彡🕯️EP. 4
⇢ ˗ˏˋ 🪞┋CAPÍTULO CUATRO ⊹.˚
« un enfrentamiento inesperado »
—DEJA DE LLORIQUEAR y haz bien tu trabajo, Andreas —se susurró, horas después, en un rincón apartado del gran salón de baile de los duques de Kent.
Sacó su libretita y tomó nota de la decoración y los arreglos. Recopiló cuanto detalle pudo de los hermosos trajes de las damas y de los elegantes caballeros, aunque la sola idea de elaborar un párrafo al respecto lo ponía enfermo. ¿Qué más podría decir sobre esas tonterías que no hubiera dicho ya mil veces? ¡Y lo de volver a hablar de las parejas que podían o no surgir, de las bellas debutantes o del mejor partido entre los caballeros!
Por Dios, estaba harto. Parecía una maldita chismosa. Su función en la vida era la misma. Iba a tener que irse del The Times, definitivamente. Pero ¿a dónde? Si mencionaba su relación con su tío, terminaría igual, rodando de fiesta en fiesta; y, de no hacerlo, no contaba con nada de verdad sólido e interesante como para tentar alguna otra publicación. Y, de lograrlo, seguro que tío Archivald tardaba poco en localizarlo, lo que implicaría un volver a empezar.
Regresar a América estaba fuera de cuestión, había prometido quedarse. Además, pese a todo, Inglaterra le gustaba. Se alegró al ver llegar a lord Bridgerton, rodeado como siempre de las hermosas mujeres de su familia, y su sonrisa aumentó al ver a la vizcondeza Bridgerton. Sí, ella también era hermosa, a su manera imponente. Y las demás señoritas Bridgerton, aquellas maravillosas jovencitas que se iban convirtiendo en mujeres poco a poco.
Se dirigió hacia allí para saludar, y a punto estuvo de chocar con una joven que giró bruscamente sobre sí misma para volver hacia la puerta. Ambos se tambalearon, un camarero se acercó a ayudarlos y el resto del grupo siguió adelante sin verlos.
—Disculpe, milady —dijo Andreas, antes de pensar que quizá no tuviera tal título. Aquel maldito mundo inglés, tan lleno de normas y tratamientos... Pero ella parecía una dama de alta alcurnia.
Qué hermosa era. El cabello castaño, la piel de alabastro; un rostro de rasgos elegantes y afinados, perfectos, y unos ojos inolvidables. Andreas se quedó pasmado mirándolos. Grandes y azules. Casi parecían zafiros.
El corazón le dio un brinco en el pecho cuando aquella beldad sonrió.
—No, perdone usted, señor, la culpa ha sido mía —replicó ella, con voz armoniosa y firme, antes de que se oyese el tono seco de lady Bridgerton.
—¡Eloise! —Los dos miraron hacia allí. La dama había vuelto con ellos y señaló a la joven con su abanico. No hubiese resultado más amedrentadora de tratarse de un cuchillo—. ¡Ni se te ocurra escaparte esta vez! ¡Ya te he dicho que he quedado aquí con lady Chastity y su hijo!
De modo que la joven era la señorita Eloise Bridgerton, la hermana de lord Bridgerton. Andreas había oído hablar mucho de la joven, sobre todo a sus hermanas, pero no había imaginado que fuese tan bella.
La joven puso mala cara y miró a Andreas con reproche. —Vaya. Ha hecho que me descubran.
—¿Yo? —preguntó él, sorprendido—. Creí que la culpa había sido suya.
—Señor Gysforth... —dijo entonces lady Bridgerton. ¿Era un saludo? Le dio la impresión de que sí. Él le hizo una reverencia.
—Lady Bridgerton, siempre un placer verla.
—Gracias. —La mujer le clavó una mirada indecisa—. Bien sabe que no apruebo su profesión, en absoluto, pero debo admitir que es agradable desayunar leyendo sus comentarios. Al menos, hace que el periódico sirva para algo.
A su lado, la señorita Eloise puso los ojos en blanco. Él deseó poder hacer lo mismo.
