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彡🕯️EP. 8

⇢ ˗ˏˋ 🪞┋CAPÍTULO OCHO ⊹.˚
« una promesa al amanecer »

ANDREAS SUSURRÓ con agotamiento a un caballo que parecía tan exhausto como el mismo: —Sooo...

El carruaje se detuvo junto a la casa del gran roble, una forma oscura recortada contra la enorme luna. Esperaba no haberse equivocado y que fuese de verdad la famosa Aubrey Hall, aunque no le hubiese extrañado lo contrario, porque seguir de noche un camino vecinal con mil bifurcaciones resultaba bastante difícil.

Miró de reojo a la señorita Bridgerton, que dormía con la cabeza apoyada en su hombro. Debería haberla despertado para asegurar uno o dos desvíos, pero estaba tan encantadora que le había dado pena. Andreas se había limitado a ponerle su capa sobre los hombros y había decidido arriesgarse.

Total, en la zona solo había unas cuantas casitas de campo dispersas, todas a corta distancia del pueblo. Si se había equivocado, no tardarían en encontrar el sitio correcto.
Por lo menos, no había luces en las ventanas, lo que era buena señal, porque Eloise le había asegurado que los guardeses no se encontraban en ella en esos momentos. Al parecer acababan de tener un nieto y lord Bridgerton les había dado permiso para ir a conocerlo. Una situación afortunada.

Qué silencio había. Y qué aire maravilloso, perfumado de mil formas, no como el hediondo Londres o la pestilente Nueva York. Las ciudades siempre olían mal, aunque te acostumbraras a ellas, y era un placer respirar en un sitio así. Dejó pasar unos minutos, disfrutando del momento, de aquella quietud maravillosa, antes de decidirse a despertarla.

—Señorita Bridgerton... —susurró, reacio a molestarla, pero no había más remedio—. Creo que hemos llegado.

Ella apenas susurró algo en sueños. La luna iluminó su rostro y Andreas no pudo por menos que sonreír al ver el bigote torcido. ¡Estaba tan graciosa, tan encantadora! Por desdicha, sus ojos se dirigieron casi de inmediato hacia la boca de labios perfectos.

La reacción que le produjo, aquel deseo casi irrefrenable de besarla, como un impulso o una necesidad imperiosa, lo sorprendió y lo llenó de alarma. Como no supo cómo afrontarlo, hizo lo primero que se le ocurrió: tratar de ignorarlo.

La sujetó con cuidado y la apoyó en el respaldo. Luego, bajó del vehículo y lo rodeó para cogerla en brazos por el otro lado. Si la puerta de la casa estaba abierta no tendría por qué molestarla.
La señorita Bridgerton era una mujer alta, pero muy liviana. La sintió ligera, suave; y, cuando caminó por el sendero y atravesó con ella en brazos la candela de la bonita valla de hierro forjado, Andreas se preguntó si su perfume era el mismo de las flores de aquel lugar. Estuvo seguro de que, en sus recuerdos, era algo que quedaría fijado así por siempre.

La puerta principal sí estaba cerrada, pero no tardó en encontrar una secundaria, que daba directamente a la cocina. Allí no tuvo problemas, entró y, guiándose a tientas por la luz que se colaba por las amplias ventanas, cruzó un vestíbulo y llegó a un bonito salón.

Dejó a la muchacha recostada en el sofá y se dispuso a encender la chimenea. Estaba terminando cuando oyó su voz.

—Hemos llegado...

No estuvo seguro de si se trataba de una pregunta o una afirmación, el tono amodorrado dejaba lugar a dudas, pero la miró y decidió bromear con ello.

—De no ser así, nos hemos colado en algún otro sitio y no tardarán en detenernos.

Ella lanzó una risa encantadora, que provocó otro eco extraño en el corazón de Andreas. Se giró, para volver a ocuparse de los troncos. Temía delatarse. ¿Qué le pasaba? «Estoy agotado, eso es todo», se dijo.

Solo le faltaba estar enamorándose de John Hendrix.

—No, está bien. Ha acertado, señor Gysforth. Siento haberme dormido.

—No se preocupe. Estaba cansada.

—Sí. Arriba hay varias habitaciones —añadió, al cabo de unos segundos—. La mía es la del escritorio atestado. No se asuste si lo ve. ¡La de días de verano que tuvieron que llamarme mil veces para que saliera a pasear porque estaba inmersa en una de mis historias!

Andreas sonrió para sí. —A mí me ocurría lo mismo. Prefería escribir a hacer cualquier otra cosa.

