuchar algo—. ¡Percy! ¿dónde se han metido tu y Goldberg? Apenas decías nada en tu mensaje. ¡Nos tenían muertos de preocupación!

Victoire le quitó el teléfono y se lo puso en el oído.

—¡Espera a que llegue ahi, Perseus, porque de un puñetazo mio no te salvas!

—Lo sé, y lo siento Vi pero luego te contaré lo que paso —le dijo Percy al otro lado de la línea—. ¿Dónde estan ahora?

Annabeth le quitó el teléfono y lo puso en altavoz.

—Vamos de camino a donde nos pediste. Estamos a punto de llegar al túnel de Queens —dijo Tori.

—Pero, Percy, ¿cuál es tu plan? Hemos dejado el campamento prácticamente indefenso. Y es imposible que los dioses…

—Confíen en mí —interrumpió él—. Nos vemos allí.

Y colgó.

Ambas voltearon a verse y compartieron la misma idea.

—Necesitamos ir más rápido —indicó Annabeth a Argos. Éste asintió y piso el acelerador. Las dos furgonetas detrás de ellos le siguieron el paso.

Llegaron al medio día frente al Empire State. Donde Percy, Daphne y la señorita O'Leary los esperaban. Nada más bajar de la furgoneta Victoire se encamino con determinación al azabache y le dio un puñetazo en el hombro. Sin embargo Percy apenas y se inmutó del golpe.

Victoire frunció el ceño extrañada. Había algo diferente en él pero no sabría decir el que. Más no pudo preguntar al respecto cuando Percy la tomó de los hombros y la miró directo al rostro.

—Lo lamento, no era mi intención preocuparte. Estoy bien.

—¿Dónde estabas?

—Te lo explicare más tarde.

Y entonces se volteo a ver a los demás.

Casi todos estaban ahí; Pólux, el hermano mayor de Daphne. Silena Beauregard, los hermanos Stoll, Michael Yew, Jake Mason, Katie Gardner y Annabeth,
junto con la mayoría de los miembros de sus cabañas.

Quirón fue el último en bajar de la furgoneta. Llevaba comprimida la mitad de su cuerpo de caballo en una silla de ruedas mágica, así que utilizó la plataforma para discapacitados.

La cabaña de Ares no había asistido, pero Percy procuró no enfadarse demasiado ni pensar en ello.

En recuento, eran cuarenta y dos campistas en total.

No muchos para librar una guerra, pero aun así era el grupo más numeroso de mestizos que había visto reunido jamás fuera del campamento.

Algunos lucían nerviosos, cosa que tanto Tori como él comprendían perfectamente. El aura de semidioses que debían de estar emitiendo era tan potente que ya habrían alertado a todos los monstruos del nordeste del país.

Percy se encontraba repasando los rostros de los campistas con los cuales había convivido tantos veranos, cuando una voz le susurró en su interior: «Uno de ellos es un espía».

Sin embargo no podía perder el tiempo pensando en eso. Eran sus amigos. Y él los necesitaba.

«No puedes confiar en los amigos. Siempre te acabarán decepcionando» recordó la voz de Cronos.

Pero hizo caso omiso de eso.

Victoire se movió junto a él y Percy volteo a verla; traía su largo cabello castaño recogido en una coleta alta. Vestia unos pantalones negros estilo militar junto con una blusa negra sin mangas y ceñida al cuerpo. Arriba de eso, su armadura de combate. Sus tenis blancos habían sido reemplazados por unas botas negras de combate y, en su cadera, estaba su espada enrollada.

En ese momento Percy se dio cuenta de lo hermosa y peligrosa que lucía junto a él.

—¿Qué pasa? —le preguntó Tori, frunciendo el entrecejo.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó él.

—Me miras de un modo raro.

Percy pronto se dio cuenta de que había pensado también en la extraña visión que había tenido de ella sacándolo del río Estigia.

—Ah, no… nada —le dijo, y miró a los demás—. Gracias a todos por venir. Quirón, pasa tú primero.

Pero el viejo centauro negó con la cabeza.

—He venido a desearte suerte, muchacho. No pienso volver a visitar el Olimpo si no me llaman.

—Pero eres nuestro líder…

Él sonrió.