—Gracias, lady Bridgerton. Me alegro de que le guste. Lo considero todo un honor.
—¿Cómo está su querido tío? —le preguntó lady Danbury, que siempre se comportaba como si fuese una vieja amiga de su tío, aunque él le había asegurado que no la recordaba en absoluto—. ¿Sigue en el campo, a estas alturas de la temporada?
—Sí, milady. Por lo que puedo deducir de su última carta, lord Pemberton se encuentra muy bien. —«Hasta que hable con él», pensó. Aquella discusión con la señorita Eloise había terminado de convencerlo. Le plantaría cara y exigiría que se apartase de su labor profesional—. Y ya sabe que no le agrada mucho la ciudad, pero volverá de Pemberton Park esta semana que viene, si todo va según sus planes. Le transmitiré sus saludos, miladies.
—Muchas gracias. Vamos, Eloise, ven —insistió lady Bridgerton—. Es la ocasión ideal para retomar el trato con el conde de Glassen. Puedes y debes consolarlo. Recuerda que su padre murió hace menos de un mes.
—¡Y que le ha dejado título y una gran fortuna! —remató lady Danbury. Andreas se encontró intercambiando una mirada de circunstancias con la bella señorita Bridgerton.
—Lo sé —dijo ella, y hasta logró sonar contrita—. Pobre hombre. Ahora voy, tía, lady Danbury. Denme dos minutos.
Lady Bridgerton los miró alternativamente, con evidentes ganas de negarse. Pero debió considerar que ya había presionado bastante.
—Dos minutos. ¡Pero no te vayas, Eloise! —le advirtió—. Voy a confiar en ti, no hagas que lo lamente.
—No, descuide. —En cuanto su madre se alejó con su amiga, Eloise dio un suspiro de alivio—. Lo que me faltaba. El conde y su madre.
Andreas sonrió. —Creo que sé a qué se refiere. Entrevisté al nuevo conde de Glassen la semana pasada, precisamente por la muerte de su padre y el traspaso del título. Aunque cada vez que le preguntaba algo al hijo, contestaba la madre.
Eloise lo miró divertida. —Sí, puedo creerlo...
—¡Oh, Eloise, estás con el señor Gysforth, qué bien! —exclamó una de sus hermanas, la señorita Daphne, apareciendo de pronto a su lado—. Mira, ya era hora de que te lo pudiéramos presentar. Este caballero es el señor Andreas Gysforth, el sobrino de lord Pemberton, y su heredero. Es periodista. A mi hermana le encanta escribir, ¿sabe usted, señor Gysforth? —le dijo a él—. ¡Y le quedan cosas muy bonitas!
—¡Daphne! —exclamó su hermana—. ¡Por favor!
La señorita Eloise se ruborizó de una forma encantadora, y no era de extrañar. A él también le hubiera pasado de haber dicho alguien eso de él. Que a uno le quedasen «cosas muy bonitas» no decía nada bueno del propio trabajo. Imaginó que la hermosa señorita se entretenía rimando algunos ripios.
—Es un placer, milady —dijo él, tratando de ayudarla a solventar el momento—. Me alegro mucho de conocerla por fin. Su familia habla mucho de usted.
—Gracias, señor. Lo mismo digo. Y... bueno, suelo leer The Times.
Daphne se echó a reír. —No se haga ilusiones, señor Gysforth. A Eloise no le gusta lo que escribe usted.
Eloise le dirigió un ceño perfectamente fruncido. Andreas se descubrió pensando que no le hubiese importado ser el objeto de aquel enfado. Merecería la pena solo por haber logrado captar su atención.
—¡Daphne!
—¿Qué? Es la verdad —siguió, imperturbable, dirigiéndose a Andreas—. No hay un desayuno que no nos amenice con sus comentarios, mientras lee el periódico. ¡La pone usted de muy mal humor! —Hizo un gesto hacia la zona de baile—. Quizá debería sacarla a bailar para demostrarle que escribir no es lo peor que hace.
—¡Daphne! —repitió su hermana, cada vez más horrorizada. Daphne alzó sus pequeñas manos enguantadas y las agitó con gracia. De una de sus muñecas colgaba el pequeño carné de baile. Andreas no pudo leer nombres, pero sí comprobó que parecía bastante lleno.