—Así es... —Se interrumpió—. Usted puede ocupar el dormitorio de invitados, está justo al fondo del pasillo de la derecha, según sube.

—Perfecto —replicó, aunque pensó con interés en el contenido de ese escritorio. La imagen de su dueña, pasando de niña a mujer mientras esbozaba sus primeros textos, lo llenó de una extraña ternura—. De todos modos, si lo desea, puedo ir a alojarme al pueblo. No quisiera que...

—No. Pero ¿qué dice, señor Gysforth? —Sonó tan indignada que se volvió de nuevo a mirarla—. Ni hablar. Está en peligro por ayudarme a mí, es usted un invitado de la familia Bridgerton. —Se despojó de la capa, se puso en pie y fue hacia él, con aquel bigotillo enloquecedor oscilando a cada paso—. ¿Lo ayudo?

Andreas tragó saliva con esfuerzo. —No es necesario, gracias.

—Perfecto. Pues, si quiere, puedo mirar en la despensa a ver qué hay. —Se percató por fin del bigotillo y lo arrancó sin más—. Seguro que encontramos algo que nos guste.

«Yo ya lo he encontrado», pensó él, tontamente.

—Sería estupendo. —Carraspeó—. Tengo hambre.

—Muy bien —replicó ella, girando para dirigirse hacia la cocina. Andreas la miró. Qué atractiva estaba con aquel traje de caballero. Al ver cómo se ajustaba el pantalón a sus nalgas no pudo evitar una erección.

Se frunció el ceño a sí mismo.

—Idiota...

—¿Decía algo? —preguntó ella, deteniéndose un segundo en el umbral.

—No, nada. Perdón. Casi me quemo.

—Tenga cuidado.

No se le había ocurrido pensarlo, pero estar a solas con ella iba a ser un auténtico infierno. Eloise Bridgerton era hermosa e inteligente, el tipo de mujer que podría hacerle perder la cabeza, algo que no formaba parte de sus planes inmediatos. Al menos, tenían mucho de lo que hablar. Intentaría enterarse de toda la historia de John Hendrix.

Para darse un poco de margen, encendió una lámpara y subió al primer piso. Siguió el pasillo indicado y entró en la habitación que encontró al fondo, un lugar tan elegante y encantador como el resto. Los Bridgerton tenían buen gusto. Andreas había visitado muchas mansiones impresionantes, pero pocas le habían gustado como aquel lugar.

Ni siquiera Pemberton Park, que lo había impresionado de una forma especial por su aire de castillo antiguo aferrado al tiempo, le había parecido tan encantador. De hecho, en todo momento tuvo en mente las reformas que le haría en un futuro, de serle posible.

Tras refrescarse un poco, bajó de nuevo. Para su sorpresa, Eloise había puesto una mesita con un mantel de fino hilo blanco. Un par de platos con queso, embutidos y algo de fruta esperaban junto a una botella de vino abierta, con dos copas.

—Mi hermano tiene una buena bodega allá donde va —dijo la muchacha, divertida.

—Ya lo veo —agregó Andreas, estudiando la botella con aprobación antes de proceder a servir su contenido.

Se sentaron, uno frente al otro, y se produjo un silencio tenso, de los habituales entre gente obligada a permanecer junta sin conocerse ni tener demasiado en común. O quizá era porque ellos sí tenían mucho, consideró él. No sabía cómo abordar un tema sin mencionar a Hendrix o el periodismo.

Ella demostró tener más soltura en los asuntos diplomáticos.

—¿Encontró fácil su dormitorio? —dijo, como podría hacerlo cualquier amable anfitriona. Le alcanzó el plato con el queso y él tomó un trozo.

—Sí. Pero reconozco que no imaginé que fuera una casa tan grande.

—No lo era, en tiempos de mi abuelo. Buena parte del edificio es un añadido de los últimos años. Mi hermano la ha ampliado para que puedan estar también cómodas las familias de mis demás hermanos. Pasamos aquí muchos días de vacaciones, y celebramos muchas fiestas todos juntos.

—Benedict y Colin Bridgerton.

—Exacto. Están muy unidos desde niños y sus esposas se llevan muy bien. Para mí, todas son mis cuñadas.

—Debe ser maravilloso tener una familia tan extensa.

—Sí que lo es. —Bebió y lo miró por encima de su copa antes de añadir—: ¿Usted no tiene familia? ¿Hermanos, alguna amistad así de importante?