—Soy su entrenador, su maestro. Lo cual no es lo mismo que ser su líder. Me dedicaré a reunir a todos los aliados que pueda. Quizá no sea demasiado tarde para que mis hermanos centauros nos ayuden. Entretanto, tú eres quien ha convocado aquí a los campistas, Percy. Tú eres el líder.

Percy iba a protestar, pero todos lo miraban con expectación, incluidas las tres chicas con las cuales había pasado grandes obstáculos a lo largo de esos años. Inspiró hondo.

—De acuerdo —asintió—. Como les he dicho a Vi y  Annabeth por teléfono, algo malo va a pasar esta noche. Una especie de trampa. Tenemos que conseguir una audiencia con Zeus y convencerlo para que defienda la ciudad. Recuerden: no podemos aceptar un no por respuesta.

Le pidio a Argos que vigilara a la Señorita O’Leary, cosa que no pareció gustar a ninguno de los dos.

Quirón le dio la mano.

—Te las arreglarás, Percy. Recuerda tus puntos fuertes y vigila tus debilidades.

Percy asintió y se giró hacia ellos

—Vamos —le dijo a los campistas.

Victoire lo siguió de cerca.

El guardia de seguridad sentado tras el mostrador del vestíbulo del Empire State, levantó la vista de su libro cuando desfilaron por el vestíbulo con sus armas y armaduras tintineando.

—¿Un grupo escolar? —preguntó—. Estamos a punto de cerrar.

—No —le dijo Percy—. Vamos a la planta seiscientos.

Los examinó con más atención. Parecía ver sus armas, así que Tori supuso que la Niebla no lo cegaba.

—No existe la planta seiscientos, chico. —le dijo como si fuera la respuesta obligada, aunque él no la creyera—. Circula.

Pero Victoire comenzaba a impacientarse. Se inclinó sobre el mostrador y lo tomo del cuello de la camisa.

—No tenemos tu tiempo ¿Si? Somos cuarenta y dos semidióses que pronto atraerán a un montón de increíbles monstruos a éste edificio. ¿De verdad quieres que nos quedemos aquí?

El guardia le lanzó una mirada un tanto temerosa y pulso el botón de la puerta de seguridad.

—De acuerdo, pero rápido.

Victoire lo soltó.

—No va a hacernos pasar por el detector de metales, ¿no? —le preguntó Percy.

—Pues no. El ascensor de la derecha. Supongo que ya conocen el camino.

Percy le lanzó un dracma de oro y desfilaron sin más.

Al ser un grupo tan grandes, terminaron dividiéndose en un grupo de dos para poder subir en el ascensor. Victoire, Percy, Annabeth y Daphne fueron en el primero y pronto se vieron subieron al Olimpo con la canción de  Stayin’ Alive de fondo.

El silencio dentro de esas cuatro paredes metálicas fue incómodo. Y pronto Victoire suspiró aliviada cuando sonó la campanilla y se abrieron por fin las
puertas del ascensor.

Ante ellos se extendía un sendero de piedras flotantes, suspendido a dos mil metros sobre Manhattan, que ascendía entre las nubes hacia el monte Olimpo.

Cuatro años viviendo ahí y el Olimpo todavía lograba dejarla sin aliento; Las mansiones blancas y doradas relucían en la ladera de la montaña; había jardines en flor en centenares de terrazas; las sinuosas callejas estaban bordeadas de braseros que perfumaban el aire con su aroma. Y justo en la cima coronada de nieve se alzaba el palacio de los dioses.

Victoire se tenso y un escalofríos la recorrió.

—No hay ruido —musito en voz queda pero los más cercanos a ella lograron oírla.

Era cierto. No había música, voces ni risas.

—Se te ve… distinto —comentó Annabeth junto a Percy. Victoire dejo de escrutar el Olimpo para verlo a él, ella también lo veía distinto. Daphne y el azabache se miraron con complicidad—. ¿Dónde han estado exactamente?

—Yo tengo la misma duda —dijo Victoire.

Pero en aquel momento volvieron a abrirse las puertas del ascensor y el segundo grupo de mestizos salió.

—Luego se los explicamos —dijo Daphne—. Vamos.