—Oh, perdón, perdón. Mejor los dejo solos, para que Eloise se disculpe por mí.
—¡Daphne, no! —llamó la mencionada, pero su hermana no hizo caso. Dio media vuelta y se perdió rauda entre el gentío. Eloise miró a Andreas—. Lo siento mucho, señor Gysforth. Ella habla siempre sin pensar.
Andreas no pudo evitar echarse a reír. —Lo cual, muchas veces, resulta maravilloso.
—¿Usted cree?
—Sin duda. Soy periodista. Como buscador de la Verdad, así, con mayúscula, odio la hipocresía y las sonrisas falsas. Demasiada gente piensa cada palabra que dice solo para no decir lo que piensa.
Ella lo estudió con curiosidad. —Menudo pensamiento. Pero me ha gustado.
—Gracias. —Hubo un instante de silencio entre ellos, un tiempo que estuvo a punto de volverse incómodo—. ¿Puedo preguntarle algo, milady?
—Desde luego.
—Me gustaría saber cómo ameniza los desayunos mientras lee mis artículos.
Eloise pareció sorprendida. Hizo una pequeña mueca. —¿En serio aceptaría la Verdad, así, con mayúscula, señor Gysforth? —replicó, usando su mismo modo de dar relevancia al término.
—Se la pido, por favor. —¿Qué podía importar? La señorita Eloise no podía tener peor opinión de la que ya tenía él mismo, de modo que no perdía nada. Y eso le daba pie a seguir hablando con ella—. Sin concesiones. Vivir engañado no es lo mío.
—Muy bien. Sin concesiones, entonces —vaciló un momento antes de seguir—. Lo cierto es que no soporto la alegre crónica de sociedad, me parece una pérdida de espacio en un periódico de prestigio, y usted no parece saber hacer otra cosa. —El tono de desdén, cuidadosamente medido al principio, se fue haciendo hueco en sus palabras, junto con buenas dosis de ironía—. Por eso, mientras desayuno, es cierto, no dejo de lanzar imprecaciones. No puedo evitarlo, no soy capaz de medirme. Sus contenidos son de lo más lamentables, señor Gysforth. Ridículos. —Hizo un gesto hacia la zona de baile—. ¿Ya ha tomado debida nota del color de los vestidos de las damas? ¿Y de los tocados? ¿Cuál será la preferencia del año? ¿Plumas o flores?
Andreas arqueó una ceja, sorprendido más por lo que la crítica le estaba haciendo sentir que por sus palabras o su tono en sí.
¿Por qué le dolía tanto? Él pensaba del mismo modo, y había creído estar por encima de cualquier cosa que pudiera decir, pero no era el caso.
Quizá la diferencia estaba en que le importaba la opinión de aquella hermosa joven de ojos impresionantes.
—Ya veo que su hermana tenía razón: no le gusta lo que escribo —atinó a replicar.
—No, no me gusta. Ni lo más mínimo, lo lamento. —Debió percatarse de que lo afectaba, porque su expresión se suavizó un poco—. Vamos, señor Gysforth, no se lo tome como algo personal. Me ha pedido que sea sincera.
—Así es. Si no sé aceptar una crítica, debería buscarme otra profesión. Por lo general, suelo recibirlas bien, me ayudan mucho. Soy de la opinión de que siempre estamos en proceso de aprendizaje. —Vio que aquel comentario le había agradado, pero no estaba ya de humor para congraciarse con ella—. Y agradezco que sea sincera, pero preferiría que se mostrase menos irónica.
La señorita Eloise se encogió de hombros. —Lo lamento. Es solo que no me gustan las tonterías.
Andreas carraspeó, cada vez más desconcertado. Podía entender que no le gustaran las crónicas sociales, pero ¿por qué parecía tan enfadada? Porque lo estaba, empezaba a intuirlo. Ni que le fuera la vida en ello.
—A mí tampoco. Pero me temo que últimamente solo me encargan esa clase de cosas, y, a diferencia de otros, yo tengo que ganarme la vida, señorita Bridgerton.
