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彡🕯️EP. 3

⇢ ˗ˏˋ 🪞┋CAPÍTULO TRES ⊹.˚
« el periodista detrás de las sombras »

ESA MISMA TARDE, Andreas Gysforth había estado considerando dimitir de su puesto en The Times.

Lo hubiera tenido fácil, porque se encontraba en el despacho de su editor, Jack Wilson, que acababa de encargarle la crónica de la fiesta que daban esa noche los duques de Kent. ¡Demonios! No podía sentirse más harto, harto de escribir tonterías sobre eventos que no le interesaban lo más mínimo, en los que alardeaban de posición y riqueza unas gentes a las que, en su gran mayoría, despreciaba.

Quería escribir algo más... serio, hacer verdadero periodismo, de ese que podía convulsionar la opinión pública y que implicaba riesgo e investigación. Pero cada vez que proponía un tema de verdad interesante, algo que pudiera motivarlo, lo descartaban porque tenían otra cosa para él.

No era tonto. Podía sentir la mano de su tío Archivald, el marqués de Pemberton, detrás de todo eso.

—Preferiría hacer cualquier otra cosa más interesante —adujo—. Como tirarme por esa ventana, por ejemplo.

Wilson resopló, haciendo oscilar sus grandes y sorprendentes bigotes. —Gysforth...

—Ya le dije que no quiero escribir más tonterías de esas. Encárgueme otra cosa.

—Joven, usted no tiene ni idea de lo que le conviene. Si me hace caso, se hará un nombre y será rico... Bueno, rico lo será, cuando herede el marquesado de Pemberton, pero ganará buen dinero hasta entonces, gracias a su pluma. ¡Y renombre, que es lo más importante! Gracias a usted, nuestra sección de crónica social es una de las más leídas, tanto por damas como por caballeros.

—Demonios, no me diga eso. Va a resultar que me estoy cavando mi propia tumba.

—Lo que digo es cierto. Pese a lo que parecía en un principio, hace una gran tarea, es ideal para el puesto. Recibimos muchas cartas felicitando su labor y...

Andreas alzó una mano. —Espere, espere un momento... ¿Qué significa eso de «pese a lo que pudiera parecer»?

Wilson carraspeó. —Bueno, Gysforth, es obvio. Me refería a que es usted americano.

—No soy americano, señor Wilson, soy inglés. Nací en Londres, aunque me criasen en América. Y llevo en Inglaterra el tiempo suficiente hasta para haber perdido cualquier acento.

—Apenas tiene, cierto. —¿Apenas? ¿Es que se seguía notando? No, claro que no. Pero aquella gente se solazaba marcando las distancias con todos los que no considerasen de su maldito imperio. Andreas estaba cada vez más harto de los ingleses. «Idiota, que tú eres inglés», se recordó también a sí mismo—. Pero así es la naturaleza humana, y por aquí lo conocen como «el americano».

Andreas hizo una mueca. —Sí, sé que es uno de los apodos que me dan en la redacción. El otro, «el marquesito», es peor todavía.

Wilson se echó a reír. —Tiene que entenderlo, fue usted un novato muy jugoso. Pero sé que, hoy en día, se lo aprecia mucho en este periódico. —Sí, eso era cierto, tenía buenos amigos en The Times—. Y también se ha ganado al público con su forma de contar las cosas que suceden en las fiestas. Usted gusta, Gysforth. Es carismático en el trato y al escribir. No sabe la de periodistas que darían los dedos con los que sostienen la pluma solo por tener su éxito en una única ocasión. No se oponga a su destino.

—Bah. Me da igual ese éxito. Yo quiero ser recordado por otros trabajos, tratar otros temas.

—¿Como cuál?

—Maldición, señor Wilson, ya le dije que me gustaría investigar ese asunto de «Bajolondres» y...

—Tonterías, tonterías. Para eso ya está Hendrix.

—¿Hendrix? ¡Demonios! Que yo sepa, ese hombre no tiene el monopolio de esa línea de noticias.

—En lo que a mí respecta, sí. Y soy quien decide en este asunto.

—¡Si ni siquiera sabe quién es! —Era notorio el hecho de que John Hendrix jamás se había mostrado en público. Los artículos los llevaba siempre un hombre que se negaba a identificarse y que aseguraba ser un simple mensajero. Muchos apostaban porque era el propio Hendrix, aunque no quisiera reconocerlo, pero todavía no se sabía nada en claro. Los intentos de seguir sus pasos habían resultado siempre inútiles. Era un tipo escurridizo—. Podría desaparecer de un día para otro sin dejar rastro, y toda esa historia quedaría en el aire.

—Tonterías, tonterías. —Cómo odiaba aquella muletilla. Pero, claro, no podía decírselo—. Hendrix fue quien se acercó a nosotros, está interesado en el respaldo que le proporciona The Times, no nos va a abandonar a la ligera. Además, es comprensible que, dada su labor tan peligrosa, se mantenga oculto. Pero no nos fallará. Y, si ocurre... —Se encogió de hombros—. Ya le pediré a usted que escriba un artículo al respecto.

—Sí, por supuesto. Un obituario.

—Ja. Sospecho que le gustaría. Es usted el que se muere, pero de envidia. —Él hizo un gesto ecuánime: no podía negarlo, aunque lo hiciera sentirse mezquino—. Puedo entenderlo, no crea, a mí también me ocurre. De seguir siendo un joven periodista, con la carrera todavía por hacer, también estaría rabiando por los rincones.