Victoire resopló por no obtener una repuesta directa y siguió a los demás por el puente suspendido entre las nubes para luego internarse en las calles del Olimpo. Las tiendas estaban cerradas y los parques, vacíos. Había un par de Musas en un banco tocando unas liras llameantes, pero no parecían poner el corazón en ello. Un cíclope solitario barría la calle con un roble arrancado de cuajo. Un diosecillo menor los divisó desde un balcón y corrió a refugiarse dentro, cerrando los postigos.

Pasaron bajo un gran arco de mármol flanqueado con las estatuas de Zeus y Hera. Tanto Victoire como Annabeth y Daphne hicieron una mueca al ver la estatua de la reina de los dioses.

—Como la odio —masculló Tori.

Annabeth y Daphne asintieron en su dirección.

—¿Les ha echado alguna maldición? —les preguntó Percy a ella y a Annabeth.

—Solo un montón de vacas durante mis entrenamientos —replicó Tori. Percy enarco una ceja.

Annabeth se giró a él.

—Su animal sagrado es la vaca, ¿No?

—Exacto.

—Pues no para de enviarnos vacas.

Percy aguantó reírse.

—¿Vacas? ¿En San Francisco y en el campamento?

—Ya lo creo. Normalmente no las veo, pero me dejan regalitos por todas partes: en el patio trasero, en el sendero de entrada, en los pasillos del colegio… Siempre tengo que vigilar por dónde piso.

—¡Habla por ti! —exclamó Tori—. Yo sí que las he visto y no han parado de intentar comerse mis libretas de dibujo.

Percy apretó los labios para no volver a reírse.

—¡Miren! —gritó Pólux, señalando el horizonte—.¿Qué es eso?

Se quedaron de piedra. Unas luces azules rasgaban el cielo de la tarde como cometas diminutos lanzados hacia el Olimpo. Parecían proceder de todos los rincones de la ciudad y apuntaban directamente a la montaña. Al aproximarse, se disolvían bruscamente sin dejar rastro. Las observaron durante varios minutos. No daban la impresión de causar ningún daño, pero aun así era raro.

—Son como rayos infrarrojos —murmuró Michael Yew—. Nos están apuntando.

—Vamos al palacio —dijo Percy.

No encontraron ninguna vigilancia. Las puertas de oro y plata estaban abiertas de par en par. Sus pasos resonaban huecos mientras avanzaban por la sala del trono. Bueno, «sala» no acaba de ser un término correcto para definirla. Aquel lugar era tan grande como el Madison Square Garden. En el techo, relucían las constelaciones. La mayor parte del espacio estaba ocupado por doce tronos gigantescos dispuestos en U alrededor de una hoguera. En una esquina flotaba en el aire un globo de agua tan grande como una casa, y en su interior nadaba el taurofidio que habían salvado hace más de un año. Una criatura mitad vaca, mitad serpiente.

—¡Muuuuu! —saludó alegremente, trazando un círculo.

Pese a la gravedad de la situación, Percy termino riéndose. Victoire encontró muy gratificante el sonido de su risa.

—Eh, colega —le dijo Percy—. ¿Te tratan bien?

—Muuuuu —respondió Bessie.

Al acercase a los tronos, resonó una voz femenina.

—Hola de nuevo, Percy Jackson, Daphne Goldberg. Ustedes y sus amigos son bien recibidos.

Victoire volteo a ver a Hestia, quien se hallaba junto a la hoguera atizando el fuego con un palo. Llevaba un sencillo vestido marrón y había adoptado la apariencia de una mujer madura.

Percy se arrodilló.

—Señora Hestia.

Victoire y los demás no tardaron en seguir su acción.

Hestia miró al azabache con sus ojos rojos e incandescentes.

—Veo que has seguido adelante con tu plan —le dijo—. Llevas en ti la maldición de Aquiles.

Victoire por poco se rompe el cuello al voltear a verlo. ¿Acaso había oído bien?

Los demás campistas detrás de ellos comenzaron a murmurar entre sí: «¿Qué ha dicho?», «¿El qué de Aquiles?».

—Debes andarte con cuidado —le advirtió Hestia—. Ganaste mucho en tu viaje. Pero sigues ciego frente a la verdad más importante. Tal vez te venga bien un pequeño atisbo.

Annabeth le dio un codazo.