—¿Últimamente? Yo diría que es lo habitual. Lleva años así. Y va a ser el próximo marqués de Pemberton, no me haga creer que es un pobre asalariado sin mayor capacidad de hacer lo que quiera. Lo espera una enorme fortuna, señor Gysforth, todo Londres lo sabe. —Miró a su alrededor—. En cuanto deje de trabajar, de ser un profesional, todas estas matronas le lanzarán al cuello a sus hijas.
—Qué visión más espeluznante. Casi me dan ganas empezar ahora mismo a cortejarla a usted, para ponerme a salvo.
Ella volvió el rostro hacia él, parpadeó sorprendida y sus mejillas adoptaron un definitivo tono rojizo.
—Muy gracioso. Pero no me cambie de tema. La cuestión es que usted está en posición de exigir qué tema va a tratar, no se engañe, señor Gysforth. Pero no hace nada al respecto. Se limita a la vida cómoda del lechuguino con pluma.
«Lechuguino con pluma». Andreas examinó su pasado, incluso la vida en Nueva York, buscando un insulto que pudiera haberlo ofendido más. No logró encontrarlo. Y el hecho de que pensase que ella tenía razón, que seguramente, de presionar más a Wilson, sin importarle un nuevo enfrentamiento con su tío, hubiera salido hacía mucho de todo aquel círculo terrible, lo irritó más todavía.
Apretó los dientes y la fulminó con la mirada.
—¿Y de qué le gustaría que escribiera, milady? —preguntó.
—¿De qué? ¿Lo pregunta en serio? ¿Es que acaso no hay más temas que toda esta... —movió la mano a su alrededor, abarcando la fiesta, los invitados riendo, charlando o bailando mientras lucían sus galas— presunción? ¿En qué mundo vive, señor Gysforth? ¿Acaso lo conoce? ¿Acaso sabe lo que está pasando bajo sus propios pies?
—Oh. —De modo que era eso. Sintió reavivarse su encono contra el maldito John Hendrix, y ya no pudo contenerse—. Entiendo. Está hablando de Hendrix. Supongo que él sí que escribe lo que usted desea leer mientras desayuna en su lujosa salita de Bridgerton House, bien lejos del peligro y de todo el ambiente oscuro de Whitechapel.
Eloise apretó los labios. —Ni se lo imagina. Pero sí, es lo que entiendo que es la labor de un periodista. Investigar, descubrir y mostrar. Contarle al mundo lo que está pasando más allá de su vista limitada. Informar de lo importante. —Agitó la misma mano justiciera de antes, señalándolo con la palma hacia arriba—. No... no venir aquí a alternar de punta en blanco, a beber champán, bailar y participar en todas las tonterías que se acostumbra.
—Bueno, para ser exactos, todavía no he bailado. Ah, perdone, que bailo peor que escribo.
—No se burle de mí.
—Jamás me atrevería. Aprecio mucho a su familia.
Implícito estaba el hecho de que a ella ni la conocía ni la apreciaba lo más mínimo. De hecho, empezaba a sentirse muy incómodo con ella, algo que aumentó cuando los labios de Eloise, aquellos maravillosos labios, tan perfectos que parecían dibujados por algún artista, se curvaron en una sonrisa.
—Otro que cuida bien las palabras que elige, ¿verdad?
—Tiene razón. —Mejor terminar con aquello cuanto antes. Estaba claro que la discusión no dejaba de empeorar. Se inclinó—. Si me disculpa, milady...
—No, no lo disculpo, señor Gysforth, porque todavía no he terminado —replicó ella, con enfado—. Ya que estamos, sí, me parece muy mal que, dada su situación privilegiada, no aproveche para sacudir un poco el polvo del mundo.
Andreas arqueó una ceja. —Esa frase es de Hendrix.
—¿Cómo?
—Que esa frase la escribió Hendrix en uno de sus artículos.
—Sí, bueno, no sé. —De pronto, parecía más apaciguada. Y también sorprendida—. ¿Los lee usted?