—Pues ya que me entiende, écheme una mano, maldición. Y se lo advierto, estoy decidido. No quiero escribir más crónicas de sociedad.

—¿En serio? Recuerdo que tuvimos esta misma conversación cuando pidió no escribir más sobre deudores de la nobleza, Gysforth.

Andreas hizo una mueca. Cierto. Eso fue cuando el asunto de lady Bethany, ahora convertida en duquesa de Morton.

Su primo, el conde de Saxonshare, se había endeudado por culpa del juego y Andreas había sido enviado a escribir un artículo sobre el acoso que sufría la familia por los acreedores. Algunos hasta se atrevieron a lanzar piedras a las ventanas.

Un asunto desagradable que abandonó por completo a instancias de lady Bethany. ¿Qué otra cosa podía hacer? Era un caballero, y se lo había pedido por favor una dama. Aquello, que le supuso una bronca considerable con Wilson, había resultado ser una de sus mejores decisiones. Eso le había valido la amistad del duque de Morton y de sus amigos, principalmente lord Bridgerton, entre otros.

Hasta le había propiciado una pequeña colaboración en la investigación que había traído de vuelta a lady Minerva Ravenscroft, la hermana pequeña de este último, secuestrada siete años atrás, algo de lo que se sentía muy orgulloso.

Andreas había rastreado una información hasta descubrir la historia de una compañía de teatro asesinada, relacionada con aquel delincuente de Whitechapel, Thynne. No había llegado a enterarse de más sobre el asunto de lady Minerva, pero aquel había sido su primer contacto con «Bajolondres», y con la figura del «Rey en la noche», y sabía que podía conseguir mucho si disponía de medios suficientes como para dedicarle todo su tiempo.

—Lo sé —admitió, dado que el otro seguía esperando una respuesta.

—Entonces, no me ponga las cosas más difíciles, hombre. No puede protestar siempre por sus encargos. Escribirá crónicas de sociedad mientras yo lo considere necesario.

Andreas suspiró. Definitivamente, tenía que tomar el toro por los cuernos.

—¿Tiene mi tío algo que ver con esa decisión?

—Gysforth...

—Conteste, señor Wilson. Y recuerde que, algún día, el marqués de Pemberton seré yo. Con todo lo que eso implica.

El editor titubeó. —Maldición... Tarde o temprano tenía que llegar esa amenaza.

—Ya que lo dice así, lamento no haberla utilizado antes. Conteste.

—Sí, demonios, pues claro que sí, lo admito. ¿Qué quiere que haga? Milord tiene mucha influencia en la dirección de este periódico, y ha solicitado que, mientras sea uno de nuestros reporteros, tenga usted labores propias de un caballero, dentro de la profesión. —Ignoró el bufido de Gysforth, muy poco caballeroso—. Pero si quiere algo más serio, no se preocupe, yo sabré encargarle algo de vez en cuando.

—¿Sí? —preguntó Andreas, esperanzado. Definitivamente, debió mencionar antes lo de que él iba a ser el marqués. Era evidente el deseo de Wilson de congraciarse—. ¿Como qué?

—Oh, pues... —Los ojos del editor se dirigieron a una cartulina que había a un lado de la mesa, y la tomó. Parecía una invitación, y lo era—. Por ejemplo, mañana en Brooks's se entrega el premio Hightower. Vaya usted, así quizá conozca a su némesis. —Casi le arrojó la cartulina. Andreas ya se hizo una idea de que estaba deseando encasquetárselo a alguien. Pues no, no le impresionaba lo más mínimo que fuera a ser marqués—. Habrá muchos compañeros, firmas importantes en la profesión, para dar el adiós a uno de los grandes. Y para estar allí, por si se presenta la más joven de nuestras promesas...

Andreas ahogó una risa seca. —Tendría gracia que la joven promesa tuviera ochenta años.

—No sea gracioso. O sí, pero no en mi despacho. —Empezó a hacer gestos para que se fuera—. Vaya, vaya, llévese un dibujante por si aparece Hendrix y escríbame un artículo.

—¿Un dibujante? ¿Para la sección de cultura?

—No, hombre. Si va Hendrix, será portada. —Se encogió de hombros sin fijarse en cómo tomaba aire Andreas, pidiendo paciencia al Cielo—. En otro caso, no le daría más de trescientas palabras. Los temas culturales interesan poco, lamentablemente.

Andreas salió del despacho y estudió la cartulina, un trabajo elegante y caro. El premio Hightower. Un premio en el que ni se había mencionado su nombre, entre los candidatos. Para qué. Y encima se lo habían dado a ese maldito de Hendrix.

Mientras volvía a casa para prepararse, y luego ya de camino a la soberbia mansión de los duques de Kent, no dejó de pensar en todo aquello. John Hendrix era su sueño y su maldición. Sus artículos eran sagaces, estaban muy bien redactados y resultaban impecables en su documentación. Escribía sobre lo que estaba pasando en los barrios más oscuros del luminoso Londres y se estaba haciendo un nombre en la profesión, mientras que él poco a poco se hundía en el fango de lo banal.

Hendrix era todo lo que le hubiese gustado ser a él.

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