—¿De qué demonios habla? —le preguntó. Pero Victoire comenzaba a tener serías sospechas sobre a dónde habían ido Percy y Daphne.

Y no le gustaban ni tantito la idea.

No obstante, antes de que pudiera preguntar al respecto, en ese momento Percy estuvo apunto de caer al suelo y Victoire logró atraparlo a tiempo.

—¡Percy! ¿Qué ha pasado?

—¿Lo… lo has visto? —farfulló él.

Victoire frunció el ceño.

—¿El qué?

Pero Percy volteo a ver a Hestia, más la diosa permanecía impasible.

—¿Cuánto rato he pasado desmayado? —murmuró él.

Tanto ella como Annabeth y Daphne arquearon las cejas.

—No te has desmayado, Nemo —le dijo la rizada—. Sólo has mirado a Hestia un segundo y te has venido abajo.

Todos tenían la mirada fija en él, y como si Percy lo hubiera presentido, se incorporó derechamente y se dirigió nuevamente a la diosa.

—Hum… señora Hestia —le dijo—, hemos venido por un asunto urgente. Queremos ver…

—Sabemos lo que quieren —contestó una voz masculina. Victoire se estremeció al oírlo.

Su determinación flanqueo cuando el aire tembló y Hermes se materializó junto a Hestia; lucía de unos veinticinco años, con el pelo rizado y entrecanoso. Llevaba puesto un uniforme de piloto militar y se le veían unas alitas en el casco y las botas de cuero. Sobre el brazo flexionado sostenía una larga vara con dos serpientes entrelazadas.

—Ahora debo dejaros —anunció Hestia. Le hizo una reverencia al padre de Luke y se esfumó en una nube de humo.

Victoire la comprendió, Hermes no lucía contento.

—Hola, Percy —lo saludó aunque parecía enojado con él.

Percy se inclinó torpemente.

—Señor Hermes —entonces se giró hacia larga bara que Hermes sostenía—. Hola, George, eh, Martha.

Las serpientes entrelazadas sisearon.

—Hum, Hermes —le dijo percy—. Tenemos que hablar con Zeus. Es importante.

Hermes lo observó con expresión glacial.

—Yo soy su mensajero —repuso—. ¿Quieres darme un mensaje?

Sin duda aquello no estaba saliendo como Percy lo planeo. Detras de él los demás semidióses se removían inquietos.

—A ver, chicos —les dijo él—. ¿Por qué no exploran la ciudad? Revisen las defensas. Miren quién queda en el Olimpo. Victoire, Daphne, Annabeth y yo nos reuniremos aquí otra vez con ustedes en media hora.

Silena frunció el entrecejo.

—Pero…

—Buena idea —dijo Annabeth interrumpiendola—. Connor y Travis, tomen el mando.

Al parecer a los Stoll les gustó que se les otorgara una responsabilidad tan importante justo delante de su padre.

—Vamos —dijo Travis, y se los llevó a todos del salón del trono, dejándolos a ellos cuatro con Hermes.

—Señor —añadió Annabeth—, Cronos va a atacar Nueva York. Ustedes ya deben de sospecharlo. Mi madre lo habrá previsto.

—Tu madre —gruñó Hermes—. No me hagas hablar de tu madre, jovencita. Estoy aquí por culpa de ella. Zeus no quería que ninguno de nosotros dejara el frente de batalla. Pero tu madre no ha parado de darle la lata: «Es una trampa, una maniobra de distracción, bla, bla, bla». Quería venir ella misma, pero Zeus no iba a permitir que su estratega principal se alejara de su lado en pleno combate con Tifón. Y claro, ha tenido que enviarme a mí para hablar con ustedes.

—¡Es que… es una trampa! —insistió Victoire—. ¿Acaso Zeus está ciego?

Un trueno resonó en los cielos.

—Cuidado con lo que dices, chica —la advirtió Hermes—. Zeus no está ciego. Ni sordo. Y no ha dejado el Olimpo del todo indefenso.

—Pero hay unas luces azules…

—Sí, sí. Ya las he visto. Apostaría a que es una travesura de Hécate, esa insoportable diosa de la magia. Pero ya habrán advertido que no causan ningún daño. El Olimpo posee barreras mágicas muy sólidas. Además, Eolo, el rey de los vientos, ha enviado a sus secuaces más poderosos para vigilar la ciudadela. Nadie salvo los dioses puede acercarse al Olimpo por el aire. Quien lo intentara sería barrido y derribado del cielo.