—Por supuesto, señorita Bridgerton. Hoy en día, empieza a leerlo todo Londres.
—Entiendo... ¿Y qué opina?
—¿Qué más le da? Solo soy una estafa, alguien destinado a hablar de nudos de corbata y posibles enlaces de salón.
Ella frunció el ceño. —No sea tonto. ¿Va a contestarme?
Andreas se encogió de hombros. —Hendrix es bueno. Le falta un poco de madurez a la hora de organizar la información, pero su trabajo de investigación es impecable, al igual que su estilo. Sin embargo... En fin, su forma de abordar los temas no pasa de aceptable.
—¿Aceptable?
—Demasiado emocional, en mi opinión. Un periodista nunca debería implicarse tanto. Ah, y pese a lo que he dicho de su estilo, le sobran adjetivos. Pensándolo bien, ese es su peor defecto.
—¿Le sobran adjetivos? —Otra vez estaba enfadada. Maldita mujer—. Yo diría que están justificados, todos y cada uno de ellos.
—Oh, vaya. Veo que es usted una ferviente admiradora de ese hombre, dará igual lo que diga. Para qué mencionar sus adverbios.
—¿Cómo dice?
—Nada, milady. Prefiero dejar de opinar sobre su ídolo, ese autor tan perfecto que ni se mancha de tinta mientras escribe. Ahora solo falta que se muestre en público y sea atractivo como lord Byron. Quizá eso logre al fin que la hermosa Eloise Bridgerton deje de ocultarse en las fiestas y establezca un compromiso.
Ella arqueó ambas cejas. —Y a usted le daría tema para uno de sus entrañables artículos. Todos ganamos, ¿no es estupendo?
Andreas entornó los ojos. —Hablando de palabras escogidas como dardos...
—Me he limitado a defenderme, señor Gysforth —replicó ella, con un encogimiento de hombros.
—Dado que todo esto ha comenzado con su ataque a mi trabajo, no estoy yo tan seguro de eso. —Ella parpadeó ligeramente, como cogida en falta. Bien, por fin reculaba un poco. Andreas iba a despedirse otra vez, pero recordó algo—. Mañana le dan un premio a Hendrix, no sé si lo sabe. La invitaría a asistir, porque supongo que irá él mismo a recogerlo, pero se lo entregan en Brooks's.
—Oh, sí, lo sé. ¿No es encantador? Lugares de hombres para asuntos de hombres, como al parecer lo es la cultura.
Vaya por Dios. ¿Qué le pasaba a esa mujer? Hasta con eso iba a intentar discutir con él. Andreas apretó los labios, buscando mantener la calma.
—¿Usted cree? —preguntó—. Dado que ha habido grandes escritoras mujeres, no seré yo quien afirme tal cosa.
Aquello provocó un brillo en los ojos de cobalto de la señorita Eloise. —¿De verdad piensa que...?
—Eloise, querida, ¿dónde tienes la cabeza? —Ambos se volvieron hacia lady Bridgerton, que acababa de plantarse a su lado, seguida de lady Danbury—. ¡Ven conmigo de inmediato! El conde de Glassen desea bailar contigo, pero debe ser ya mismo, porque su madre y él se irán a continuación. Ya te hemos dicho que tienen prisa. Solo han venido por ti. —Lady Bridgerton miró a Andreas con una expresión neutra—. Señor Gysforth, sigue aquí...
—Eso parece —replicó él, más que nada porque no supo qué otra cosa decir—. Si me disculpan...
Se alejó del grupo rabiando para sí mismo, decidido a no volver a escribir jamás crónicas sociales. Si Wilson no le daba otros temas, por órdenes de su tío, se consideraría libre de todo compromiso con lord Pemberton. Al fin y al cabo, no sería él quien rompiese el trato, aquello no era lo que habían acordado. Si su tío quería jugar sucio, estaba más que dispuesto a replicar en consecuencia.
Pero, de todos modos, dio un par de vueltas antes de irse, tomando buena nota de ambiente, trajes, parejas y expresiones. Había aceptado el encargo de ese artículo, tenía que escribirlo y él era un profesional. Lo haría lo mejor posible.
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