—Me temo que no, milady. Fui hijo único, mi madre murió cuando yo tenía dos años. Mi padre me dejó al cuidado de un ama de llaves y se dedicó a alternar en la alta sociedad de Nueva York. Murió hace unos diez años, al caerse de un caballo, durante una carrera, por una apuesta.

—Qué terrible. Lo lamento.

—Sí, bueno... Fue entonces cuando lord Pemberton, tío Archivald, pareció recordar que yo existía. Él era mayor que mi padre y ya había renunciado a la posibilidad de que su esposa le diera un heredero, así que le había estado insistiendo para que volviese. Al morir él, se centró en mí, su heredero. Me mandó una afectuosa carta en la que me daba el pésame y me invitaba a visitar Pemberton Park y así conocer el hogar de mis antepasados. —Se encogió de hombros—. Por esa época yo estaba estudiando en la universidad y me sedujo la idea, lo admito. Además, mi padre me había dejado numerosas deudas, y no sabía cómo iba a poder pagar los últimos cursos. —Giró una uva entre los dedos, pensativo—. Creí que podría pedirle un préstamo, en base a la fortuna que iba a heredar algún día, de modo que aproveché unas vacaciones y me vine.

—¿Y qué pasó? —preguntó ella al ver que Andreas titubeaba.

—Que intentó retenerme por la fuerza.

Eloise arqueó una ceja. —¿Cómo dice?

—Se lo aseguro. En cuanto vio que no podría convencerme de quedarme, me quitó mi documentación y me retuvo en mi dormitorio, en Pemberton Park. Menudo viejo canalla... Estaba empeñado en que yo debía dejar de estudiar tonterías en la universidad y que me olvidase de América. Quería que fuera a Oxford, a estudiar algo relacionado con la Historia o las Leyes, algo caballeresco, lo llamó. Y que me preparase para el puesto que me había destinado la vida: el de lucir con honor el marquesado de Pemberton.

—Entiendo... —La señorita Bridgerton contempló un segundo las llamas—. ¿Puedo ser sincera, señor Gysforth?

—Se lo ruego.

—Lord Pemberton tiene fama de hombre amable, pero es cierto que siempre he pensado que tiene un corazón de hierro, muy poco sensible. Detalles... —añadió, cuando él la miró interrogativamente—. Modos de dirigirse a los criados, comentarios sobre la raza de las personas, afirmaciones tajantes que indican poca tolerancia... Cosas así.

—Tiene usted buen instinto para la naturaleza humana. —Algo básico para un periodista, reconoció con renuencia—. Por lo general, aunque no es un hombre sociable, cultiva una imagen de amable anciano, sí. Yo lo tuve más fácil para ver tras la máscara, porque dirigió hacia mí todo su enfado: el que sentía contra su esposa, por no darle hijos; el que sentía contra mi padre, por haberse ido a otro continente y morirse de forma tan absurda; y contra mí, por no ser el sobrino obsequioso y sumiso que deseaba.

—¿Y cómo lo solucionó?

—Negociando. Le dije que, si me ayudaba a terminar mis estudios y me dejaba trabajar en mi profesión hasta su muerte, yo aceptaría quedarme en Inglaterra y matricularme en Oxford. Y que, cuando asumiera el título, lo dejaría todo para ocupar el puesto de marqués de Pemberton con toda la dignidad posible. —Alzó ambas manos—. Y aquí estoy, escribiendo crónica social, por su culpa.

—¿Por su culpa?

—Es quien ha ordenado que sea esa mi tarea en The Times. Estoy valorando la idea de despedirme e irme a otro periódico, pero sospecho que me ocurriría lo mismo.

—Oh... —Ella lo miró con un nuevo interés—. Entonces, está claro que le debo una disculpa.

—No, no es necesario.

—Claro que sí. Lo tenía por un lechug... Bueno, perdone, no usaré más ese término. Por un petimetre con talento para escribir —Andreas no supo qué palabra le repelía más, pero decidió guardar silencio—, pero con un único interés: ver qué lazo de corbata estaba de moda en la temporada, o saber qué parejita feliz saldría de la fiesta de turno. Pero ya veo que no es el caso.

—No, no lo es. Me interesan poco los lazos de corbata, no digamos las relaciones de nadie. —Sonrió—. Pero le agradezco lo del talento. Lo valoro, viniendo de Hendrix.

Ella se echó a reír. —En la fiesta de los duques de Kent, cuando empezó a sacarle fallos a Hendrix, reconozco que me molesté.

—No me haga caso, estaba celoso.

—¿De qué?

—De su talento. De su ingenio. De la libertad que tenía para escribir de temas que hubiera querido abordar yo, pero me resultaba imposible.