Percy levantó la mano.

—¿Y qué me dice de ese modo de materializarse o teletransportarse que utilizan las divinidades?

—También es un modo de viajar por el aire, Jackson. Muy rápida, sí, pero los dioses del viento aún lo son más. No. Si Cronos quiere el Olimpo, tendrá que cruzar la ciudad con su ejército, ¡y subir en ascensor.¿Te lo imaginas haciendo una cosa así?

Había logrado que aquello sonara absurdo: hordas de monstruos subiendo en ascensor de veinte en veinte, con Stayin’ Alive como música de fondo.

Pero ellos seguían sin confiarse.

—Quizá podrían volver algunos dioses —sugerió Percy.

Hermes movió la cabeza con impaciencia.

—No lo comprendes, Percy Jackson. Tifón es nuestro mayor enemigo.

—Creía que era Cronos —dijo Daphne.

Sus ojos relampaguearon.

—No, Daphne. En los viejos tiempos, el Olimpo casi fue derrocado por Tifón. Es el marido de Equidna…

—La conocí en el Gateway Arch —musito Percy—. No muy simpática.

—… y el padre de todos los monstruos. Nunca podremos olvidar lo cerca que estuvo de destruirnos a todos. ¡Y cómo nos humilló! Nosotros éramos más poderosos en aquellos tiempos. Ahora no podemos contar con la ayuda de Poseidón, porque él está librando su propia guerra. Hades se ha quedado en su reino de brazos cruzados, y Deméter y Perséfone siguen su ejemplo. Serán necesarios todos los poderes que aún nos quedan para resistir al gigante-tormenta. No podemos dividir nuestras fuerzas ni aguardar a que llegue a Nueva York. Debemos hacerle frente ahora. Y lo cierto es que estamos progresando.

—¿Progresando? —dijo Percy con ironía—. Casi ha destruido todo San Luis.

—Sí —admitió Hermes—. Pero sólo ha destruido la mitad de Kentucky. Está aflojando el ritmo, perdiendo fuelle.

Victoire detecto que ni el mismísimo Hermes estaba seguro de lo que decía.

—Por favor, Hermes —dijo Annabeth—. Ha dicho antes que mi madre quería venir. ¿No le dio ningún mensaje para nosotros?

—Mensajes, mensajes —masculló—. «Un oficio estupendo», me dijeron. «Poco trabajo. Montones de devotos». Bah. A nadie le importa un bledo lo que yo tenga que decir. Siempre se trata de los mensajes de los demás.

Las serpientes de su vara sisearon, y está vez Victoire las escuchó en su mente.

«Roedores —dijo George, pensativo—. Yo lo hago por los roedores».

«Chitón —lo riñó Martha—. A nosotros sí que nos importa lo que Hermes quiera decir. ¿Verdad, George?».

«Desde luego. ¿Ya podemos volver a la batalla? Quiero que nos ponga otra vez en modo láser. Eso sí que es divertido».

—Callense los dos —gruñó Hermes. El dios miró a Annabeth, que había adoptado aquella expresión suplicante suya, abriendo mucho sus ojos grises—. Bah —continuó—. Tu madre me ha dicho que les advirtiera que estan solos. Que deben defender Manhattan sin la ayuda de los dioses. Como si eso no lo supiera yo. No entiendo por qué cobra como diosa de la sabiduría…

—¿Algo más? —preguntó Annabeth.

—Me ha dicho que deberias probar el plan veintitrés. Que tú ya lo entenderías.

Y vaya que la rubia lo entendió, porque palideció.

—¿Sólo eso? —dijo.

—Algo más —Hermes miró a Percy—. Me ha pedido que le diga a Percy: «Acuérdate de los ríos» —entonces se giró hacia Tori—. Y Nike me pidió que te dijera que confía en que hagas lo correcto. Y hum... —se giró hacia Percy—, algo así como que tuvieras cuidado con su hija o ella misma vendría por ti.

Ambos se sonrojaron violentamente.

—¿Algun mensaje de mi padre? —le preguntó Daphne.

Hermes apretó la mandíbula, algo irritado por tanto mensajes, pero asintió.

—Dionisio dice que los sentimientos pueden afectarte a la hora de la lucha. Que no dejes que te dominen.

Daphne se vio incómoda con el mensaje, por lo que Annabeth se adelantó y le agradeció al dios.

—Gracias, Hermes.  Yo…quería decirle… que siento lo de Luke.

La expresión del dios se endureció bruscamente, como si se hubiera vuelto de mármol.

—Eso deberías habértelo ahorrado —le espetó.

Ella retrocedió, asustada. Victoire trago saliva, nerviosa.

—Lo siento.

—¡Con decir «lo siento» no se arregla nada!

George y Martha se enroscaron alrededor del caduceo, cuya imagen vibró un instante y se transformó en un objeto sospechosamente parecido alas picanas eléctricas que se usan para aguijonear al ganado.

—Pudieron haberlo salvado cuando tuvieron ocasión —gruñó el dios viéndola a ella y a Victoire—. Eran las únicas que podrían haberlo hecho, sobretodo tu, Victoire. Mi hijo hubiera dejado todo por ti.

Aquella revelación dejó helada a Tori, quien no sabía cómo mirar a la cara a Hermes. Estaba avergonzada y afligida.

Percy lo notó y se metió.

—¿Qué está diciendo? Victoire y Annabeth no…

—¡No las defiendas, Jackson! —gritó Hermes, volviendo la picana hacia él —. Ellas saben de qué hablo.

—¡No puede culparlas por las decisiones de su hijo! —replicó Daphne.

—¡Quizá debería culparse a sí mismo! —añadio Percy—. ¡Tal vez si usted no hubiera abandonado a Luke y a su madre…!

Percy debió mantenerse callado, porque Hermes alzó su picana y empezó a aumentar de tamaño hasta alcanzar tres metros de altura. Victoire lo tomo del brazo al mismo tiempo que sacaba su espada y se preparaba para, por lo menos, intentar detener el ataque. Sin embargo, cuando Hermes se disponía a descargar el golpe, sus serpientes se inclinaron sobre él y le susurraron algo al oído.

Hermes apretó los dientes y bajó la picana, que se convirtió de nuevo en caduceo.

—Percy Jackson —dijo—, te perdono la vida porque has asumido la maldición de Aquiles. Ahora estás en manos de las Moiras. Pero nunca vuelvas a hablarme de ese modo. No tienes ni idea de lo mucho que he sacrificado, de lo mucho… —Se le quebró la voz mientras se encogía hasta adoptar otra vez tamaño humano—. Mi hijo, mi mayor orgullo… mi pobre May…

Victoire lo miro afligida. Hacia mucho tiempo que no escuchaba el nombre de la madre de Luke. Siempre había sido un tema delicado para el rubio y ella evitaba mencionarla después de que Luke le contará sobre ella; Su madre, cuando él tenía un año, había intentado volverse la portadora del oráculo de Delfos. Al igual que la madre de Percy, May podía ver através de la niebla. Pero Hades, hace muchísimos años atrás, había lanzado una maldición que no permitía que el espíritu del oráculo pudiera residir en alguien más.

Por lo que May Castellan terminó viendo algo que la volvió loca y la dejo marcada por siempre. Y Luke, desde bebé, tuvo que soportar muchos años oyendola gritar de miedo por él, por su hijo. Sea lo que sea que su madre hubiera visto, la dejo aterrada.

Y Luke terminó huyendo de casa por esa misma razón.

Hermes ahora daba la impresión de necesitar consuelo, cosa irónica cuando hace unos instantes había estado a punto de volatilizar a Percy.

—Oiga, señor Hermes —le dijo el azabache—. Lo siento, pero necesito saberlo. ¿Qué le pasó a May? Ella dijo algo sobre el destino de Luke, y sus ojos…

Hermes le lanzó una mirada furibunda que lo obligó a callarse. Su expresión no era realmente de cólera. Era de dolor. De un dolor increíble.

—Los dejo —concluyó con voz tirante—. Debo volver a la lucha.

Empezó a emitir un resplandor. Percy se apresuró a darse media vuelta y se aseguró de que Victoire hiciera lo mismo, pues al parecer la castaña aún estaba paralizada por la conmoción.