Ella asintió. —Yo también fui muy severa con usted, porque siendo hombre podía realizar un trabajo que a mí me está por completo vedado.

—No debe rendirse, milady. Ha habido grandes escritoras, nadie debería sorprenderse a estas alturas por el hecho innegable de que el talento literario no tiene nada que ver con el género.

—Estoy de acuerdo. Y le agradezco que lo diga.

—No hay de qué.

—Permítame que retribuya su consejo con otro semejante: no debe rendirse, señor Gysforth. Si quiere escribir, debe hacerlo por siempre.

—Me temo que no es posible. Como le he dicho, mi tío me lo dejó muy claro: un marqués no puede tener una profesión, y menos una tan comprometida. En cuanto me convierta en noble, tendré que decir adiós al periodismo.

—Tonterías. Lord Pemberton se ha comportado de un modo abominable. Era su tío, señor Gysforth. Se había quedado usted solo en el mundo. Lo lógico hubiese sido que se ofreciera para pagarle esos estudios y para darle todo el respaldo económico y afectivo que necesitase, apoyarlo en lo que quisiera usted conseguir. Pero no. En lugar de eso, se aprovechó de su situación para arrancarle esa horrible promesa. Y, encima, se está ocupando de que, mientras le corresponde a usted el turno de actuar como desee, tenga unas limitaciones profesionales abominables. De ser por él, se pasará todo el tiempo de fiesta en fiesta haciendo crónica social.

—Eso es cierto.

—Claro que lo es. La cuestión es ¿va a permitirlo? ¿En serio? ¿Venderá tan barata su vocación? Yo no. Jamás.

Andreas miró pensativo el fuego de la chimenea. —Si le digo la verdad, no sé cómo hacerlo...

Se volvió hacia ella porque la oyó reír con suavidad, y algo en su interior quería ver su rostro iluminado por aquella alegría.

—Vamos, señor Gysforth —le dijo, y si había algo de burla en su tono buscaba ser una broma compartida—. Es usted escritor. No puede faltarle la imaginación.

Andreas sonrió. —Eso espero. Y le agradezco mucho que me haya ayudado a reflexionar sobre el tema. —Se sonrieron, y por primera vez se sintió en una especie de comunión con ella. Andreas pensó en que el reflejo de las llamas en la piel pálida de Eloise casi la hacía parecer una criatura de fuego. Pena de la sombra violeta de sus ojeras—. Está usted preciosa, milady. Pero también parece muy cansada. Creo que debería irse ya a dormir.

—Por supuesto —replicó ella. Seguro que pensó en dormitorios, camas y el hecho de que estaban allí solos, transgrediendo todas las normas de la decencia, porque se ruborizó de un modo tan encantador que reavivó la excitación de Andreas. Cambió de postura y trató de disimular—. ¿Usted no sube?

—Dentro de un momento. —Por Dios, entre el vino y el deseo que ya arrastraba de antes, si subía las escaleras con aquella mujer, temía terminar abalanzándose sobre ella del modo menos apropiado posible—. Si le parece, recogeré todo esto y caminaré un poco antes de dormir.

—¿No está cansado?

Lo estaba, y mucho, pero si tenía que señalar qué primaba en él en esos momentos, diría que, sin duda, el bulto enorme de su erección. Una pena que hiciera demasiado frío para lanzarse de cabeza al río. Tendría que conformarse con un paseo por la orilla. Además, al considerarlo, pensó que no estaría mal hacer una ronda, por si los hombres de aquel «Rey en la noche» los habían seguido. Lo dudaba, pero no estaba de más.

—No tardaré nada. Suba y descanse.

—Muy bien. —Eloise se levantó de la silla. Él dudó un segundo, pero sabía que también debía hacerlo: ningún caballero que se preciase de serlo permanecía sentado con una dama en pie. En el último momento logró enganchar la servilleta y sujetarla como al descuido, para ocultar aquella parte tan licenciosa de su anatomía. Ella lo miró algo extrañada, pero seguro que ni imaginó qué era lo que estaba ocurriendo. La hermosa Eloise Bridgerton podía ser una periodista avezada y audaz, pero también era una absoluta ignorante de la naturaleza masculina. Al menos, en esos campos—. Buenas noches.

—Buenas noches, milady —replicó él, con una inclinación, y la observó mientras la muchacha se dirigía a la escalera, con un movimiento de caderas en el que no se había fijado hasta entonces, pero que le resultó hipnótico.

Maldición, ¿por qué haría tanto frío? Estaba por lanzarse al río, de todos modos.

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