Hermes resplandeció como una supernova y desapareció.

Percy se giró a ver a Victoire, pero la chica se había alejado de ellos y tenía la mirada perdida y cristalizada en un punto muerto. Annabeth, en cambio, se sentó al pie del trono de su madre y se echó a llorar.

Percy y Daphne se miraron, incapaces de entender porque estaban asi.

—Yo iré con ella —le dijo la rizada señalando a Annabeth y se alejó de él para ir con ella.

Percy se acercó a Tori.

—La culpa no es tuya, Victoire —le dijo—. La verdad es que nunca había visto a Hermes de ese modo. Supongo… no sé, que debe de sentirse culpable por lo de Luke. Busca a alguien a quien poder acusar. No entiendo por qué te ha atacado a ti y a Annabeth. Ustedes no hicieron nada para merecerlo.

Pero entonces Victoire sollozó y las lágrimas comenzaron a caer en su rostro. Percy se removió inquieto.

—Hum… no hicieron nada, ¿verdad?

No respondió. Sino que se limpió las lágrimas del rostro y miró la hoguera que chisporroteaba en medio del salón.

—Percy —le dijo—, ¿qué has dicho antes sobre la madre de Luke, May? ¿La has conocido?

Percy asintió de mala gana.

—Nico, Daphne y yo fuimos a verla. Era un poco… especial.

—¿Nico? Él... ¿Estuvo con ustedes? —Percy asintió sin comprender porque preguntaba sobre él—. ¿De casualidad estabas con él en el bosque después de... del funeral de Beck?

Percy asintió, extrañado por su pregunta.

—Si, ¿Por qué?

—Me lo encontré en el bosque cuando te buscaba, me dijo que no te había visto. Me... Mintió.

Percy se removió incómodo.

—No creo que lo hiciera con mala intención, en realidad se suponía que solo él y yo iríamos a ver a la madre de Luke, pero Daphne estaba con él cuando me lo encontré e insistió en acompañarnos.

—¿Por qué fueron a ver a May Castellan? —preguntó ella, recelosa—. Ella no está en condiciones de...

Pero se detuvo ahí. Percy la miró sorprendido.

—Tu sabías sobre el estado de la madre de Luke, ¿No es así?

Victoire se encogió de hombros, restandole importancia.

—Me sorprende que no lo sepas —dijo ella—. Luke y yo pasamos muchos años juntos, Percy. Era mi mejor amigo, sabíamos todo del uno y el otro. Me contó sobre su madre poco después de llegar al campamento. Ella está.... No está bien Percy.

—Lo sé, la vi —y le contó a Tori sobre su visita a la madre de Luke; de aquel momento tan extraño, cuando sus ojos habían empezado a resplandecer y ella se había puesto a hablar del destino de su hijo.

Victoire frunció el entrecejo.

—¿Dijo que Luke la había ido a ver? —Percy asintió—. Eso no tiene sentido, ¿Por qué él iría... Por qué tu…? —pero entonces algo hizo clic en su mente. Comenzó a unir cabos y miró perpleja al azabache—. Hermes ha dicho que llevas la maldición de Aquiles sobre ti. Y Hestia también. Percy, ¿Acaso… te has bañado en el río Estigia?

—No cambies de tema.

—¡Percy! ¿Sí o no?

—Hum… quizá. Un poco.

Victoire no le dio un golpe porque Percy rápidamente empezó a contarle su viaje al inframundo: el como Nico lo había llevado ante Hades y lo habían engañado. El como él y Daphne terminaron encerrados en el calabozo del inframundo y como luego Nico los sacó de ahí diciendo que él no sabía lo que su padre planeaba. Le contó cómo habían huido del palacio del dios y como llegaron al río. Le hablo sobre el fantasma de Aquiles y su advertencia, y como fue que se sumergió y obtuvo la maldición del mencionado. Le contó cómo derrotó él solo al ejército de muertos de Hades que buscaban apresarlo. Incluso le contó que había derrotado al mismísimo Hades.

Lo único que Percy omitió fue la visión que había tenido con ella sacándolo del río. Aún no lograba entender esa parte, y le resultaba embarazoso incluso pensar en eso.

Victoire apretó los labios y reunió todas sus fuerzas para no golpearlo ahí mismo.

—¿Eres consciente del peligro que has corrido al hacer tal estupidez? —preguntó.

—No tenía alternativa —le repuso él— Sólo así podré hacerle frente a Luke.

—Ahora todo tiene lógica. Ahora entiendo cómo es que no murió en el monte Tamalpais. Fue al Estigia y… Oh, no, Luke, ¿cómo se te pudo ocurrir hacer eso?

—Así que ahora estás preocupada otra vez por él —rezongó Percy.

Victoire lo miro sin comprender.

—¿Qué?

—Olvídalo —murmuró él—. La cuestión es que no murió en el Estigia —dijo—. Y tampoco yo. Ahora debo enfrentarme con él. Tenemos que defender el Olimpo.

Sin embargo Víctoire se encontraba estudiando su rostro, como si buscará los cambios operados en él desde que se había bañado en el Estigia.

—Supongo que tienes razón —concedió ella—. Atenea ha mencionado…

—El plan veintitrés.

Ambos voltearon a ver a Annabeth, quien se había acercado a ellos con Daphne al lado. Había dejado de llorar y ahora buscaba en su mochila algo.

El portátil de Dédalo.

En cuanto lo encendió, el símbolo de la delta azul fulguró en la tapa. Abrió unos archivos y empezó a leer.

—Aquí está —dijo—. ¡Dioses, tenemos por delante un montón de trabajo!

—¿Alguno de los inventos de Dédalo?

—Un montón de inventos… de los peligrosos. Si mi madre quiere que utilice este plan, debe de creer que las cosas van muy mal. —les echo una mirada y se detuvo en Percy—. ¿Y qué me dices del mensaje que te ha enviado: «Acuérdate de los ríos»? ¿Qué significa?

Percy negó con la cabeza. Como de costumbre, no tenía ni idea de lo que le estaban diciendo los dioses.

Sin embargo, en ese momento, los Stoll entraron corriendo en la sala del trono.

—Tienen que ver esto —dijo Connor—. Deprisa.

Cuando salieron al exterior del salón, vieron que las luces azules del cielo se habían extinguido, así que Victoire al principio no entendió cuál era el problema.

Los demás campistas se habían reunido en un pequeño parque situado al borde de la montaña. Estaban agolpados en la barandilla y observaban Manhattan a sus pies. Había unos binoculares para turistas con los que se podia contemplar la ciudad depositando un dracma de oro, y sus compañeros se habían adueñado de ellos.

Victoire miró hacia abajo  Desde allí, lo veía casi todo: el río Este y el Hudson, recortando la silueta de Manhattan; la cuadrícula de calles, las luces de los rascacielos, el trecho oscuro de Central Park hacia el norte. Parecía todo normal, salvo por un detalle...

—No oigo… nada —comentó Annabeth.

Y ese era el problema. Incluso desde aquella altura, deberían haber oído los ruidos de la ciudad: millones de personas transitando de aquí para allá, miles de coches y máquinas. El zumbido de una gran metrópolis. Incluso en mitad de la noche. Nueva York nunca permanecía en silencio.

Pero ahora si lo estaba. Y aquel silencio era inquietante.

—Pero ¿qué le han hecho? — Victoire se estremeció cuando escucho a Percy hablar con una voz tensa y furiosa—. ¿Qué le han hecho a mi ciudad?

Percy apartó a Michael Yew de unos binoculares y le echó un vistazo a la ciudad. Victoire ni siquiera hizo el ademán de replicarle su brusquedad hacia el hijo de Apolo. Estaba igual de desconcertada que todos los demás.

Se acercó al otro par de binoculares y Katie se apartó para que ella misma viera lo que ocurría allá abajo; El tráfico se había detenido en las calles. Los peatones estaban tendidos en las aceras o acurrucados en los portales. No se veían signos de violencia: ningún destrozo ni nada parecido. Era como si todos los habitantes de Nueva York hubieran decidido dejar sus asuntos para desmayarse.

—¿Están muertos? —preguntó Silena, patidifusa.

—Muertos no —respondió Percy—. Morfeo ha puesto a toda la isla de Manhattan a dormir. La invasión acaba de empezar.

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𝐁𝐚𝐫𝐛𝐬 © | 𝟐𝟎𝟐𝟐 ✔️

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